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¿ARENAS MOVEDIZAS?

Salí molesta y confundida de la residencia de los Bayard. Y desde luego no me puso de mejor humor ver el reluciente sobre naranja que tenía en el parabrisas del coche; otros cincuenta dólares, esta vez porque la parte delantera pisaba una línea amarilla. En total ciento un dólares ese día en multas de aparcamiento. Me daban ganas de gritar de pura frustración. Y por si fuera poco me dolían los ojos y las articulaciones de frío, lo que me impedía pensar con claridad. Levanté la palanca para reclinar el asiento del conductor todo lo posible y me recosté con los ojos cerrados.

Estrictamente hablando, que Catherine mintiera o no sobre su abuelo no era de mi incumbencia. Lo único que remotamente justificaría que la vigilara de cerca era el hecho de que pudiera conocer a Marcus Whitby. Y creía que no. Aún no era una mentirosa consumada: la atropellada manera en que rehuía decir la verdad desaparecería con la práctica.

La farragosa historia que soltó sobre su abuelo y Larchmont Hall fue realmente exasperante, pero me convencí de que ella era del todo ajena a Marcus Whitby. Una adolescente tan abstraída en sus asuntos que ni siquiera pareció enterarse cuando le dije que aquella noche Whitby flotaba muerto en el estanque mientras ella andaba por ahí metida en sus cosas. No suelo creer en las casualidades, pero el que Whitby, Catherine y yo estuviésemos allí la misma noche podría no ser más que eso.

Con su crispante actitud, Catherine había conseguido que me empeñase en averiguar qué estaba haciendo en Larchmont. Pero no podía esperar que Harriet Whitby me pagara por ir tras una adolescente sólo porque ésta me hubiera hecho quedar como una idiota.

Encendí la radio por si decían algo sobre la muerte de Olin Taverner. Más bombardeos en las afueras de Kandahar, disensiones entre los guerreros afganos, recortes de fondos para escuelas y salud pública en Illinois con el fin de equilibrar el presupuesto estatal. Desde el 11 de septiembre, casi todos los personajes públicos de Estados Unidos afirmaban que éramos una nación cristiana; supongo que ésa es la razón de que viudas y huérfanos lleven el peso de la responsabilidad fiscal.

Durante las interminables pausas publicitarias, empecé a cabecear, pero me desperté de repente al oír el nombre de Taverner.


Ha muerto una de las figuras más prominentes de Chicago, y una de las más controvertidas. Olin Taverner adquirió notoriedad en los años cincuenta cuando trabajó como asesor del congresista Walker Bushnell en la sede del Comité de Actividades Antiamericanas. Durante dos décadas, Taverner fue una de las voces más importantes del conservadurismo americano. En los últimos años vivió apaciblemente, casi recluido, en una residencia para jubilados cerca de Naperville. Esta mañana su asistente personal encontró a Taverner en su sillón, muerto a causa de lo que parece un ataque al corazón. No ha dejado herederos directos. Olin Taverner ha fallecido a los noventa y un años.

¿Cansado de tener que acudir a su hijo de diez años cada vez que quiere navegar por Internet? Bien, nosotros tenemos la solución perfecta…


Bajé el sonido. ¿Muerto en una residencia para jubilados cerca de Naperville? ¿Podría ser Anodyne Park? Tal vez Taverner fuera vecino de Geraldine Graham en ese exclusivo centro vacacional para ancianos. Quizá pudiera hablar con ella sobre Taverner. Y descubrir si por alguna remota posibilidad Catherine Bayard no mentía al afirmar que su abuelo tenía una llave de Larchmont Hall.

Un policía de Chicago bajaba la calle con decisión, seguramente para ponerme otra multa. Metí una marcha y me dirigí a la oficina. Do cualquier manera tenía que comprobar un par de cosas antes de volver a ver a la señora Graham. Y, pensándolo bien, buscaría un informe detallado sobre Taverner en Internet.

Cuando entré en el edificio, Tessa estaba cerrando la puerta de su estudio. Se echó hacia atrás al darse cuenta de que estaba resfriada; es un poco paranoica con los gérmenes. Hice el paripé de taparme la boca con la bufanda. Ella se rió, pero aun así se apresuró a alejarse de la puerta.

Fui por el pasillo hasta la parte trasera del edificio y encendí el pequeño fogón que teníamos allí. Compartimos también un baño con ducha y un frigorífico, pero pagamos por separado el gas y la luz, ya que las esculturas de metal de Tessa requieren mucha electricidad. Cogí a Tessa una bolsa de té -dejándole una nota con un «te debo una bolsita de té de jengibre y limón»- y me la llevé a mi oficina.

Impulsivamente, mientras se encendía el ordenador, telefoneé al editor de Morrell en Nueva York. Don Strzepek y Morrell se conocían desde hacía años, de los días del Cuerpo de Paz en Jordania, y esperaba que Don supiera en qué andaba metido Morrell. Me saltó el contestador automático, así que no me molesté en dejar ningún mensaje.

Necesitaba una voz humana. Necesitaba a Morrell. El correo electrónico resulta demasiado distante. Una carta tradicional tiene más intimidad; puedes sostener el papel que ha tocado la otra persona, con el correo electrónico, tecleas y envías, pero nunca tocas ni escuchas. El mismo Morrell empezaba a parecerme tan lejano que a veces dudaba de que existiera. Miré la fotografía que tenía en el escritorio, con su pelo crespo, su rostro delgado, la boca que me había besado, pero no lograba evocar ni su voz ni el tacto de sus largos dedos.

Ulises eligió su camino, Penélope: no permitas que eso domine tu vida, me ordené a mí misma con severidad. «No te lamentes -me dijo mi madre en una ocasión. Yo tendría ocho o nueve años, y lloraba de tristeza porque las chicas con las que solía jugar se habían ido a una fiesta de cumpleaños sin invitarme-. Y haz algo». Aquella tarde, en lugar de preparar la cena, me dejó disfrazarme con su vestido de gala, y se inventó para mí una historia de lo más inverosímil en la que yo era la Signora Vittoria della Cielo e Terra. En aquel momento me puse a buscar en Internet historias sobre Calvin Bayard. A lo mejor descubría por qué nadie podía hablar con él. ¿Y si Renee me había engañado?

Encontré en Internet el número de teléfono de Bayard, así que llamé a su casa de New Solway. El corazón me empezó a latir más deprisa. ¿Qué pasaría si conseguía hablar con él? ¿Qué le diría a mi héroe?

Contestó una mujer, así que tuve que decirle que era una antigua alumna de Calvin.

– Voy a estar esta semana en la ciudad; y para mí sería muy importante poder verlo.

– Ya no acostumbra a dar esa clase de citas -dijo la mujer con voz áspera.

– Confiaba en tener la oportunidad de saludarlo aunque sólo fuera por teléfono -dije, tratando de agradar.

No podía ponerse al teléfono. Ningún momento era bueno para volver a llamar. Si tenía algún asunto pendiente relacionado con los Bayard, debía ponerme en contacto con la señora Bayard telefoneando a la compañía. Su despedida quedó interrumpida por el clic del auricular.

Pero ¿qué estaba ocurriendo? Si el hombre se encontraba enfermo, ¿por qué no lo decían abiertamente? Algo sobre New Solway me hizo imaginar escenarios góticos: Calvin había muerto, y para mantener la empresa bajo control, Renee había organizado una conspiración para que el mundo creyera que su marido seguía vivo. El cuerpo embalsamado de Calvin yacía en algún enorme congelador de la antigua nave frigorífica de la propiedad. Marc lo había encontrado, y Renee lo había asesinado.

Inventarse historias era más divertido que investigar, pero es con la investigación con lo que se hace el trabajo. Me puse a buscar noticias en Nexis, con la esperanza de averiguar cuándo se había visto a Calvin en público por última vez. Hacía cinco años que había dejado la dirección de Ediciones Bayard en manos de Renee. El Herald-Star y el New York Times publicaron importantes artículos sobre el tema. Se rumoreaba que en realidad ella llevaba ya cuatro largos años al frente de la compañía.

Eso fue todo lo que conseguí averiguar en la Red. Calvin no había acudido a fiestas de beneficencia ni a ningún otro evento público, que hubiera recogido la prensa, desde su retiro. Para recabar más información tendría que hacer el trabajo a la antigua y a pie, es decir, hablar con amigos y vecinos. Algo por lo que Darraugh de ninguna manera estaría dispuesto a pagarme. Aunque, bien pensado, era muy posible que él lo supiera… Y no sería complicado preguntárselo la próxima vez que hablásemos.

Cuando cambié la búsqueda a Olin Taverner, obtuve bastantes resultados. Elegí la crónica de la Radio Pública Nacional, que tenía la ventaja de que se podía digerir la información con los ojos cerrados. Me conecté a un reproductor en tiempo real y me recosté para escuchar el reportaje.

Taverner había muerto en Anodyne Park, pero había crecido en New Solway. De modo que él y Calvin Bayard no sólo eran viejos enemigos, sino que debieron de ser compañeros de juego, pues contaban más o menos con la misma edad. Saldrían juntos a pasear en sus ponis por los alrededores de New Solway o mortificarían a la servidumbre, o lo que sea que hagan los niños ricos para divertirse.

Tal vez Marcus Whitby se dirigía a ver a Taverner cuando la muerte se le cruzó en el camino. Me disponía a levantarme a por mi mapa detallado de la región para ver si había alguna manera de llegar a pie hasta Anodyne Park y terminar en un estanque en Larchmont, cuando el nombre de Bayard volvió a captar mi atención.


En los últimos años, varias publicaciones, como el Washington Times y el Wall Street Journal, han tratado de cambiar la opinión pública respecto a Taverner, Bushnell y otras prominentes figuras de la época de McCarthy. Muchos representantes de la derecha actual afirman que la izquierda destruyó la reputación de verdaderos patriotas, y se han propuesto revisar ese periodo de nuestra historia. Uno de los más curiosos intentos de rehabilitación ha venido de la mano de Edwards Bayard, hijo de Renee y Calvin Bayard, quien se enfrentó a Taverner ante el Comité. Hace unos años, Edwards Genier Bayard se unió a las filas de los liberales convertidos en expertos conservadores. En la actualidad trabaja para la influyente Fundación Spadona, el grupo de expertos de la derecha que ha marcado la pauta de gran parte del discurso político contemporáneo. Nuestra corresponsal en asuntos políticos Jolynn Parker ha hablado con el señor Bayard en su oficina en Washington.


Jolynn, con su característica voz gutural, empezó a detallar los momentos clave de la carrera de Bayard: doctor en Economía por la Universidad de Chicago, un tiempo en el Fondo Monetario Internacional dirigiendo el programa que vendía las reservas de agua de Bolivia a empresas de ingeniería de Estados Unidos y Francia, y en la actualidad director de la sección de asuntos económicos de la Fundación Spadona.

– Su padre es toda una leyenda en los círculos políticos liberales. ¿Cómo se tomó el que usted aceptara un cargo en Spadona, organización que tantas veces se ha opuesto a sus medidas políticas y a su ideología?

– Tuvimos una serie de interesantes comidas navideñas -dijo Bayard-, pero mis padres respetan la libertad de expresión, al igual que yo, y creemos que en América hay sitio para diferentes opiniones públicas.

– ¿Cómo es que sus ideas han terminado siendo tan diferentes de las de sus padres? -preguntó Jolynn.

– Por mi trabajo en la Universidad de Chicago, que coincidió con el final del Gobierno de Allende en Chile. Acabé convenciéndome de que apoyar a un comunista como Allende, como hicieron mis padres, dañaba los intereses de Estados Unidos en aquel país, y que tampoco era justo para el pueblo chileno.

– Hay quien diría que la intervención de Estados Unidos para derrocar al Gobierno electo de otro país fue algo injusto, sobre todo a la luz de las miles de personas que el Gobierno de Pinochet encarceló y asesinó durante los años ochenta.

Bayard soltó una risa sarcástica.

– He oído esas quejas muchas veces, Jolynn, pero la economía chilena es hoy más fuerte que nunca.

Apreté el icono de pausa. Me preguntaba cómo habrían sido aquellas interesantes comidas navideñas, y por qué Catherine habría adoptado los valores de sus abuelos en lugar de los de su padre, y dónde estaba su madre. Ninguna de mis búsquedas en Internet me proporcionó algún cotilleo íntimo sobre el matrimonio de Edwards. Salí de Nexis y pasé a mis mensajes telefónicos.

Para mi sorpresa, Gcraldine Graham no había vuelto a llamar. No obstante, Amy Blount había llamado diciendo que la casera de Whitby iría a la casa de éste por la mañana para abrirnos la puerta.

Darraugh telefoneó desde Nueva York, sólo para decirme que había hablado tanto con su madre como con su asistente, Caroline, y que tenía plena confianza en mis aptitudes, pero que pensaba que por el momento ya habíamos dedicado suficiente atención a los problemas de su madre.

Mi servicio de contestador tiene un ingenioso programita que identifica el número de teléfono de las llamadas que se reciben, y en el correo electrónico que me envía, me incluye la relación de esos números. Darraugh se alojaba en el Yale Club de Nueva York, donde lo buscaron hasta dar con él en el bar.

– ¿Qué pasa? ¿No has recibido mi mensaje? -preguntó.

– Sí, hace dos minutos, y mañana por la mañana tendrás mi informe. Pero hay dos cosas: la primera es que la familia del muerto me ha contratado para que averigüe la causa de su muerte, de modo que continuaré mis investigaciones en New Solway.

– Preferiría que no lo…

– Te lo cuento por cortesía, Darraugh, porque eres uno de mis clientes más apreciados. Sabes que por lo general no revelo los asuntos de un cliente a otro cliente. -Hice una pausa para dejarle digerir eso antes de añadir-: La segunda es que he hablado con la nieta de Calvin Bayard esta tarde. Dice que el señor Bayard tiene una llave de Larchmont. ¿Es eso posible?

– ¿Posible? ¿Que si es posible que tenga una llave de la casa de mi familia? Más te vale no ir diciendo eso por ahí. -Su furia hizo que vibrara el auricular.

– Darraugh, tómatelo con calma. La chica me dijo que él tenía una llave.

– Se equivoca. Miente por cualquiera de las razones por las que mienten los chicos. -Su voz pasó de la furia a la mera frialdad.

– Ya veo. -Me apreté el puente de la nariz, deseando poder ver-. Intenté hablar con el señor Bayard, pero me negaron la posibilidad de manera categórica. ¿Tienes idea de por qué?

– Por ninguna oscura razón. Está mal de salud; Renee lo protege con su habitual empeño. Envíame la cuenta por las horas de trabajo que has invertido en la queja de mi madre. Espero que te acuerdes, mientras averiguas quién es el asesino de ese hombre, que llevo muchos años pagándote las facturas. Espero que tengas eso en cuenta si por cualquier razón resulta que tus investigaciones te llevan a New Solway. Debes comprender que podrías caer en arenas movedizas de las que tal vez no pueda sacarte nadie.

Colgó antes de que yo pudiera decir nada. Hacía quince años que conocía a Darraugh Graham, pero nunca le había oído amenazarme.


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