12

EL OBÚS

– ¡Abuela! -Catherine dio un respingo y, sobresaltada, nos miraba a su abuela y a mí alternativamente-. ¿Qué haces en casa tan temprano?

Renee Bayard se inclinó sobre Catherine para darle un beso. Era mayor que en las fotos de la repisa. Tenía el cabello oscuro entreverado de mechas grises, pero se veía que tenía la piel increíblemente tersa y suave bajo la ligera capa de maquillaje. El vestido rojo que llevaba, de una lana tan suave que me dieron ganas de tocarlo, parecía hecho a la medida de aquel cuerpo pequeño y robusto. Un brazalete de piezas de marfil resonó cuando rodeó a su nieta con los brazos.

– Me he cansado de escuchar a gente que siempre habla de lo mismo. Y esta tarde quería ir a la reunión de padres de tu colegio, para discutir sobre la intención del Departamento de Justicia de examinar los expedientes de los alumnos, así que pensé que podía venir a casa primero y tener una cena familiar, si es que no estás ya comprometida.

Catherine se levantó de un salto.

– Espero que convenzas a esos gallinas para que hagan algo. Muchos de ellos son como el padre de Marissa, que se pasa el día diciendo que es nuestro deber cooperar, que estamos en situación de guerra y que la idea del derecho a la intimidad ha cambiado. Aún no ha caído en la cuenta de lo que podrían averiguar sobre su propia hija si el colegio autorizara ver los expedientes. Marissa tiene… En fin no importa. Los federales fueron despiadados con Leila porque es paquistaní. Creen que como es musulmana tiene que haber conocido a Benji, pero ella es tan esnob que hasta le ofendió que pensaran que ella pudiera dirigirle la palabra a un friegaplatos. Me pregunto si al padre de Marissa le gustaría tener al FBI husmeando en sus archivos. Seguro que, en cuanto empezaran a mirar, se encontrarían con otro Enron.

– Sí, cariño, ya sé que estás lista para subirte al caballo y levantar el cerco de Orléans. -Renee sonrió con afecto a su nieta-. Hablaremos de ello durante la cena. A menos que tu amiga se quede…

– Oh… oh. No es una amiga. Es… -Hacía esfuerzos por recordar mi nombre.

Me levanté.

– V.I. Warshawski, señora Bayard. Soy investigadora privada, aunque me formé para ser abogada.

Catherine reaccionó enseguida.

– Estoy escribiendo un artículo sobre ella. Sobre su trabajo, quiero decir, para Vineleaves, ya sabes, el periódico del colegio. Muchos jóvenes conocen a los investigadores privados que han trabajado en los divorcios de sus padres, pero imagino que pocos saben algo sobre la investigación de un homicidio.

Si Renee Bayard encontraba extraño el inquieto comportamiento de su nieta no lo demostró: estaba más interesada en mí, y con un tono de censura en la voz dijo:

– ¿Investigación de homicidio? ¿Y por qué ha venido a ver a mi nieta?

Una vez más Catherine adoptó tácticas evasivas.

– No ha sido ella, abuela. Quiero decir que la llamé yo. Se me ocurrió la idea, y sabía que el señor Graham trabajaba con un montón de investigadores, así que le llamé y le pregunté si me podía sugerir a alguien.

– ¿Y para qué necesita el señor Graham un investigador de homicidios? -insistió Renee Bayard, observándome atentamente.

– La mayor parte de mi trabajo tiene que ver con delitos industriales y financieros -respondí-. Pero también he tenido algún caso de asesinato, y eso a los jóvenes les resulta más atractivo que alguien que se dedica a destruir documentos de la empresa para mantener sus chanchullos financieros en secreto.

Renee Bayard asintió brevemente, como dando a entender que me había apuntado un tanto.

– ¿Y ahora está trabajando en algo para el señor Graham?

– Imagínate, abuela, encontró a un hombre muerto en el estanque de la vieja casa del señor Graham -intervino Catherine.

– Entonces fue usted la que encontró a ese desafortunado joven -dijo Renee Bayard-. ¿Y por qué lo buscaba? ¿Para qué la contrató el señor Graham?

Sonreí.

– Mis clientes agradecen que sus asuntos privados se mantengan en privado, señora. Pero puedo decirle que encontré a Marcus Whitby por accidente. Yo buscaba… otra cosa, y tropecé con él. Literalmente.

– ¿Y está usted obsequiando a mi nieta con esa historia?

– Aún no habíamos llegado a eso. Catherine estaba más interesada en las técnicas que utilizan los investigadores para conseguir información. Demuestra una notable capacidad para imaginar formas de evadir la ley.

Renee Bayard me miró con el ceño fruncido, tal vez porque mis palabras le parecieron de una frivolidad inaceptable, o porque no quería que alentara la rebeldía de su nieta: una muchacha capaz de salir por la ventana de su dormitorio y conducir en mitad de la noche seguramente tendría otras muchas escapadas en su haber.

– ¿Tiene idea de cómo murió ese joven…? Whitney, ¿no es así? ¿Se sabe ya si fue un accidente o si fue a propósito? -preguntó Renee Bayard.

– Whitby. No sé qué pensará el comisario de DuPage, pero Catherine acaba de decirme que Rick Salvi es un viejo amigo de la familia. Salvi podría decirle más de lo que contó a la prensa.

Renee Bayard ladeó la cabeza hacia Catherine.

– Trina, no deberías referirte al comisario Salvi como un amigo de la familia. Es un conocido político.

La señora Bayard volvió a dirigirse hacia mí.

– Sé que no quiere revelar los secretos de sus clientes, pero ¿está investigando la muerte de Whitney… digo Whitby? Si lo asesinaron… mi marido pasa todo el año en New Solway.

– Deberíamos llamar a los Lantner -dijo Catherine-. Si hay un asesino merodeando por New Solway, más vale que estén alerta.

Asentí .

– Si el señor Whitby fue asesinado, lo más probable es que lo haya hecho algún propietario molesto por su presencia en la zona. Cuando lo encontré pensé que se trataba de un accidente: supuse que tendría una cita con alguien, que tropezó con un ladrillo suelto junto al estanque y se cayó… porque así es como lo encontré. -Hice una pausa para mirar a Catherine, inquieta en el diván-. ¿No sería útil que tomaras notas por si al final te decides a publicar nuestra entrevista?

– Sí, cariño -coincidió Renee Bayard-. Nunca debes dar por sentado que vas a recordar con exactitud lo que alguien dijo.

Catherine me echó una mirada furibunda, pero fue hasta su mesa de trabajo, dispuesta en el rincón más apartado de la habitación, y sacó de la mochila un cuaderno de espiral.

Su abuela se había quedado dándole vueltas a lo que yo acababa de decir.

– Pero si fue a encontrarse con alguien, ¿por qué ese alguien no ha dado la cara?

– Puede que mantuviera una aventura amorosa con alguien de por allí, y que estuvieran aprovechándose de que actualmente no viva nadie en la antigua casa de Graham, aunque necesitaría una llave para evitar que saltase la alarma de seguridad.

Catherine clavaba el lápiz en los agujeros del cuaderno y empezó a romper las esquinas del papel.

– ¿Es eso lo que cree? -preguntó la abuela.

– Es lo que pensé en un principio, pero resulta que Whitby no llevaba llaves, ni siquiera las de su coche. Es posible que se cayeran al estanque, pero el vehículo no estaba en los alrededores. Supongo que la gente del comisario terminará por averiguar cómo llegó hasta allí; pudo haberlo hecho en tren. -Esa teoría me parecía muy improbable; sin embargo, daba la impresión de que Salvi quería cerrar el caso y dar por zanjado el asunto-. Después de hablar esta mañana con los colegas del señor Whitby en T-Square, me pregunté si no iría allí a reunirse con su marido.

La señora Bayard se llevó una mano a la garganta en un ademán reflejo de autoprotección.

– ¿Por qué iba a…? ¿Qué le hace pensar eso?

– Asociación de ideas. El señor Whitby estaba trabajando en un artículo sobre uno de los autores del Proyecto Federal de Teatro Negro de los años treinta. Sabrá usted que sus miembros fueron descalificados ante el Congreso por el hecho de ser comunistas. Y pensé que… si hubo algún escritor de Ediciones Bayard en la lista negra, es posible que el señor Whitby quisiera conocer la opinión de su marido respecto a cómo les afectó aquel asunto.

– El señor Bayard no concede entrevistas últimamente. Nuestra gente es muy protectora, y si algún periodista ha intentado llamar para pedir una… Bueno… seguramente se la denegaron.

– Entonces es posible que el señor Whitby tratara de visitarlo sin invitación -dije, preguntándome si no conceder más entrevistas sería una decisión de Calvin o de Renee-. El equipo de T-Square parece no saber por qué el señor Whitby fue a New Solway, a menos que el director, Simón Hendricks, lo sepa pero no lo diga. Hendricks dice que su política les impide hablar con Ediciones Bayard.

Renee Bayard sonrió ligeramente.

– Augustus Llewellyn luchó por convertirse en un gigante del periodismo a pesar de todos los obstáculos; él quería lanzar T-Square en la época en que mi marido compró la revista Margent. Ninguno de los grandes bancos quería financiar la empresa de un editor negro. Yo creo que Augustus sencillamente se niega a regalar el trabajo de uno de sus periodistas a un periódico blanco.

– Pero ¿no le ayudó el abuelo? -intervino Catherine, que seguía doblando los bordes del cuaderno -. Pensé que él había formado el consorcio…

– Sí, mi amor, pero ahora no estamos hablando de tu abuelo. ¿Por qué no terminas tu entrevista con la señorita…?

Saqué una tarjeta de mi maletín.

– Warshawski. Si conoce al señor Llewellyn, ¿cree que estaría dispuesto a hablar con usted sobre el tema en el que estaba trabajando Marcus Whitby?

Renee forzó una sonrisa.

– El hecho de que mi marido le haya ayudado a conseguir financiación no lo convierte automáticamente en un aliado mío, pero si tengo tiempo intentaré llamarlo.

Elsbetta apareció en el umbral.

– Disculpe, señora Renee, la llama un hombre de un canal de televisión. ¿Va a querer hablar con él?

La señora Bayard ladeó la cabeza.

– ¿Sabes de qué se trata, Elsbetta? ¿No? -Acarició la frente de Catherine con las yemas de los dedos y salió de la habitación con la misma rapidez con que había entrado.

– Tu abuela tiene mucha energía -observé-. Dirigir una editorial y cuidar de ti… Yo no podría hacerlo.

– Nadie se lo ha pedido -replicó Catherine-. Ahora ya puede dejar de fastidiarme y volverse a su casa.

– Creo que antes debería darte un consejo. Para Vineleaves. -Volví a sentarme, frente a ella-. Has mentido a tu abuela respecto a Darraugh Graham y, no, no me interrumpas, ella puede comprobarlo con facilidad. Los dos se conocen; y cuando ella le pregunte si él te remitió a mí, Darraugh se sorprenderá y no se molestará en ocultarlo.

– Usted podría pedirle que dijera que lo llamé -contestó sonrojándose.

– ¿Y por qué iba yo a hacer algo así por alguien que ha estado mintiéndome y engañándome? Reconozco que el domingo pasado te asusté cuando te tiré al suelo, pero sigo sin saber por qué estabas en Larchmont Hall la misma noche en que Marcus Whitby murió.

– Fue una coincidencia -murmuró-. ¿No puede creerlo?

– En realidad no. Eres una mentirosa consumada; tu abuela, que te conoce desde que naciste, cree en lo que dices. -Al fondo, a nuestras espaldas, sonó el teléfono, y a continuación el timbre de la casa.

Catherine selló los labios en actitud de rebeldía.

– No sabía que hubiera allí un hombre muerto. Y no había oído hablar de Marcus Whitby por la sencilla razón de que salió en las noticias locales, que no veo. Y no era conmigo con quien iba a encontrarse.

– ¿Y con quién ibas a encontrarte tú en Larchmont?

– Eso no es de su incumbencia. Crea lo que le dé la gana, vaya a ver a la policía antivicio si quiere, pero no pienso decírselo. -Cada vez parecía más asustada.

– Hay alguien en la antigua casa de los Graham. Y tú sabes cómo entrar sin que suene la alarma. Me pregunto cómo lo haces.

– Se equivoca, no hay nadie en la casa. Qué más da que la vieja señora Graham lo crea… si tiene casi cien años y apenas ve.

– No está ciega, sólo miope, y de ninguna manera está senil. Después de hablar con ella, y de hablar contigo, si ella me dijera que tienes el pelo verde y tú que lo tienes castaño, la creería a ella antes que a ti. -Hice una pausa, esperando que dijera algo. Su expresión revelaba que no estaba acostumbrada a que la llamaran mentirosa. Al cabo de un momento continué-. No irías allí a encontrarte con un novio. Por muy bien que se te dé escaparte por las escaleras de incendio, si quisieras ver a alguien que no gustara a tu abuela, encontrarías una manera más sencilla, salvo que hubiera algún otro tipo de emoción… ¿Es así como te cuelas en Larchmont? ¿Trepando por una cañería o algo así hasta llegar a una ventana del tercer piso que no tenga la alarma conectada?

– No. ¿Es así como lo haría usted? -Tenía los brazos cruzados, el vivo retrato de un adolescente hostil, pero a mí me parecía una pose más que una actitud genuina.

– Sea quien sea la persona a la que estás viendo, no querrás que tu abuela se entere, porque según parece no te agrada mucho la idea de que pueda ir por ahí haciendo preguntas. Es obvio que está orgullosa de ti y de tus fuertes convicciones. Supongo que tendré que averiguar qué le causaría el efecto contrario. Me imagino que no es nada de drogas, pues aunque las consumieras, seguro que encontrarías un lugar más fácil para hacerlo. -Me puse de pie-. Es un rompecabezas, y los rompecabezas me despiertan la curiosidad, aunque no sean de mi incumbencia. Cuando me encuentro ante uno, y no tengo ninguna manera de saber que éste no lo sea, no dejo de escarbar.

Catherine torció el gesto.

– Una noche del verano pasado que no me podía dormir, vi a mi abuelo internarse en el bosque. Lo seguí, él se dirigía a Larchmont; eso fue después de que los propietarios se fueran de allí. No sé por qué él tenía una llave, supongo que de cuando los Graham vivían allí y todos eran buenos amigos, el caso es que entró. Y yo… yo entré tras él. Así que el domingo, como no podía dormir, fui hasta su habitación para ver si dormía; la abuela había vuelto a Chicago porque tenía una reunión el lunes a primera hora, pero mis clases no empezaban hasta las diez. Mi abuelo no estaba en su dormitorio, así que pensé que por qué no acercarme a Larchmont para ver si se encontraba allí. Es un lugar muy tranquilo para charlar. En nuestra casa, ya sabe, siempre hay gente del servicio alrededor y es difícil tener un poco de intimidad.

– Vale -sonreí afablemente-. Y anoche, como no podías dormir, fuiste en coche hasta Larchmont para reunirte con tu abuelo y hablar con él. En privado, quiero decir.

Ella se puso aún más colorada, pero antes de que pudiera decir algo Renee Bayard volvió a irrumpir en la habitación con aire majestuoso.

– Trina, ha ocurrido algo inesperado: Olin Taverner ha muerto, y los canales de la televisión local quieren hablar conmigo. No sé cuánto tardaré, de modo que no podremos cenar juntas. Elsbetta te dejará preparado algo en la cocina.

– No, prefiero escuchar lo que vas a decir, abuela. Espero que haya tenido una larga agonía.

Olin Taverner. Había sido consejero adjunto de Walker Bushnell, el congresista de Illinois que fue designado por el Comité de Actividades Antiamericanas para perseguir a Calvin Bayard en aquellos años. Seguramente Catherine se había criado oyendo historias en las que este hombre era el villano de la familia.

Renee puso las manos sobre los hombros de su nieta.

– Querida, te prohíbo terminantemente que digas algo así en público. Y eso incluye a los extraños. Nosotros estamos por encima…

– … de esas cosas, para que nadie pueda inferir de nuestro comportamiento público que nos importa lo que digan los demás -terminó Catherine a dúo con ella.

– No se preocupe -dije-. Admiraba tanto el trabajo de su marido que después de una charla que dio en nuestra clase de derecho constitucional, conseguí una plaza para hacer prácticas en la Fundación Bayard.

Renee hizo oídos sordos a mis palabras, y le dijo a su nieta que se iba al Canal 13 a grabar una intervención en el programa Chicago habla, el debate que se emitía después de las noticias.

– Puedes asistir, pero nada de interrumpir. ¿Comprendes, Trina? Es muy importante.

– No te preocupes, abuela. Aunque empieces diciendo que Olin Taverner era un miembro muy respetado del colegio de abogados, no vomitaré ante la cámara ni nada por el estilo.

– Acompaña a tu invitada a la puerta: debo salir hacia el estudio dentro de diez minutos. Les dije que era ahora o nunca, porque estoy decidida a asistir a la reunión de padres de Vina Fields.

– De cualquier forma ya habíamos terminado, abuela. -Catherine se levantó del diván de un saltito.

– Sí, así es. -Volví a sonreír, ofreciendo mi tarjeta-. Te hará falta mi dirección, así como mi nombre y mi número de teléfono, para que podamos continuar con la entrevista. Y envíame una copia cuando tengas el artículo terminado.

– Por supuesto -contestó Catherine entre dientes, ahuyentándome por el pasillo antes de que pudiera decir algo más delante de su abuela.


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