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EL MEJOR AMIGO

Una vez en el apartamento de Banks Street, Renee se detuvo para indicarle a Elsbetta que quería el café en el estudio, luego se deslizó por el pasillo sin volverse siquiera para ver si su hijo y yo la seguíamos. Edwards se apresuraba a ir detrás de su madre, sin dirigirme la palabra y cabizbajo porque Renee lo trataba como a un niño de ocho años. Yo miraba con curiosidad todos los cuartos por los que pasábamos, sobre todo un amplio salón con piano de media cola y paredes llenas de cuadros. El pasillo estaba repleto de antigüedades. Edwards dio unos golpecitos con el pie cuando me detuve a examinar un cuenco que parecía griego. Pregunté por su antigüedad, pero él se limitó a decirme que lo siguiera y me hizo pasar a una sala que daba al jardín trasero.

Aquél parecía ser el espacio privado de Renee, donde tenía tanto su equipo de oficina como las comodidades del hogar: libros, fotos familiares, alfombras gastadas y sillones cómodos. Había también un rincón con sillas de trabajo, y fue allí donde nos indicó que nos sentáramos.

– Edwards y yo queremos saber cómo conoció a Catherine. No más historias, por favor, sobre entrevistas para tareas escolares.

Renee Bayard tenía la fuerza impersonal de un huracán; uno no podía ofenderse, sino echarse a tierra o dejarse arrastrar. Sonreí.

– Ése fue un cuento de Catherine. Aunque en ese momento me sentía bastante furiosa con ella, me quedé admirada por su ingenio para resolver la situación al instante.

– Eso no responde a la pregunta. ¿Cómo se llama? Antes no necesitaba recordarlo.

– V.I. Warshawski.

Le entregué una de mis tarjetas.

– Sí, ya veo. Vale. ¿A qué vino aquí el… miércoles por la tarde? ¿Por qué siguió a Catherine hasta aquí? ¿Y por qué fue el jueves a New Solway a fastidiar a mis empleados?

– Señora, tengo un gran respeto por su marido, y también, poco a poco, por usted, a medida que la voy conociendo, pero no debe saltarse los hechos para llegar a la conclusión que le interesa.

Edwards levantó las cejas; por lo visto no estaba acostumbrado a ver que nadie se enfrentara a su madre. Renee se me quedó mirando.

– ¿Y qué hechos cree usted que me estoy «saltando»?

– Usted supone, o quiere creer, que seguí a Catherine hasta aquí la semana pasada.

Elsbetta entró con un carrito en el que había un juego de porcelana decorativa. Una vez que nos sirvió y se fue, Renee continuó como si no hubiera habido ninguna interrupción.

– Sé que no fue Darraugh Graham quien le dio su nombre a Catherine. ¿Cómo la conoció?

Le hablé de cómo encontré a Marcus Whitby, de mi investigación sobre su muerte, y de por qué quería hablar en primer lugar con Catherine; ya parecía inútil ocultar la presencia de Catherine en Larchmont el domingo por la noche. Incluso le hablé a Renee de mi presencia en el estanque el viernes, pero no le dije que oí la conversación entre Catherine y ella. Y me mantuve fiel al relato de que encontré la puerta de la cocina de Larchmont Hall abierta: no quería que empezaran a circular distintas versiones de mis actividades.

– Me sorprendió que llegara de pronto la gente del comisario -dije-. Y me pregunté si habría sido usted la que los había alertado de que había alguien en la casa.

La mano de Renee no se detuvo mientras se llevaba la delicada taza a los labios. Bebió y la volvió a dejar en su sitio.

– ¿Y qué le hizo creer algo así?

– Usted sabía que Catherine merodeaba por Larchmont en la oscuridad; ella no iba a decirle por qué. Tiene un espíritu vehemente, pero es muy joven; tal vez usted pensó que ella podía no darse cuenta de si alguien a quien ella había decidido ayudar era peligroso. Tal vez pensó que protegía a alguien al margen de la ley, alguien a quien ella veía románticamente como un Robin Hood. No sé cómo pensó usted en algo así, pero sabía que Catherine cumpliría la promesa de protegerlo a pesar del fuerte lazo que existe entre usted y ella. Lo que quería usted era encontrar a esa persona y sacarla de Larchmont.

– Entonces tú sabías que ella deambulaba por allí -dijo Edwards a su madre-, ¡Y no hiciste nada por detenerla!

– Me enteré el viernes. -Por primera vez Renee estaba a la defensiva-. Llamé a Rick Salvi para decirle que alguien se ocultaba en la casa; claro que no le dije que era un conocido de Catherine.

– Aun así -estalló Edwards-, deberías…

– Pensé que tenía a Catherine bien vigilada -dijo Renee-. Fui a verla a medianoche, justo antes de llamar a Rick, y ella estaba, o parecía estar, durmiendo. Pensé que el problema estaría resuelto antes de que ella se despertara por la mañana. Sin embargo, debió de esperar a que yo entrara en la habitación para ver si dormía, luego salió por la ventana hacia el techo del porche y se deslizó por una columna hasta el suelo. Al oír disparos que provenían del bosque, volví a su dormitorio y vi que no estaba. Creo que nadie había recorrido la distancia entre mi casa y Larchmont tan rápidamente como yo aquella noche. Lo que fue una suerte, ya que cuando llegué todos miraban a Catherine tendida en el suelo como si de una película se tratase. Ni siquiera habían llamado a una ambulancia.

A Edwards le centelleaban los ojos.

– Estoy seguro de que tus habilidades organizativas le salvaron la vida. Es una pena que no las utilizaras para evitarle el peligro.

– Es tu hija, Eds, y hará lo que quiera sin importar cuánto me esfuerce en que haga lo contrario. -Renee se explicaba con esa clase de resignación que hace que a uno le entren ganas de zarandear a quien habla.

Edwards respiró hondo y me miró.

– ¿Qué relación tiene con ese chico, con Sadawi?

– Sólo he estado con su hija un par de veces, pero creo que estaba más enamorada de la situación que del muchacho en sí. ¿Qué han averiguado sus colegas de Washington? ¿Es realmente una amenaza para la seguridad?

– No sabemos nada de él, pero está conectado con un grupo sospechoso. La mezquita que frecuenta tiene un discurso bastante violento, y vivía en una habitación alquilada a uno de sus miembros, un tipo que enviaba dinero a los Hermanos de la Fundación Harmony.

– ¿Debo suponer que estos hermanos no están en armonía con los intereses americanos? -sugerí.

– Oh, todos esos grupos son turbios. Sabemos que enviaron una máquina de rayos X a los rebeldes chechenos; que compraron alimentos para familias egipcias, pero creemos que otros fondos pasan de manera encubierta a manos de Al Qaeda.

La Fundación Spadona tiene línea directa con el Gobierno. Tal como esperaba, dando por sentado que Edwards había hablado con el fiscal del distrito, me contestó sin darse cuenta de que le estaba sonsacando. El hecho de que su madre lo sacara de quicio me ayudó bastante.

– Una máquina de rayos X difícilmente constituye una amenaza, Eds -observó Renee-. Seguramente no estarán pensando que van a usarla para fabricar armas nucleares.

Él se revolvió incómodo en la silla.

– Mamá, no dejes que tu hostilidad hacia el fiscal del distrito y sus métodos te impida ver la realidad de lo peligrosos que pueden ser nuestros enemigos.

– Tienes razón -dijo ella-. Sus métodos hacen difícil recordar quién es más peligroso: si la gente que ataca nuestra libertad lejos de nuestras fronteras, o aquellos que la suprimen en casa.

– Los más peligrosos dentro de casa son los que se niegan a cooperar con los esfuerzos del Gobierno para cortar el terrorismo de raíz, ya sea por lealtad a Al Qaeda, o por ignorancia, o a través de ideas equivocadas sobre los derechos legales de los enemigos de América. -Edwards apoyó su taza con tanta energía que la delicada asa se desprendió.

– Sólo porque expresas tu furia con más violencia que yo no significa que tengas razón; ni siquiera significa que estés más furioso que yo -dijo su madre-. ¿No te das cuenta de que Catherine fue alcanzada por un disparo porque gente como Rick Salvi cree que tiene luz verde para utilizar cualquier medio a su alcance si considera que hay un terrorista a la vista? Actuaron siguiendo literalmente el viejo dicho: dispara primero, pregunta después.

Los ojos do Edwards eran dos ranuras de irritación en el rostro.

– Sabían que se trataba de un terrorista que había huido de la casa; no sabían que mi hija estaba allí. Fue un grave error, pero si tú la hubieses cuidado como deberías, nada de eso habría sucedido.

– Se volvió hacia mí-. En cuanto a usted, si estaba en Larchmont Hall el viernes por la noche, huyó del lugar de los hechos. Pudo haber escapado con Sadawi.

– Encajado bajo mi brazo como la cabeza de Ana Bolena -ironicé.

– Qué rayos… -exclamó.

– Ya sabe -lo interrumpí-, esa vieja canción de Bert Lee: «Los centinelas se preguntan si el ejército ganará. / Creen que es Red Grange en lugar de la pobre Ana Bolena». ¿Qué le dijo a la policía cuando le preguntaron por los libros del señor Bayard?

– ¿Los libros del señor Bayard? -repitió Edwards inseguro, trasladando la mirada de mí hacia su madre.

– Los libros de cuando su padre era pequeño. Tal vez la policía no le hace las mismas preguntas a gente como usted que las que me hace a mí. Querían saber cómo un libro que trata de un muchacho atacado por una almeja gigante podía estar en el ático con un diccionario árabe-inglés. Les dije que pensaba que el señor Calvin Bayard solía acudir en mitad de la noche para traducir la historia al árabe. En ese momento no sabía que había un chico árabe en la casa.

Tan pronto como pronuncié las palabras me arrepentí: era una despiadada burla suponer que un hombre con Alzheimer estudiara una lengua extranjera. Renee frunció el ceño, y sus espesas cejas casi se tocaron por encima de la nariz.

– Creo que todos sabemos por qué estaban los libros allí. Y ya veo lo ágil que es usted para esquivar las preguntas que no quiere contestar. ¿Vio a Benjamín Sadawi? ¿Habló con él? ¿Lo ayudó a escapar?

– No, señora. -Cada vez se me hacía más fácil repetir la mentira-. Y me interesaría mucho hablar con él.

– ¿Y eso por qué? -preguntó.

– Porque, por lo visto, en el ático se subía a una silla que daba al jardín trasero. Estaba solo; probablemente se quedaría mirando por si llegaba Catherine. Por lo tanto creo que vio lo que sucedió la noche que Marcus Whitby murió en ese estanque.

Edwards golpeó el brazo de su silla con impaciencia.

– El FBI tiene la seguridad de que Sadawi asesinó a Whitby.

– Ya le dije en el hospital que su teoría pasa por alto hechos importantes. Algunos de los cuales usted conoce mejor que yo.

Edwards guardó silencio cuando le recordé que había forzado la entrada de una casa.

– Si usted no cree en la versión que dio la policía sobre la muerte de ese periodista, ¿tiene información que explique por qué fue a Larchmont Hall? -me preguntó Renee.

– Sé que fue a ver a Olin Taverner unos diez días antes. Sé que Taverner le mostró unos documentos secretos que según él harían que los Diez de Hollywood parecieran unos aprendices. Pero ignoro qué había en los papeles y, ahora que el señor Taverner está muerto, jamás lo sabremos, ya que alguien entró en su casa y los robó.

– ¿Y ni la revista ni su familia tiene idea de qué llevó a Whitney a New Solway? -insistió Renee.

– Whitby -corregí-. Yo creo que tenía que ver con la bailarina Kylie Ballantine. Whitby estaba interesado en ella.

– Ah, sí, la bailarina… -dijo Edwards, con cierta displicencia-. Uno de los proyectos especiales de papá, ¿verdad mamá?

– Así es, Eds. -Renee hablaba tranquila, pero sus cejas volvieron a juntarse.

– Estuvo bien que él disfrutara de una posición desahogada y pudiera ayudarla.

– Siempre me alegré de que pudiéramos protegerla -dijo su madre con más vehemencia-. Al igual que tantos otros artistas negros de los treinta y los cuarenta, ella sufrió terriblemente. Y era una investigadora de mucho talento, además de una artista.

– Sí, allá por los años cincuenta la prensa atravesaba una buena racha financiera. Mi padre pudo darle un anticipo legítimo por su libro, en lugar de prestarle dinero. Y ahora Whitby quería escribir un libro sobre ella.

– ¿Ah, sí? -dije-. ¿Cómo sabía usted eso?

Por un momento pareció incómodo, luego dijo:

– Pensé que ya lo había dicho. Habré saltado a la conclusión lógica.

Renee cambió de tema.

– Dijo usted que dragó el estanque donde ese desafortunado señor Whitney murió. ¿Encontró algo interesante?

– Whitby -volví a corregirla-. De todo un poco. Mucha porcelana rota; llegué a preguntarme si Geraldine Graham lanzaba una pieza allí cada vez que se peleaba con su madre. Y encontré una vieja máscara de madera, del estilo de las que Kylie Ballantine coleccionaba cuando vivía en Gabón. Es extraño, pero la máscara había desaparecido cuando fui a recoger los objetos que encontré.

Renee miraba ausente su taza vacía.

– Tal vez los hombres del comisario se la llevaron como prueba, o quizá, con tanta gente corriendo de un lado para otro, alguien la tiró al estanque sin querer. ¿Por qué no la guardó cuando la encontró?

Sonreí.

– Estaba helada. Ya me había resfriado cuando saqué del estanque el cadáver del señor Whitby el domingo por la noche, y no quería caer enferma otra vez. Fui a un motel para cambiarme de ropa y luego me vi envuelta en toda la aventura a causa del joven Benjamín Sadawi. Cuando finalmente volví al estanque, la máscara ya no estaba.

– ¿Era una de las que papá le compró a Kylie Ballantine? -preguntó Edwards.

– Es más que probable -respondió su madre-. Fue una de sus formas de ayudar a Kylie. Él insistió en que todos en New Solway tuvieran una. Fue el año que nos casamos; recuerdo la fiesta en la que sacó las máscaras del estudio y acabó convenciendo a los Fellitti y a Olin de que compraran una.

– ¿Fue entonces cuando la señora Graham compró la suya? -pregunté.

Renee tardó en contestar.

– Seguramente. Fue hace más de cuarenta años y entonces aún no conocía bien a toda aquella gente. Recuerdo la insistencia de Calvin para que Olin comprara una. Por supuesto, a Olin sí que lo había tratado, porque yo había colaborado en la defensa de Calvin en Washington; fue así como nos conocimos. -Renee esbozó una triste sonrisa-. Mujeres inquietas como yo yendo a Washington en tren, tecleando discursos y notas de prensa sobre personas que estaban siendo investigadas. El Congreso podía permitirse presupuestos generosos, pero Calvin…

– No tenía más que su fortuna privada para pagar las facturas -interrumpió Edwards- ¿O por entonces aún no era una fortuna? Tal vez sintió reparos y por eso utilizó sus encantos con colegialas ambiciosas como tú, mamá.

Renee Bayard le devolvió a su hijo una mirada turbia, pero no contestó. Era la segunda vez que Edwards insinuaba que la fortuna de su padre era precaria, acaso ilusoria, y la segunda vez que su madre cortaba los comentarios de raíz, pero ninguno de los dos habló. No supe cómo seguir con el tema, de modo que regresé a la máscara del estanque.

– Aun cuando la señora Graham comprara arte africano sólo para contentar al señor Bayard, no me la imagino arrojando la máscara al estanque para deshacerse de ella. ¿Es posible que lo hiciera su madre?

A Renee se le congeló la sonrisa.

– A Laura Drummond no le gustaba el arte africano, y no era tímida a la hora de manifestar sus opiniones: se sentía como una portavoz de Yahvé y opinaba sobre cualquier cosa, desde el matrimonio hasta… bueno, las máscaras. Pero no me la imagino arrojando nada a su estanque, ni siquiera arte africano: valoraba la educación por encima de todo lo demás. Quizá Geraldine lo hizo para mostrarle a Calvin hasta qué punto desaprobaba que llevara a su novia de la infancia a New Solway.

Recordé el comentario de Geraldine Graham acerca de la pena que había sentido por Renee Bayard, hasta que se dio cuenta de lo bien que ésta sabía cuidarse sola.

Como si se hiciera eco de ese pensamiento, Edwards se puso de pie.

– Estoy seguro de que pasara lo que pasase, ella no podía compararse contigo, mamá. Vuelvo al hospital. Ese guardia no me parece de fiar. No sé de dónde lo has sacado, pero mañana me ocuparé de que Spadona nos envíe a alguien mejor. Prefiero estar en la habitación por si se le ocurre dejar pasar a la policía de cualquier jurisdicción. Papá y tú habréis convencido a Trina de que mis valores son despreciables, pero sigue siendo mi hija, no la tuya. Y la quiero.

– Querido, estamos en desacuerdo en demasiadas cosas, pero no en nuestro amor por Catherine. Iré más tarde, pero te dejaré estar a solas con ella, y quisiera tratar un último asunto con la señorita… Lo siento, suelo ser mejor con los nombres.

Seguí a Edwards fuera del salón. Cuando Renee dijo ásperamente que tenía algo más que decirme, le contesté con un «vuelvo enseguida» por encima del hombro.

Edwards intentó escabullirse, pero le obligué a mirarme a la cara. Frunció el ceño y empezó a protestar, luego se dio cuenta de que lo mejor sería hacer frente a la situación. Accedió a reunirse conmigo a las cuatro en mi oficina.


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