Qué tal, Chico Maravilla,
¿Con qué se alimentaba César? Tu joven novia es una atractiva potrilla, y tu enamoramiento es comprensible, pero hasta que no crezca y aprenda a leer no me engatuses con ella. Si no te gusta Tierra sombría, dilo tú mismo; recibir una carta de la chica diciendo «en este momento no encaja en nuestro catálogo» es un insulto tan grave que quiero creer -apenas, te advierto, producto del autoengaño- que no sabías que tu chica me había escrito. Otra cosa que me lleva a esta conclusión es saber que tú no eres uno de esos gallinas metidos en este negocio, temeroso de tocarme porque los gorilas de Washington me metieron en la cárcel durante seis meses y eliminaron mis libros de todas las embajadas del mundo. A mí y a Dash. Ya no habrá ningún secretario del secretario en Canberra que pueda ser corrompido por El halcón maltés o Historia de dos países. Dash, pobre bastardo, está cavando su propia tumba a fuerza de tragos, pero yo me niego a rendirme tan fácilmente.
Era una copia en papel carbón, por lo tanto sin firmar, pero la tinta de las letras aún la hacía legible.
Como había dicho Amy, el archivo de Pelletier era enorme. Nos encontrábamos frente a frente en una mesa en la sala de libros raros de la Universidad de Chicago, rodeadas por cajas de papeles y libros. Cuando firmamos en el registro, el bibliotecario dijo que Pelletier de pronto se había convertido en un tema candente; éramos las segundas en pedir esos documentos en el último mes.
Con el instinto del detective nato, Amy dijo que sí, que su primo Marcus siempre se le adelantaba, y el bibliotecario confirmó que Marcus Whitby había estado revisando las cajas hacía tres semanas. Sólo había ido una vez, dijo, así que lo que fuera que buscara lo consiguió en la primera visita. Teníamos suerte, añadió, de que Mike Goode, el bibliotecario jefe, hubiera rotulado las cajas.
Aun así, era una masa ingente para inspeccionar. La colección tal vez fuera el sueño hecho realidad de un crítico literario, pero una pesadilla para un detective. Pelletier lo había conservado todo: facturas, órdenes de desahucio, menús de cenas importantes… Era tan consciente de su relevancia histórica que incluso había hecho copias de sus cartas. Casi todas eran como ésta a Calvin, largas diatribas contra algo o alguien. En los años treinta y cuarenta la correspondencia era efusiva cuando no cáustica: observaciones ingeniosas sobre personas o acontecimientos públicos.
Con el tiempo, en cambio, Pelletier se volvió amargado y resignado. Escribió furioso al New York Times por la reseña de Tierra sombría, a la Universidad de Chicago por no mantenerlo como profesor en los sesenta, a su casero por subirle el alquiler, a la lavandería por perderle una camisa. Amy y yo nos miramos con desasosiego: ¿qué había encontrado Marc entre semejante montaña en su primera visita?
El Herald-Star le dedicó dos columnas en su necrológica. La leí para obtener información biográfica. Había nacido en Lawndale, en el West Side de Chicago, en 1899, un año en la Universidad de Chicago, soldado voluntario en Francia en 1917 y a la vuelta se había afiliado al movimiento obrero radical que se extendía por Chicago y todo el país.
Pelletier no ocultó haber sido comunista durante los años treinta y cuarenta. Historia de dos países estaba basada en sus quince meses de estancia en España durante 1936 y 1937, donde luchó con la brigada Abraham Lincoln durante la Guerra Civil. El libro supuestamente contenía retratos apenas disfrazados de Picasso y Hemingway, y revelaba los argumentos que sobre la guerra esgrimía una célula del Partido Comunista, cuyos miembros posiblemente fueran personas reales que Pelletier conoció durante su encarcelamiento en Chicago.
Llamado a declarar ante el diputado Walkcr Bushnell y el Comité de Actividades Antiamericanas, éste lo presionó duramente para que identificara a los personajes del libro, pero él se negó alegando que se trataba de una obra de ficción, y pasó seis meses en prisión por desacato al tribunal. Más tarde, como escritor incluido en la lista negra, encontró dificultades para publicar su trabajo y escribió novelas románticas bajo el pseudónimo «Rosemary Burke». Murió el jueves de neumonía, agravada por su estado de desnutrición, a la edad de setenta y ocho años.
Pelletier escribió otra novela antes de Historia de dos países, y dos más en la década siguiente. Las cuatro fueron publicadas con éxito de crítica y ventas, a pesar de que todos los entendidos coincidieron en que Historia de dos países era su obra maestra. Después de eso hubo una laguna de cerca de diez años hasta que terminó Tierra sombría, y parece ser que presionó a Calvin para que la comprara, pues Bayard la publicó en 1960.
Encontramos otra carta en papel carbón de 1962 dirigida a Calvin, en la que le decía que no le sorprendía que Bayard sólo hubiera vendido ochocientos ejemplares de Tierra sombría, pues se negaban a gastar un centavo en publicidad.
Ochocientas personas estaban pasando el rato en una librería, curioseando o intentando evitar al cobrador de impuestos, cuando de repente cayó en sus manos un ejemplar de Tierra sombría. ¿Qué hizo Olin contigo en esa sala del tribunal? ¿Te dijo que te dejaría en paz si pisoteabas a tus amigos de juventud?
Me restregué los ojos.
– Esto es más que un día normal de trabajo. Casi quisiera que Pelletier no hubiese conocido a Bushnell y Taverner; me encantaría saber quiénes fueron sus compañeros comunistas en los años treinta.
– ¿Eso tiene algo que ver con el asesinato de Marc? -preguntó Amy.
– No lo sé -dije con petulancia-. Pero al repasar las reseñas, veo que en Historia de dos países aparece un fotógrafo homosexual negro; quizás ese personaje era en realidad Llewellyn. También muchos intelectuales y otras personas relacionadas con la universidad. Sería estupendo que él nos proporcionara la clave de todo esto.
Amy hizo una mueca.
– Esto parece una tesis doctoral, y no la obra de un gran escritor. Yo leí Historia de dos países para una clase de literatura. Está maravillosamente escrita, y es más profunda que Por quién doblan las campanas, pero creo que Tierra sombría no se vendió bien porque no era un buen libro. Tal vez Pelletier estaba demasiado angustiado cuando lo escribió, o quizá había perdido la práctica. Aun antes de estar en la lista negra, dejó de escribir ficción y trabajaba mucho para Hollywood.
– ¿Tierra sombría contenía detalles autobiográficos, al estilo de Historia de dos países? Es decir, ¿podría enterarme de algo acerca de Calvin y su grupo si lo leo? Porque Pelletier se hizo amigo de Calvin después de que Ediciones Bayard comprara Historia de dos países.
– ¿Quieres decir que es otra novela de clave? Si Tierra sombría lo es, no me di cuenta al leerlo, porque no reconocí a ninguno de los personajes. Supongo que podría sacarlo de la biblioteca y ver ahora reconozco a alguno.
El bibliotecario nos lanzó una mirada de advertencia: había más gente intentando leer en la sala. Continuamos trabajando en silencio, parando sólo brevemente para comer unos sándwiches de aspecto extraño de una máquina. Mientras comíamos, le dije a Amy que la policía estaba abriendo su propia investigación sobre la muerte de Marc.
– Las malas noticias son que piensan que lo mató Benjamín Sadawi, el chico del ático de Larchmont, así que no les interesa seguir nuestra línea de investigación. Pero al menos aseguran que comprobarán cómo llegó Marc a Larchmont. Y pidieron una autopsia completa al doctor Vishnikov. Él ya ha descartado cualquier golpe o herida externa que pudiera tener Marc antes de caer en el estanque, pero está furioso conmigo; cree que lo dejé en evidencia ante la policía, así que no me va a dar los resultados del análisis toxicológico cuando esté listo. ¿Puedes hacer que Harriet se los pida, como pariente cercana de Marc? No tengo inconveniente en prestarle a mi abogado para que actúe en su nombre.
Amy garabateó una nota en su agenda y apuntó los datos de Freeman Carter.
– Harriet se muda a mi casa esta noche. Sus padres vuelven a Atlanta esta tarde, ¡gracias a Dios!
Nos sacudimos las migas de encima y volvimos a la sala de libros raros. A las dos, sabiendo que tendría que marcharme pronto, dejé de leer cartas y comencé a hojear el contenido de las otras carpetas. En medio de un fajo de manuscritos encontré un sobre con la etiqueta «Eclipse total: manuscrito inconcluso e inédito, 122 pp.». Estaba mecanografiado sobre papel amarillento, con notas del puño de Pelletier en los márgenes. La caligrafía era temblorosa; debió de escribirlas al final de su vida, cuando solía estar borracho o enfermo o ambas cosas a la vez.
Quieren que creamos que cuando Lázaro se levantó de su lecho, sus amigos y hermanas saltaron de alegría. Pero dentro del dolor por su entierro había pensamientos secretos: gracias a Dios está seguro bajo tierra ese borracho repugnante que ni siquiera podía utilizar sus manos. Gracias a Dios que no vivió para contarle a nadie esa noche en Jericó que me pilló con la sirvienta de mi madre detrás del granero. No tendremos que preocuparnos nunca más de cuando regrese tarde de la taberna exigiendo algo caliente para comer y al instante.
Y entonces él volvió a levantarse, y detrás de la alegría vio escritos los pensamientos de sus seres queridos: acabábamos de reacomodarnos a esta nueva vida, sin sus palabras y sus exigencias, y aquí está ahora, resucitado de entre los muertos.
Lo sé. Estaba muerto, y ahora que he resurgido de la tumba arrastrando mi mortaja hecha jirones, puedo oler la pestilencia del miedo que brota de mis familiares. Aunque tal vez sea la pestilencia de mi carne podrida.
Gene, el más aterrado, predeciblemente fue quien lloró con más amargura frente a mi tumba. El niño, el adorado, solía decirme cuando tenía cinco años: déjame jugar, Herman, enséñame, Herman, siguiéndome de los bailes a las tabernas [tachado; «bares» escrito a mano] y luego con las mujeres. Debería haberlo sabido por la forma en que me miraba, pero eso era cuando todavía era mi querido hermano, aquel con el que bromeaba y al que le prestaba poca atención.
Fui héroe al volver de la guerra, al menos en algunos lugares, con mi brazo en un interesante cabestrillo y los ojos impresionados ante tanta sangre, tanta sangre que no podría acabármela. Un héroe para mi hermano dorado, que pasó los años de guerra haciéndose rico. Mientras peleaba en el frente, él sacaba adelante la empresa familiar.
No hubo un papel a lo George Hailey para Gene, no señor. Gene tuvo una vida verdaderamente maravillosa. El hermano mayor arriesgaba su vida en el Ebro, el menor llenaba sus arcas, convirtiendo un negocio familiar dormido en un poder internacional. Así que cuando volví, aunque las chicas se arremolinaban a mi alrededor para oír mis batallitas, al ver a Gene salían corriendo tras él. Por aquel entonces tenía alquilado un apartamento en la calle Elm para llevar allí a sus conquistas, para que su madre no las viera, y luego iba a misa el domingo, inclinándose solícitamente ante ella.
Solíamos andar por el Goldie's, uno de los bares del Loop. Los tipos que salían del trabajo se detenían para echar un trago, escuchar los resultados de las carreras o algún otro deporte. Solíamos ir tras una reunión, Toffee Noble siempre excitado por su revista clandestina. A veces se dejaba caer con Lulu, que pintaba cuadros de danzas rituales africanas. También salía con Edna Deerpath, la negrita que representaba a los trabajadores del gremio de hostelería en sus sangrientas batallas contra la mafia.
Toffee nunca se unió a ninguna causa, sólo observaba desde las trincheras, luego iba a su casa y lo transformaba todo en historias que iban a parar a la prensa de su sótano. Nunca supimos si mostró alguna, para entrar en la rueda. Algunos dijeron que era demasiado gallina como para unirse, otros que era demasiado gallina para admitir que ya había hecho todo el viaje.
Entonces éramos todos hermanos, o hermanos y hermanas, incluso Gene, mi hermano de sangre, a pesar de que todos sabían que sólo iba por las chicas. Solíamos meternos con él: ¿tú crees que eres el gran capitalista? ¿El que no será colgado de una farola porque te gustan los lugares que frecuentan los rojillos?
Yo era el viejo magnánimo, por tener cinco o seis años más que todos salvo Lulu, y el único en ser herido por ser rojo, si bien Lulu y Edna habían pasado lo suyo por ser negras. A Goldie no le importaba si eras blanco o negro o rojo mientras que tus billetes fueran verdes; todos en Goldie's te aceptaban por lo que eras, de modo que era natural ver aparecer a chicas ricas, porque las chicas ricas revolotean alrededor de hombres pobres cuando quieren un poco de aventura.
Y una de ésas era Rhona. Ya había conocido a muchas como ella, o eso pensaba: chicas ricas con mucho dinero y nada que hacer. Después de probar las drogas, el esquí y los coches de carreras, se meten un poco en política, un poco en el comunismo… porque es atrevido y excitante. En el tocador del Drake, al día siguiente: «Oh, querida, estuve en ese antro del West Side, es increíble que la gente pueda vivir en dos habitaciones, ni siquiera había armario, tuve que colgar mi Balenciaga de un clavo y compartir un baño en mitad del pasillo; son todos tan serios, camarada esto y camarada aquello, pero Herman me clava sus ojos negros y me quedo inmóvil en la silla, derretida, no puedo levantarme o todo el mundo se enteraría; y es todo tan excitante porque el Gobierno podría hacer una redada en cualquier momento. Lo traje a Oakdale y son madre nunca se enteró, se habría puesto de todos los colores».
Oakdale. Larchmont Hall, Coverdale Lane. El nombre parecía intencionado. Miré el reloj e intenté leer más rápido. Rhona, con su bata de seda y sus uñas pintadas, se entusiasmaba por el comunismo, pero le aterraba ser descubierta por su familia. En el apartamento de Herman en la avenida Kevdale mecanografiaba pasquines vestida sólo con la bata, para gran satisfacción de Herman, luego se ponía unas zapatillas y una peluca rubia y acudía a las manifestaciones o repartía panfletos. Ella y Herman hacían el amor por las tardes sobre las sábanas sucias.
Las sábanas estaban grises de usar poco jabón. Una chica como Rhona podía escribir a máquina o usar la copiadora manual, pero se quedaba atónita frente a la lavadora del sótano, donde las chicas de trece años se burlaban de ella porque sabían utilizarla desde que tenían cinco. Yo no iba a la lavandería más que una vez al mes, así que las sábanas terminaban oliendo a Rhona, y a sexo, y aun poco de Joy de Patou, un pequeño placer para Herman.
– Bonito -musité mostrándole el párrafo a Amy-. ¿Él tampoco sabía usar la lavadora?
– Es sólo una novela, y además el tipo está muerto. Y, por el amor de Dios, ¡no la marques!
Avergonzada, dejé caer el lápiz sobre las palabras de Pelletier.
Me gustaba dejar mi propio olor en ella. Era demasiado escrupulosa para bañarse en el aseo común, la pequeña comunista rica, y cuando lamía sus pezones como cerezas rojas sobre su cuerpo de nata montada, me preguntaba qué pensaría Ken cuando corría a casa para desvestirse y bañarse. «¿No se te acerca y te pregunta a qué huelen esas sales de baño?». Al principio ella se reía, pero un día me contó la triste verdad, que Ken era impotente, que hacía tiempo que no la tocaba ni en el baño ni en la cama ni en ninguna otra parte.
Fue Dryden quien dijo que la piedad convierte el cariño en amor, y tal vez por eso comencé a amarla, cuando empecé a compadecerla. Quizá si ella hubiera dicho la primera vez que desabotoné su blusa de seda blanca «Sólo me acuesto con desconocidos porque mi marido es impotente», la habría despreciado, pero pasaron cuatro meses antes de que me contara la verdad, y luego nunca volvió a mencionarlo.
Y Gene, a quien nunca se le escapaba nada, vio la piedad y el amor, y comenzó a venir al apartamento, donde fingía espanto ante los excrementos de rata en el pasillo y las ventanas sin cortinas del salón principal. Pero no dejó de venir después de las reuniones. «Puedo llevar a Rhona a su casa y volver para seguir hablando de nuestros asuntos, Herman. ¿Necesitas monedas para la lavadora? Esas sábanas van a salir caminando en cualquier momento».
El asco no le impidió acostarse sobre esas sábanas. Fue al día siguiente de encontrarla sobre ellas con él, el día que le pegué (largos dedos rojos sobre su piel de nata montada, dedos rojos de su amante rojo, dedos rojos que se volvieron azules, sangre azul de su clase dominante, que dominaría hasta el fin), el día que ella se fue y ya no volvió más, el día que comencé a morir.
Las siguientes veinte páginas abordaban el tema de su muerte: «Todo hombre cree ser Jesús, o al menos Trotsky: lo bastante importante como para merecer ser ejecutado. Eso es lo que pensé durante los cinco años que estuve tirado. Finalmente comprendí que la autocompasión y el alcohol eran los que me habían llevado a ese punto». Se comparaba a sí mismo con Lulu: «(…) estaba en el mismo barco que yo, sin amor, repudiada, pero no se quedó en un rincón mirando la pared. En lugar de eso se alejó de todos nosotros, fue a África, pintó sus gigantescos cuadros, sin importarle que se los compraran o no».
Si las palabras de Pelletier eran… ¿cómo había dicho Amy?, algo así como una clave, Lulu definitivamente era Kylie Ballantine.
Ella continuó con su trabajo, se fue a Gabón, se negó a doblegarse ante la maldad que demostró Taverner para que la echaran.
Y Gene era Calvin, el Chico Maravilla. Y Rhona… y Ken. MacKenzie Graham. Era impotente, así que Geraldine buscó amor en otra parte. ¿Era eso a lo que se refería cuando habló de lo poco en común que tenía con MacKenzie?
Dibujé círculos en mi libreta. Edwards Bayard había oído de adolescente una conversación acerca de que alguien se parecía a su madre, y por lo tanto no podía saber quién era su padre. La típica fantasía adolescente del padre perfecto hizo que Edwards creyera que sus vecinos cuchicheaban sobre él. Y luego su dolor y amargura hacia Calvin le hicieron aferrarse a esa versión adolescente de los hechos. Resultaba curioso ver que alguien con tanta educación, y con el poder de su fortuna personal y su posición en la Fundación Spadona, fuera incapaz de deshacerse de una visión adolescente del mundo.
Hice una lista de todos los Bayard en uno de los círculos que había dibujado. En el otro puse a la familia de Darraugh, comenzando por Laura Taverner Drummond, luego Geraldine y MacKenzie, cuyo padre acordó con Laura el matrimonio entre sus rebeldes hijos. Laura, la hija de ambos, bautizada así en honor a su abuela. Darraugh, nacido en 1943. El hijo de Darraugh, el joven MacKenzie.
Lentamente añadí una línea que unía a los Graham con los Bayard. Darraugh tenía un parecido asombroso con su madre. Todo el mundo decía que Geraldine Graham había sido una joven muy rebelde. Desde su enfermedad, Calvin Bayard solía merodear por Larchmont en la oscuridad. Había conservado una llave de la casa. Se aferró a mí diciendo: «Deenie». Geral-deenie. A Geraldine se le cayó encima el café cuando se lo conté. A pesar de lo que Pelletier pensara de Calvin, el Chico Maravilla, Calvin había amado a Geraldine Graham.
Volví a imaginar a Darraugh de niño, no galopando por los prados con su caballo, sino arrodillado en su cama por la noche, la cabeza entre las manos, observando a Calvin Bayard aparecer por el bosque y entrar en Larchmont después de que los sirvientes hubieran cerrado todas las puertas. Había defendido ardientemente a MacKenzie Graham, su padre; había desafiado la furia de su abuela llamando a su hijo MacKenzie. Tanto Calvin Bayard, como MacKenzie Graham o, para el caso, Armand Pelletier, podían ser su verdadero padre, aunque Darraugh sólo amaba a MacKenzie. Al fin entendía su odio hacia Larchmont Hall.