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SUPERHEROÍNA

Como aún estaba fuera de toda sospecha -eso esperaba- fui a un lugar llamado TechSurround para enviar la agenda de Whitby al laboratorio forense al que acudo normalmente. Puedes hacer lo que quieras en TechSurround, desde fotocopias hasta enviar correos electrónicos. Utilicé el ordenador para escribir una carta a los del laboratorio, explicándoles dónde había encontrado la agenda. También les dije que quería ver cualquier papel que Whitby tuviera allí guardado y que necesitaba que hicieran el trabajo rápidamente; después lo metí todo en un sobre de plástico con burbujas.

Cuando estaba a punto de introducir el sobre en un paquete de FedEx, me di cuenta de que era sábado y de que el laboratorio no lo recibiría hasta el lunes. No quería usar mi teléfono móvil, por si hubiera alguien rastreándolo, pero lo que precisamente no tenía TechSurround eran teléfonos públicos. Me arriesgué a conectar el móvil un minuto y telefoneé al servicio de mensajería con el que trabajo, para que enviaran a alguien a TechSurround. Tenía pensado quedarme un rato más comprobando los mensajes.

Me senté delante del ordenador y consulté si tenía mensajes telefónicos o de correo electrónico, lo que me deprimió, porque no había ninguno de Morrell y sí un montón de Murray Ryerson. Catherine Bayard había resultado herida de bala, ésa era la noticia del día en Chicago, y él me estaba buscando por toda la ciudad -sobre todo porque en un principio en DuPage se había difundido que el autor del disparo era un árabe huido-. Pero ¿por qué rayos no le había hablado de los terroristas? ¿Acaso no sabía que la policía de tres jurisdicciones quería hablar conmigo? Mejor dicho, de cuatro si contábamos New Solway.

Le devolví un breve mensaje en el que le decía que era bonito que la quisieran a una, que no sabía nada de terroristas, que había dormido todo el día en un motel y que volvería a ponerme en contacto con él en cuanto todos los hombres y mujeres con uniforme policial se me hubieran echado encima. También envié un breve mensaje a Morrell, cerrando los ojos, tratando de recordar cómo era, cómo hablaba, pero una niebla gris me nubló la vista cuando pronuncié su nombre. «Morrell, ¿dónde estás?», susurré, pero eso no lo escribí. «Las últimas veinticuatro horas han sido una locura, cabeza abajo en un estanque y estrujándome para salir por la ventana de una mansión. Dondequiera que estés, espero que no pases frío, que estés a salvo y comas bien. Te quiero». Quizá.

Antes de dejar el ordenador comprobé los mensajes de voz, que me confirmaron lo que decía Murray: que el comisario de DuPage, Rick Salvi, quería verme lo antes posible, al igual que la policía de Chicago -no podía entender para qué- y Derek Hatfield del FBI, quien agradecería que lo llamara en cuanto me fuera posible. Detrás de la fórmula de cortesía, podía oír su amenazadora voz de barítono.

También había dos mensajes de Geraldine Graham. No esperaba volver a tener noticias suyas tras la furiosa llamada de Darraugh, pero debería haber pensado que su madre querría saber todo lo que había ocurrido la noche anterior en su querido Larchmont. Probablemente hubiera visto los helicópteros y la ambulancia desde su sala de estar. Darraugh también había llamado. Ya me ocuparía de los Graham, en aquel momento no me sentía obligada a responder a las fanfarronadas de los ricos. El único mensaje que me alegró recibir fue el de Lotty, preguntándome si todo iba bien y que, por favor, la llamara.

En cuanto el servicio de mensajería, se llevó mi paquete a los laboratorios Cheviot, saqué diez dólares en cuartos del cajero, y conseguí dar con un teléfono público en una lavandería que había en la misma calle.

No creía que Benjamín Sadawi mereciese tanta vigilancia. Ni yo tampoco. Pero atravesábamos un momento de paranoia. Los organismos de seguridad del Estado vivían en un clima de crispación, no sólo los jóvenes con las hormonas revolucionadas que le habían disparado a Catherine Bayard la noche anterior, sino todo el mundo.

La primera llamada que hice fue a mi abogado. Por si las cosas empeoraban, quería que Freeman Carter estuviera al tanto de lo que sucedía conmigo. Para mi sorpresa, estaba en su casa cuando lo llamé.

– ¡Freeman! Qué alegría encontrarte; pensé que estarías en París o en Cancún o en cualquiera de esos lugares en donde pasas los fines de semana.

– Créeme, Vic, cuando oí tu nombre en las noticias, y a continuación las palabras mágicas «terrorista árabe», traté de conseguir un billete en el primer vuelo que saliera. ¿Por qué no te metes en líos en horas normales de trabajo y sin despertar la ira del Departamento de Seguridad Nacional?

– ¿Como un verdadero criminal, quieres decir? Estoy en un teléfono público, pero al margen de eso creo que tengo que ser breve. He estado todo el día fuera de circulación, recuperando horas de sueño, de modo que ignoro qué me tienen preparado los de DuPage o los federales cuando llegue a casa. Según esa Ley Patriótica, si creen que tengo algo que ellos quieren, ya sea un chico fugitivo o un libro de una biblioteca, ¿tengo derecho a telefonear a mi abogado antes de que me interroguen?

– No lo sé -respondió Freeman tras una pausa-. Tendría que investigarlo. Pero, por si acaso, dile a Lotty o a tu aburrido vecino que me llamen si tardas en aparecer. Y aunque sea sólo por una vez en tu ordinaria y aburrida vida, Victoria, ponte en contacto con alguien al menos una vez al día hasta que todo esto se calme. De otro modo Contreras me volverá loco con llamadas telefónicas y yo tendré que cobrarte horas extras. ¿Entendido?

– Recibido, Houston.

Nada podría alegrar más a Contreras que cuidar de mí. Y a mí pocas cosas me alegrarían menos; pero Freeman tenía razón. Hay días en los que es mejor ser maleable.

A continuación traté de localizar a Amy Blount. Cuando oí el mensaje de su contestador, telefoneé al Drake. Harriet Whitby estaba en su habitación.

– Cuando he visto la noticia en la televisión esta mañana me he preguntado… bueno, si estaba usted en Larchmont a causa de Marc o del terrorista.

Cada vez que alguien se refería a Benjamín Sadawi como terrorista, pasaba de ser un asustadizo muchacho escondido en un ático a un monstruo con barba y pañuelo tipo Yasser Arafat. Pero si empezaba a explicar que no era ningún terrorista, sino sólo un chico atemorizado, entonces tendría que explicar que lo había visto, y eso no podía hacerlo.

– Acudí a Larchmont por su hermano; estaba examinando el estanque donde se ahogó para ver si se le había caído algo. Y de hecho así fue: su agenda. La he enviado a un laboratorio para que la sequen y extraigan todos los documentos que contenga.

Una mujer esperaba para usar el teléfono, mirando con impaciencia el reloj por encima de las secadoras. Le mostré mi pulgar apretado contra el índice para indicarle que tenía que hablar un poco más.

– Mientras estaba en Larchmont encontré la puerta de la cocina abierta, entré para ver si había alguien dentro y el celo profesional del comisario me mantuvo allí más de lo que esperaba. Creo saber a quién visitó su hermano en New Solway, pero eso no me aclara ni por asomo por qué terminó en ese estanque.

– Esta mañana llamó el doctor Vishnikov -dijo Harriet-. Los de la funeraria le llevaron el cadáver de Marc. Pero antes de comenzar quiso advertirme de lo que costaría, y que podría descubrir cosas que a lo mejor no me gustaría saber. Me entró miedo, pero luego pensé que no podía haber nada más terrible que la muerte de Marc. -Tenía la voz cansada, como quien ha tenido que explicar muchas cosas horribles últimamente.

– El doctor Vishnikov sólo quiso ser prudente. Lo llamaré y le diré que si se siente responsable ante el cliente que me lo diga a mí y a usted. Hemos perdido una semana con este asunto. Me imagino que son muchas las cosas que uno no quiere saber sobre un ser querido, pero, francamente, no me figuro a su hermano haciendo ninguna de ellas; ya sabe, regentar un negocio de prostitución, traficar con drogas, todas esas actividades no encajan con el hombre cuya casa visité ayer por la mañana.

Harriet lanzó una temblorosa carcajada.

– Gracias, necesitaba oír eso. Llevo todo el día pensando: «¡Dios mío!, ¿y si descubro que Marc era un drogadicto?».

La mujer que esperaba el teléfono hizo una observación en voz alta sobre lo desconsiderada que era la gente. Sonreí y asentí.

– ¿Puede llamar a Amy de mi parte? -le dije a Harriet-. Quisiera comparar notas con ella y tengo que dejar este teléfono. Pregúntele si puede acercarse a mi oficina mañana por la mañana.

– Esta noche nos veremos aquí en el hotel -dijo Harriet-. ¿Por qué no viene?

– Si la policía no me atrapa antes. -Le di el número del señor Contreras en caso de que no me encontrara en el móvil-. Y por si la ley cree que soy una conversadora tan brillante que no quieren dejar de escucharme ni un momento, procure que sus comentarios telefónicos sean todo lo concisos y sencillos que pueda.

La mujer que esperaba me arrebató el auricular en cuanto colgué.

– ¿Es eso lo que usted entiende por conciso y sencillo? -me ladró.

Ella alargó la llamada todo lo que pudo, pero yo esperé porque aún tenía que hablar con Vishnikov y con mi vecino, y no pensaba andar por la calle buscando otro teléfono público. Cuando terminó, la mujer me dijo con gesto triunfal que así sabría lo que era tener que esperar.

Le envié un beso y marqué el número de la casa de Vishnikov.

– Dios, Bryant, menos mal que sólo tienes trato con los muertos: tus modales espantarían a cualquier ser vivo. ¿De verdad crees que Whitby parece un drogadicto?

– No me gustaría que la familia se negara a pagar si se enteran de algo que no quieren saber.

– Bien, dímelo a mí la próxima vez. Te garantizaré tus honorarios.

– En ese caso, usaremos el nuevo espectrómetro, Warshawski. Son quinientos pavos la hora, pero te alegrarán los resultados.

Colgó, complacido consigo mismo. Deseé que estuviera bromeando. O que los Whitby pudieran pagar la factura.

Luego telefoneé a Lotty, pero saltó el contestador. ¿Dónde estaba todo el mundo un sábado por la tarde? Necesitaba ahora mismo oír una voz humana. Dejé un mensaje diciendo que me encontraba bien, sólo un poco magullada física y moralmente, y que volvería a llamar a lo largo del fin de semana.

Por último eché otras dos monedas en el teléfono y llamé a mi vecino. El señor Contreras estaba previsiblemente molesto y locuaz. Él también había visto las noticias, y no sólo salía yo en ellas como alguien con quien el comisario Rick Salvi estaba deseando hablar, sino que además la policía había ido dos veces al apartamento en lo que llevábamos de día, y que dónde andaba y qué estaba haciendo.

Metí todas las monedas que me quedaban para contarle mi excursión nocturna en detalle, salvo, naturalmente, mi escapada con Benjamin. El señor Contreras aprobó con entusiasmo que hubiera salido del baño por la ventana para escapar del comisario, pero quería saber por qué entonces no había vuelto a casa.

– Estaba tan agotada que me quedé en un motel de la zona -dije-. Me desperté hace apenas un rato.

– Entonces no viste al árabe, ¿eh, muñeca? ¿Qué hacía allí esa chica, Catherine Bayard, en mitad de la noche? ¿Anda mezclada con un terrorista?

– Lo dudo. Quizá se veía con algún chico por allí y no quería que su familia se enterase. Acabo de utilizar la última moneda. ¿Podemos vernos en tu puerta de atrás dentro de diez minutos? Mi ropa es un desastre y quisiera cambiarme antes de hacer nada más. Por si acaso tienen el lugar rodeado, y sólo en el caso de que no hayan puesto a nadie por detrás.

Sonó la señal. La comunicación se cortó antes de que Contreras terminara su frase. Despidiéndome afectuosamente de la mujer que me había disputado el teléfono, me encaminé hacia la oscura tarde.

Encendí el móvil -Tierra llamando a V.I., una vez más- y me subí al Jaguar. Cuando arranqué, se me ocurrió que Luke podía borrar el número de serie y pintar el coche de azul en lugar de rojo. Sabía que debía devolverlo, pero conducir el coche más estupendo que había me proporcionaba más felicidad aún que el ungüento para caballos del padre Lou.

Subí por Western, pasé por un nuevo megasupermercado que había dado al traste con dos pequeños comercios, un pequeño local de reparación de electrodomésticos y la tienda de tartas y pasteles caseros de Zoe. Ah, el progreso. Crucé Racine, la calle donde vivía, y aparqué a cierta distancia.

Di la vuelta a la manzana, a fin de detectar cualquier presencia inusual en Racine. La tarde gris comenzaba a deshacerse en una neblina que disimulaba mi rostro de cualquier observador.

Si yo fuera un superhéroe de Clancy o Ludlum, habría memorizado todas las matrículas de coche de dos manzanas a la redonda, y estaría en condiciones de decir si estaban allí cuando me fui el día anterior por la mañana. Como a duras penas recuerdo el número de la matrícula de mi propio coche, me concentré en las furgonetas donde suelen esconderse aparatos de escucha, y coches con el motor encendido y donde hubiera alguien dentro. Uno de éstos era un coche de la policía de Chicago frente a mi propio edificio. Qué sutil.

Tras caminar otra manzana hacia el norte, doblé al este de nuevo y atajé por el callejón trasero de mi edificio. No había coches de la poli que calentaran el aire nocturno detrás de mi casa. Una mujer que reconocí estaba tirando la basura, pero no había nadie más en el callejón.

El señor Contreras me esperaba al otro lado de la verja, junto con los perros. Los tres me recibieron con visible regocijo. Mientras estábamos fuera le expliqué que cabía la posibilidad de que hubiera vigilancia electrónica en el edificio.

– Probablemente no. -No creía que el hecho de que yo hubiera estado en una casa de la que había huido un árabe justificara tanta atención-. Pero tampoco estoy segura. Así que no me diga nada a mí que no quisiera que oyese Clara.

En la oscuridad, más que ver, noté lo violento que se sentía mi vecino. Clara era su querida esposa, muerta hacía muchos años. Rápidamente cambié de conversación, y le dije que había cogido prestado un coche y que tenía que dejarlo en algún lugar cercano a su dueño.

– Voy arriba a cambiarme de ropa, y luego me gustaría ir a New Solway y recoger mi Mustang. ¿Quiere acompañarme?

Estaba encantado de formar parte de mi aventura. Lo dejé en su cocina y subí a mí apartamento.

La sala de estar de mi casa da a la calle Racine, de modo que me moví en la oscuridad, intentando recordar dónde había dejado las cosas, como la banqueta del piano. Sólo me golpeé en la espinilla una vez. Como nadie parecía vigilar la parte trasera, encendí las luces de la cocina y del dormitorio, asegurándome primero de que las cortinas estuvieran echadas y la puerta trasera cerrada. Después de la noche que había pasado en Larchmont Hall, el apartamento se me antojó diminuto, pero me alegraba encontrarme en una casa pequeña. Era como un manto que me protegía.

Estaba hambrienta, y realmente me hacía falta una buena comida. En las últimas veinticuatro horas había comido una porción de tarta, unos huevos revueltos, tostadas y té. Puse agua para hervir pasta. En el congelador encontré parte de un pollo asado. Lo metí en el microondas mientras iba a cambiarme.

A los músculos de mis hombros no les gustó que intentara ponerme un sujetador, pero apreté los dientes y lo hice: era importante no dejar entrever nada, ni siquiera bajo la sudadera, si finalmente tenía que enfrentarme con la ley. Puse parte del ungüento del padre Lou sobre un cepillo de baño para poder pasármelo por la zona dolorida. Tenía un olor fuerte, no desagradable, que me recordaba a establos o a vestuarios. Acordándome del consejo del padre Lou de vendar la zona afectada, me puse una gasa que saqué del botiquín del baño. Me las ingenié para ajustaría lo bastante como para mantener el músculo inmóvil. Con los vaqueros limpios y unos zapatos cómodos, me sentí con fuerzas para seguir adelante. Mis deportivas habían pasado por una dura prueba tras la escalada en Larchmont. Tendría que estirar el presupuesto para comprarme un par nuevo.

Aún tenía una lechuga con buen aspecto, una bolsa de zanahorias y unas judías verdes en el frigorífico. Me preparé una buena ensalada, que acompañé con el pollo y la pasta, y comí sentada a la mesa de la cocina. En muchas ocasiones comía en el coche, o de pie por la casa, a punto de salir corriendo. Pero en aquel momento quería hacer las cosas despacio, sin precipitarme ante lo que se avecinaba. Cuando terminé de comer, lavé los platos, incluyendo los que había dejado en el fregadero en los últimos días. Cogí un bote de detergente y una esponja, bajé despacio las escaleras y pasé a recoger al señor Contreras y los perros. Salimos por detrás, y bajamos por el callejón hasta donde estaba aparcado el Jaguar.


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