Cuando hace tiempo firmé un contrato de siete años por el arrendamiento de una parte de un local en el extremo sur de Bucktown, el barrio era mayoritariamente hispano, con un puñado de artistas hambrientos necesitados de un alquiler barato. A media manzana de mi casa había dos taquerías que servían tortillas recién hechas pasada la medianoche, y podía acudir a los mejores quirománticos.
Aquella tarde, mientras conducía hacia el suroeste en dirección a mi oficina, lo único que veía eran viejos edificios de seis pisos como el mío en ruinas y residencias urbanas de nueva construcción. Centros comerciales con el mismo diseño que Starbucks, compañías de tecnología inalámbrica y cadenas de restauración de edificios sustituían a fábricas y escaparates, como si los más pudientes no quisieran correr riesgos en ciertos lugares del barrio. Las taquerías son hoy un recuerdo. Ahora tengo que andar más de un kilómetro en dirección sur si quiero tomar una buena torta de maíz. Desde luego que los inquilinos como yo son una de las razones por las que el barrio está cambiando, pero eso no me sirve de mucho consuelo. Sobre todo cuando pienso en cómo será la negociación para la siguiente renovación de mi contrato.
Paso por delante de mi oficina sin detenerme, a pesar de ver luces en las ventanas altas del lado norte; mi socia en el alquiler del local, Tessa Reynolds, que se habrá quedado hasta tarde trabajando en una escultura.
Unas cuantas manzanas al sur de nuestro edificio, la avenida Milwaukee se estrecha ocasionando embotellamientos a cualquier hora del día. Aparqué frente al primer parquímetro que vi y recorrí a pie las últimas dos manzanas hasta La Llorona, abriéndome paso entre la clase de gente que conocí durante mi infancia en South Side. Mujeres cansadas con enjambres de niños correteando a su alrededor que se detenían en los mercados a comprar la comida para la cena, o a toquetear la ropa colgada en percheros dispuestos en las aceras. Muchachos que entraban y salían de ruidosos y estrechos bares. Y vi cómo una niña de unos ocho años cogía de una mesa un pasador de pelo y se lo guardaba en el bolsillo.
Cuando llegué a La Llorona, había unas seis o siete mujeres hablando con la señora Aguilar mientras ella envolvía la cena para sus familias. Celine estaba en la caja registradora, con su pelo castaño rojizo recogido en una cola de caballo. Resolvía problemas de matemáticas entre los pedidos telefónicos.
– Buenos días, señora Aguilar -saludé con voz ronca cuando la señora Aguilar me dirigió la mirada.
-Buenos días, señora Victoria -contestó-. Está enferma, ¿no? ¿Qué necesita? ¿Un tazón de sopa? Celine, chica [1], trae sopa, ¿vale?
Celine suspiró como lo hacen todos los adolescentes a los que se les manda algo, pero se agachó con presteza bajo el mostrador para llenarme un buen tazón. Mientras esperaba, eché un vistazo a su libro: Ecuaciones diferenciales para estudiantes de matemáticas del SAT. Un título conciso.
Me senté en una de las tres mesas altas que había en el rincón más apartado de la entrada y tomé la sopa despacio. Cuando se marcharon todos los clientes, escuché la eterna cantinela de la señora Aguilar sobre lo mucho que le dolía la espalda y lo canalla que era su casero, que iba a subirle el alquiler pero se negaba a arreglar una tubería rota que la semana anterior la había obligado a cerrar el negocio durante por lo menos dos días.
– Lo que quiere es que me vaya, para luego echar abajo el edificio y construir pisos o algo por el estilo.
Lo más seguro es que tuviera razón, así que lo único que hice fue tratar de consolarla. Finalmente me las arreglé para llevar la conversación hacia el tercer tema favorito de la señora Aguilar: la educación de Celine. Le pregunté si tenía el último anuario de Vina Fields. La señora Aguilar se aproximó al mostrador y sacó algo de un cajón que había debajo de la caja registradora.
– Hockey sobre hierba; no entiendo ese juego, pero en este colegio es importante, y Celine es la mejor. -A Celine le dio tanta vergüenza que se fue con sus ecuaciones a una de las mesas de arriba. Cuando entraron unos clientes, cogí el anuario y volví a mi mesa, después de pedir otra sopa.
– Eso sólo no es comida, Victoria -me regañó la señora Aguilar, mientras desaparecía tras el mostrador y regresaba a sus sartenes.
Empecé viendo las fotos de las clases, primero las de los mayores. Muchas caras lozanas, muchas chicas seguras de sí mismas, con largas melenas negras y actitud arrogante. Miré con detenimiento todos aquellos rostros, por si alguno coincidía con el fantasma de la noche anterior. No me parecía que fuera Alex Dewhurst, deporte favorito: equitación; cantante favorito: 'NSYNC; ni Rebecca Caudwell, a la que le encantaba el patinaje artístico y quería ser abogada, si bien podría haberse dedicado a cualquiera de las dos cosas.
– ¿Qué busca?
Estaba tan absorta que no vi a Celine cerrando la caja y aproximándose hasta que la tuve a dos pasos. La señora Aguilar limpiaba los mostradores. Hora de marcharse.
– Anoche me crucé con una de tus compañeras mientras trabajaba. Perdió algo valioso, pero ignoro cómo se llama.
– ¿Cómo es?
– Pelo castaño recogido en una larga trenza y cara digamos que estrecha.
Celine se ofreció a llevar el objeto al colegio y poner un anuncio en la intranet, pero le dije que probablemente la chica no querría que las circunstancias en las que se produjo la pérdida se hicieran públicas. Cuando terminé con los mayores y pasé a los menores, vi a mi Julieta casi de inmediato. Tenía la mirada seria a pesar de la media sonrisa que le había arrancado el fotógrafo. A ambos lados de la cara le caían unos mechones que se le habían soltado de la trenza, como si no le hubiera apetecido peinarse sólo para hacerse una fotografía. Catherine Bayard: le encantaba la música de Sarah McLachlan, su deporte favorito era el lacrosse y de mayor quería ser periodista. Probablemente llegaría a serlo: en Chicago, Bayard e industria editorial son palabras que van juntas, como Capone y crimen.
No me detuve mucho tiempo en el rostro de Catherine; no quería que Celine la alertara en el colegio al día siguiente. En cambio me encogí de hombros como si renunciara a una búsqueda inútil. Celine me miró con ojos suspicaces. A las muchachas que solucionan problemas de cálculo de nivel avanzado les parece que los adultos como yo somos aburridamente fáciles de resolver. Sabía que yo había detectado a alguien, aunque no supiera decir de quién se trataba.
Antes de devolverle el libro miré la sección de profesorado. La directora era una mujer llamada Wendy Milford, que tenía la expresión dura que ponen los directores de colegio para que se piense que sus jóvenes alumnos no los asustan. Le pedí a Celine que me señalara a su entrenador de hockey, y memoricé los nombres de los profesores de matemáticas e historia. Nunca se sabe.
Cerré el libro y se lo entregué junto con el dinero de la sopa. Dos tazones, tres dólares; eso no lo encontrabas en el 923 ni en Mauve, ni en ningún otro restaurante de moda de los que recientemente habían hecho quebrar a La Llorona.
Antes de ir a casa, pasé por la oficina. Tessa ya se había marchado y el edificio estaba a oscuras. Hacía frío también. Tessa utiliza enormes piezas de acero para construir gigantescas esculturas, trabajo que la hace sudar lo suficiente como para mantener la caldera a unos dieciséis grados. Regulé el termostato y me senté con el abrigo puesto mientras subía la temperatura.
Calvin Bayard, uno de mis héroes de juventud. Me enamoré locamente de él cuando fue a dar una charla a mi clase de derecho constitucional en la Universidad de Chicago. Con su sonrisa magnética, su avezado dominio de los temas de la Primera Enmienda y su rapidez para responder preguntas hostiles, parecía venir de un mundo distinto al de mis profesores.
Después de su conferencia, fui a la biblioteca a leer su declaración ante el Comité de Actividades Antiamericanas, que me había llenado de orgullo. El mismísimo diputado Walker Bushnell, que había sido uno de los miembros más influyentes del Comité, había perseguido a Bayard durante la mayor parte de los años 1954 y 1955. Pero el testimonio de Bayard hizo que Bushnell pareciera como un entrometido de mente estrecha. Logró superar las vistas sin delatar a sus amigos y sin ir a la cárcel. Y a pesar de que muchos de sus autores estaban en la lista negra, Ediciones Bayard siguió creciendo durante las décadas de los cincuenta y sesenta.
Mi Facultad de Derecho era un lugar muy conservador. Unos cuantos estudiantes airados escribieron cartas al decano en las que se quejaban de haber estado expuestos a la influencia de otro liberal, pero yo estaba tan entusiasmada que llegué a solicitar una beca para hacer las prácticas en la Fundación Bayard de South Dearborn. Sólo vi al gran hombre dos veces aquel verano; en compañía de un montón de personas. No conseguí ningún empleo permanente allí, lo que por entonces me dolió profundamente. Terminé eligiendo mi tercera opción, la defensa pública.
Había pasado mucho tiempo desde entonces y no recordaba muchas cosas de Ediciones Bayard. Sabía que con Calvin Bayard había dejado de ser una editorial religiosa para convertirse en una laica, y que él empezó a publicar la clase de libros que terminarían enemistándolo con el Congreso. Y algo había en sus grupos de apoyo a los derechos civiles que hacía que al Comité le parecieran tapaderas comunistas.
Entré en Lexis-Nexis y eché un vistazo al historial de la compañía. Fue fundada por los bisabuelos de Calvin, unos congregacionistas evangelistas que llegaron al oeste en la década de 1840 desde Andover, Massachusetts, para crear una editorial de biblias y afines.
Calvin, un niño prodigio, asumió la dirección de la empresa en 1936, a los veintitrés años de edad. Publicó la primera novela no religiosa en 1938, Historia de dos países, de Armand Pelletier, que murió en la miseria en 1978, después de figurar durante años en la lista negra sin que se reeditaran sus libros. Eso no estaba en el informe de Nexis, pero era una de las pocas cosas que recordaba.
Conté con los dedos: Calvin Bayard debía de tener unos noventa años. Si Catherine Bayard era parte de esa familia, muy probablemente fuera su nieta.
Pasé a la sección de búsqueda personal de Nexis. Calvin y Renee Genier Bayard tenían cinco direcciones, incluyendo una en Coverdale Lane, en New Solway. Naturalmente. Había leído algo acerca de la señora de Edwards Bayard en el artículo de la inauguración de gala de Larchmont Hall: era la que tenía cerebro además de ropa. De modo que la noche anterior Catherine se había escurrido hasta el bosque que se extendía entre el 17 de Coverdale Lane y Larchmont Hall, sabiendo exactamente cómo encontrar el camino de vuelta en la oscuridad.
Anoté la dirección, y otra más en Banks Street, en la Gold Coast de Chicago. Además la familia tenía propiedades en Londres, Nueva York y Hong Kong. También anoté las direcciones, aunque si Catherine se había ido tan lejos no podría permitirme ir tras ella. El registro incluía a todos los que vivían en el 17 de Coverdale Lane. Parecía que eran siete las personas que vivían allí. Añadí los nombres a mi lista y estudié con atención a la familia Bayard.
Renee era unos veinte años más joven que Calvin. Se casaron en 1957, justo después de la gloriosa caída de Bushnell. Tuvieron un hijo, al que pusieron tres nombres: Edwards Genier Bayard; nació en el 58 y vive en Washington.
Me froté los ojos, doloridos. ¿Por qué estaba Edwards en D.C. y su hija Catherine aquí? Y si Catherine tenía madre, ¿por qué no aparecía en la ficha? La pantalla no ofrecía respuestas. Volví a los informes de la compañía.
Ediciones Bayard todavía seguía en la brecha. No tenía la importancia de AOL Time Warner o de Random House en el mundo de los libros, pero tampoco les iba a la zaga. Además de la editorial, que constituía la parte fundamental del negocio, tenía una participación del treinta por ciento en una compañía de Internet, una marca de audio llamada New Lion y un puñado de revistas, así como parte de las acciones de Papel Drummond.
Me eché hacia adelante, como si pudiera sumergirme en los archivos que tenía ante mí. La fábrica Papel Drummond había sido fundada por el abuelo de Geraldine Graham. Supuse que no era sorprendente que los Bayard poseyeran parte de ella; era probable que los vecinos de una y otra punta de Coverdale Lane hicieran pequeños negocios juntos. Mientras la señora Bayard asistía a la inauguración de Larchmont con su vestido malva, su marido probablemente hablaría de negocios con el señor Matthew Graham en su «sanctasanctórum masculino», tal como lo designaba la sociedad de 1903. Cada vez me inquietaba más el hecho de que hubiera tantas conexiones entre la gente de New Solway: ¿quién conocía a quién? ¿Quién le hizo qué a quién o con quién?
Estaba cerrando la ventana en pantalla cuando me fijé en Margent y Margent.online, la revista que pagaba a Morrell para que buscara historias en Afganistán. Por un momento se me pasó por la cabeza la idea de llamar a Calvin Bayard: busque a Morrell -mejor, tráigalo a casa- y yo no investigaré a su nieta. Cerré mis hinchados ojos e imaginé la conversación y sus consecuencias. Morrell en casa, entre mis brazos… y luego dejaría de hablarme en cuanto se enterase de lo que había hecho.
Me enderecé y salí de Nexis para comprobar si tenía mensajes, tanto en el correo electrónico como en el servicio de contestador automático. Entre el correo basura había uno de Morrell. Lo dejé a un lado para abrirlo al final, como el postre por haber hecho los deberes.
La casilla de mensajes telefónicos ocupaba dos pantallas de ordenador. Volví a cerrar los ojos, con ganas de desentenderme de todo, pero si lo hacía, el número de mensajes sería mucho mayor al día siguiente.
Miré la pantalla. Geraldine Graham había vuelto a dejar dos mensajes más por la tarde. Podía esperar hasta mañana. Murray de nuevo. También podía esperar. Preguntas de tres clientes cuyos proyectos estaban a punto de finalizar. Los llamé a todos y de hecho sólo encontré a una persona despierta al otro extremo de la línea. Le conté en qué fase de su asunto me encontraba y que tendría un informe en dos días. Una de las cosas que empecé a hacer con Mary Louise era llevar una hoja con las fechas para cada cliente, incluyendo las de vencimiento. Escribí ésta con enormes letras rojas para no olvidarme.
Stephanie Protheroe, de la comisaría del condado de DuPage, había llamado a las cuatro y media. Cuando di con ella, dijo que tal vez me interesara saber que habían identificado al hombre que encontré.
– Se llamaba Marcus Whitby. Era periodista de alguna revista. -Oía el crujir de las hojas de papel-. Aquí está: T-Square. Una persona de la revista llamó para identificarlo cuando vio su rostro en las noticias.
– T-Square -repetí-. ¿Qué estaba haciendo en Larchmont?
– No lo sabían o no quisieron decirlo. El teniente Schorr intentó hablar con el jefe de Whitby, pero no lo consiguió. ¿Conoce la revista?
– Es una especie de Vanity Fair para el mercado afroamericano; trata temas sobre celebridades afroamericanas del mundo del espectáculo, la política y los deportes. Por lo general también tiene una sección para opinar de política. -Tessa, mi compañera de local, está suscrita; el año pasado apareció en «Cuarenta por debajo de los cuarenta: hermanos y hermanas a tener en cuenta»-. ¿Vivía por allí? -pregunté.
– Eh… la dirección que tenía es de algún barrio de Chicago. -Volvió a revisar sus notas-. Calle Giles. También tenemos los resultados de la autopsia. No llevaba mucho tiempo muerto cuando usted lo encontró, puede que una o dos horas. Y murió ahogado. Dicen que se emborrachó y que fue a aquel lugar porque pensó que así moriría tranquilo.
– ¿Dicen? ¿Significa eso que han encontrado niveles alarmantes de alcohol en la sangre?
– No he visto el informe detallado, así que eso no se lo puedo asegurar. Lo único que sé es que el comisario Salvi se ha dirigido a la prensa esta tarde. Calculo que esta noche saldrá en las noticias. Su secretario dijo a los periodistas que Marcus Whitby hizo el viaje hasta el condado de DuPage para suicidarse. Pensé que le interesaría saberlo.
– ¿Han hecho una autopsia completa? ¿O se han limitado a hacer una chapuza sólo porque se trataba de un negro en el poderoso mundo de los blancos? -Con aquella ronquera resultaba difícil usar un tono más contundente.
– Lo único que le puedo decir es lo que me han dicho a mí. No tengo mucha autoridad aquí, pero por el sumario me da la impresión de que sí han comprobado el nivel de alcohol en sangre. De cualquier manera lo hubiéramos descubierto a través del AFIS, porque resulta que estaba fichado. El comisario dejó caer ese dato en sus observaciones.
Fruncí el ceño, tratando de imaginar cómo casaba una ficha policial con el hombre de aspecto sereno que encontré en el estanque. Aunque supongo que todos tenemos un aspecto tranquilo cuando morimos. Probablemente yo lo tendré también.
Intenté poner una nota de entusiasmo al dar las gracias antes de colgar; después de todo, Protheroe no tenía ninguna obligación de llamarme.
Pero, en primer lugar, ¿qué estaba haciendo Whitby en Larchmont Hall? ¿Acaso le importaba esa cuestión al comisario, o a la policía de New Solway? Si los de la revista no lo decían, ¿era porque no lo sabían o porque no querían decirlo? Quizá Marcus Whitby estuviera pensando en comprar Larchmont. O en escribir una historia sobre el lugar para la revista T-Square. O quizá algún acaudalado empresario negro se acababa de mudar a Coverdale Lane, y Whitby estaba escribiendo un artículo sobre lo que significa poseer una casa en la que tu madre sólo podría entrar como sirvienta.
Catherine Bayard podría arrojar alguna luz sobre todas estas especulaciones. Necesitaba hablar con ella lo antes posible. Quería hacerlo en aquel instante, pero se trataba de una entrevista para la que necesitaría estar en plenas facultades, y en aquel momento lo único que tenía claro era que, en las condiciones en que me encontraba, ni siquiera podría abordar a una adolescente escurridiza.
Pero lo que sí hice fue volver a meterme en Nexis y buscar a Marcus Whitby. Tenía -tuvo- una casa en la 36 con Giles, donde era el único ocupante de la propiedad. Ni esposa, ni amante, ni inquilino para compartir la hipoteca.
Busqué la dirección en el plano de la ciudad. Bronzeville. La parte de Chicago en la que los negros fueron confinados cuando comenzaron a emigrar a la ciudad en grandes oleadas tras la Primera Guerra Mundial. Después de décadas de deterioro, la zona en la que Whitby había comprado la casa empezaba a recuperarse. Otros profesionales negros estaban comprando algunas de las casas más hermosas de Chicago, restaurando las ventanas y la carpintería, devolviéndoles la gloria que tenían cuando Ida B. Wells vivía allí. Whitby había pedido prestados cien mil dólares a la Fundación Dearborn para mudarse a doscientos setenta metros cuadrados. Desde luego, si pensaba comprar Larchmont, habría necesitado unas ocho veces esa cantidad.
Terminé la sesión y contemplé el desorden que se había acumulado en mi estudio y en mi mesa de trabajo en el corto espacio de tiempo que había transcurrido desde que Mary Louise se había marchado. No hacía falta que Christie Weddington, del servicio de contestador, me recordara que la dimisión de Mary Louise me había dejado en una difícil situación. Mary Louise había traído organización a mi trabajo, además de sus ocho años de experiencia -y de contactos- en la policía de Chicago. Trabajó para mí mientras estudiaba Derecho. Ahora tenía un empleo de jornada completa en una empresa importante del centro financiero de la ciudad. Yo ya había entrevistado a unas cuantas personas, pero no daba con nadie que reuniera la astucia callejera y las habilidades organizativas que tenía ella.
Eso no había supuesto ningún problema en las últimas semanas, ya que el estado de apatía en el que me encontraba no era el más adecuado para que surgieran nuevos casos. Pero en un día como aquél, que estaba deprimida y los clientes se ponían pesados, comprendí que tendría que dedicarme a buscar con urgencia a una nueva ayudante. Había tanto trabajo atrasado en la mesa de Mary Louise y en la mía que ni siquiera me sentía con el valor suficiente para ponerme a ello.
Al menos sería mejor no limitarme a poner papeles sobre este caso en el escritorio de Mary Louise, que era lo que venía haciendo con las otras investigaciones en curso. Saqué una carpeta nueva del armario donde se guardaba el material de oficina, e hice lo que habría hecho ella: la etiqueté con el nombre de «Larchmont», y abrí otras subcarpetas para Darraugh y su mamá, para Marcus Whitby y para Catherine Bayard. Y grapada en la parte delantera, una hoja de control de horas. Mientras Darraugh me pagara, seguiría trabajando.