– Tuvo que llevárselos el periodista -insistió Edwards -. No porque fuera negro, sino porque era periodista. El hecho de que no sea partidario de la discriminación positiva no significa que sea racista; de hecho, es lo contrario.
– Sí, he leído todos esos manifiestos -lo interrumpí-. Entiendo lo insultante que puede ser para los afroamericanos que los blancos renuncien a cualquiera de sus privilegios. Marcus Whitby no se llevó los papeles de Taverner. Cuando Whitby se fue, Taverner volvió a colocar los documentos bajo llave: el señor Rivas vio cómo lo hacía.
– Pudo haber regresado a por ellos más tarde. Olin me llamó el viernes. Quería que supiera que iba a hacer pública la historia, mientras todavía estaba con vida. Le pedí… le rogué por teléfono que me dijera qué había en esos papeles, pero no quiso hacerlo; no por teléfono. Estaba obsesionado con la posibilidad de que los medios liberales le intervinieran la línea y grabaran sus conversaciones. Así que le dije que iría a verle. Ese fin de semana iba a Camp David con el presidente, pero cogería un avión el martes a primera hora. El martes Olin había muerto.
– A Camp David con el presidente… Un ambiente elitista, aderezado con el allanamiento de morada. Ahora que me doy cuenta, todo eso tiene un precedente, ¿no? ¿Acaso los ladrones del Watergate no se dieron una vuelta por Camp David ese fin de semana? Quizá usted volvió el lunes por la mañana, y esa misma noche cogió un avión a Chicago.
Me miró con indignación.
– ¿Por qué dice eso?
– Taverner tuvo una visita inesperada el lunes por la noche. Supongo que no sería usted, tratando de disuadirlo de hacer públicos sus secretos, o dejándolo fuera de combate prematuramente para poder llevarse sus…
Se puso de pie.
– ¡No aguanto más sus insinuaciones! El lunes no vine a Chicago, y que estuve aquí el jueves es su palabra contra la mía.
– Y la del FBI -dije en voz baja-. Creo que sus compañeros del Departamento de Justicia están escuchando mis conversaciones. O por lo menos enviaron a unos agentes que supieron desconectar mi sistema de alarma y abrir mis cerraduras. No sé si instalaron micrófonos ocultos, pero es muy posible… Debería preguntarles si han grabado nuestra conversación.
Se puso blanco, luego rojo.
– ¿Ha grabado esta conversación sin avisarme?
– No, Bayard. Escuche atentamente lo que le digo. Le estoy informando de que el fiscal del distrito, cuyos métodos tanto aplaude usted, puede que esté grabando mis conversaciones. La razón es que creen que conozco el paradero de Benjamin Sadawi. O porque Marcus Whitby sabía lo que había en los archivos de Olin Taverner y esperan que yo lo averigüe. O porque están interesadísimos en saber lo que piensa y dice un ciudadano de a pie. Usted elige.
Bayard paseó la mirada por la habitación, nervioso, sopesando dónde podrían haber colocado un micrófono. Al igual que yo, parecía encontrar infinitas posibilidades.
– ¡Y usted es una de las personas que mi madre ha dejado entrar en la vida de mi hija! Por Dios… Catherine se viene conmigo a Washington.
– Eso podría ser una conversación interesante -dije con sequedad-. Y ya que estamos, ¿por qué dejó a Catherine con su abuela?
– Era más fácil -musitó-. Cuando mi mujer murió, le pedí a mi madre que se hiciera cargo de Catherine. Pensé… supuse que Catherine crecería viendo la hipocresía política de sus abuelos, tal como me había ocurrido a mí, pero también se beneficiaría de vivir en New Solway en un entorno estable. Pero debería haber imaginado que más fácil nunca quiere decir mejor. A partir de ahora haré las cosas escogiendo el camino más difícil. -Se levantó con tal brusquedad que la silla cayó hacia atrás y se estrelló contra la mesa de centro-. Y el primer cambio que haré será prohibirle a mi hija que hable con usted. No permitiré que la siga mezclando con terroristas.
– Yo no la he mezclado con terroristas. La conocí de la misma forma en que lo conocí a usted: cuando entraba ilegalmente en una casa. Si tuviera una hija, no la dejaría ir con usted; no me gustaría que pensara que se puede ir contra la ley sólo porque uno es rico y poderoso. -Me lanzó una mirada fulminante, con esa cara cuadrada tan parecida a la de Renee -. Probablemente querrá volver al hospital -dije, poniéndome de pie-. No le contaré a Catherine la conversación que hemos mantenido. No voy a jurarlo por mi honor, porque ambos sabemos que un liberal no tiene, pero me importa la imagen que una chica tiene de sus padres. Por alguna razón, su hija parece quererlo.
– Le he dicho que se mantenga alejada de mi hija, y se lo digo en serio. -Salió a grandes zancadas de la oficina.
Lo seguí por el pasillo hasta la puerta.
– Se habrá fijado en el gran parecido que hay entre Catherine y el retrato de la madre de Calvin que cuelga de su enorme escalera en New Solway. ¿Nunca se le ha ocurrido hacerse la prueba del ADN? Eso podría disipar sus dudas sobre su paternidad.
No me agradeció el útil consejo, sino que rodeó su BMW para asegurarse de que no se lo hubieran rayado. Elton cruzó la calle para ofrecerle el StreetWise, pero Bayard lo ignoró y se alejó en medio de un chirrido de neumáticos.
Yo regresé a la oficina. Estaba un poco más calmada, pero las inquietantes emociones de Edwards Bayard todavía flotaban en el ambiente.
Me hubiera gustado grabar la conversación. Intenté reconstruirla, sobre todo la carta que Laura Taverner Drummond le había escrito a Calvin. «Saqueo en la propiedad», eso podía significar cualquier cosa, desde lo sexual hasta lo financiero.
Debería haberme controlado: si hubiera mantenido la calma, habría conseguido más información de aquella entrevista. Edwards recitaba la carta como prueba de que Calvin había estado robando a los Graham, o al menos en la propiedad Drummond-Graham. Y luego Olin Taverner había dicho que le sorprendía que a Laura Drummond le preocuparan los negros. ¿Acaso Calvin le había robado algo a un sirviente negro de los Drummond?
Augustus Llewellyn era el único afroamericano cuyo nombre había aparecido en relación con los Bayard. Sólo por si acaso, me conecté a Nexus y busqué «Llewellyn».
Al igual que Ediciones Bayard, la empresa de Llewellyn estaba celosamente controlada, de modo que no pude aclarar gran cosa de sus finanzas. Además de T-Square, publicaban otras cuatro revistas: una para adolescentes, dos para mujeres y una de noticias. Llewellyn también tenía la licencia de una emisora de radio AM que programaba jazz y gospel, otra de FM dedicada a rap y hip-hop, y un par de canales por cable. No pude averiguar cómo estaban financiados ni si arrastraban deudas.
La información personal resultó más accesible. Augustus Llewellyn tenía alrededor de setenta años, vivía en una gran casa, de unos quinientos metros cuadrados, en Lake Forest. Tenía una residencia de vacaciones en Jamaica y un apartamento en París, en la Rue Georges V. Estaba casado, tenía tres hijos y siete nietos. Su hija Janice dirigía las dos revistas para mujeres, mientras que uno de sus nietos trabajaba en la emisora de radio AM. El propio Llewellyn acudía todos los días a trabajar. Apoyaba al Partido Republicano, a pesar de que recientemente unos empleados del Gobierno le habían tomado por un chófer cuando iba con su Mercedes a una función benéfica. Era un apasionado del mar. Una fotografía mostraba a un hombre delgado vestido con ropa de tenis; nada que delatara su edad, aparte del cabello gris.
En una vieja entrevista con él en T-Square, me enteré de que Llewellyn había asistido a la Universidad Northwestern en los años cuarenta, donde se había licenciado en periodismo. Cuando vio que era imposible acceder a la clase de trabajo que conseguían sus compañeros blancos, comenzó con T-Square en el sótano de su casa mientras trabajaba de día en la redacción del antiguo Daily News. En aquellos primeros tiempos, él y su mujer, June, distribuían las revistas por los establecimientos de la parte negra de South Side, trabajaban con una prensa manual que ellos mismos habían reparado y redactaban todos los números.
En 1947 pudo contratar a un fotógrafo y a un columnista a media jornada. En 1949 consiguió la financiación para crear un verdadero negocio editorial. Cuatro años después generaba ya el suficiente dinero como para comenzar con Mero, para las mujeres, y comprar las licencias radiofónicas de AM y FM. Las emisoras comenzaron a producir importantes beneficios; comenzó con el resto de las publicaciones a comienzos de los sesenta, la misma época en la que mandó construir su edificio de Erie Street.
Silbé para mis adentros: «Si ves que no estoy en el asiento de atrás del autobús…». Toda la información era interesante, pero no me aclaraba si la familia de Llewellyn había trabajado para Laura Drummond en ese nebuloso pasado. Volví a los informes financieros para leerlos con detalle. Allí, oculto en letras pequeñas, se encontraba un hecho fascinante: los representantes legales del Grupo Llewellyn eran Lebold & Arnoff, abogados con dirección en Oak Brook y LaSalle Street.
– «Pásate por la primera fila, me encontrarás allí sentado». Eso es. ¿Por qué tiene a los domesticados abogados de New Solway de representantes, señor Llewellyn? -dije en voz alta.
Estaba segura de que Julius Arnoff no me diría ni una palabra, pero sí tal vez el socio más joven. Llamé a Larry Yosano, tanto a su casa como a su móvil, pero en ambos me salió el contestador. Le dejé un mensaje con mi número de móvil.
Por supuesto, Geraldine Graham tendría la respuesta. También sabría a qué se refería su madre cuando hablaba de robo en su propiedad. Llamé a Anodyne Park. La señora estaba descansando, me dijo Lisa, y no se la podía molestar.
– Sólo quería saber si la familia de Augustus Llewellyn trabajó en Larchmont Hall antes de que él se hiciera rico y famoso.
– ¿Para quién trabaja? -siseó-. ¿Sabe el señor Darraugh que está con la prensa, tratando de desenterrar toda esa vieja basura? Nunca conocimos a los Llewellyn. La señora Graham conoció al señor Llewellyn a través del señor Bayard. Y si intenta insinuar algo más, tendrá que vérselas con el abogado o con el mismísimo señor Darraugh.
Colgué más perpleja que nunca. ¿Geraldine amante de Llewellyn? ¿Qué tenía eso que ver con la carta de su madre a Calvin Bayard?
Geraldine había conocido a Llewellyn a través de Calvin Bayard. Y del mismo modo a Kylie Ballantine, que había sido despedida de la Universidad de Chicago porque Olin Taverner se lo exigió al rector. Olin era primo de Geraldine además de vecino, aunque por aquella época pasaba casi todo el tiempo en Washington.
Amy Blount me había entregado la fotocopia de la carta de Taverner a la universidad, junto con una foto de Kylie Ballantine bailando para el Comité para el Pensamiento y la Justicia Social. Conservaba las copias en mi maletín.
Las saqué y las estudié. Bailarines con mallas y zapatillas de ballet, las caras ocultas por escudos o máscaras africanos. ¿Quién sabría cuál de ellos era Kylie Ballantine? ¿O dónde estaban bailando? La foto era del escenario, no del público. Todo lo que se podía deducir era que estaban al aire libre, porque se veían ramas a ambos lados.
¿Quién había hecho la fotografía? ¿Quién se la había enviado a Taverner? La dejé sobre el escritorio. Cuanto más sabía de New Solway, más confundida estaba. ¿Y qué pensar sobre el convencimiento de Edwards Bayard de que Calvin no era su padre? El cotilleo que había oído de niño, ¿tenía algo que ver con todo el asunto, o eran meros chismes?
Amy había incluido algunas notas sobre el Comité para el Pensamiento y la Justicia Social. Decía que no se había escrito mucho sobre él porque no era tan conocido como otros grupos de izquierda de los años cuarenta y cincuenta, «no como el Congreso de Derechos Civiles, en cuyo consejo estuvo Dashiell Hammett, y Decca Mitford y Bob Truehoft realizaron un trabajo legal y social revolucionario con los afroamericanos de Oakland». Amy había encontrado un artículo en la Revista de Historia Laboral, parte de la historia oral de los sindicatos de trabajadores negros en los cuarenta, que incluía recuerdos de los fundadores del grupo.
El artículo trataba sobre todo del papel que los miembros negros del sindicato del gremio de hostelería habían desempeñado en la lucha contra la mafia. Uno de los entrevistados era un comunista que dirigía un bar llamado Flora's, donde se reunían trabajadores e intelectuales de izquierda, tanto blancos como negros.
Según parece, cuando Armand Pelletier regresó de España, comenzó a llevar a algunos de sus amigos artistas y pintores al Flora's, donde celebraban encuentros informales, ofrecían conciertos improvisados y ayudaban a los líderes sindicales a escribir e imprimir panfletos. Artistas y escritores del Proyecto de Teatro Negro solían pasar por allí. «El hombre de la entrevista recuerda con seguridad la presencia de Kylie Ballantine», había escrito Amy. «No se mencionan a otros artistas o escritores por su nombre, salvo Pelletier, porque fue un importante organizador de los artistas; la entrevista se centraba en los líderes sindicalistas negros».
Un día Pelletier bromeó diciendo que el Comité Dies del Congreso cerraría el Flora's si supiera que el Proyecto de Teatro Negro seguía funcionando allí. «También nosotros nos denominaremos comité, como hace Martin Dies, porque mantendremos los valores americanos vivos. Pero no estamos aquí para investigar los baños de la gente ni espiar en sus habitaciones; crearemos un comité para los trabajadores que creen en los verdaderos valores de América». A alguien se le había ocurrido el pomposo nombre de Comité para el Pensamiento y la Justicia Social, que los miembros acortaban en Comité para el Pensamiento.
El comité nunca tuvo una organización activa ni un consejo, pero reunían dinero para subvencionar programas de arte experimental, interrumpidos por el Congreso tras el New Deal. Y como muchos de los clientes del Flora's eran comunistas y fueron arrestados, la organización comenzó a ofrecer defensa legal para sus miembros a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta. El propio Pelletier pasó seis meses en prisión, tanto por participar en el comité como por negarse a dar nombres de otros benefactores.
Volví a imaginar a Geraldine dando dinero a Calvin para hacer su obra de caridad. Su madre habría odiado cualquier organización considerada como un frente comunista.
Miré el reloj. Cuando hablé con Lotty el día anterior, me invitó a cenar con ella esta noche. Eran las cinco y media; si los dioses del tráfico se apiadaban de mí, podría llegar a Anodyne Park y regresar en dos horas. Llamé para decir que aparecería un poco más tarde; ella me pidió que no me retrasara demasiado, pues tenía una cita por la mañana temprano en el quirófano, pero que si podía acercarme a las ocho aún podríamos cenar juntas.