Tuve que pasar por varios controles de seguridad hasta llegar a Geraldine Graham. Anodyne Park era una comunidad muy vigilada, con un guardia en la entrada que tomó nota de la matrícula de mi coche y me preguntó cuál era la razón de mi visita antes de pedir autorización a la señora Graham para dejarme entrar. Mientras serpenteaba por una de esas carreteras sinuosas que hacen las delicias de los promotores de zonas residenciales, me di cuenta de que el complejo era más grande de lo que parecía desde fuera. Además de las casas, los edificios de apartamentos y la clínica del tamaño de un pequeño hospital, había una pequeña hilera de tiendas. Varios grupos de golfistas, que no se achantaban ante el mal tiempo, dejaban los coches frente a un bar que había cerca de aquéllas. Entré en una tienda de alimentación construida a modo de chalé alpino para comprar una botella de agua demasiado cara y un plátano. Tener el nivel de azúcar en sangre un poco más alto me ayudaría a entrevistar a la madre de mi cliente.
Cuando abrió la puerta, me quedé asombrada: Geraldine Graham se parecía tanto a su hijo que hasta hubiera creído que quien estaba allí delante era el mismísimo Darraugh vestido de seda rosa. Tenía su misma cara estirada, la nariz prominente y los ojos de idéntico azul escarchado, si bien los de la mujer ya estaban empañados por la edad. La única diferencia radicaba en el pelo: con los años el rubio de Darraugh se había vuelto blanco; el de ella era oscuro, de un tono castaño veteado de canas completamente natural. Era igual de tiesa que su hijo. Me imaginé a su madre atándole una tabla victoriana a la espalda que después habría heredado Darraugh.
Geraldine Graham se apartó del umbral y la luz le dio de lleno en la cara, fue entonces cuando vi lo surcada de arrugas que la tenía.
– Usted es la joven que envía mi hijo para averiguar quién entra en Larchmont Hall, ¿verdad? -Tenía un tono de voz agudo y aflautado propio de la edad-. No sabía si el policía la arrestaría o no, pero me dio la impresión de que usted se las arregló para convencerlo. ¿Qué le hizo ir allí?
– ¿Estaba usted observándome, señora?
– Pasatiempos de la gente mayor. Espiar por la ventana, mirar por las cerraduras. Aunque supongo que lo que para mí es una diversión para usted es un trabajo. Estoy preparando té. Puedo ofrecerle una taza. También tengo bourbon: sé que los detectives beben cosas más fuertes que el té.
Me reí.
– Eso sólo lo hace Philip Marlowe. Nosotros, los detectives modernos, no podemos beber alcohol durante el día: nos da sueño.
La mujer se alejó por el corto pasillo hasta la cocina. La seguí y sentí una punzada de envidia al ver el frigorífico de dos puertas y la vitrocerámica. La cocina de mi casa no se remodelaba desde hacía dos inquilinos. Me pregunté cuánto costaría instalar una zona de cocción como aquélla, con sus elegantes quemadores eléctricos que parecían pintados en la superficie. Probablemente dos años de hipoteca.
La señora Graham percibió mi mirada y dijo:
– Los diseñaron así para evitar que los viejos prendan fuego a la casa. Se apagan automáticamente si no hay nada encima, o después de unos minutos si no se programó el tiempo.
Cuando vi que ella colocaba despacio una escalerita para alcanzar las bolsas de té, me acerqué a ayudarla. Me rechazó con la misma brusquedad que su hijo.
– Que sea vieja y torpe no quiere decir que vaya a dejarme intimidar por los jóvenes y ágiles. Mi hijo insiste en traer aquí a una ama de llaves para que así yo pueda vegetar frente al televisor O detrás de mis prismáticos. Como verá, estaríamos chocándonos todo el día en un lugar tan pequeño. Me alegró prescindir de todas esas tonterías cuando me mudé de la casa grande. Amas de llaves, jardineros, uno no puede dar un paso sin tener en cuenta la opinión y los horarios de los demás. Una antigua sirvienta viene todos los días a limpiar y preparar las comidas… y a asegurarse de que no he muerto por la noche. Eso es ya suficiente intromisión. -Echó agua caliente en unas finas tazas de porcelana que tenían ya la bolsa de té dentro-. Mi madre se sorprendería si me viera utilizar bolsas de té o tomarlo en tazas altas. Incluso cuando tenía noventa años, teníamos que servirlo en el juego de Crown Derby todas las tardes. Las tazas altas y las bolsitas tienen el sabor de la libertad, pero nunca estoy segura de si se trata de libertad o de dejadez.
Aquellas tazas, con su delicado borde dorado y sus complejos estarcidos, no eran exactamente del servicio de la Pacific Gardens Mission. Cuando la señora Graham me indicó con la cabeza que podía coger una, a duras penas pude agarrar la estrecha asa. Me quemé los dedos con el té a través de la finísima porcelana. Seguir el lento caminar de la anciana por el pasillo hasta la sala de estar me pareció un auténtico suplicio.
Si Geraldine Graham había vivido en una mansión como las del otro lado de la calle, aquel apartamento podría parecer un lugar diminuto, pero sólo el salón era del tamaño de mi apartamento de Chicago. Había alfombras chinas de color claro en el pulido suelo de madera. Dos sillones cubiertos con una tela de satén color hueso flanqueaban una chimenea situada en el centro de la pared, pero la señora Graham me llevó a un rincón que daba a Larchmont Hall, donde había una silla tapizada junto a una mesa con el borde labrado. Allí era donde parecía vivir: libros, gafas de lectura, sus prismáticos y un teléfono ocupaban la mayor parte de la superficie de la mesa. Detrás de la silla colgaba una pintura al óleo de una mujer con traje eduardiano. Observé el rostro tratando de encontrar una semejanza con mi anfitriona y su hijo, pero no era más que el óvalo de una belleza clásica. Sólo la frialdad de sus ojos azules me recordó a Darraugh.
– Es mi madre. Para ella fue una gran decepción que yo heredara los rasgos de mi padre; de joven se la consideraba una de las mujeres más hermosas de Chicago. -Con sus pausados movimientos, Geraldine Graham colocó los prismáticos y las gafas encima de los libros y luego dispuso unos posavasos para las tazas. Se sentó en su silla y dijo que yo podía acercarme uno de los sillones que había junto a la chimenea-. Probablemente no debería haber comprado un apartamento que diera a la casa. Mi hija me advirtió de que me resultaría duro ver extraños en el lugar, pero, desde luego, no los he visto, excepto durante los pocos meses que los inquilinos pudieron pagarla. Se trataba de un magnate de la informática que se derritió como nieve en medio de la convulsión financiera del año pasado. Siempre he creído que es muy humillante para los niños que tengan que venderse sus caballos. Pero desde que se fueron no he vuelto a ver a nadie hasta estos últimos días… noches. Durante el día no veo nada fuera de lo común. Aunque mi hijo no lo diga, debe de pensar que tengo Alzheimer. Al menos eso creo, puesto que cogió el coche para venir hasta aquí el jueves por la noche, lo cual es muy raro en él. Sin embargo, no estoy loca: sé lo que veo. Después de todo, la vi a usted esta tarde.
Fingí no haber oído la frase final.
– ¿Larchmont Hall le perteneció a usted? Darraugh no me lo dijo.
– Nací en esa casa. Crecí en ella. Pero ninguno de mis hijos quiso asumir la carga de cuidar de semejante propiedad, ni siquiera conservarla en fideicomiso para sus propios hijos. Naturalmente mi hija no vive aquí, ella está en Nueva York con su marido; tienen una propiedad de la familia de él en Rhinebeck, pero yo pensaba que Darraugh querría que su hijo tuviera la oportunidad de vivir en Larchmont. Sin embargo, fue inflexible, y una vez que Darraugh toma una decisión, es tan duro como un diamante.
¿Por qué Darraugh no me dijo que se había criado allí? La ira de sentir que se me había ocultado información me distrajo de lo que ella estaba diciendo. ¿Qué más me habría ocultado Darraugh? Aun así, me daba cuenta de que ocuparse de Larchmont Hall suponía una tarea a jornada completa, no algo que una viuda ligada al negocio de él pudiera aceptar de buena gana. Me representé a Darraugh en una infancia estilo Daphne du Maurier, aprendiendo equitación, caza, jugando al escondite en los establos. Tal vez sólo los niños de clase media como yo imaginan que se puede sentir nostalgia por una infancia semejante y que debe de ser difícil renunciar a ella.
– De modo que usted vigila el lugar para comprobar cómo le va sin su presencia, y le ha parecido ver a alguien merodeando por allí.
– No exactamente. -Tragó ruidosamente y dejó la taza sobre el posavasos con un movimiento que salpicó de gotas la madera-. Cuando se es mayor no se duermen muchas horas seguidas. Me despierto de noche, voy al baño, leo un poco y cabeceo en este sillón. Hace una semana, más o menos -hizo una pausa para calcular con los dedos-, el martes pasado sería, me levanté alrededor de la una. Vi que brillaba una luz y salí. Al principio creí que se trataba de un coche que pasaba por Coverdale Lane. Desde aquí no se puede ver el camino, pero sí el reflejo de las luces en las fachadas.
El reflejo en las fachadas. La precisión de su lenguaje la hacía parecer aún más imponente que sus autoritarios modales. Me acerqué a la ventana e hice visera con las manos para escrutar el atardecer invernal. Al otro lado de Powell Road lo único que veía era el seto que separaba New Solway de lo plebeyo. Larchmont Hall se elevaba en el extremo más alejado, en línea recta con el lugar donde yo me encontraba. La propiedad estaba tan alejada del camino que incluso a la luz del crepúsculo distinguía toda la casa.
– Coja los prismáticos, jovencita: permiten ver en la oscuridad, incluso a una anciana como yo.
Eran unos estupendos Rigel, con función de visión nocturna, que por lo general usan los cazadores.
– ¿Ha comprado esto para poder ver en la oscuridad, señora?
– En principio no los compré para espiar mi vieja casa, si es eso lo que quiere saber: mi nieto MacKenzie me los regaló cuando todavía vivía en Larchmont. Pensó que me serían útiles puesto que cada vez veía menos, y tenía razón.
Las lentes hacían resaltar las ventanas de la buhardilla. En la oscuridad no veía detalladamente, aunque sí lo suficiente como para distinguir el tragaluz recortado en el empinado techo. Las ventanitas de debajo de los aleros no tenían cortinas. La entrada principal, donde habíamos aparcado tanto el policía como yo, se encontraba a la izquierda, frente a Anodyne Park. A cualquiera que viniese a la propiedad desde la calle se le vería fácilmente desde allí si se estaba mirando; sin embargo, el establo y el invernadero ocultarían a quien se acercara desde el jardín de la parte trasera.
– Encontré botellas vacías y cosas así cuando estuve dando una vuelta por allí -dije mientras seguía escrutando la casa en busca de señales de luz o de vida-. Está claro que viene gente a la propiedad ahora que está desocupada. ¿Cree usted que es eso lo que ve?
– Oh, supongo que los trabajadores experimentan cierta sensación de triunfo teniendo relaciones sexuales en los terrenos del viejo Drummond -dijo con desdén-, pero yo he visto luces titilando en el ático en plena noche. La claraboya revela tanto lo que hay dentro como lo que hay fuera. Era el cuarto de estar de los sirvientes cuando mi madre gobernaba Larchmont. De niña solía subir para ver a las doncellas jugar al póquer. Ella no sabía nada de los juegos de cartas, pero los niños y los sirvientes son aliados naturales.
»Cuando murió mi madre, mandé cerrar el ático y trasladé al personal que quedaba al tercer piso. Como no recibía muchas visitas, nunca utilizaba esas habitaciones. Ni tampoco necesitaba a todos los sirvientes que mi madre consideraba esenciales para llevar Larchmont como si fuera el palacio de Blenheim.
»Fue de lo más extraño ver esas luces, como si los sirvientes de mi madre hubieran regresado allí para jugar al póquer. Mi hijo me aseguró que usted es una investigadora competente. Espero que, al contrario de la policía, usted se tome en serio mi denuncia. Después de todo, mi hijo le paga».
Me volví hacia ella y dejé los prismáticos encima de la mesa.
– ¿Usted o Darraugh han informado de esto al propietario o a los agentes inmobiliarios? Ellos deben de ser los principales interesados.
– Julius Arnoff es una persona amable, pero no termina de creerme. Comprendo que ya no soy dueña de la casa -dijo-. Pero sigo teniendo un profundo interés en que se mantenga en condiciones. Como la policía fue tan poco servicial le dije a Darraugh que prefería tener un investigador privado, con la obligación de que me informara regularmente. Lo que me recuerda que, si no me equivoco, aún no me ha dicho cómo se llama, joven. Darraugh lo hizo, pero se me ha olvidado.
– Warshawski. V.I. Warshawski.
– Oh, esos apellidos polacos. Son como anguilas que se deslizan por la lengua. ¿Cómo me dijo mi hijo que la llama? ¿Vic? La llamaré Victoria. ¿Me anota su número de teléfono en este cuaderno? Con números grandes; no quisiera tener que usar una lupa si necesito llamarla con urgencia.
Imaginar a la señora Graham con libertad para llamarme a las tres de la mañana cuando tuviera insomnio, o en momentos inoportunos del día en los que se sintiera sola, me llevó a darle sólo el número de la oficina. El contestador automático desviaría la mayoría de sus llamadas.
– Espero que Darraugh no haya exagerado al hablar de sus capacidades. Esta noche la estaré observando.
Negué con la cabeza.
– No puedo quedarme esta noche. Pero regresaré mañana.
Eso no le hizo ninguna gracia: si su hijo me había contratado, era mi deber trabajar las horas acordadas.
– Y si otra persona requiere mis servicios mañana, ¿debería dejar el trabajo que me ha encargado Darraugh para responder a las exigencias del nuevo cliente? -pregunté.
Las marcadas arrugas que tenía alrededor de la nariz se hicieron más profundas. Quiso saber qué asunto podría tener prioridad sobre el suyo, pero yo no estaba dispuesta a responder. En su favor he de decir que no perdió tiempo discutiendo al ver que yo no tenía intención de ceder.
– Pero usted me comunicará personalmente todo lo que averigüe. Prefiero que no sea Darraugh quien tenga que informarme: a veces me gustaría que se pareciera más a su padre.
Por el tono de voz que empleó, aquello no pareció un cumplido. Cuando me levanté para marcharme, me pidió -me ordenó, en realidad- que llevara las tazas a la cocina. Antes de dejarlas en el fregadero, le di la vuelta a una: porcelana de Coalport.
Pasé todo el camino hasta Chicago analizando sus sorprendentes comentarios. Me preguntaba por qué Darraugh odiaría tanto Larchmont. Me sorprendí a mí misma imaginando tramas de lo más truculentas. Que Darraugh era viudo. Que tal vez su amada esposa había muerto allí, mientras el gandul de su padre huía con su secretaria llevándose los diamantes de la mujer de Darraugh. O puede que Darraugh sospechara que Geraldine había ahogado a su esposa -o incluso a su padre- en el estanque y se juró no volver a pisar jamás la tierra de Drummond.
Mientras regresaba a los pequeños bungalows del West Side de Chicago, llegué a la conclusión de que probablemente el asunto era mucho menos dramático. Sin duda Darraugh y su madre tendrían los roces habituales de cualquier familia.
Fuera lo que fuese, lo cierto era que la señora Graham no llevaba muy bien que su hijo no la visitara con la frecuencia que a ella le gustaría. Me preguntaba si aquellas luces fantasmagóricas en las ventanas superiores no serían una manera de obligar a Darraugh a que le prestara atención. Pensé si no terminaría yo atrapada entre aquellas dos fuertes personalidades. Al menos no me pasaba el día angustiada por Morrell.