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UNA VEZ MÁS EN LA BRECHA, MIS QUERIDOS AMIGOS

Me acerqué despacio hasta la cabeza. Era un hombre. Aunque la ropa empapada tiraba de él hacia abajo, se mantenía a flote gracias a la maraña de algas sobre la que yacía. Le pasé un brazo por las axilas y empecé a arrastrarlo, sosteniéndole la cabeza fuera del agua por si acaso no estaba muerto. No dejaba de resbalarme con el barro del fondo. El corazón me martilleaba en el pecho, tirando de aquel peso empapado de agua a través de la mugre. Después de una eternidad, me las arreglé para llevarlo hasta el borde del estanque. El agua llegaba a unos quince centímetros de éste. Aspiré hondo, me agaché entre las plantas podridas y lo saqué dándole un tremendo empujón.

Me ardían los músculos de las extremidades por la fatiga. Las piernas debían de pesarme una tonelada cada una. Me eché sobre las baldosas de mármol que rodeaban el estanque y me las arreglé para impulsar las piernas hacia un lado. Me castañeteaban los dientes con tal violencia que se me movía el cuerpo entero. Durante unos instantes me quedé tendida sobre la dura piedra, pero no podía permanecer allí. No había posibilidad de pedir ayuda y moriría de frío si no me movía.

Me apoyé sobre las manos y las rodillas y, gateando, me acerqué al hombre. Le di la vuelta para ponerlo boca arriba, le quité las algas de la boca, le aflojé el nudo de la corbata, le presioné el pecho y le eché temblorosas bocanadas de aliento en la boca; cinco minutos después, seguía tan muerto como cuando le agarré la mano en el agua.

Para entonces tenía tanto frío que sentía como si alguien me rebanara el cráneo con un cuchillo. Me bajé la cremallera de la cazadora y saqué el móvil de uno de los bolsillos. No daba crédito a mi buena suerte: la pantallita se iluminó con su luz verde y pude contactar con los servicios de emergencia.

El telefonista no me entendía muy bien, de tanto como me castañeteaban los dientes. Larchmont Hall, ¿podía especificar un poco más? ¿La primera casa que había a la entrada de Coverdale Lane yendo por Dirksen Road? ¿Podía encender las luces de mi coche o de la casa para que el equipo de emergencia me encontrara? ¿Había ido a pie? ¿Qué estaba haciendo allí?

– Usted dígales a los policías de New Solway que vengan a Larchmont Hall -grité-. Ellos lo encontrarán.

Corté la conexión y miré pensativa la casa que tenía a mis espaldas. A lo mejor los millonarios puntocom se habían dejado algún albornoz o algún paño de cocina. Me encontraba ya a medio camino de la casa cuando comprendí que aquélla era la única oportunidad que tendría de estar a solas con el muerto. Larchmont Hall estaba más blindado que Fort Knox. Sin herramientas y las manos congeladas, difícilmente lograría abrir una puerta antes de que llegara la policía, pero contaba con tiempo suficiente para buscar algún tipo de identificación en el cuerpo.

Encontré mi linterna cerca de las contraventanas donde había luchado con la chica. La cogí y me dirigí de nuevo hacia el cadáver.

¿Sería el novio de mi adolescente? A pesar de su astuta observación sobre la brigada antivicio, ¿solían encontrarse en la casa abandonada, burlando de alguna manera el sistema de seguridad? Quizá esa noche no había acudido a la cita porque tropezó con el mismo ladrillo que yo, cayó en el estanque y no pudo liberarse de las algas. Ni siquiera había intentado quitarse los zapatos ni la ropa: yo le había aflojado el nudo de la corbata y desabotonado la camisa para darle un masaje cardiopulmonar. Llevaba traje, y el cinturón, el botón de la bragueta y la cremallera estaban perfectamente abrochados. El traje parecía bueno, de lanilla marrón. Calzaba zapatos de vestir, no los apropiados para andar de noche por el bosque.

Le pasé la linterna a lo largo del cuerpo. Debía de medir un metro ochenta, era delgado y de complexión no particularmente atlética. Tenía la tez color avellana y el pelo estilo africano, lo que explicaría que tuvieran que verse a escondidas en una casa abandonada. O quizá era debido a su edad: aparentaba unos treinta y pico. Me imaginaba a la chica ávida de tener una aventura amorosa con un afroamericano, de hacer algo radical, algo arriesgado.

¿Quién sería? ¿Cómo habría encontrado la muerte en aquel lugar apartado y de forma tan horrible? Hurgué con cautela en los bolsillos. Al igual que los míos, se habían cerrado como almejas por el peso del agua. Me dio bastante trabajo, helada como estaba, pero la recompensa fue escasa: no había nada ni en la chaqueta ni en los bolsillos delanteros de su pantalón, aparte de unas monedas. Apreté los dientes y metí la mano por debajo de sus nalgas. Los bolsillos traseros estaban vacíos también, salvo por un lápiz y una caja de cerillas.

Hoy día nadie va por ahí con chaqueta y corbata sin una billetera, o al menos el carné de conducir. Pero ¿dónde estaba su coche? ¿Habría hecho lo mismo que yo? ¿Habría aparcado a tres kilómetros de distancia para venir andando a su encuentro secreto?

Me dolía tanto la cabeza a causa del frío que no podía pensar con claridad, pero me habría quedado perpleja aunque hubiera estado caliente y seca. Sé que hay gente que, presa del pánico, se ahoga en el baño, y yo misma tuve un momento de terror cuando no podía sacar la cabeza entre las algas, pero ¿por qué se habría dejado la documentación en casa? ¿Habría ido allí a propósito para morir? ¿Se trataba de algún dramático acontecimiento preparado por mi adolescente? Ven a verme al bosque o me suicidaré. En reposo, parecía un hombre equilibrado, no una persona de acciones dramáticas. Era difícil imaginárselo como el Romeo de mi joven y heroica Julieta.

Cuando llegó el equipo de emergencia, aún tenía el lápiz y la caja de cerillas en las manos. Me los guardé en un bolsillo de la cazadora para que no me pillaran registrando el cadáver.

Además de una ambulancia del cuerpo de bomberos, el operador envió tanto a los policías de New Solway como a la policía del condado de DuPage. El cuerpo había aparecido en New Solway. Técnicamente eso significaba que pertenecía a la comisaría del condado de DuPage, pero el operador había informado también a la policía de New Solway. A pesar de lo congelada que estaba, podía entender por qué. Las casas de Coverdale Lane eran un inventario de las personas más distinguidas de Chicago: los policías de New Solway querrían tener la pista del culpable en el caso de que los magnates locales -hombres o mujeres- se pusieran difíciles.

Los dos grupos competían por inspeccionar el cuerpo. Querían saber quién era yo y qué estaba haciendo allí. Entre dientes rechinantes les dije mi nombre, pero les avisé de que no hablaría hasta que no me llevaran a un lugar cálido.

Las dos fuerzas se pelearon durante un minuto largo mientras yo temblaba fuera de control, luego decidieron dejar que la policía de New Solway siguiera adelante mientras los oficiales del condado me llevaban a Wheaton.

– Dios mío, apesta -dijo el oficial cuando subí a su coche.

– Es por la vegetación podrida -murmuré-. Por dentro estoy limpia.

Quiso abrir las ventanillas para que hubiera ventilación, pero le dije que si terminaba con neumonía me encargaría de que él me pagara las facturas médicas.

– ¿No tendrá alguna manta o una vieja cazadora o algo así en el maletero? -añadí-. Estoy empapada y muerta de frío, y el hecho de que sus amiguitos esperaran el cambio de turno para no tener que atender la llamada no fue de gran ayuda: llamé hace más de cuarenta minutos.

– Sí, los muy cabrones… -dijo, pero no terminó la frase, enojado conmigo por haber manifestado su indignación. Revisó el maletero y encontró una vieja toalla. No podía estar más sucia de lo que yo estaba: me la enrollé en la cabeza y me quedé dormida antes de que el coche saliera del lugar.

Cuando llegamos a las oficinas de la comisaría en Wheaton, estaba tan amodorrada que no me desperté hasta que un fuerte y joven oficial me sacó del asiento trasero y me puso de pie. Entré en el edificio dando traspiés, con las articulaciones rígidas bajo mi ropa húmeda y pegajosa.

– Despierte, bella durmiente -comentó el oficial-. Tiene que decirnos qué hacía en aquella propiedad privada.

– No hasta que esté limpia y seca -murmuré a través de mis agrietados e hinchados labios -. Supongo que podrán prestarme algo de ropa.

El oficial con el que había entrado dijo que eso era del todo irregular, que en el condado de DuPage no trataban a los ladrones como clientes de hotel. Me senté en un banco y empecé a bajarme la cremallera de la cazadora. Un trozo de planta me impidió terminar de hacerlo. Tenía los dedos insensibles por el frío, y me movía despacio, mientras el oficial que estaba a mi lado me miraba con ganas de saber qué demonios me creía yo que estaba haciendo. La cremallera captaba toda mi atención. Finalmente me quité la cazadora y a continuación la sudadera mojada. Empezaba ya a quitarme la última capa de ropa, una camiseta, cuando me agarró del hombro y me sacudió.

– Pero ¿qué hace?

– Lo que parece. Me quito la ropa mojada.

– No puede hacer eso aquí. Primero muéstrenos alguna identificación y díganos por qué razón se encontraba en una propiedad privada en plena noche.

Para entonces ya se le habían unido otros oficiales, dos mujeres entre ellos. Les dirigí la mirada y dije:

– Darraugh Graham me encargó que vigilara Larchmont Hall. Ya saben, la vieja propiedad de los Drummond donde su madre vivió hasta hace dos años. Lleva un tiempo deshabitada, pero ella cree haber visto gente en el edificio. Encontré a un hombre muerto en el estanque que hay detrás de la casa y me empapé hasta el tuétano sacándolo fuera. Y eso es todo lo que puedo decir hasta que pueda lavarme y secarme.

– ¿Y cómo va a demostrar esa historia? -se burló mi oficial.

Una de las mujeres le echó una agria mirada.

– Compórtate, Barney. ¿No has oído hablar de Darraugh Graham? Venga conmigo -añadió dirigiéndose a mí.

Tenía los ojos hinchados, síntoma de que estaba cogiendo un resfriado. Le miré de reojo la placa. S. Protheroe.

Protheroe me condujo al vestuario de mujeres, donde me sequé con toallas. Incluso me ofreció un viejo uniforme de pantalones y camiseta, una o dos tallas más grande pero limpio.

– Siempre tenemos de más por si algún oficial se mancha el uniforme durante un interrogatorio. Firme aquí cuando se vaya. Puede devolvérnoslo la semana que viene. ¿Quiere decirme cómo se llama y qué estaba haciendo allí realmente?

Me puse unos calcetines limpios y miré con asco mis zapatos. El suelo de baldosas estaba frío, pero mis zapatos estarían aún peor. Sentada en el banco del vestuario le dije mi nombre y le hablé de mi relación con Darraugh, de la creencia de su madre de que había intrusos en su antiguo hogar, de mi vigilancia infructuosa… y del cadáver con el que tropecé. No sé por qué oculté todo lo relacionado con mi joven Julieta. Instinto de precaución, tal vez, o quizá porque me gustan las mujeres apasionadas. Saqué la cartera del bolsillo de la cazadora y le enseñé mi licencia de investigadora, por fortuna plastificada.

Protheroe me la devolvió sin comentarios, salvo para decir que el fiscal general querría una declaración formal sobre el hombre muerto que encontré. Cuando me vio enrollar la ropa sucia en un bulto, tuvo la bondad de darme una bolsa de plástico que sacó de un armario de provisiones.

Protheroe me llevó a una sala del segundo piso y llamó a alguien desde su teléfono móvil.

– El teniente Schorr llegará enseguida. ¿Mucho trabajo por allí? ¿No? Bien, sé que la comisaría del condado de Cook es un pozo negro de influencias y favores democráticos. Aquí es distinto. Aquí tenemos un pozo negro de influencia republicana. Así que no se preocupe por los muchachos, no todos están bien entrenados.

El teniente Schorr llegó con un par de secuaces masculinos y una mujer que se presentó como Vanna Landau, la ayudante del fiscal general. También uno de los oficiales de policía de New Solway se quedó para la reunión. Un quinto hombre apareció corriendo un minuto más tarde, ajustándose el nudo de la corbata. Fue presentado como Larry Yosano, miembro de la firma legal que se encargó de la venta de Larchmont; y al parecer un miembro muy joven.

– Gracias, Stephanie -dijo Schorr, despachando a mi guía. Ella me hizo un discreto gesto con el pulgar, dándome a entender que todo iría bien, y se fue.

Estaba acostumbrada a los cuartos de interrogatorio de la policía de Chicago, con sus mesas rayadas y desconchadas, donde los fuertes desinfectantes no terminan de disimular los rastros de vómito. Stephanie Protheroe me había llevado a una especie de sala de reuniones moderna, con una televisión y una cámara que destacaban por encima del mobiliario de color claro. Detrás de la moderna fachada, sin embargo, el olor a desinfectante y a miedo estancado se alzaba para saludarme como un vecino inoportuno.

Vanna Landau, la ayudante del fiscal, era una mujer menuda que se inclinaba sobre la mesa como si, ocupando el mayor espacio posible, tratara de parecer más grande.

– Y bien, ¿qué estaba haciendo en el lugar, exactamente?

Entre toses y estornudos, se lo expliqué con la voz más afable que pude.

– ¿Espiando en Larchmont Hall en mitad de la noche? -dijo Landau-. Eso es entrada ilegal en propiedad ajena, como mínimo.

En un esfuerzo por mantenerme despierta, me pellizqué el entrecejo.

– ¿Habría sido mejor si lo hubiera hecho de día? Geraldine Graham estaba preocupada porque ha visto intrusos alrededor de la casa por la noche. A petición de su hijo, me acerqué a echar un vistazo.

Larry Yosano, el joven abogado, intentaba quitarse el sueño de los ojos a fuerza de restregárselos.

– Técnicamente, desde luego, es una entrada ilegal, pero si usted ha tenido que vérselas con la señora Graham sabrá que ella nunca ha admitido que Larchmont ya no le pertenece. Tiene una fuerte personalidad, y es difícil decirle que no. -Se volvió hacia mí-. Lyons Trust son los propietarios. Es a ellos a quienes habría que llamar si la señora Graham detecta algún problema en la propiedad.

No dije nada aparte de pedir un pañuelo de papel. Uno de los oficiales encontró unas servilletas de papel en un cajón y me las tiró desde el otro lado de la mesa.

– O a la policía -dijo el teniente Schorr-. ¿No se le pasó por la cabeza, señorita Detective Privada?

– La señora Graham llamó varias veces a la policía de New Solway. Pensaron que era una vieja loca que se inventaba cosas.

El policía de New Solway, cuyo nombre no sabía, se enfureció.

– Fuimos allí tres veces, pero no vimos nada. Ayer, cuando realmente había alguien en la propiedad, tardamos quince minutos en presentarnos allí. El hijo dice que es posible que se lo esté inventando para llamar la atención.

Tenía que responder a aquello.

– Estuve con la señora Graham ayer por la tarde. No me dio en absoluto la impresión de que tuviera alucinaciones. Sé que es vieja, pero si dice que ve luces en la casa debe de ser cierto. ¿Qué hay del hombre en el estanque? Eso ya prueba que alguien iba a la propiedad por alguna razón.

– No creo que la señora Graham esté inventando nada -añadió Yosano -, pero no hace caso de los consejos que se le dan. Nosotros, por ejemplo, le aconsejamos que se mudara lejos de New Solway cuando vendió la propiedad, pero sus lazos con la comunidad son muy profundos, naturalmente.

Me imaginé al desventurado millonario puntocom tratando de eludir los esfuerzos de Geraldine Graham por ayudarle a dirigir Larchmont de la manera en que lo había hecho su madre.

A la joven ayudante del fiscal le parecía que la entrevista se estaba yendo por las ramas e insistió en saber cuál era mi relación con el muerto.

– Nos besamos una sola vez, muy profundamente… -Esperé a que uno de los oficiales lo escribiera puntualmente antes de añadir-: Cuando intenté practicarle los primeros auxilios. Tenía la boca llena de la porquería del estanque y primero tuve que limpiársela… ¿Ha quedado claro? ¿O es necesario que deletree las palabras?

– ¿De modo que usted no admite que lo conociera? -dijo Vanna Landau.

– El verbo «admitir» suena como si pensara que conocerlo fuera un crimen. -Volví a estornudar.

– ¿Quiere eso decir que sabe quién es? ¿Algún delincuente profesional del condado de DuPage con el que resultaría peligroso que la asociaran?

– Un negro en un lugar como ése, ¿qué otra cosa podría ser sino un delincuente? -dijo con una risita uno de los oficiales a un compañero.

Alargué la mano y arranqué una hoja del cuaderno del abogado.

– Permítame anotar este último comentario palabra por palabra para asegurarme de que lo cite correctamente cuando llame mañana al Herald-Star. «Un negro en un lugar como ése, ¿qué otra cosa podría ser sino un delincuente?». Es así, ¿verdad?

– Barney, ¿por qué Teddy y tú no nos traéis un café mientras nosotros terminamos con este asunto? -dijo Schorr a sus oficiales. En cuanto se marcharon, me quitó el papel de las manos e hizo una bola con él-. Es tarde, estamos todos muy cansados y no tenemos la mente clara para tratar este problema. Volvamos sobre una serie de cuestiones una vez más y podrá regresar a Chicago. ¿Sabe quién es el muerto o no lo sabe?

– Jamás lo había visto hasta esta noche. No puedo añadir nada más al respecto. ¿Tiene ya algún informe preliminar del forense? -Empezaba a dolerme la garganta.

Schorr y la ayudante se miraron. Ella apretó los labios, pero cogió el teléfono que había en un extremo de la mesa. Mantuvo una enérgica conversación con uno de los peritos médicos y movió la cabeza. Bajo la fría luz del depósito de cadáveres del condado de DuPage todavía nadie había encontrado ninguna pista que se me hubiera escapado.

– Se encargará de que se publique una fotografía en los periódicos y en las noticias, ¿verdad? -le dije a la ayudante-, Y de que se haga una autopsia completa, incluyendo un análisis de la dentadura.

– Sabemos hacer nuestro trabajo -dijo con rigidez.

– Sólo preguntaba. No me gustaría pensar que como era negro no van a hacer el esfuerzo de averiguar la causa de su muerte y demás.

– No hace falta que se preocupe por eso -dijo Schorr, cuyo fingido tono de buen humor no disimulaba la indignación que se le veía en la cara-. Váyase a casa, y deje que nosotros nos ocupemos de la investigación.

Cuando le informé de dónde había dejado el coche, dejó escapar un exagerado suspiro y dijo que imaginaba que uno de los oficiales podría llevarme hasta allí, pero tuve que esperar en la recepción.

Se me habían agarrotado los ligamentos durante la reunión. Tropecé al salir del cuarto. Larry Yosano, el joven abogado, me cogió del brazo para evitar que me cayera. Cuando le di las gracias, me pregunté por qué se habría unido esa noche a nuestra alegre cuadrilla.

Él bostezó.

– Esta semana soy el auxiliar de guardia encargado de los problemas difíciles. Llevamos los asuntos de casi todas las propiedades de New Solway; tenemos llaves, así que si el teniente hubiera querido entrar en la casa, podría habérselo permitido. De hecho, cuando me llamaron, fui a Larchmont, pero su grupo ya se había marchado de allí. Me llevó un tiempo comprobar la alarma; no la habían hecho saltar, y todavía funciona. Eché un vistazo por la planta baja, pero no parecía que hubiera entrado nadie. -Bostezó con más energía-. Ojalá Lyons Trust encontrara comprador. No es bueno tener un lugar así vacío. Nosotros aconsejamos contratar a un vigilante, pero el banco no quiso pagarlo.

La oficial Protheroe, la mujer que me había proporcionado ropa limpia, apareció: le había tocado a ella llevarme. Yosano salió con nosotras. Antes de subir a su BMW me dio una tarjeta. La miré con mis hinchados ojos: era socio de Lebold & Arnoff, que tenían sus oficinas en Oak Brook y en la calle LaSalle. Jamás había oído hablar de ellos, pero, claro, no suelo ocuparme de asuntos relacionados con las propiedades de los megaricos.

– La próxima vez que la llame Geraldine Graham dele mi número -dijo Yosano-. Me gustaría convencerla de que deje de vigilar Larchmont por su cuenta.

Se me habían pegado las tarjetas en la cartera, y le escribí el número de mi oficina en un trozo de papel.

– ¿Está lo bastante despierta como para volver en coche a su casa? -preguntó Protheroe cuando llegamos al Mustang-. No me gustaría que me llamaran dentro de media hora para ir a recoger sus pedazos de la autopista. Hay un Motel 6 siguiendo por la carretera. Quizá sea mejor que pase allí lo que queda de noche.

Sabía que estaba lo suficientemente cansada como para que fuera peligroso ponerme al volante, pero me sentía tan mal que lo único que quería era mi propia cama. Me hice la valiente y esbocé una sonrisa al tiempo que alzaba los dedos en señal de victoria. El reloj del salpicadero marcaba las tres y cuarto cuando emprendí la marcha hacia la ciudad en mi pequeño Mustang.


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