Abandoné la iglesia tensa y sobresaltada. Mi conversación con Benji confirmaba mi sospecha de que había visto al asesino de Marc. Y se las había arreglado para explicar por qué temía revelarlo. La verdad era que no podía culparlo; la policía había disparado a Catherine Bayard en su ansia por matarlo a él. ¿Por qué habría de confiar en que podía evitar que lo ejecutaran si decidía testificar?
Si pudiera encontrar la manera de quitarle de encima al Departamento de Justicia, quizá Benji me diera información a cambio, pero en aquel momento no se me ocurría ninguna buena idea.
El día no se desarrolló de una manera que me quitara el mal humor. Al regresar a mi apartamento encontré un mensaje de Bryant Vishnikov. Había telefoneado apenas unos minutos antes de mi llegada. Esperando que eso significara que tenía información valiosa, tiré el abrigo y el bolso al suelo y devolví de inmediato la llamada. Interrumpió una autopsia para atenderme.
– ¿Por qué no me dijiste que la ciudad quería una autopsia de tu fiambre?
– Hola, Bryant. ¿Pasaste un buen fin de semana? El mío fue bueno también, gracias, sólo las típicas dos horas de interrogatorio bajo un foco con tres departamentos de policía. No sé si lo habrás notado, pero, a pesar de mis modales refinados, los policías no son mis mejores amigos. No comparten conmigo sus esperanzas y deseos. ¿Cuándo ordenaron la autopsia?
– La orden vino de la oficina de Bobby Mallory ayer por la tarde. Cuando llamé para explicar que ya la había hecho, de manera privada, el capitán Mallory quiso saber por qué. Dijo que tú estabas en la reunión del domingo en la que accedieron a enviar a Whitby aquí para una segunda opinión. Y no estaba feliz de que no le hubieras dicho que me habías contratado en nombre de la familia Whitby.
– Estuve en esa reunión. Como sospechosa de esconder a un muchacho egipcio de los agentes del FBI, y no participando de discusiones sobre crímenes. ¿Qué encontraste al hacer la autopsia?
– Maldita sea, Warshawski, no me trates como si fuera un idiota para luego pedirme lo que necesitas.
– Maldito seas tú, Vishnikov, por llamarme para gritarme en lugar de hablar -dije verdaderamente enojada-. Te contraté de buena fe, seguí el protocolo que tú recomendaste para conseguir el cuerpo a través de los servicios de una funeraria. ¿Qué encontraste?
– Te diré gratis lo que le dije a Mallory: no había hematomas ni heridas externas. Whitby no recibió ningún disparo ni fue apuñalado o golpeado antes de caer en el estanque. Se ahogó.
– ¿Y su nivel de alcohol en sangre?
– El análisis de tóxicos estará esta noche o mañana. Eso lo puedes conseguir a través de Mallory. No te cobraré el trabajo, ya que el condado solicitó lo mismo, pero no tendrás libre acceso a los resultados.
Cortó la conexión como si hubiera rebanado la cabeza de un cadáver. Me miré las manos con una sensación de vacío. Esperaba tanto de Vishnikov… Estaba tan segura de que habría alguna clase de herida… y además estaba el cochecito de golf que había pasado por el desagüe, salvo que esas marcas de ruedas no pertenecieran a ese vehículo. Sherlock Holmes habría tomado las medidas del cochecito, las impresiones de las ruedas para compararlas con las huellas del desagüe. Tal vez estaba haciendo una serie de conexiones que no existían, queriendo ver un asesinato allí donde no había habido más que un accidente inexplicable.
Mi padre solía criticarme por ser muy impulsiva. «No te dejes llevar así por tus emociones, Pimientita. Primero tómate tiempo para pensarlo. Así te ahorrarás mucho dolor, y me lo ahorrarás a mí también».
Me dijo eso más de una ve/., pero recordaba vividamente su voz en una ocasión en que lo llamaron para que me fuera a buscar al despacho del director del colegio; pretendía organizar una protesta por la expulsión de un compañero. Pensé que querían hacerlo porque Joey vivía en un barrio pobre; resultó ser porque Joey le había prendido fuego a los vestuarios. Me pregunté si dejarme llevar por mis emociones no significaría proteger a otro Joey, o si Benjamin no resultaría ser otro incendiario. Daba la sensación de que no había aprendido mucho en los últimos veinticinco años.
Llevé a los perros a dar un breve paseo, luego busqué mi Smith & Wesson de la caja fuerte de mi dormitorio. Me fui a las afueras y disparé un centenar de veces, dando salida a mi frustración conmigo misma más que con cualquier otra persona. La mayor parte de las veces erré el blanco, lo que no ayudó mucho a que mi humor mejorase; llegué a la oficina pensando que lo mejor sería usar la inteligencia para resolver mis problemas.
No apelé a ella cuando Bobby me llamó poco después de las diez. Había llegado el momento de que me machacara por no haberle dicho que Vishnikov ya tenía el cadáver de Whitby.
– Oíste toda la discusión acerca de dónde estaba el cuerpo y sobre quién haría la segunda autopsia y no fuiste capaz de decirnos que Vish estaba trabajando en eso.
– Fui víctima de un interrogatorio hostil durante dos horas. De haber dicho algo a esa gente me habrían retenido dos horas más.
– Pero ¿por qué no me lo dijiste cuando estuvimos a solas?
– Bobby, a ti te interesaba el chico egipcio, yo estaba cansada y me olvidé. ¿Lo habéis encontrado?
– Te lo advierto, Vicki, esto no es un chiste. Si sabes dónde está Benjamin Sadawi y lo estás encubriendo, como hiciste con lo de la autopsia, yo personalmente te empaquetaré con un lazo rosa y te enviaré a los agentes del FBI.
– Usa otro color, ¿vale? -Olvidé que debía pensar las cosas dos veces antes de hablar-. Sabes que detesto los estereotipos sexuales.
Colgó violentamente. Me quedé mirando el vacío durante un buen rato. Finalmente el timbre de la puerta me sacó de mi estupor.
Era un mensajero con un enorme sobre de los laboratorios Cheviot, que contenía el material rescatado de la agenda de Whitby, separado y protegido por plástico, así como varias páginas que detallaban los análisis realizados y los resultados. La excitación acerca del contenido me hizo olvidar la frustración del momento.
Una carta de Kathryn Chang explicaba que había estado ocupada con otra cosa antes de ponerse con mi encargo
Dijo necesitar un análisis urgente, así que me puse a ello. Casi todo el papel se destruyó, en primer lugar por haber permanecido largo tiempo bajo el agua, y luego por el proceso de secado. Para su información, si vuelve a necesitar esta clase de trabajo, mantenga el papel mojado hasta que podamos trabajar en él. Al parecer, una pequeña libretita fue la que sufrió más daños.
Dos documentos estaban guardados en una funda aparte; éstos estaban relativamente intactos y fui capaz de restaurarlos. Por supuesto, es muy difícil trabajar con papel y tinta humedecidos durante tanto tiempo. Uno de ellos estaba manuscrito sobre un papel de cuaderno escolar que data de los años treinta; el otro, mecanografiado sobre papel crema con una antigüedad entre cuarenta y cincuenta años. He colocado los originales entre plásticos protectores; debe tener muchísimo cuidado al manipularlos. Se adjuntan copias fotografiadas y transcripciones (la fotografía preserva mejor que la fotocopia los documentos originales).
Desplegué las páginas fotografiadas. Una era una carta escrita a máquina a Kylie Ballantine; la otra una respuesta con la ilegible caligrafía de ella. Así que Marc había encontrado algunos documentos. Las cartas eran tan valiosas que las conservaba en el bolsillo interior de su chaqueta, sobre el corazón. Mi propio corazón comenzó a latir más rápido a medida que leía la carta mecanografiada.
Querida Kylie,
A pesar de las vueltas de la rueda de la Fortuna, que dictamina cuándo nosotros, los mortales, disfrutaremos de fama y dinero y cuándo viviremos de escribir estupideces para revistas femeninas bajo pseudónimo (el mío, en el caso de que no hayas estado leyendo últimamente el Woman's Day, es Rosemary Burke), aún tengo unos pocos amigos en la augusta institución a la que ya no perteneces. Uno de ellos me dice que Olin Taverner de alguna manera consiguió una fotografía en la que apareces bailando en el auditorio del Comité para el Pensamiento, allá por el 48. La envió al rector de la universidad exigiendo que te expulsaran. No sé quién estuvo allí con una cámara, ni quién le habrá entregado la foto a ese fascista, pero puedes preguntarle a Taverner.
¿Cómo te las apañas estos días? Calvin me paga cincuenta centavos por Tierra sombría y tengo que aparentar felicidad por el trato, pero al menos aparecerá bajo mi nombre, y no con el de Rosemary Burke, probablemente en abril.
Por siempre tuyo, sobre todo cuando recuerdo esa noche bajo las estrellas,
Armand
Eso no me decía nada que ya no supiera a partir del material que Amy había encontrado en los archivos de la universidad. Saqué mi lupa para poder leer la respuesta de Kylie.
Querido Armand,
Estoy harta de todo este maldito asunto. Le escribí a Olin Taverner, y recibí una respuesta en un tono altanero intolerable, tal como uno esperaría de quien se cree la única mente biempensante del planeta. Walker Bushnell se limita a proteger América de gente como tú y yo, así que en lugar de acusar al diputado Bushnell y al resto de su oligofrénica caterva debería hablar «con los de mi propia sangre» para descubrir cómo se hizo Taverner con la fotografía, etc., etc. Si quieres tratar este asunto con Calvin o denunciarlo públicamente, no intentaré disuadirte, pero el día 18 me voy a África, donde intentaré pasarlo bien y reencontrarme conmigo misma, tal como lo hace mi madre. Que América lidie con esto, a mí ya no me importa. Ya puedo sentir sobre mi cabeza el manto de la libertad.
Su firma fluía a partir de la K, tan indescifrable como la que había visto en la Colección Harsh.
Le di mil vueltas a los documentos, como si así fueran a revelar algo más. Cuando Marcus Whitby encontró estas cartas, se las llevó a Taverner. Hasta Sherlock Holmes aceptaría algo así. O quizá no. Pero algo había llevado a Whitby hasta Taverner, y qué más podía ser aparte de las cartas: Whitby interesándose por la foto que Taverner había enviado a la Universidad de Chicago tantos años atrás.
Deseé que la libreta de Whitby hubiese sobrevivido a la inmersión, o haber sabido que debía mantenerla húmeda hasta mandarla al laboratorio. Marc había tomado notas durante su encuentro con Taverner, según dijo su asistente; el amasijo que Kathryn Chang había sellado con plástico era todo lo que quedaba de esas notas. Kathryn había logrado separar algunos fragmentos de páginas, pero apenas sobrevivían unas pocas palabras aisladas: informe, desgracia, y, cansada, ahora, el, muerto, sesenta.
Volví a mirar la carta de Kathryn Chang. No había leído el último párrafo, en el que explicaba que la Palm de Whitby también estaba dentro de la agenda. Decía que podía enviarla a la división de electrónica para ver si se podía recuperar la información, «pero seguramente será muy caro, por lo que no lo haré hasta que me autorice».
Como su factura por la restauración del papel era de ciento dieciocho dólares, temía descubrir cuál sería su idea de «muy caro». Apunté los ciento dieciocho dólares en la lista de gastos del caso Whitby. La columna de débito crecía alegremente y no tenía ni idea de cuánto iba a poder pagarme Harriet; no había autorizado gastos extra como el del laboratorio, por ejemplo. Miré mi archivo abierto para Darraugh, pero no podía pasarle a él ese gasto. Llamé a Kathryn Chang y le dije que esperara para lo de la agenda electrónica.
El material que había salvado contenía mucha información, pero sentía que necesitaba alguna clave o pista para encontrarle sentido. No había conseguido mucho de los papeles de Ballantine en la Colección Harsh, pero tal vez los de Pelletier fueran más reveladores, si es que estaban disponibles.
Llamé a Amy Blount y le describí los documentos que Kathryn Chang había descubierto.
– Pelletier estuvo más relacionado con Ballantine de lo que creía; tal vez haya más información en sus documentos. ¿Sabes si están disponibles para el público?
La idea de que Marc había encontrado documentos ocultos alteró la voz de Amy. Estaba ansiosa por ver esas cartas; localizaría de inmediato los papeles de Pelletier.
Mientras esperaba que me volviera a llamar, seguí releyendo las cartas. Taverner le había dicho a Ballantine que hablara con los de «su propia sangre». La frase, con todas sus implicaciones de raza y herencia, me molestó, pero también me hizo preguntarme qué querría decir. Podría haber sido Augustus Llewellyn, que también estaba involucrado en esta historia. Por otra parte, alguien desconocido para mí pudo haber acusado a Ballantine. Ella estaba relacionada con el Proyecto de Teatro Negro, conocía a todos los escritores negros más importantes de mediados del siglo XX; Taverner podía estar refiriéndose a Shirley Graham o Richard Wright, o a alguna otra persona. Resultaba ridículo imaginar a cualquiera de ellos denunciando a Kylie al Comité de Actividades Antiamericanas, pero tampoco podía imaginar a Augustus Llewellyn haciéndolo.
Contemplé las hojas hasta que las letras comenzaron a bailar frente a mis ojos. Finalmente las dejé a un lado para hacer un trabajo de otro cliente, un tedioso caso de seguimiento que llevaba postergando desde hacía una semana. Mientras me sumergía en las transacciones de una vieja compañía de seguros, Larry Yosano, el sabueso legal, me llamó. Había olvidado mi llamada del día anterior y tuve que repasar las notas para recordar por qué le había telefoneado.
– Larry. Esta semana tienes un horario razonable.
– Sí. Eso significa que apago los teléfonos a las diez de la noche, así que no pienses que puedes llamarme si te quedas encerrada en Larchmont Hall. La pasante que está de guardia esta semana es una chica bastante agresiva que parece más predispuesta a estar de parte de Rick Salvi que de ti, así que mira por dónde pisas.
Solté una carcajada.
– Larry, tu empresa aparece como representante legal de la editorial Llewellyn. ¿Puedes explicármelo?
Para mi alivio esta vez no me preguntó para qué quería saberlo, sino que me hizo esperar mientras buscaba unos expedientes.
– Calvin Bayard fue el avalista del préstamo de Llewellyn a comienzos de los cincuenta. Él nos puso en contacto con el señor Llewellyn y desde entonces trabajamos para él.
– ¿Hubo algún momento en que las finanzas del propio Bayard se tambalearan? Ayer estuve con Edwards Bayard y sugirió que Ediciones Bayard se encontraba en arenas movedizas durante esa época.
– Edwards está resentido por lo que el señor Arnoff te contó el viernes, que la señora Renee lo ignoró al repartir sus acciones.
– Entonces, ¿quién las heredará?
Pensó durante un minuto.
– Supongo que no hay peligro en que lo sepas: irán a parar a Catherine Bayard, en fideicomiso hasta que cumpla los veinticinco.
Hojeando un poco más me dijo que Darraugh era el albacea, junto con la firma de Lebold & Arnoff. Y que los Drummond, los Taverner y Blair, el padre de MacKenzie Graham, estaban entre los accionistas originales de Bayard. La familia Bayard tenía un treinta y uno por ciento; los Drummond, Taverner y Graham un treinta y cinco en total, mientras que el resto se dividía entre unos veintitantos accionistas menores.
– Entonces Geraldine Graham tiene ahora una parte importante de las acciones. Las heredó de su madre, de su padre y de su marido, ¿verdad?
Yosano volvió a vacilar, pero finalmente dijo:
– De hecho sólo tiene el cinco por ciento de su marido. Laura Drummond estaba enfadada tanto con la señora Geraldine Graham como con Darraugh Graham cuando hizo su testamento; dejó sus acciones a la hija de la señora Graham, la señora Van der Cleef, que vive en Nueva York.
– ¡Laura Drummond era una mujer de lo más desagradable! Entonces fue una necesidad económica lo que obligó a la señora Graham a vender Larchmont.
– No, no, para nada, ella tenía una enorme fortuna, en parte por las propiedades de su marido, pero su padre también le cedió sumas sustanciales cuando ella se casó. No, yo creo… La señora Drummond podía ser muy rencorosa, sobre todo en lo que respecta a su hija… Señorita Warshawski, le agradecería que no revelara esta información.
– Por supuesto -le prometí. Me guardaría la información a menos que tuviera que ver con la muerte de Marcus Whitby.
Recibí una llamada de Amy en cuanto colgué.
– Los documentos de Pelletier se encuentran aquí mismo, en la biblioteca de la Universidad de Chicago. ¿Quieres que me acerque a consultarlos?
– Creo que iré yo misma -respondí-. Se trata de salir de pesca, y yo misma no sé qué es lo que quiero pescar.
– Por lo que he podido averiguar por teléfono, es un archivo enorme -dijo-. Cuarenta cajas de ésas que se usan para guardar documentos, ya sabes. Si te pasas por aquí ahora, puedo ayudarte a echarles un vistazo.
Miré mi agenda: vacía hasta las cuatro, cuando tendría una reunión con una pequeña empresa para la que rastreaba cheques sin fondo. Le dije a Amy que estaría con ella en veinte minutos.