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ATAQUES EPILÉPTICOS

Caminé hasta North Avenue, donde tomé un autobús que cruza la ciudad para llegar a mi oficina. La calle es una importante vía entre la ciudad y la autopista, que es la razón por la que yo supongo que las grandes cadenas nacionales la han llenado de tiendas. El tráfico es tan denso en North que el autobús tardó media hora en realizar los cinco kilómetros de recorrido. Por lo general, situaciones así hacen que me muerda las uñas de fastidio. Ese día agradecí una oportunidad de descansar.

Cuando finalmente enfilamos hacia Western, no me molesté en averiguar si me vigilaban. Estaba cansada, no me importaba y, además, daba igual si me seguían hasta la oficina; si me habían intervenido el teléfono, ya sabrían que estaba allí.

Era casi la hora del almuerzo. Caminé hasta La Llorona a por un taco de pescado. Había tanta gente que no pude hablar con la señora Aguilar, pero comí en una de las mesas altas del rincón mientras terminaba de hojear los periódicos.

El taco estaba tan bueno, y yo sentía tanta pena de mí misma, que me llevé otro para comérmelo en la oficina. En División Street, donde Milwaukee pasa bruscamente de calle de barrio a prolongación de Yuppie Town, me detuve en uno de los cafés a tomar un capuchino. Si las proteínas no me reanimaban, lo haría la cafeína; al menos ésa era mi teoría.

Mientras estaba fuera, la secretaria de Freeman había enviado un mensajero con el análisis toxicológico. Tessa había firmado el recibo y lo había pegado con cinta adhesiva en la puerta de mi despacho. Lo cogí y lo dejé sobre el escritorio. Casi no podía soportar leerlo: había revuelto cielo y tierra, o al menos a los forenses de dos condados, para obtener este documento. Si no me decía nada, podía tumbarme y no levantarme jamás.

Finalmente saqué el informe del sobre y comencé a leer. Callie me enviaba una fotocopia de un fax de diez páginas, por lo que algunas partes estaban borrosas. El texto estaba lleno de «células epiteliales de la zona distal de los túbulos renales» y de «microscopía electrónica inmunocitoquímica de los hepatocitos». Fascinante, si sabes lo que significa.

Examiné lentamente las diez páginas. El análisis de la última comida de Marc -pollo sin piel, brócoli, patatas asadas y ensalada de lechuga y tomate, consumido tres horas antes de su muerte, con una variación estadística basada en no sé qué cosa digestiva- era tan detallado que tiré rápidamente el segundo taco a la basura.

El laboratorio no había hallado restos de cocaína, diazepam, nordiazepam, hidrocodona, cocaetileno, benzolecgonina, hidrocloruro de heroína o metabolitos de marihuana en la orina de Marc. Tenía alcohol en el humor vítreo y fenobarbital en el plasma sanguíneo, descubierto gracias a una «cromatografía líquida de alta resolución». El informe especificaba las drogas en miligramos por litro, con la información de que Marc pesaba ochenta kilos, así que no se podía saber cuánto había bebido Marc, pero Vishnikov hacía un resumen al final: «Una dosis de seiscientos miligramos de fenobarbital ingerida con dos tragos de bourbon aproximadamente habría tenido un efecto depresivo sobre la respiración y probablemente lo habría matado de no haber muerto antes ahogado».

Me recliné en la silla del escritorio, que se tambaleó; necesitaba un destornillador para ajustar las ruedecillas.

Lo único que sabía del fenobarbital era que se usaba como tratamiento contra la epilepsia. Si Marc era epiléptico, sabría que no tenía que mezclar alcohol con la medicación. Claro que lo sabría: todo indicaba que era un hombre cuidadoso; no habría tomado una droga sin conocer sus efectos secundarios. Pero quizá después de convivir mucho tiempo con la enfermedad, había aprendido que podía tomar una pequeña cantidad de alcohol sin que eso interfiriese en los efectos de la medicación.

La sensación de desaliento volvió a mi diafragma; Whitby se había metido él solo en el estanque. A menos que… un par de tragos de whisky no era mucho para un hombre que pesaba… ochenta kilos. Garabateé unas cifras en un pedazo de papel… Pero no sabía evaluar la cantidad de fenobarbital que había tomado.

Como no podía pedirle a Vishnikov que me lo explicara, llamé a Lotty, que estaba en la clínica. La señora Coltrain, su administradora desde hacía mucho tiempo, dijo que la doctora Herschel tenía pacientes y no se la podía molestar.

– Lo único que quiero es saber qué supone una dosis de seiscientos miligramos de fenobarbital. ¿Puede preguntárselo a ella o a Lucy Choi? -Lucy era la enfermera que solía ocuparse de los cuidados básicos de los pacientes.

Tras un minuto de espera, Lotty se puso al teléfono.

– Seiscientos miligramos es una dosis excesiva, Victoria. ¿Alguien te lo ha recetado? Podría matarte si lo tomas de una vez.

– ¿Cuánto tiempo tardaría?

– No es un juego, ¿verdad? No lo sé. Se distribuye rápidamente por el organismo, reduce la respiración. Contarías con una hora para que alguien te reanimase, es posible que sólo con media hora.

– ¿Y si pesara quince kilos más?

– Sigue siendo una barbaridad. Si te lo ha recetado alguien, no vuelvas a verlo nunca más.

Colgó. Volví a mirar el informe. Si Marc tenía epilepsia, no habría tomado una dosis letal a propósito. A no ser que quisiera morir. Pero, entonces, ¿por qué ir hasta el estanque de Larchmont? ¿Por qué no quedarse en la comodidad de su cama? Tal vez no supiera que moriría de eso; tal vez pensara que perdería el sentido lo suficiente como para que no le importara ahogarse. Pero ¿para qué hacer todo el camino hasta ese estanque infecto en lugar de la agradable amplitud del lago Michigan? Y, además, su coche… Sacudí la cabeza, intentando detener el incesante zumbido: el hámster en la rueda otra vez.

Mi mano vaciló sobre el teléfono. Harriet Whitby había decidido trasladarse a casa de Amy en cuanto sus padres se fueron a Atlanta. Si yo telefoneaba al apartamento de Amy, ¿conduciría eso a que también le controlasen a ella las llamadas? Sacudí la cabeza, furiosa: no podía vivir así, tratando siempre de adivinar si alguien escuchaba mis conversaciones y las de mis amigos o me seguía por la calle. Y no iba a pasarme una hora en transporte público sólo para asegurarme de que hablaba con Amy sin que me vigilasen.

Contestó Amy, y se la oía relajada: ella y Harriet estaban disfrutando de un agradable día juntas y a solas, explicó, sin tener que preocuparse por los padres de su amiga. Cuando la llamó para que se pusiera al teléfono, me sentí como un pájaro de mal agüero.

– El doctor Vishnikov me ha enviado el informe de la autopsia -le dije a Harriet-. ¿Quiere que vaya a casa de Amy para que hablemos en persona?

– ¿Está tratando de prepararme para algo horrible? -preguntó-. ¿Para algo que no quiero saber? Dígamelo ya. Ésta ha sido la semana más dura de mi vida; no quiero pasar ni media hora de tormento imaginándome cosas raras mientras la espero.

– Marc tenía mucho fenobarbital en su organismo, pero sólo una cantidad de bourbon ligeramente superior a la normal. ¿Sufría de epilepsia o había tenido ataques alguna vez como para estar tomando esa sustancia?

– No -dijo, desconcertada-. No, siempre ha estado… siempre estuvo… muy sano. ¿Qué significa eso?

– Me temo que significa lo que hemos estado diciendo desde el principio: que fue asesinado. Alguien le dio esa droga para dejarlo inconsciente, y luego lo tiró al estanque para que muriera.

Decirlo en voz alta me produjo una sensación de alivio. La rueda dejó de girar, cesó el zumbido dentro de mi cabeza. Asesinato. No suicidio. Ni accidente. No tendría que hacer un molde de yeso de las huellas que había encontrado en el desagüe: el asesino de Marc lo había llevado al estanque en el cochecito de golf.

Harriet se quedó tan silenciosa que pensé que se había ido, pero finalmente habló, con una voz débil, apagada, que sonaba como la de su madre.

– Lo hemos sabido todo el tiempo. No lo de la droga, pero sí que alguien lo había matado. Es sólo que resulta duro oírlo decir en voz alta. Después de todo, Marc no estaba tan sano, ¿verdad? No importa que estudiara en la Universidad de Michigan o que fuera un escritor premiado o que llevara una dieta saludable. Murió de la enfermedad de los negros.

– ¿Perdón? -Estaba confundida. Lo único en que pude pensar fue en anemia drepanocítica.

– Asesinato -respondió entre sollozos-. No importa que seas culto y lleves una vida respetable, siempre irán a por ti.

– Lo siento -dije, llena de impotencia-. Puedo ir para allá ahora mismo, si quiere.

– No, gracias. Sé que ha estado trabajando mucho por mí… y por mi familia. Sé que usted solamente está haciendo lo que yo le pedí que hiciera. Pero ahora necesito estar a solas con una hermana.

Cuando colgó, me sentí avergonzada: los descubrimientos que a mí me animaban, a ella le causaban dolor. Me levanté y caminé por el cuarto. Cuando registramos la casa de Marc la semana anterior, encontramos la botella de Maker's Mark. Bourbon con agua mineral, su bebida, como me había dicho Amy. Si había huellas digitales en la botella… si el whisky había sido manipulado… tenía que recoger el Maker's Mark y hacerlo analizar, aunque tuviera que pagar yo misma el trabajo.

Después de que Amy y yo termináramos de inspeccionar la casa de Marc el viernes, ¿qué había hecho yo con las llaves? Vacié el contenido de mi maletín sobre el escritorio. El manojo que me había dejado la asistenta de Marc cayó entre un revoltijo de papeles, tampones y mi agenda electrónica. También apareció la llave que el cerrajero de Luke Edwards había fabricado para que yo pudiera entrar en el Saturn.

Cogí la llave del coche y le di vueltas en la palma de la mano, estudiándola como si fuera un texto en un lenguaje desconocido. Podía ir en metro hasta la casa de Marc, recoger la botella de bourbon y volver en su coche. Si no lo aparcaba cerca de la oficina o de casa, podría conducir tranquilamente por la ciudad durante unos cuantos días. Me permitiría, incluso, ir a buscar a Benji. Y en lugar de llevarlo a un motel, podía dejarlo en la casa de Marc Whitby. Le diría a los vecinos que era mi primo, que necesitaba trabajo y un lugar donde quedarse; que cuidaría de la casa para que no se quedara vacía hasta que la familia la vendiera. ¡V.I, eres un genio!

Metí el informe toxicológico en su sobre y lo puse en mi bolso. Ganzúas, porque nunca se sabe. Un cargador lleno para el revólver, porque, una vez más, nunca se sabe. Guantes de látex, una bolsa de plástico para el bourbon con capacidad de casi cuatro litros, recién sacada de la caja y metida dentro de otra para asegurarme de que no se contaminara la muestra.

Empecé a canturrear mientras me dirigía bailando hacia la puerta.

Fue un largo viaje en metro hasta South Side, pues tuve que hacer trasbordo en el Loop. Me movía impaciente en el andén mientras esperaba y, luego, me di cuenta de que estaba inclinada hacia delante en el asiento, como si eso hiciera que fuese más rápido. En la calle 35 bajé las escaleras de dos en dos y corrí hasta Giles.

Cuando llegué a casa de Marc, había delante media docena de niñas saltando a la comba. Se quedaron mirándome al subir las escaleras exteriores y abrir la puerta principal. Tal vez no fuese tan buen lugar para dejar a Benji: en aquel barrio nada pasaba desapercibido. Excepto cuando alguien fue a robar los documentos de Marc.

La casa había adquirido el aspecto abandonado y el olor a humedad de cualquier vivienda deshabitada. Después de una semana el polvo era visible aun para unos ojos poco domésticos como los míos. Eché un rápido vistazo a mi alrededor. No me pareció que nadie hubiera estado por allí, ni ladrones ni policías, a pesar de la afirmación de Bobby Mallory de que se reabriría el caso de la muerte de Marc.

En la cocina, me puse los guantes de látex, cogí la botella de Maker's Mark por la base con el pulgar y el índice y la guardé limpiamente dentro de las bolsas de plástico. El paquete entero fue a parar a mi maletín.

Al salir, me detuve a observar el póster de Kylie Ballantine, en el hueco de la escalera.

– ¿Qué podrías contarme tú? -le pregunté-. ¿Fuiste amante de Calvin Bayard? ¿De Augustus Llewellyn? ¿Cuál es el secreto que les importa tanto a los de New Solway como para matar a tu joven campeón y que no se descubra?

Aquella silueta llena de vitalidad flotaba sobre mí -por encima de todos los mezquinos intereses de la gente que había conocido-. Kylie Ballantine había seguido adelante, sin permitir que hundieran su vida en la amargura que generó la era McCarthy. Pasó dificultades económicas, pero, a diferencia de aquella panda de gente rica, había superado las heridas de aquella época turbulenta. Aunque había pasado muchos apuros, Ballantine tuvo la suerte de morir con sus facultades mentales intactas, fuerte de espíritu. No como Calvin Bayard, cuya inteligencia superó en su día a la de Olin Taverner y ahora era feliz viendo a la cocinera hervir la leche.

Apreté los dedos en el asa del maletín. Me dirigí hacia la puerta principal, intentando concentrarme en la mejor manera de enviar la botella de whisky a los laboratorios Cheviot, pero la imagen persistía: orina disimulada por el olor a talco, la enfermera de Calvin guiándolo hasta la cocina.

Tenía ya la mano en el picaporte cuando de pronto me detuve. La casa estaba silenciosa como una tumba. La enfermera, Theresa Jakes, tenía ataques, según me dijo Catherine Bayard; la abuela no debía enterarse de eso.

No había pensado antes en la procedencia del fenobarbital. Pero allí estaba, exactamente en New Solway, donde Theresa lo tomaba para controlar sus propios ataques. Donde Ruth Lantner, el ama de llaves, la amenazó con informar de ellos a Renee si Theresa volvía a quedarse dormida otra vez mientras Calvin andaba por ahí.

Me di la vuelta y miré de nuevo el póster. Nada pasaba en New Solway que Renee ignorase. Aun cuando Ruth Lantner no le hubiera hablado de los ataques de Theresa, ella se habría enterado de alguna forma. Renee se jactaba de sus dotes organizativas: durante el día supervisaba todos los detalles de un gigante empresarial; por la noche seguía controlando sin esfuerzo una gran estructura doméstica.

Si Renee había matado a Marc, lo había hecho para proteger la reputación de Calvin. Pero Calvin no necesitaba protección. El era un hombre que se había mantenido a flote en un momento en que pocos pudieron hacerlo, se enfrentó a Taverner y a Bushnell y consiguió salir indemne.

Me rondaban por la cabeza fragmentos de ciertas conversaciones. «Se atacaban como ratas desesperadas», había dicho Llewellyn la noche anterior. El Chico Maravilla de Pelletier, revolviendo la obra de Pelletier, husmeando en la vida amorosa de Pelletier.

¿Quién había enviado a Taverner esa foto de Kylie diciéndole dónde estaba hecha? ¿Quién quería que la gente donara dinero al fondo de defensa legal del Comité para el Pensamiento sin quedar al descubierto? ¿Qué hizo Llewellyn para obtener ese dinero de Bayard? Taverner había guardado un innoble secreto sobre Calvin Bayard, sólo porque Bayard conocía uno igual de malo sobre Taverner. Esa verdad era la que había tenido delante de los ojos desde hacía varios días. Sólo que yo no había querido verla.

No, porque afectaba al héroe de mi juventud. A Calvin. No, no… Se me doblaron las rodillas. Me desplomé en las escaleras.


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