Un fuerte golpe en la puerta me despertó bruscamente cuarenta minutos más tarde. No había oído el timbre por la sencilla razón de que el señor Contreras estuvo pendiente de la llegada de mis visitas: las dejó entrar y las llevó arriba antes de que pudieran anunciarse por su cuenta. La forma en que controlaba mis compañías era una constante fuente de conflicto entre nosotros. Al menos la irritación que me provocó su entrometimiento me despejó lo suficiente como para saludar a las dos mujeres medianamente espabilada.
Amy Blount estaba igual que la última vez que nos habíamos visto, con sus largas trenzas estilo rastafari recogidas en la nuca, su expresión recelosa, seria. Rodeaba con un brazo a la otra mujer, cuyo rostro demacrado revelaba el cansancio y la tristeza del que ha perdido a un ser querido. Intercambiamos presentaciones y condolencias en un murmullo de voz. Una vez sentadas en el sofá, y mientras Harriet Whitby y yo tomábamos un té de hierbas y Amy Blount una copa de vino, me las ingenié para convencer al señor Contreras de que se bajara a su casa. Como última advertencia, dirigida a mis invitadas, dejó caer que no debía quedarme levantada hasta tarde: estaba enferma, ¿lo recordaba?
En cuanto se hubo marchado, Amy empezó a hablar:
– Cuando oímos su nombre en la tele le dije a Harriet que usted y yo nos conocíamos. Estuvimos hablando sobre lo que podríamos hacer, porque es un disparate pensar que Marc se suicidó. Era el más… bueno, yo no diría optimista, sino…
– Confiado. Era un hombro confiado -dijo Harriet Whitby-. Y sabía que nuestros padres no sólo lo querían mucho, sino que además estaban convencidos de que él llegaría lejos. Quedó finalista del Premio Pulitzer con una obra para el Proyecto Federal de Teatro Negro y había ganado muchos otros premios. Él no habría hecho algo así a sus padres.
Me abstuve de dar mi opinión. Debe de ser duro, cuando los demás confían en ti, hacerles saber que estás desesperado, pero pensé que no sería una buena idea sugerirlo.
– ¿Cómo lo encontró? -preguntó Harriet-. No conozco Chicago, pero Amy dice que la mansión donde… donde murió… está a unos sesenta o setenta kilómetros de distancia, en una lujosa urbanización de la que casi nadie ha oído hablar.
– ¿Su hermano no mencionó nunca New Solway ni Larchmont Hall a usted o a sus padres?
Ella negó con la cabeza.
– Pero trabajaba en historias muy diferentes. Ignoro si estaba llevando a cabo una investigación, o si tenía algún amigo allí. Hablábamos una vez a la semana, más o menos, pero nunca entraba en detalles, a menos que se tratara de algo que se estuviera convirtiendo… bueno, en algo cotidiano. ¿Creía que estaba en peligro? ¿Es por eso por lo que estaba usted allí?
Les hablé de Darraugh Graham y de su madre, y de la conexión familiar con Larchmont. A petición de Harriet, les conté cómo encontré a su hermano, cómo lo saqué del agua y traté de reanimarlo. Pero no mencioné a Catherine Bayard.
Pensé que, llegado ese momento, se marcharían, pero se miraron mutuamente con esa clase de comunicación sin palabras que se da entre los viejos amigos o los amantes. A un gesto de Harriet, Amy Blount dijo:
– Queremos que usted haga algunas averiguaciones sobre la muerte de Marc. El señor y la señora Whitby están demasiado afectados como para tomar ningún tipo de medidas, pero creemos que alguien debería darnos una mejor explicación de lo que le ocurrió que la que nos ha ofrecido el comisario del condado de DuPage.
Harriet Whitby volvió a hacer un gesto de asentimiento.
– No es que Marc no bebiera, pero no era bebedor, no sé si me entiende, y no utilizaba el alcohol para armarse de valor. La versión que han dado en la televisión era más superficial que la que nos han contado esta tarde cuando mis padres y yo nos hemos reunido con ellos, que había bebido, que se cayó a ese estanque y que se ahogó. Si él… oh, es difícil de explicar, pero su muerte no tiene ningún sentido para mí. Si hubiera querido suicidarse, algo que de ninguna manera me creo, jamás lo habría hecho de esa manera. Pero ellos dicen que el examen médico dejaba muy claro que se ahogó y que había bebido. ¿Podrían inventárselo?
– No. Pero no siempre hacen autopsias completas a todos los cadáveres que les llegan. Resulta demasiado caro, y éste, su hermano, debe haberles parecido un caso muy evidente. No suelen buscar drogas o veneno si ya han encontrado restos de alcohol.
Harriet y Amy volvieron a intercambiar miradas, y de nuevo fue Amy quien habló.
– ¿Cree que se lo están inventando? ¿Lo del alcohol?
Fruncí el ceño mientras lo pensaba.
– Parece poco probable. Supongo que se podría exigir ver el informe médico a través de un abogado. ¿Tiene alguna razón para creer que todo sea un montaje?
– La indiferencia general -dijo Harriet-. Ni siquiera nos atendió el comisario, sino un simple portavoz. Fue amable con mamá, pero no mostró mucho interés. Da la impresión de que no sienten curiosidad por saber qué hacía Marcus allí. Ellos quieren hacernos creer que se emborrachó, tropezó en una mansión deshabitada y se ahogó. Que fuera accidentalmente o a propósito les da igual.
– Y eso es lo que nos gustaría saber -apostilló Amy-. Por qué estaba allí. Y cómo murió realmente.
Yo también sentía la suficiente curiosidad como para querer aceptar el caso, pero tuve que explicar que no podía hacerlo gratis. Odio tener que hablar de dinero a alguien que está de luto por la muerte de un ser querido, pero les adelanté a grandes rasgos cuáles eran mis honorarios: si Harriet Whitby vivía de una beca de posgrado, como Amy Blount, podría sorprenderse de la rapidez con que se acumulan las facturas.
– No se preocupe; no soy como Amy. Yo fui lo bastante avispada como para buscar un empleo de verdad cuando terminamos los estudios en Spelman. -Esbozó una sonrisa-. Soy consciente de que está enferma, pero si va a aceptar el trabajo, me gustaría que empezara ahora mismo.
– ¿Se refiere a esta noche? -Yo estaba anonadada-. No hay mucho que pueda hacerse esta noche. La gente a la que podría querer preguntar algo, conocidos de la revista, por ejemplo, o sus vecinos, no estará localizable hasta mañana por la mañana.
– No lo comprende -dijo Amy-. Los Whitby se llevarán a Marc por la mañana. Quieren que el funeral se celebre en Atlanta. De modo que si hay algo que preguntar sobre el cadáver, pensábamos que usted sabría a quién dirigirse incluso a estas horas. La idea de que estuviera borracho sin más nos parece tan extraña que dudamos de que le hayan hecho la autopsia.
Tenía los ojos hinchados y llorosos, con tal cansancio que se me hacía difícil pensar. Pero de pronto oí la pregunta que nadie en la habitación se había atrevido a formular: ¿acaso el médico forense de DuPage había hecho un examen superficial a Marcus Whitby sólo porque era negro y porque no pintaba nada en un lugar como New Solway?
No conocía a nadie en el condado de DuPage, salvo a la oficial que me prestó los pantalones y la camiseta, y ella no estaba en situación de presionar al médico forense para que reabriera la autopsia. De haber muerto en el condado de Cook, donde conocía a…
Me levanté bruscamente y empecé a quitar papeles de encima de la mesa que utilizo de escritorio en casa, buscando mi agenda digital. Como allí no estaba, vacié mi maletín. La agenda estaba en el fondo. Busqué a Bryant Vishnikov, el médico forense de la policía del condado de Cook, pero seguro que no estaría en su oficina a aquellas horas de la noche. Eran las once pasadas. Vacilé un instante, pero finalmente marqué el número de su casa.
No le hizo ninguna gracia que le despertara.
– Más vale que sea una verdadera emergencia, Vic. Mañana entro de guardia a las seis de la mañana.
– Nick, ¿conoces al médico forense de DuPage?
– Ésa no es una pregunta urgente -me interrumpió.
– Esto es serio. Tienen el cuerpo de Marcus Whitby allí. Ya sabes, el hombre que se ahogó en una de esas enormes propiedades cerca de Naperville el domingo por la noche. Yo lo encontré.
Soltó un gruñido.
– No puedo estar al tanto de todos los cadáveres con los que tropiezas en seis condados, Warshawski. Ya tengo suficientes problemas con los que hay aquí en Cook.
Pasé por alto su sarcasmo.
– Creo que en DuPage sólo le han echado un vistazo por encima y realmente es importante que le hagan una autopsia completa antes de que mañana se lo entreguen a su familia.
– ¿Y eso porque tú lo digas? -Vishnikov seguía con su sarcasmo.
– No, doctor Vishnikov, porque lo diga usted. El comisario dice que estaba borracho, pero parece poco probable. Es necesario que hagan un examen a fondo, por si se les ha pasado algo por alto.
– ¿Como qué? -refunfuñó.
– No lo sé. Un golpe en la cabeza o en el esternón, o curare en la sangre, o… yo no soy patóloga. Cualquier cosa. Cualquier cosa que le hubiera hecho ir a ese estanque. E incluso si es verdad que se ahogó allí. Tal vez murió en el lago Michigan y alguien lo llevó hasta Larchmont.
– Has estado viendo muchas reposiciones de Ley y orden. Date un respiro y déjame dormir.
– No hasta que me digas que hablarás con el médico forense del condado de DuPage.
– ¿Tienes idea…? No, por lo visto no. Esto no es como llamar a uno de mis colegas del condado de Cook. Sólo conozco a Jerry Hastings y muy superficialmente, y si él me llamara para decirme que volviese a examinar un cadáver le diría que se fuera al infierno. De modo que eso es lo que espero que él haga conmigo.
– ¿No podrías decir que tienes el cadáver de alguien muerto en parecidas circunstancias y que quieres comparar información? ¿O que te permitan ver a Marcus Whitby por esa misma razón? -Había comenzado a toser nuevamente y tuve que hacer una pausa para tomar un poco de té.
– No. Lo que puedo hacer es una autopsia privada si la familia contrata mis servicios. Si les entregan el cuerpo, están en su derecho de tomar esa decisión.
Tapé el auricular y se lo expliqué a Amy y Harriet, que frunció el ceño con preocupación.
– Mamá… se negará. Lo único que quiere es llevarse a Marc de aquí lo antes posible. ¿No se puede hacer nada más?
Cuando le transmití la respuesta de Harriet a Bryant éste me dijo:
– Entonces no hay nada que yo pueda hacer. Si quieres esa autopsia, tendrás que conseguir que la familia entregue el cuerpo para que yo o cualquier otro realice un examen privado. O darle a Jerry Hastings una razón de peso para que vuelva a examinar el cuerpo.
– ¡Necesito tiempo para investigar! -exclamé frustrada.
– Mira, Warshawski, si la familia no está dispuesta a que le hagan una autopsia privada, entonces no tendrás más remedio que dejar que se lleven el cuerpo por la mañana. Y hablando de mañana, falta poco para que amanezca. Me vuelvo a la cama. Y a ti más te vale empezar a hacer gárgaras, o la próxima vez que te vea será en mi mesa de autopsias… eso suponiendo que mueras en el condado de Cook.
Vishnikov colgó, pero estaba empezando a explicarle el problema a Harriet cuando llamó.
– En mi morgue ando siempre a la gresca con empleados incompetentes que pierden la documentación referente a los cadáveres.
Volvió a colgar antes de que pudiera contestar. Levanté una mano a mis visitantes, instándolas a que guardaran silencio, mientras yo, con el ceño fruncido, daba vueltas al consejo de Vishnikov. Sólo tenía una posibilidad. Hurgué entre los papeles que había dejado caer de mi maletín hasta encontrar el número del teléfono móvil de Stephanie Protheroe.
– He visto las noticias de la televisión esta noche -dije cuando respondió a mi llamada-. El comisario parece muy convencido de que el señor Whitby se ahogó voluntariamente.
– No encontramos nada que sugiera lo contrario -dijo ella.
– Oficial, está conmigo la hermana de Whitby. Estaban muy unidos; y le resulta muy difícil creer que su hermano se haya suicidado.
– Siempre es difícil para las familias -replicó Protheroe.
– ¿Han encontrado su coche? -pregunté-. ¿O descubierto cómo llegó a Larchmont Hall? ¿A cuánto está? ¿A unos ocho kilómetros de la estación de tren más cercana? ¿Hay allí servicio de taxis?
Una larga pausa me decía que Protheroe se daba cuenta de que había lagunas en la investigación sobre la muerte de Whitby. No insistí más en eso.
– La señorita Whitby me ha contratado para que haga algunas averiguaciones. Normalmente aconsejo a las familias que pidan una autopsia privada si no están satisfechas con el médico forense. Pero lo único que quiere la madre es llevarse a su hijo de Chicago y darle sepultura; ella no dará su consentimiento para que le hagan un análisis de sustancias tóxicas ni nada por el estilo.
– Así que usted está en un apuro, ¿verdad? -Protheroe no era hostil, sino prudente.
– Claro que si la documentación sobre el cadáver se traspapelara durante tres o cuatro días, puede que descubriera otra razón, diferente a la de que se tropezó y se ahogó, por la cual el señor Whitby estuviera en New Solway. Puede que encontrara su coche. Puede que encontrara algo que hiciera que el doctor Hastings quisiera repetir la autopsia sin que a nadie le pareciera mal.
– ¿Y por qué iba yo a arriesgar mi carrera por este asunto? -preguntó Protheroe.
– Bueno, porque creo que usted eligió este trabajo por la misma razón que yo: porque le importa más la justicia que los donuts.
– Deje en paz los donuts. Me han salvado la vida más veces que el chaleco antibalas. -Cortó la conexión.
– ¿Va a ayudarnos la persona con la que acaba de hablar? -preguntó Harriet angustiada.
– Creo que sí, pero no lo sabremos hasta que su madre vaya a reclamar el cuerpo de su hermano mañana.
Amy Blount me miraba con respeto, pero me dio la impresión de que no esperaba que yo respondiera adecuadamente.
– Deberíamos dejar que se fuera a la cama. ¿Ha enfermado por tratar de salvar a Marc?
– No es más que un resfriado -dije ásperamente-. ¿Con quién puedo hablar mañana que sepa en qué trabajaba el señor Whitby, o qué pudo haberlo llevado a New Solway? ¿Tenía novia, o algún amigo íntimo por aquí?
Harriet se frotó el entrecejo.
– Si tenía alguna relación seria con alguien, era demasiado reciente como para que nos lo hubiera contado a mí o a mamá. El editor de la revista se llama Simón Hendricks; él debe de saber en qué trabajaba Marc, si es que estaba escribiendo algo para T-Square. Marc también hacía trabajos de freelance, ¿sabe? En cuanto a sus amigos, ahora mismo no se me ocurre ninguno. Conozco a sus amigos de la universidad, pero no a los de Chicago.
– Empezaré con la revista por la mañana -dije-. Y puede que pregunte a su madre por los amigos de Whitby.
Ella volvió a sonreír fugazmente.
– Mejor no; a mamá le disgustaría saber que la he contratado.
Sofoqué un gruñido: el segundo cliente en una semana con problemas entre madre e hijo; eso significaba que tenía que andarme con cuidado.
– ¿Qué hay de la casa de su hermano? ¿Sería posible entrar en ella? Tal vez encontremos notas o algo así. Yo le registré los bolsillos, con la esperanza de encontrar alguna identificación, pero no tenía llaves. Hasta que no he hablado con la oficial hace un momento, no se me había ocurrido pensar en eso, pero el caso es que no llevaba llaves, ni de la casa ni del coche, a menos que se le cayeran en el estanque.
Harriet se volvió hacia Amy perpleja.
– Pero… el coche… no había pensado en eso.
– ¿Qué coche tenía? -Cogí una libreta entre el montón de papeles que había en la mesa-. ¿Un Satura SL1? Tenemos que comprobar si lo dejó en casa.
Amy se ofreció a buscar a un abogado o a cualquier otra persona a la que Marcus Whitby pudiera haber dejado una llave de su casa. No les dije que yo misma podría abrir la cerradura si era necesario: un truco del oficio que me reservo para cuando no tengo más remedio que utilizarlo. Al mencionar el registro de los bolsillos, me acordé del lápiz y de la caja de cerillas que había encontrado en ellos. Había dejado ambas cosas en un cuenco de la entrada cuando saqué el osito de peluche de Catherine de uno de mis bolsillos. Fui a por ellos y se los enseñé a Harriet y Amy.
El agua había convertido la cartulina de la caja de cerillas en una masa amorfa imposible de abrir. La solapa delantera parecía haber sido de color verde. Con la humedad se había puesto negruzca, y si tenía algún logotipo, lo único que se veía era algo así como el dibujo infantil de una estrella. No figuraba dirección ni número de teléfono. Podría intentar que me la abrieran en un laboratorio forense para ver si Whitby había escrito algo. El lápiz era un vulgar y corriente número 2 sin marca.
Harriet miraba la caja do cerillas por un lado y por otro. Ni ella ni Amy tenían idea de su procedencia, pero Harriet quería conservarla como uno de los últimos objetos que debió de tocar su hermano. Volví a mirar con atención tanto la caja como el lápiz. No iban a revelarme nada, así que se los entregué a Harriet Whitby.
Cuando se marcharon, estaba hecha polvo. Me preparé una infusión bien caliente, receta de mi madre -té de hierbas, limón y jengibre-, y después me arrastré hasta la cama, donde al instante caí en un pozo de sueño. El teléfono me sacó de él a la una de la madrugada.
– ¿La señora V.I. Warshawski? -preguntó la operadora nocturna del servicio de contestador-. Tenemos una llamada de la señora de MacKenzie Graham. Dijo que era una emergencia e insistió en que la despertáramos.
– ¿La señora de MacKenzie Graham? -repetí azorada. Conocía al hijo de Darraugh, MacKenzie, pero tenía la idea de que no estaba casado. Entonces recordé entre la nebulosa del sueño que MacKenzie era también el apellido del padre de Darraugh. Encendí una luz y busqué a tientas un bolígrafo en la mesilla.
Cuando terminé de escribir el número de Geraldine Graham, estuve tentada de hacerla esperar hasta la mañana siguiente. Pero… había encontrado a un hombre muerto en el estanque de su infancia el domingo por la noche. Quizá alguien había cogido la costumbre de arrastrar cadáveres hasta allí y ella estaba viendo cómo lo hacía otra vez. Marqué el número.
– La quiero aquí ahora mismo, jovencita. -Cualquiera diría que yo era su doncella.
– ¿Por qué?
– Porque su trabajo consiste en descubrir quién entra furtivamente en Larchmont. Anoche no vio a nadie, pero en estos momentos hay alguien ahí.
– ¿Qué es lo que está viendo? -pregunté con voz ronca.
– ¿Qué es eso, jovencita? A mí no me gruñe nadie.
Intenté aclararme la garganta.
– ¿Qué ve? ¿Gente? ¿Luces fantasmales? ¿Coches?
– Veo luces en el ático. ¿No se lo había dicho ya? Si viene ahora mismo, encontrará a quienquiera que sea con las manos en la masa.
– Debe llamar a la policía, señora Graham. Yo vivo a más de sesenta kilómetros de su casa.
La señora Graham no tomó en consideración ese dato. Los policías habían demostrado lo ineptos que eran; esperaba que yo no fuera igual de ineficaz.
– Si alguien está utilizando Larchmont como vertedero de cadáveres, tiene que llamar a la policía de inmediato. No servirá de nada que yo llegue dentro de noventa minutos. Si quiere, los llamo yo.
Tomó mi ofrecimiento como una excusa.
– ¿Y cuál es su número directo, jovencita? Estoy cansada de dejarle mensajes a través del servicio de contestador. No son muy amables.
– Es la mejor manera de que usted se ponga en contacto conmigo, señora Graham. Buenas noches.
No quería volver a llamar a Stephanie Protheroe: un favor a altas horas de la noche me parecía más que suficiente. Finalmente me acordé del joven abogado de los ricos y famosos que estaba de guardia. Encontré su tarjeta, en la que figuraba el número de su busca, y lo llamé. Diez minutos después me devolvió la llamada. Estaba tan muerto de sueño como yo, pero me dijo que intentaría acercarse a Larchmont con algún policía de New Solway.
– ¿Me hará saber lo que encuentren? -pregunté-. Trabajo para la familia Graham, ¿sabe?
– Qué extraña es la vida, ¿verdad? -dijo-, tener que responder a las exigencias de los millonarios. Creo que nunca he oído ningún chiste de abogados que se refiera a este aspecto de nuestro trabajo.
Mientras esperaba, me preparé otra tetera de té de hierbas. Mi madre me educó en la creencia de que uno toma café como algo natural, y té sólo cuando se está enfermo. Me lo llevé a la sala de estar y tomé dos tazas mientras pasaba el rato viendo cómo Audrey Hepburn observaba a Gregory Peck con mirada melancólica. Cada vez que veía los ojillos de paloma de Hepburn, no podía evitar preguntarme si la policía de New Solway atraparía a Catherine Bayard colándose en Larchmont Hall.
Al cabo de una hora, Larry Yosano me llamó.
– ¿Señorita Warshawski? He ido a Larchmont con la policía de New Solway, pero no hemos encontrado a nadie. Dimos una vuelta alrededor de la casa y los cobertizos, y vimos que no se había forzado ninguna entrada. La compañía de seguridad nos ha confirmado que en ningún momento se suspendió la alarma. Recorrimos el estanque dos veces: le encantará saber que no hay más cadáveres. Tal vez la señora Graham confunde esas luces en el ático con las del tráfico que pasa por Coverdale Lane.
Era absurdo, pero dejé escapar un suspiro de alivio. Preveía muchas dificultades para dar con la joven Catherine Bayard, pero me alegraba saber que si era ella la persona que Geraldine Graham había visto en Larchmont Hall, hubiese terminado lo que estuviera haciendo antes de que llegara la policía.