Por primera vez en varios días el sol había salido ya cuando me desperté. Quizá eso fuera un buen presagio. Había dormido nueve horas, profundamente, casi sin moverme, a pesar de las preocupaciones que había arrastrado conmigo a la cama. Otra buena señal.
Me puse unos vaqueros y unas zapatillas deportivas. Como los policías me habían seguido hasta San Remigio, iba a dejar el coche en la oficina y quería estar cómoda para moverme por la ciudad. Los perros dieron uno de sus paseos más breves. Los dejé con el señor Contreras y después conduje hasta la oficina, donde estuve el tiempo justo para revisar los mensajes. Nada sobre el informe toxicológico. Ningún mensaje que no pudiera esperar. Puse una batería nueva en el teléfono móvil y me fui.
De camino al metro paré de repente en una panadería y asomé la cabeza por la puerta. Nadie se había detenido en la calzada detrás de mí. Compré un bollito de jengibre, una botella de zumo de naranja, los periódicos matutinos y me apresuré a coger el metro.
La vida de un detective es más dura si usa el transporte público. El metro iba tan repleto que tuve que hacer el viaje de pie. No pude comer ni leer, y cuando me bajé seguía estando a varios kilómetros de mi destino, ya que la línea de Gold Coast es distinta a la que pasa cerca de mi oficina. En División paré un taxi, que me llevó hasta la esquina de Banks y Astor. Al llegar, una mujer joven se metió en el asiento trasero antes de que yo terminara de pagar; eran las ocho y diez, la hora en que agresivos abogados y economistas van a toda carrera a su trabajo.
Crucé la calle y me situé en un punto desde donde pudiera divisar el apartamento de los Bayard. Con el Herald-Star delante de la cara, llamé y pregunté por Renee. Todavía no había salido; colgué en cuanto se acercó al teléfono. Hice un agujerito en el periódico para mirar a través de él; mientras me comía el bollito, observé a niñeras y madres llevando a los niños a la escuela a toda prisa. También presencié la feroz competencia por los taxis entre los que iban a trabajar, incluyendo un combate a empujones entre dos mujeres. Aquélla por la que yo aposté en silencio fue la que perdió.
Renee Bayard probablemente hubiese ganado la batalla por un taxi, pero ella no tenía que pelear por esas cosas: un sedán oscuro esperaba delante del apartamento de Banks Street. A las 8.48 el chófer salió del coche y se puso junto a la puerta trasera. A las 8.50 salió Renee por la puerta principal, una figura imponente vestida de lana azul marino. La acompañaba su hijo. El chófer le abrió la puerta de atrás a Renee, pero Edwards se fue andando por State Street y se encaminó hacia el norte.
Podía dirigirse a cualquier parte, pero Vina Fields Academy se encontraba en esa dirección. Si iba a buscar libros o apuntes para Catherine, Elsbetta lo sabría, y yo no podría usar eso como pretexto para entrar en el edificio. Me mordí el labio, indecisa, pero finalmente crucé la calle y llamé al timbre de los apartamentos más bajos, comenzando por el primer piso. Allí no contestó nadie, en el segundo me colgaron, pero en el tercero le dieron al botón de abrir en cuanto dije que era de Vina Fields. También me abrieron la puerta interior. Para evitar al máximo las sospechas, subí al tercer piso en ascensor, dije que estaba allí por Catherine Bayard y me indicaron que fuera al quinto. Hasta ahí, todo bien.
En la quinta planta, la entrada del apartamento de los Bayard estaba abierta; suponían que los cerrojos de las puertas de fuera y las del vestíbulo eran protección suficiente. Sacudí la cabeza en un gesto de desaprobación: así es como acceden a las casas los criminales.
Entré sin que nadie me viera en la zona del recibidor, deteniéndome para admirar un bronce de Louise Nevelson antes de pasar bajo el arco que conducía al interior. Intenté recordar cómo se llegaba al dormitorio de Catherine. El camino hacia el despacho de Renee quedaba a la izquierda; pensé que el dormitorio de Catherine estaría en dirección opuesta.
Mientras avanzaba por el pasillo, comenzó a rugir un aspirador. Me sobresalté, pero seguí avanzando con valentía. Un vistazo disimulado me permitió ver a un equipo de limpieza en acción. Elsbetta me daba la espalda, gritando órdenes en polaco. Estupendo.
Al final del pasillo encontré el dormitorio de Catherine. La puerta estaba cerrada. Llamé con suavidad y entré. En la habitación no había nadie, pero una puerta abierta en la pared más cercana conducía a un baño. Me asomé desde el umbral y vi a Catherine delante de un tocador intentando abotonar una camisa de hombre con una sola mano. El pelo oscuro le caía suelto por la espalda. No se volvió cuando entré, sino que siguió obstinadamente lidiando con los botones.
– Es más fácil si no miras al espejo -dije.
Se dio la vuelta, asustada.
– ¡Ah! Es usted. Pensé que sería Elsbetta. ¿A qué ha venido? ¿Benji está bien?
Coloqué una silla frente a ella.
– Lo vi ayer. Parecía estar muy bien, y preguntó por ti. Pero hay algunos problemas.
La preocupación le oscureció los ojos.
– ¿Como cuáles?
– Como que la policía de Chicago se presentó ayer buscándolo. Por lo visto, debido a que yo estuve antes allí. Así que necesitamos…
– Pensé que era usted detective. -Su tono era desdeñoso-. ¿No sabe si la están siguiendo?
– ¡Que si no sé si me están siguiendo! Ahora me sales con eso, vaya por Dios. -Me di una palmada en la frente-. Escucha, listilla, estuve dando vueltas con el coche a las seis de la mañana. Las calles estaban vacías. No me seguía nadie. Una de dos: o me pusieron un localizador en el coche para observarme en una pantalla en lugar de gastar gasolina o han estado vigilando a todas las personas que conozco. El padre Lou tuvo tiempo de esconder a Benji en un lugar seguro de la iglesia, pero no podrá permanecer allí mucho tiempo. Por razones obvias, no puedo llevarlo a casa de ninguno de mis amigos. Pensé que podrías hablar con tu abuela y convencerla para que le deje quedarse en tu casa de New Solway. Ella en el fondo está a favor de…
– ¡No! Ella cree que estoy enamorada de Benji, o enamorada de su aventura. Quiere que se vaya del país. En lo único en que ella y mi padre están de acuerdo es en que Benji debe volver a Egipto. Si le digo que sé dónde está, llamará al Departamento de Justicia. Pero no lo deportarán, lo encerrarán. Usted dijo que yo no leía las noticias, pero he estado leyendo y leyendo acerca de esto. Ocurre continuamente: pillan a la gente con los visados caducados y ni siquiera pueden regresar a su país. Los mantienen detenidos durante meses. Le prometí a Benji que no lo defraudaría. -Se echó a llorar.
Le di una palmadita en la mano sana.
– Bueno, chica, ya se nos ocurrirá algo. Estás recuperándote de una herida de bala. Intenta calmarte: tienes que reservar fuerzas para curarte. Estoy contigo en esto, de verdad, de verdad. Si no fuera así, habría hablado con tu abuela sin consultarte, ya lo sabes.
Se sonó la nariz.
– Ni siquiera puedo hacerme una trenza. No podré jugar al lacrosse ni montar a caballo durante varios meses, hasta que este maldito brazo se cure. Tardo una eternidad en hacer cualquier cosa o tiene que hacerlo alguien por mí. No lo soporto.
– Hablando por propia experiencia, estoy de acuerdo: es muy molesto. ¿Quieres que termine yo de abrocharte? Sólo por esta vez.
Asintió, con los ojos todavía llorosos. A juzgar por el tamaño y el corte de la camisa, debía de haberla cogido del armario de su padre. Le envolvía el brazo vendado y aún sobraba.
– ¿Tu padre ha ido a la escuela?
– Sí. Va a hablar con la señora Milford para ver qué puedo hacer desde casa. Será sólo por unos días. No dejo de decirle que no sea tan coñazo.
– Y él te dice: «Jovencita, ¿dónde has aprendido esa manera de hablar?» -adiviné.
Se rió temblorosamente.
– Algo así. Y que el mundo es muy competitivo y que tengo que aprender que los que fracasan son aquellos que no se han esforzado. Luego añade que me llevará a Washington, a una escuela con gente que pertenezca a mi misma clase, donde me enseñarán a comportarme correctamente. O sea, a arruinar el medio ambiente mientras hago como si lo protegiera, ésa es su idea de lo correcto. ¿Adónde podrá ir Benji si tiene que irse de San Remigio?
– No se me ocurre ninguna idea brillante. Puedo dejarlo en un motel un par de días, mientras intento encontrar a algún abogado especializado en inmigración que pueda ayudarlo. Ya sé que no es lo mejor; siento mucho que haya que andar escondiéndolo y que, además, tenga que estar solo. No es bueno para su estado de ánimo y, como él mismo dice, no tiene sentido permanecer en el país si no puede trabajar. Y necesita estar con chicos de su edad, de tu edad, y relajarse.
– Pero no podrá hacerlo mientras lo busquen esos racistas. -Dio un golpe en el tocador con la mano sana-. Intenté que me dejara enviarle dinero a su madre, pero se negó. No importa lo que digan papá y la abuela, él no trata de aprovecharse de mí.
– Yo pienso lo mismo. El domingo pasado por la noche, cuando Marcus Whitby se ahogó en el estanque de Larchmont, Benji estaba asomado a una ventana del ático esperándote. Estoy casi segura de que vio lo que ocurrió. Si Marcus Whitby no se ahogó por sí solo, Benji vio quién lo empujó. No quiere decírmelo a mí ni al padre Lou, pero si tú consiguieras que hablase de ello, yo podría llegar a un acuerdo con la policía de Chicago. El capitán Mallory, que está al mando de la brigada antiterrorista de la ciudad, podría…
– ¡No! -gritó con la cara muy pálida-. En eso no está ni de mi lado ni del suyo, ¿verdad? Sólo quiere usarlo para sacarle información sobre ese maldito asesinato. Debería haberme dado cuenta de que no podía confiar en usted. ¡Fuera de aquí! ¡No vuelva a acercarse a mí ni tampoco a Benji!
– Catherine, algo hay que hacer si quiere estar aquí sin que lo detengan o lo deporten. Si fue testigo de un asesinato…
– ¡Váyase! Si no se va ahora mismo, avisaré a mi abuela y ella llamará a nuestros abogados. La odio, la odio. -Se encogió entre sollozos.
Me puse de pie.
– Dejaré mi tarjeta sobre la mesa. Si cambias de opinión y comprendes que estoy de tu lado, puedes llamarme al móvil en cualquier momento. Pero tendré que trasladar a Benji, tanto si quiere hablar conmigo como si no.
Esperé otro minuto, pero ella no hacía más que sollozar.
– Váyase, ¿por qué no se ha ido todavía?
Dejé una tarjeta dentro de su ordenador portátil, lejos de los inquisitivos ojos de la abuela y el padre, pero donde ella pudiera verla cuando lo conectara. Al salir del apartamento, Elsbetta apareció desde el ala opuesta, donde se encontraba el despacho de Renee. Se quedó de una pieza, puesto que no había sido ella quien me había abierto la puerta, y exigió que le dijera el motivo de mi visita. Contesté que había ido a ver a Catherine, y que sí, que sabía que la señora Bayard no me quería por allí, pero que había ido de todos modos, y que ya me iba.
Mi visita se redondeó cuando me topé con Edwards Bayard en el momento en que yo abría la verja para salir a la calle. El también quería saber qué hacía allí.
– Vendo Tupperware a domicilio; incrementa mis ingresos de la agencia. Ayer hice toda Hiller Street, pero este vecindario es duro de pelar.
Reaccionó tan previsiblemente como un niño ante un caramelo: era consejero del presidente, era un Bayard, a él nadie le hablaba de esa manera.
– Sí, usted es un Bayard cuando reclama alguna prerrogativa. El resto del tiempo anda escabullándose de sus padres.
Salí hacia el este, lejos de la isla de la opulencia y los privilegios, de regreso a mi mundo. Me sentía exhausta; el arrebato de Catherine ya había disipado los buenos augurios de la mañana. La herida y los restos de anestesia que permanecían en su organismo la alteraban. Y, además, tenía dieciséis años; su criterio no era sólido todavía.
Yo comprendía todo aquello, pero su rabieta me dejó como si me hubieran molido a palos. Seguí repitiéndome la conversación, preguntándome qué tendría que haber sido distinto. Primero debería haberle hablado de Bobby, haberle explicado que él no se llevaba bien con los federales; debería haber pasado más tiempo hablando con ella de temas neutrales; tendría que haber hecho esto, no tendría que haber hecho lo otro, y así sucesivamente. Parece lógico pensar que una detective como yo a estas alturas estaría ya curtida, como había dicho J.T. la noche anterior, pero últimamente cada golpe que recibía en mi piel de rinoceronte me hacía más vulnerable a la inseguridad en mí misma.