19

BAJO LA MALDICIÓN DEL DRAGÓN

Me senté en el coche, temblando. Cuando era estudiante soñaba con estar en los brazos de Calvin Bayard. La espeluznante manera en que se había hecho realidad me dio náuseas. El hombre que se enfrentó con tanta valentía a los Walker Bushnell y a los Olin Taverner de América ahora disfrutaba viendo a la cocinera prepararle la leche. Era demasiado. No podía soportarlo.

Atisbé un movimiento en una de las ventanas delanteras. Ruth, esperando a que me marchase de una vez. Encontré una botella de agua en el asiento trasero y me la bebí entera. No era la petaca de whisky que Philip Marlowe habría tenido a mano, pero me tranquilizó igualmente.

Conduje despacio por Coverdale Lane. En Larchmont Hall me detuve frente a la reja de entrada, tratando de recuperar la compostura. A media luz, el ladrillo encalado parecía más que nunca el decorado de una novela gótica. Pero mi truculenta idea de que Renee Bayard había cavado un foso alrededor de su marido resultó no ser cierta: lo único que quería evitar era que la gente supiera que tenía Alzheimer.

Tal vez Calvin había conseguido de algún modo una llave de Larchmont Hall. Tal vez era verdad que vagaba por allí, y que Catherine lo seguía, para protegerlo y proteger así el secreto familiar. Pero ¿por qué mantenerlo en secreto? ¿Era por el dolor de la propia Renee, que no podía soportar la discapacidad de su marido ni quería que el mundo lo supiese? ¿O es que la mayoría de los editores de Bayard permitían que Renee se ocupara de la dirección de la empresa sólo porque creían que era Calvin el que llevaba las riendas entre bastidores? No lograba entenderlo.

Bajé del coche y caminé por el sendero hasta el estanque. No veía gran cosa en la creciente oscuridad, pero los hombres del comisario no habían considerado el lugar como el escenario de un crimen. No había cinta policial, ni muestras de que se estuviera llevando a cabo ninguna investigación. Sólo las señales en la hierba por donde yo había arrastrado el cuerpo de Marcus Whitby mostraban que alguien había estado ahí.

Contemplé el agua con desagrado. La carpa muerta había comenzando a hincharse. Tendría que volver al día siguiente con un traje de neopreno y arrastrarme hasta el fondo por si a Whitby se le hubieran caído de los bolsillos las llaves o cualquier otra cosa, pero no disfrutaría haciéndolo.

Volví al coche y continué por Coverdale hasta Dirksen. Cuando me descubrí mirando los ladrillos rosados del apartamento de Geraldine Graham, caí en la cuenta de que me había alejado de la autopista. Darraugh me había pedido que abandonara el caso, y lo estaba haciendo… pero sería de mala educación no despedirme de su madre.

El guardia de la entrada de Anodyne Park me dejó pasar. Esta vez la sirvienta que la señora Graham se había traído de Larchmont Hall me hizo entrar en la casa. Me cogió la cazadora, y luego me pidió que esperara en el recibidor mientras consultaba con «la señora». Aquello tenía menos categoría que mi espera en la mansión de los Bayard: ni una silla siquiera, por no hablar de la vista del bosque. Me puse a mirar un pequeño cuadro de suaves tonos rosados y verdes que aparecían en un paisaje de montaña.

La sirvienta regresó y me condujo hasta la sala de estar, donde la señora Graham tomaba café utilizando un sofisticado servicio. Quizá cuando la sirvienta estaba con ella no podía librarse de los rituales de su madre. Empezaba a entender por qué podía disfrutar a su edad del hecho de vivir sola.

– Eso es todo, Lisa. -La señora Graham despidió a la sirvienta y me miró por encima de la taza-. Bueno, jovencita, así que no viene cuando la llamo, pero usted se presenta sin avisar cuando le da la gana.

– Darraugh me ha pedido que deje la investigación sobre su antigua casa. ¿No lo sabía?

– Me telefoneó esta mañana para decírmelo. -Mordía las palabras.

– ¿No le dijo por qué? -Me acerqué al borde de la mesa y me serví una taza de la cafetera Crown Derby.

– Nunca le gustó Larchmont y nunca quiso invertir demasiada energía en su cuidado. Creo que piensa que inventé lo de las luces en el ático para obligarle a prestar atención al lugar. O quizá para obligarle a venir a verme.

La amargura de su voz aflautada me indujo a preguntarle:

– ¿Por qué Darraugh no quiso conservar la casa? ¿No tuvo una infancia feliz aquí?

Me lanzó lo que empezaba a parecerme su mirada Reina Victoria: los súbditos deben recordar que al monarca nunca se le hacen preguntas. Tras unos segundos, dijo fríamente:

– A Darraugh nunca le gustó la vida en el campo.

Enarqué las cejas.

– ¿Acaso pasó su juventud cuidando cerdos y por eso ahora no puede ver ni oler el campo?

– Es usted una impertinente, jovencita.

– Eso me han dicho. -Acerqué un sillón y me senté a la mesa enfrente de ella-. Siempre he pensado que como la gente que vive en la opulencia y con una buena posición consigue siempre lo que quiere, cuando lo quiere y como lo quiere, termina por creer que merece ese privilegio. Y me imagino que encima piensa que los demás estamos para complacerlos. Eso significa que pueden despertarnos en mitad de la noche, o mentirnos, o hacer cualquier otra cosa que les parezca divertida, ya que para ellos nuestra vida no tiene existencia real fuera de su órbita.

Oí un jadeo de fondo y supuse que la sirvienta estaba escuchando. La misma Geraldine Graham lanzó una mirada de las que echan chispas con sus nublados ojos.

– ¿De verdad cree, jovencita, que siempre tuve lo que quise, cuando y como lo quise? Si es así, entonces sorprendentemente entiende usted muy poco lo que es la vida familiar.

Me quedé perpleja: me había enzarzado en una discusión que iba a terminar con esta mujer prohibiendo a Darraugh que volviera a darme trabajo. Entonces me acordé de las caras largas que se veían en las fotos del periódico el día de su boda.

– Sus padres la obligaron a casarse con MacKenzie Graham -dije con calma-. Y usted no se sintió capaz de desobedecerlos.

Sus labios temblaban con algo más que la indecisión de la edad.

– Mi madre no era de esa clase de personas a las que uno puede enfrentarse fácilmente.

Miré los gélidos ojos azules del retrato que tenía a sus espaldas. Podrían haber marchitado los helechos del Amazonas.

– ¿Su marido y usted no quisieron empezar una nueva vida juntos, lejos de su madre? ¿Acaso Larchmont era tan importante para usted?

Geraldine Graham se quedó callada. Cuando volvió a hablar, lo hizo más para sí misma que para mí.

– Mi marido y yo teníamos tan poco en común que resultó más sencillo quedarnos con mi madre que intentar vivir solos en algún otro lugar.

– ¿Y tiene ahí su retrato para que le recuerde todos los días cómo la humilló? -pregunté.

– Es usted una insolente, jovencita -repitió la señora Graham, pero esta vez con un punto de sarcasmo en la voz-. Puede servirme más café antes de marcharse. Primero enjuague la taza con agua caliente -agregó cuando cogí la cafetera.

La miré de soslayo: lo que ella quería cuando ella quería. Antes de tentar a la suerte pronunciando en voz alta ese pensamiento, Lisa apareció en un rincón del cuarto y me quitó la taza de las manos. Sirvió agua caliente de una teterita, movió la taza y la vació en un bol antes de volver a llenarla.

Ignorando la orden implícita de que me retirase, me llené la taza yo también -sin pasar por la fase del agua caliente- y me incliné sobre la mesa.

– Sigo tratando de descubrir por qué vino Marcus Whitby a New Solway. Pensé que habría ido a ver a Calvin Bayard, porque no sabía lo enfermo que estaba el señor Bayard.

La mano que sostenía la taza se detuvo a medio camino de sus labios.

– ¿Está muy enfermo? Renee no permite visitas.

– Parece que tiene Alzheimer. Sabe quien es, pero no a quién le habla.

– Alzheimer… -repitió lentamente Geraldine-. Por una vez son ciertos los rumores que circulan por ahí.

– ¿Por qué es tan importante que se mantenga en secreto el estado del señor Bayard? -pregunté.

– Con Renee Bayard nunca se sabe por qué hace lo que hace, pero seguro que lo hace porque disfruta del poder que tiene sobre nuestras vidas; sobre la de Calvin, al mantenerlo encerrado; sobre sus amigos, impidiendo que lo visitemos, y probablemente sobre todos los empleados de la editorial. -Apretó los labios con rencor-. Calvin y yo éramos amigos de la infancia, pero ella ha conseguido mantenerme alejada de él durante todos estos años. Así que si su escritor negro esperaba ver a Calvin, Renee se aseguraría de que no fuera así. ¿Por qué cree que ese hombre quería hablar con Calvin?

Recité mi fragmento sobre el interés de Whitby por Kylie Ballantine y su contrato con Bayard. Para mi sorpresa, Geraldine conocía a Ballantine.

– Calvin estaba interesado en su obra. Cuando se entusiasmaba con algo quería que todos los demás compartieran sus gustos, así que fuimos a la ciudad a verla bailar. Le compró objetos de arte y nosotros tuvimos que hacer otro tanto y comprar una máscara africana. Cada vez que ella daba una función, íbamos todos a la ciudad a verla bailar. Creo que fue en 1957, o en el 58 quizá. Me acuerdo de que por aquellas fechas empezó a salir con Renee. Yo sentía lástima por ella, tal vez con cierta actitud paternalista: una novia de veinte años para un hombre tan dominante. ¡Qué equivocada estaba! -La expresión de su rostro era de amargura-. Ballantine tenía cincuenta años la noche que la vi, pero seguía moviéndose como una mujer joven. La danza no me interesaba demasiado. Era africana, y nunca me importó demasiado ni el arte ni la música de África; a mí todo me suena a tambores. Pero el cielo le concedió una gracia especial y eso era lo que yo admiraba en ella.

– Es una pena que el señor Whitby no haya tenido la oportunidad de hablar con usted. -Volví a mi asiento-. Sus recuerdos le hubieran resultado muy útiles. ¿Ballantine estuvo en la lista negra durante los interrogatorios de McCarthy? ¿Fue eso lo que atrajo la atención de Bayard?

Geraldine Graham movió lentamente la cabeza.

– No lo sé, jovencita. Fue por entonces cuando mi marido murió, Darraugh y mi madre estaban… Recuerdo la noche del ballet porque fue memorable, pero el resto de lo que sucedió aquel año no es más que una nebulosa.

Hubiera pagado por saber qué habían hecho exactamente Darraugh y «mi madre». Mi intuición era que estarían discutiendo de manera áspera y poco delicada sobre la muerte de MacKenzie Graham. Tras unos momentos de silencio para mostrar respeto por aquellos tristes recuerdos, saqué de mi cartera la foto de Whitby y de su hermana.

– Usted observa mucho lo que sucede a su alrededor. ¿Le vio el domingo?

Geraldine Graham cogió la fotografía y a continuación su lupa para examinarla. Tenía las manos deformadas por los años y la artritis, y le temblaban. Se colocó la fotografía en el regazo y sostuvo la lupa con ambas manos.

– No le he visto nunca, pero Lisa tal vez sí. Viene todas las tardes a ayudarme con la comida y con los preparativos para irme a la cama.

Cogió una campanilla de la mesa que tenía a un lado, pero Lisa se había quedado cerca y llegó antes de que Geraldine pudiera tocarla.

– Éste es el hombre que se ahogó en nuestro estanque, Lisa. -Le tendió la foto a la mujer-. La detective me pregunta si le vimos por aquí el domingo.

Lisa se llevó la foto a la ventana y la miró con atención.

– No, el domingo no, señora. Pero sí hace una semana, quizá. No estoy segura, se ven pocos hombres de color por aquí, pero se parece al que vi cuando la dejé a usted después del almuerzo.

– ¿Cuándo fue eso? -pregunté.

Apretó los labios, intentando recordar.

– Tiene que haber sido el día que le lavé el pelo a la señora, porque me di cuenta de que me llevaba el champú. Estaba parada junto a mi coche, preguntándome si debía volver o si lo dejaba para el día siguiente, cuando se detuvo al otro lado de donde yo me encontraba. Me sentía como una tonta, allí, mirando el champú, así que me metí en el coche.

– ¿Que día era, entonces?

– Siempre le lavo el pelo a la señora los lunes, jueves y sábados. -Parecía sorprendida de que yo no lo supiera.

– ¿Y qué día de ésos fue? -pregunté.

Volvió a hacer una pausa.

– Tuvo que haber sido el jueves.

– ¡Hace una semana! Pero ¿para qué iba a venir hasta aquí si no era para verla a usted, señora Graham?

Geraldine Graham volvió a sorprenderme.

– Si estaba tan interesado en esa bailarina, y si ella estuvo en la lista negra, quizá iba a ver a Olin. A Olin Taverner, quiero decir. Después de todo él vivía aquí.

Taverner, naturalmente. Después de todo, él había sido uno de los verdugos del Comité de Actividades Antiamericanas. Y resulta que también estaba muerto, así que no podía preguntarle nada sobre Marcus Whitby. Ni sobre Kylie Ballantine.

– ¿Conocía bien al señor Taverner? -pregunté.

– Bastante, sí. Crecimos juntos. Era primo mío.

Entonces recordé vagamente un periódico de 1903 que había leído: la madre de Geraldine se llamaba no sé qué Taverner antes de casarse con un Drummond.

– Entonces debe de haber sentido la muerte del señor Taverner. ¿Se veían a menudo?

– Muy poco. -Su voz volvió a enfriarse-. La consanguinidad no significa intimidad, necesariamente. Me entristeció enterarme de su muerte sólo porque con ella termina un capítulo de mi vida.

Traté de ordenar mis ideas. Si Whitby había venido hasta aquí para ver a Taverner, en lugar de a Calvin Bayard, eso lo dejaba más cerca de Larchmont Hall. Pero no entendía por qué Taverner se habría citado con él aquí. Le pregunté a la señora Graham si Taverner vivía solo.

– No estaba en contacto con él, pero supongo que alguien lo cuidaría. Lisa debe de saberlo.

Lisa, a la que llamó de nuevo, sabía el nombre de la persona que cuidaba de Taverner, cuántas horas trabajaba al día, e incluso lo que dijo e hizo cuando encontró el cadáver del viejo abogado.

– ¿El señor Taverner tenía familia? ¿Hijos, parientes?

Geraldine Graham lanzó otra mirada involuntaria por encima del hombro al retrato de su madre.

– No se casó. Sus… gustos… no iban dirigidos hacia las mujeres. Fue una de las cosas que más enfureció a Calvin en los años cincuenta, la hipocresía de Olin.

Hice un esfuerzo para encajar todo aquello en el asombroso torrente de información que estaba recibiendo. Taverner era gay, pero no declarado. Tal vez Whitby había descubierto el secreto de Taverner y… ¿y qué? ¿Temiendo que lo descubriera, Taverner asesinó a Whitby, luego lo tiró al estanque de Larchmont, después volvió y murió de un infarto provocado por el esfuerzo? La idea me hizo sonreír, lo cual llamó la aguda atención de Geraldine y quiso saber qué era lo que me «hacía tanta gracia».

– Lo siento, señora. No me reía de usted, sólo de una de mis ideas absurdas. Antes de venir aquí pasé por la residencia de los Bayard porque lo primero que se me ocurrió fue que Marc Whitby quería hablar con el señor Bayard. El servicio dice que allí no estuvo. ¿Debería creerles?

– Ruth Lantner -dijo Geraldine Graham -. En ella pensaba cuando dije que no quería a nadie organizándome las cosas. Su marido y ella se ocupan de la casa de Calvin y Renee Bayard; oh, y lo hacen muy bien, llevan con Calvin desde que nació el niño. Edwards. Uno de esos antiguos nombres de familia que a la gente le gusta poner a sus hijos. Igual de extraño, me atrevería a decir, que el nombre, MacKenzie, que Darraugh le puso a su propio hijo, aunque mi madre trató de hacerle cambiar de opinión en su momento. Recuerdo a la señora de Edwards Bayard; ella y mi madre tuvieron famosas peleas. A mi madre le parecía una hipócrita, con sus insólitos modales y costumbres; no permitía ni alcohol ni tabaco en su casa, aunque la conducta de su marido era un secreto a voces en nuestro ambiente. La señora de Edwards pensaba que mi madre era una odalisca. Aunque mi madre era algo bastante más peligroso.

Estuve tentada de continuar por ese rodeo histórico: ¿cuál había sido el comportamiento de la señora de Edwards Bayard? Aunque preferí ceñirme a la historia principal.

– ¿Es posible que Ruth Lantner mienta acerca de Whitby?

– Oh, no me pregunte por la personalidad de los sirvientes. No la conozco bien. Me atrevería a decir que podría mentir para proteger a Calvin, probablemente igual que Renee.

Entonces ella esperaba que Lisa la protegiera. Lo que significaba que si Geraldine Graham ocultaba algo sobre Whitby, o sobre Bayard, Lisa refrendaría sus palabras. ¡Qué bonito y qué feudal!

– El otro día me topé con la nieta de los Bayard -dije.

– ¿Catherine? Es una triste historia, la madre murió cuando ella no tenía ni un año. El chico, Edwards, durante un tiempo estuvo muy afectado. Puedo decir en favor de Renee que asumió la crianza de su nieta sin rechistar. ¿Qué tal lo ha hecho?

Sonreí.

– Catherine es una joven alegre y apasionada, que hasta ahora no ha hecho más que engañarme. Y está muy unida su abuela. Catherine dice que Calvin sale de noche a pasear por Larchmont.

– ¿De veras? Qué sorprendente. -Lanzó una carcajada seca-. Tal vez en lo más recóndito de su mente intenta escapar de Renee.

– Catherine asegura que su abuelo tiene una llave de Larchmont Hall, que la usa para entrar allí por la noche. ¿Es posible? Cuando se lo pregunté a Darraugh, se enfadó y me colgó. ¿Por qué?

La señora Graham dejó la taza en la mesa y alzó la mandíbula.

– ¿Usted tiene hijos, jovencita? ¿No? Pues son un misterio. Una los lleva en el cuerpo, los cuida, pero crecen y se vuelven unos extraños. La ira de Darraugh es para mí uno de esos misterios.

Una vez más evitaba hablar de Darraugh y Larchmont. Volví al tema de la llave. ¿Era posible que Calvin Bayard tuviera una copia?

– Me sorprendería mucho. Pero vivimos en un mundo muy extraño. ¿Están cuidando bien de él? ¿Qué aspecto tiene?

– La enfermera parece competente. A él se le ve físicamente en forma. Pensó que yo era su mujer. Me rodeó con los brazos, llamándome «Deenie». Siempre lo he admirado, y fue duro verlo en esas circunstancias.

A la señora Graham le temblaban las manos cuando cogió la taza. Se le derramó el café en su falda de seda clara.

– Qué torpe -murmuró-. La idea de que Calvin haya perdido la cordura es realmente inquietante. Cuando salga, dígale a Lisa que venga, jovencita.

La señal para que me fuera. No hacía falta que llamara a Lisa: ella estaba pendiente de Geraldine Graham, como una madre con su hijo. El olor de la ropa del señor Bayard, a talco y a orina, volvió a mí en una estremecedora oleada. Todos terminamos así, no importa a qué velocidad vayamos… ni lo lejos que vayamos, todos terminamos así, no hay escapatoria posible.


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