Fingí sorpresa cuando los policías de Chicago entraron detrás de mí en el edificio, pero ya no tuve que disimular nada cuando otros dos hombres salieron de sendos coches adyacentes y se apresuraron a seguir a los dos primeros. Uno era un agente federal que me enseñó la placa a la velocidad del rayo, como hacen en las películas; el otro, un oficial del comisario de DuPage. Estaba claro que yo no era ninguna superheroína, puesto que no había reparado en ellos antes.
Los cuatro hombres no eran colegas. Hubo más que empujones en la entrada, ya que todos querían hablar conmigo al mismo tiempo. El oficial de DuPage dijo que tenía orden de llevarme a Wheaton, y que como yo había «huido de la jurisdicción en donde se había cometido un crimen», él tenía más derecho que nadie. Los policías de Chicago dijeron que tenían que llevarme a la 35 con Michigan en cuanto el agente federal hubiera terminado conmigo.
– Tengo órdenes de registrar su domicilio -anunció el agente federal.
Eso me llamó la atención, y le exigí ver la orden de registro.
– Señorita, de acuerdo con la Ley Patriótica, si creemos que hay una situación de emergencia que afecta a la seguridad nacional, tenemos permiso para saltarnos el procedimiento de pedir una orden. -Tenía una vocecita nasal que le hacía parecer el paradigma del burócrata.
– Yo no estoy involucrada en ninguna situación de emergencia. Y nada de lo que hago afecta a la seguridad nacional.
Me guardé las llaves de casa en el bolsillo trasero de los vaqueros y me apoyé en la puerta.
– Señorita, eso tendrá que decidirlo el fiscal de Estados Unidos del Distrito Norte de Illinois; de momento él considera que los acontecimientos de ayer fueron lo bastante graves como para requerir que registremos su vivienda.
– ¿Los acontecimientos de ayer por la noche? ¿Puede dejar de hablar como un maldito manual y decirme a qué ha venido?
Los policías de Chicago intercambiaron unas sonrisas, pero el agente continuó con su tono monocorde.
– Señorita, usted salió de una casa en donde se escondía un terrorista conocido. Necesitamos asegurarnos de que no esté protegiéndolo de alguna manera.
– ¿Había un terrorista conocido allí? -pregunté con cordial interés-. Lo único que sé es que el teniente del condado de DuPage creyó que podía encerrarme en una mansión deshabitada toda la noche.
– De cualquier modo, tengo órdenes de registrar su lugar de residencia; si no quiere cooperar, la policía de Chicago tiene órdenes de tirar la puerta abajo.
No hablaba con el agresivo regodeo de otros agentes de la ley cuando saben que pueden avasallarte por la fuerza; tenía que cumplir con su trabajo, y no se detendría hasta haberlo hecho.
– ¿Qué ha pasado con «el derecho del pueblo a que sus ciudadanos, domicilios, documentos y efectos se hallen a salvo de registros y aprehensiones arbitrarias…»?
Se me quebró la voz de pura rabia.
– Señorita, si desea poner en duda mis órdenes ante un tribunal federal podrá hacerlo en otro momento, pero estos oficiales… -dijo, señalando a los policías de Chicago, que permanecían imperturbables detrás de él, desligándose del procedimiento- están aquí para garantizar el registro de su vivienda.
Si seguía enfrentándome a ellos de aquella manera iba a terminar pasando la noche a costa de los contribuyentes. El señor Contreras surgió de su apartamento con los perros. A Mitch le ofendió ver hombres uniformados y se abalanzó hacia la entrada principal. Peppy ladró en solidaridad.
Yo abrí la puerta lo suficiente para pasar y sujetar a los perros, rogando al señor Contreras que trajera las correas. Una vez que tuve a los perros bajo control, quise quedarme en la parte más alejada de la entrada con los animales, diciéndoles de todo a los policías, pero sabía que lo único que conseguiría sería no sólo posponer lo inevitable, sino hacer que lo inevitable fuera aún más intolerable. Le dije a mi vecino que los dejara pasar.
– ¿Qué demonios quieren? -preguntó.
– Registrar mi casa. Según ese manual andante con abrigo marrón pueden entrar en cualquier casa de Estados Unidos diciendo que su propietario está escondiendo a Osama bin Laden y sin una orden. Y si te niegas, te tiran la puerta abajo.
Empezaba a concentrarse gente alrededor. La médica residente que vive en el primer piso enfrente del señor Contreras salió furiosa, diciendo que si no dejaban de hacer tanto ruido llamaría a la policía. Cuando vio a los hombres uniformados parpadeó unas cuantas veces y a continuación exigió que me pusieran una multa o que acallaran a los perros.
Los cuatro representantes de la ley se quedaron desconcertados, pero el agente federal fue el primero en reaccionar y dijo que él no estaba allí para ocuparse de los perros. Antes de terminar su parrafada, un par de tipos del segundo piso se asomaron por el hueco de la escalera y le gritaron a la residente que se callara y se metiera en sus asuntos; tenían una lucha sin cuartel contra ella porque ya les había fastidiado alguna que otra fiesta llamando a la policía.
– Esos perros están muy bien adiestrados y nunca molestan a nadie -gritaron.
Los policías de Chicago estaban incómodos. Cuando empieza a concentrarse gente, las situaciones sencillas se vuelven complejas en un segundo. Los agentes hicieron callar al federal y apremiaron al grupo congregado en las escaleras a que se metiera en sus casas, apoyados por la pareja del segundo piso, que ahora cantaba Dios salve a América a tal volumen que hicieron salir a una familia coreana del apartamento de enfrente. Mientras abría la puerta de mi casa, oí a su niño de cuatro años preguntar si se trataba de un desfile.
A la ley no le llevó mucho tiempo registrar mi apartamento por una razón obvia: es imposible esconder a una persona en cuatro habitaciones sin que aparezca rápidamente. Mitch y Peppy ayudaron: cada vez que alguien abría un armario o miraba debajo de algo, ahí estaban ellos, pisándoles los talones. Yo sujetaba bien a los perros, asegurándome de que no tocaran a ninguno de los hombres, pero un labrador de setenta kilos puede ponerle los pelos de punta incluso a un agente federal. Mitch me tiraba del hombro hasta hacerme estremecer de dolor, pero hice como que no lo sentía.
Durante el registro, el señor Contreras no dejó de hacer comentarios sobre los hombres que se escudaban en las placas para hacer el trabajo que ninguna persona decente aceptaría.
– Permítanme que les diga que eso lo vi en Europa en el 44, pero jamás pensé que lo vería en mi propio país. Arriesgué la vida en las playas de Anzio, sé lo que es ver cómo se te viene encima el fuego real de artillería, a mis compañeros destrozados a mi alrededor. De haber sabido que lo hacía para que alguien pudiera entrar en cualquier casa de América sólo porque les apetece, nunca me habría embarcado en aquella lancha de guerra.
Eso sí que le hizo daño al federal: a ningún hombre de verdad le gusta que le recuerden que registrar el apartamento de una mujer en busca de un fugitivo no es tan peligroso como participar en una guerra. No dejaba de interrumpir el registro para contestar al señor Contreras, pero los policías le dijeron al federal que tenían que llevarme a la 35 con Michigan pronto, y que terminara de una vez.
El nuevo cuartel de la policía se encontraba en la 35 con Michigan; ni me imaginaba por qué querrían llevarme allí. Quienquiera que hubiese preparado la reunión estaría impacientándose: él -o ella- llamaba constantemente a los policías de Chicago para que se dieran prisa, y ellos se quejaban de que el agente del FBI se estaba tomando todo el tiempo del mundo. Cuando el federal dijo que quería ver mi documentación, los policías de Chicago se desesperaron: tenían órdenes de llevarme en el plazo de media hora.
– No necesito la presencia de ninguno de ustedes para examinar los documentos -dijo el federal con su voz monocorde.
– No pienso dejarle solo en mi apartamento -intervine con firmeza-. Podría colocar pruebas falsas. Podría robar algo.
Cuando declaró que él era un hombre honesto, dije alegremente:
– Ya se: el señor Contreras y los perros pueden quedarse con usted. Asegúrese de hacer una relación detallada de todos los documentos que se lleve J. Edgar, señor Contreras. Y, por el amor de Dios, no deje que se lleve mis facturas a menos que prometa pagarlas: no puedo permitirme que me corten la luz.
La idea de pasar una tarde con los perros y con mi vecino hizo que el federal decidiera que tal vez mis papeles no valiesen la pena. Probablemente el caos de cartas y libros del salón y del comedor habían contribuido a que se echara atrás. En todo caso, salió de mi «lugar de residencia» junto con los otros policías. Cerré y los seguí escaleras abajo con los perros.
En la puerta de entrada, el señor Contreras me dijo rápidamente que no me preocupara, que si no estaba en casa a medianoche llamaría a Freeman para que me buscase. Salí con los cuatro agentes, incluyendo al oficial de DuPage, que no había dicho ni una palabra desde que habíamos entrado. Se dirigió a su coche sin despedirse de sus colegas siquiera. Al menos el agente del Gobierno agradeció a los policías la «cooperación intergubernamental».
En el coche de la policía me enteré de que el oficial de DuPage estaba de mal humor porque los policías de Chicago habían desobedecido sus órdenes. A los dos hombres les pareció un buen chiste tan bueno que lo compartieron conmigo a través de la mampara, aunque no pudieron -o no quisieron- decirme por qué íbamos a la comisaría central de Chicago.
– En cuanto lleguemos allí lo sabrá, señorita -dijo el que conducía. Al menos me decían «señorita» en lugar de «chica», y no iba esposada.
El conductor tardó doce minutos en recorrer los ocho kilómetros en dirección sur, con las luces azules encendidas, y poniendo la sirena de vez en cuando para que se apartaran los coches. De ser presidente me habría sentido importante, pero, cuando llegamos al garaje subterráneo que había en la parte trasera de un edificio de hormigón, lo único que sentía era desasosiego.
La comisaría central de la policía había estado siempre en la 11 con State. A veces había ido con mi padre cuando él tenía una reunión o necesitaba completar informes especiales de alguna clase; el jefe de patrulla me tiraba de los rizos y me daba un centavo para la máquina expendedora mientras mi padre y él se contaban los chismes del departamento. Sentí nostalgia de aquel lugar, con el suelo de linóleo desgastado, y de las oficinas, que parecían madrigueras de conejo. El nuevo edificio era frío y poco amigable; demasiado grande, demasiado limpio, demasiado reluciente.
Mi escolta me dejó con una sargento que estaba ocupada hablado por teléfono. Leí los anuncios que había en la pared. Eso, al menos, todavía no había cambiado: armado y peligroso, fue visto por última vez conduciendo, recompensa salarial, desaparecido desde el 9 de enero.
La sargento llamó a una oficial uniformada, una mujer de constitución robusta, cuyo cinturón formaba una gigantesca M entre su pecho y sus piernas.
«Tienes que cruzar ese solitario valle -canté para mis adentros, siguiéndola por el pasillo hasta un ascensor-. Debes cruzarlo tú sola».
– ¿Es tan malo? -preguntó mientras subíamos al primer piso-. Lo que ha hecho usted ¿es tan malo para que haya tanta gente a su alrededor?
Hice una mueca.
– Anoche me escapé de un feo teniente del condado. Pero por qué eso hace que me escolten tantos hombres, no lo sé. De hecho, ni siquiera sé de qué me acusan.
Mantuvo abierta la puerta del ascensor hasta que me encontré frente a ella en el vestíbulo: nunca dejes a un sospechoso solo en un ascensor.
– Bueno, ya hemos llegado, así que supongo que lo averiguará enseguida. -Abrió una puerta, saludó y dijo-: Aquí está, capitán. -Y se fue.
No me fijé en cuántas personas había en la habitación, o a quiénes conocía, de lo sorprendida que me quedé cuando vi al hombre al que acababa de saludar mi guía.
– ¿Bobby? -exclamé-. ¿Qué haces tú aquí?