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HABLAN LOS MUERTOS

En Portage, a treinta kilómetros al norte de Madison, la lluvia se convirtió en nieve. Me detuve para poner gasolina y comprar unas hamburguesas. Geraldine se despertó, entró en el baño de la gasolinera sin hacer comentarios, si bien allí no parecían conocer la existencia del jabón, y luego comió una de las acartonadas hamburguesas.

– Una vez en diciembre, estando todo nevado, vine aquí con Calvin en el coche -dijo-. Le dije a mi madre que iba a St. Augustine a montar a caballo; acostumbraba a hacer eso en invierno, para escapar de New Solway. Incluso durante el día era un camino difícil. Por entonces aún era una carretera de dos carriles, con señales de stop de vez en cuando. Por supuesto, estábamos en guerra, con la gasolina racionada y el caucho para los neumáticos también; sólo los ricos, como Calvin y yo, podíamos permitirnos hacer semejantes distancias. No nos cruzamos con muchos vehículos.

Me pregunté si recordaría el camino al refugio, pero ya me preocuparía de eso cuando llegáramos a Eagle River; por ahora mantener el coche dentro de la carretera consumía todas mis energías. Eso y permanecer despierta.

– El viernes pasado dragué el estanque de Larchmont -dije-. Encontré un anillo. Olvidé contárselo cuando la vi el domingo. Parecía una colmena de diamantes con incrustaciones de rubíes y esmeraldas en la base.

Emitió un sonido que bien pudo haber sido una risa.

– Así que ha estado en el estanque todos estos años… Pertenecía a mi madre. Despidió a una de las sirvientas por robarlo, a pesar de que yo siempre creí que lo había cogido Darraugh. Era una cosa horrorosamente fea, ese anillo, pero mi madre le tenía mucho cariño porque se lo había regalado su padre en su presentación en sociedad. Desapareció poco tiempo después de la muerte de MacKenzie, cuando mi madre estaba en su elemento, manteniendo a raya a la prensa, exhibiéndose públicamente envuelta en crespón negro y refocilándose. Darraugh arremetió contra ella de forma casi violenta. También a mí me atacó, pero yo pensaba que lo merecía y no hice nada por desviar su ira. En aquella época todo era gris para mí, tras haber perdido a Calvin, a MacKenzie, a Darraugh, todo en una primavera. Mi hija, Laura, estaba en Vassar; aunque ella compartía la actitud de mi madre con respecto a mí, con respecto a su padre. Se mantuvo acusadoramente distante de todos nosotros y nuestros líos. Ahora es una magnífica señora; su abuela estaría orgullosa de ella por preservar el estilo de vida tradicional.

– ¿Darraugh sabe que su marido no era su padre? -pregunté.

– Nunca se lo he dicho. Mi madre se lo insinuó, pero ella tampoco podía saberlo con certeza. Aunque, por supuesto, su ocupación principal era entrometerse en mi vida sobornando a la servidumbre y fisgando en mi habitación. -La voz aflautada de Geraldine flaqueó. Dejé por un momento de mirar la resbaladiza carretera y volví los ojos hacia ella: tenía la vista clavada en la distancia, las manos entrelazadas sobre el regazo-. Darraugh y mi madre se peleaban de un modo incesante e intolerable tras la muerte de MacKenzie. Le hablaba a mi hijo de MacKenzie con palabras feas, palabras crueles, y le daba a entender que jamás podría haber sido padre de ningún hijo. Darraugh luego me preguntó a mí. Por supuesto, le respondí que era hijo de MacKenzie. Pero Darraugh no me creyó, lo que le dijo mi madre le afectó amargamente, lo consideró una traición mía hacía él y hacia MacKenzie. Se escapó de casa. Contratamos a detectives como usted, pero no pudimos encontrarlo. Final mente yo huí a Francia, donde me quedé casi un año entero, hasta que supe que Darraugh había reaparecido de repente en Exeter. Uno de sus profesores le inspiraba confianza, según parece. Tuvieron que pasar todavía varios años hasta que me dirigió la palabra, pero, cuan do se casó, su mujer fue muy conciliadora. Elise era una chica adorable. Nos ablandó a todos; bueno, nos ablandó a Darraugh y a mí. No a mi madre, que no ocultaba su desprecio hacia Elise por haber sido mecanógrafa cuando Darraugh la conoció. Cuando murió de leucemia, Darraugh se endureció otra vez.

Me detuve a un lado de la carretera para limpiar los faros delanteros y la acumulación de nieve en el borde inferior del parabrisas. Cuando regresé al coche, Geraldine me preguntó qué más había encontrado en el estanque.

– Pedazos de Crown Derby. Una de las máscaras de Kylie Ballantine.

– Ésa fui yo -dijo-. Qué extraño me parece hablar de todo esto con tanta calma, cuando lo he tenido guardado tan dentro de mí durante cinco décadas. Todos compramos máscaras para apoyar a Kylie después de que perdiera su puesto de profesora en la Universidad de Chicago. Y luego, después de que Calvin trajera a Renee a casa, ella me dejó claro que yo había sido solamente uno más entre tantos amores de Calvin. Sólo una de las mujeres que habían hecho el camino hasta Eagle River con él en todos aquellos años. Arrojé la máscara al estanque una noche muy parecida a ésta. -Permaneció un rato en silencio; pensé que habría vuelto a dormirse, pero en realidad estaba viajando al pasado-. No creo que Calvin llevase nunca a Renee a la casita. El acuerdo del Gobierno con la familia había expirado, como le dije, y Calvin no iría allí si ya no era propiedad suya. Además, estaba demasiado ocupado estableciéndose en los círculos políticos y sociales con su flamante esposa: después de los procesos se convirtió en el niño mimado de todo el mundo. No pude evitar darme cuenta, ¿sabe? Incluso cuando regresé de Francia y me recuperé, no pude dejar de notar sus idas y venidas. Al menos fue un bálsamo para el espíritu saber que aunque Kylie Ballantine y una docena de mujeres más se habían acostado con él en la alfombra de piel de oso que había delante de la chimenea, en la casita, Renee nunca lo hizo.

– ¿Entonces Catherine no conoce la cabaña? -exclamé-. ¿Hemos hecho el viaje para nada?

– Preferiría que no me gritase, jovencita. Calvin no tenía gran interés en los niños. No le importó que Darraugh pudiera ser hijo suyo, y le hizo poco caso al que tuvo con Renee. Pero, cuando Catherine se quedó al cuidado de ambos, se puso tan orgulloso como si él acabara de inventar a los niños y ella fuera su primer espécimen. Estaba haciéndose viejo, pero Renee era joven todavía. Ella siempre había trabajado en su empresa; él la dejó asumir muchas más responsabilidades. Renee se encontraba en su salsa, contratando y despidiendo, comprando y vendiendo. Calvin se dedicó a la niña. Solía llevarla a Wisconsin para pescar y montar a caballo, hasta que dejó de conducir hace unos cuatro años.

– ¿Le contó él todo eso?

Ella lanzó una risita crispada.

– Por Dios, no. Me mantuve al tanto de su vida gracias a los chismes de la servidumbre: así es como los ricos nos enteramos de todo. Los sirvientes de uno saben todo lo que uno hace, y sus amigos son los sirvientes de las otras grandes casas. Hasta que Renee construyó un grueso muro de silencio alrededor de su enfermedad, yo podía saber cualquier cosa que Calvin hiciera; Lisa podía decírmelo. Si quería castigarme, lo hacía con cuentos de grandes acontecimientos en los que Renee y Calvin habían participado, él radiante de orgullo junto a Renee. Si Lisa quería consolarme, me hablaba de las peleas entre ellos.

Recordé las palabras de mi madre acerca de las preocupaciones de las grandes damas. Me sentía contenta de la pobreza en que me había criado, contenta de tener que ganarme cada centavo que gastaba. Se paga un precio muy alto por el dinero, un precio demasiado alto.

Permanecimos en silencio mientras yo me concentraba en la carretera, deteniéndome cada veinte o treinta kilómetros para limpiar los faros delanteros. Para cuando llegamos a Wassau era medianoche, pero las máquinas quitanieves estaban funcionando y hacían que fuera más fácil transitar. Me detuve en un área de servicio para tomar una taza de café amargo y comprar un mapa detallado de los bosques del norte. De vuelta en el coche le entregué el mapa a Geraldine y le pregunté si se hacía una idea del camino al refugio. Dijo que no podía leer el mapa aunque se pusiera las gafas: las letras eran muy pequeñas.

Volvió a quedarse dormida. Yo había comenzado el viaje ya exhausta; los copos de nieve que se arremolinaban en las luces me hipnotizaban arrastrándome a la somnolencia. Encendí la radio, pero sólo encontré programas religiosos. Apreté el botón del casete por si Marc hubiera estado escuchando algo.

Por los altavoces comenzó a oírse la voz cascada de un viejo.

– Oh, no, joven, nada de grabaciones. Puede tomar notas, pero nadie pone mis palabras en una cinta.

Una voz más joven y profunda respondió:

– De acuerdo, señor.

Siguieron varios clics, y luego el hombre joven volvió a hablar, esta vez con la voz amortiguada.

– Estoy escribiendo un libro sobre Kylie Ballantine. Encontré una carta de ella dirigida a Armand Pelletier en la que menciona un encuentro con usted.

El Saturn coleó bruscamente. Me esforcé por recobrar el control, haciendo girar el volante en la dirección del derrape. Por algún milagro, terminamos en medio de la carretera, mirando al sur, pero sin caer en la cuneta.

Ése es Olin -dijo Geraldine, incorporándose sorprendida y haciendo caso omiso de los volantazos.

– Y Marc Whitby -añadí.

Aparqué todo lo cerca que pude del borde de la carretera con cuidado de no caer en la cuneta y rebobiné la cinta hasta el comienzo. Al parecer, Marc había puesto la grabadora en el bolsillo o en un maletín, pero sin apagarla; había grabado toda la conversación.

Olin se reía fríamente.

– La bailarina negra, ¿cómo se llamaba? Ballantine, sí, eso es. Estaba muy nerviosa. Pero le dije que había cometido un error fatal si creía que llorando y gritando me haría cambiar de parecer: las mujeres sentimentales siempre me han disgustado. Y una negra sentimental es una terrible parodia de los sentimientos.

– ¿Fue ésa la razón por la que envió la carta a la universidad exigiendo que la echaran? -preguntó Marc-. ¿Porque las emociones de ella le disgustaban?

El micrófono tapado no captaba todas las palabras de Olin, de modo que la primera parte de su respuesta se había perdido.

– La Universidad de Chicago se merecía algo mejor que los profesores rojos que infestaban el campus en aquellos tiempos. Pude demostrar que ella estaba relacionada con un frente comunista. Si hubiera podido probarlo con todos los demás, joven, también les habría hecho perder su trabajo. No crea que esto tiene que ver con la raza o el sexo, sino con la seguridad de Estados Unidos.

– He visto la fotografía, está en los archivos de la universidad. ¿Cómo supo que era la señorita Ballantine? ¿Y cómo supo dónde fue tomada? Adiviné que era la gente de su compañía de baile porque las máscaras eran como las que ella trajo de África, pero usted no podía saber eso.

– Hace más de cuarenta años que no hablo de esto. ¿Por qué habría de hacerlo ahora?

– Porque voy a escribir sobre el tema. Si no me cuenta su historia, haré conjeturas acerca de lo que usted hizo y por qué lo hizo, y ésa será la versión que conocerá el mundo entero.

En ese punto la cinta no se oía bien, pero luego Olin llamaba a Domingo Rivas para que lo ayudara a acercarse a su escritorio. Yo no había visto la grabadora de Marc por ninguna parte, pero debía de ser muy buena, porque captaba el sonido del andador de Olin. Al parecer, Marc lo seguía, porque yo oía la voz tranquilizadora de Rivas: «Sí, señor, vamos, unos pasos más, señor», y luego el ruido chirriante de la cerradura del cajón al abrirse y Olin farfullando lo que Rivas nos contó la semana anterior cuando hablamos con él: «Soy viejo y el tiempo de guardar secretos ha pasado ya. Incluso los secretos que guardé para mí mismo».

Crujido de papeles. Resultaba desesperante estar sentada en el coche de Marc sin saber qué había estado leyendo.

Un momento después, Olin dijo:

– Yo firmé una copia, Calvin firmó la otra. Julius Arnoff fue testigo de las firmas y depositó una tercera copia en el despacho de Lebold, en una caja fuerte.

– Pero ¿por qué la firmó? -exclamó Marc.

– ¿Calvin firmó una copia de qué? -grité yo.

– ¿El señor Bayard le envió la fotografía? -preguntó Marc.

– Me la dio en mano. Después de que Llewellyn me remitiese a él.

– ¿El señor Llewellyn? -repitió Marc-. ¿El propietario de T-Square?

– Usted trabaja en esa empresa, ¿verdad, joven? Olvidé que T-Square era su querida revista. Sí, él había firmado un montón de cheques y lo teníamos bien pillado. Bushnell quería encerrarlo: odiaba a los agitadores negros aún más que a los rojos, y supuso que Llewellyn era un agitador negro rojo. Pero yo sabía qué clase de escurridizo cabrón podía ser Calvin, de modo que creí a Llewellyn. Citamos a Calvin ante el comité. Se sentó allí sonriendo como si el mundo fuera suyo. Dios mío, odiaba esa sonrisa más que cualquier otra cosa de él. Dejé que siguiera sonriendo con esa suficiencia durante toda su declaración, y luego cometí un error.

Marc era un periodista demasiado experimentado como para presionar; esperó hasta que el propio Olin prosiguiera con la historia.

– Me enfrenté a él después de la comparecencia y le dije que teníamos el testimonio de Llewellyn. Que iba a incluirlo en el acta al día siguiente, que había acosado a Llewellyn para que extendiera esos cheques. A menos que comenzara a dar nombres. Y que si no lo hacía, iría a la cárcel. Contestó que tenía que pensarlo, pero yo sabía que Calvin nunca iría a la cárcel. Se quería demasiado a sí mismo; él no haría grandes gestos como Pelletier o Dashiel Hammett. Calvin volvió a verme dos días después con la fotografía de la bailarina. Y el nombre de Pelletier. Desde luego, ya teníamos a Pelletier en el punto de mira, y no nos importaba gran cosa la bailarina.

– Sólo lo suficiente como para destruir su carrera. -Marc habló con vehemencia, olvidando la imparcialidad que debe mantener todo periodista.

– Se destruyó ella misma, joven, al participar en esas actividades de comunistas. Pero nunca pudimos demostrar que les hubiera dado dinero ni que estuviera afiliada al partido, así que la dejamos marchar. Le dije a Calvin que tenía otro día para dar nombres importantes, y a la mañana siguiente apareció… con esa carta.

– ¿Con eso fue suficiente? ¿Por qué soltó al señor Bayard? -Marc parecía desconcertado, tan desconcertado como yo.

– Está ahí en el documento, joven. No quiero hablar de ello.

La cinta terminaba poco después, Marc dándole las gracias a Olin, y la puerta del apartamento cerrándose. Dejé que la cinta avanzara hasta el final, pero no había nada más en ella.

Geraldine y yo nos miramos en la oscuridad del coche.

– El joven fue a ver a Renee después de esto, ¿verdad? -dijo Geraldine.

– Marc era cuidadoso; no hubiera publicado nada sin investigar toda la historia -reconocí con tristeza-. De no haber sido tan buen periodista, no habría muerto.


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