Joan Maycott
Primavera de 1789
Por la mañana, para desayunar, nuestros anfitriones nos dieron whisky y tortas de maíz, servidas en platos de peltre desparejados, un lujo que no apreciaríamos del todo hasta que, a no mucho tardar, nos quedáramos sin platos de ningún tipo. Mientras comíamos nuestras exiguas raciones, llegó Reynolds y nos informó de que, antes de ir a ver nuestro terreno, debíamos hablar con el agente local de Duer, el coronel Holt Tindall. Aunque Duer y su gente nos habían tratado muy mal, pensamos que era mejor que acudiéramos presentables a la cita, por lo que Andrew se puso unas prendas que no había tocado durante el viaje. Con sus pantalones de artesano, una camisa blanca y una hermosa pelliza de lana, tenía un aspecto digno. Yo me puse un vestido sencillo más arrugado de lo que me habría gustado, pero al menos estaba limpio.
Aunque durante el viaje, cuando yo iba sucia y estaba cansada y aturdida por la extenuación, Reynolds me había observado con descarada lascivia, ahora apenas me miraba. En las maneras de aquel hombre odioso había algo distinto y, cuando se refirió al tal coronel Tindall, sobre su rostro se extendió algo parecido al respeto, o quizá fuese cautela.
Fuera o no el agente de Duer en Pittsburgh, yo esperaba encontrar otra choza improvisada, pero Holt Tindall era un individuo de otra categoría. Reynolds señaló una bonita construcción de dos pisos en Water Street, recientemente encalada y que, en aquella ciudad primitiva, parecía un diamante entre un tonel de carbón. Sin embargo, no era allí donde íbamos a encontrarnos con él. Reynolds nos llevó al otro lado del río y recorrimos un buen trecho, ya fuera de la ciudad, hasta llegar a la finca agrícola del coronel Tindall, una vasta heredad al estilo de las plantaciones sureñas llamada Empire Hall. Allí se levantaba una gran casa de estructura de madera, muy parecida a la de la ciudad pero más grande y majestuosa porque, en vez de estar rodeada de chabolas y barro, a su alrededor había campos de cultivo y establos con ganado, todo ello atendido por una docena o más de esclavos negros.
De hecho, solo vi negros. Reynolds pareció leerme el pensamiento, pues me dijo:
– No tiene esposa, solo vive con los negros. Pero le gusta la compañía.
Si el aspecto exterior de la mansión era sorprendente, el interior nos dejó boquiabiertos. No sé cuándo ocurrió, cuándo decidimos que habíamos pasado de un mundo a otro pero, en aquel momento, advertí que pensaba que ya no volvería a ver nunca más tales signos de civilización. Dentro de la vivienda, una podía creer que estaba en un elegante palacete de Nueva York. De las paredes colgaban pinturas y tapices buenos, y los suelos estaban cubiertos de un excelente material que era la imitación más fiel del azulejo. Mientras que Pittsburgh apestaba como una letrina, aquella casa despedía la fragancia del pan cociéndose en el horno y de las flores recién cortadas.
Una negra bonita, joven y no muy oscura, nos recibió a la puerta. No nos miró a la cara y por eso tardé un poco en advertir que tenía una fuerte contusión encima del ojo. Quizá quería ocultárnosla, o tal vez temía a Reynolds, que la miraba con impúdico deseo mientras se tocaba la cicatriz. Con paso apático, como si no quisiera que nos acercáramos a ella, nos llevó a un inmenso salón. En aquella estancia no solo había una preciosa alfombra -porque allí solo eran admitidos los invitados que no llevaban barro en los zapatos-, sino también, detrás de todas las sillas hermosas y dos sofás, un pianoforte situado junto a la pared, donde lo bañaba la luz del sol matinal. Eran las nueve, porque el alto reloj de pared sonaba con alegría, acompañado de los otros carrillones de la casa y de la campana de la iglesia de la lejana ciudad.
En el otro extremo de la habitación, sentado delante de la chimenea en un aislado sillón de respaldo alto que, por su ubicación y su forma, parecía más bien un trono, había un hombre corpulento y tosco, de unos sesenta años. Tenía el pelo blanco y lo llevaba largo por detrás y enredado, aunque ya estaba bastante calvo. Sus ojos fieros eran de color gris y le cubría las mejillas una barba desigual, algo que desentonaba por completo con su calzón de buena hechura, la camisa de frunces y el chaleco bordado. Todo ello contribuía a proporcionarle un aire de explorador trastornado que ha pasado demasiado tiempo solo en tierras salvajes. Si su apariencia no hubiese dado aquella impresión, lo habría hecho, supongo, la escopeta ligera que agarraba por el cañón con una mano y cuya culata descansaba en el suelo, como un brutal cetro fronterizo. Encima del hombre colgaba una ristra de objetos peludos atados con tiras de cuero. Tardé un rato en advertir que se trataba de cabelleras de indios.
La criada había impedido que Reynolds entrara con nosotros y nos quedamos a solas con el viejo, que se comportaba con la callada dignidad de un jefe salvaje. Finalmente, abrió la boca para mostrarnos dos hileras de dientes oscurecidos, encajadas en una especie de sonrisa.
– Soy el coronel Holt Tindall, de Empire Hall, socio de Duer a este lado de los montes Alleghenies… -Mientras se presentaba, noté el calor de su mirada posándose en mi cuerpo. Me repasó como ningún hombre debería mirar a una mujer que no fuera su esposa-. Reynolds dijo que me gustaría conocerlos y él sabe lo que me llevo entre manos, eso tengo que reconocerlo.
El hombre hablaba con un marcado acento de Virginia, pero además tenía una forma especial de arrastrar las sílabas que yo había empezado a identificar en las gentes del Oeste.
– ¿Quiere sentarse? -añadió.
– Gracias -dijo Andrew.
Tindall golpeó el suelo de madera con la culata de la escopeta.
– No se lo digo a usted. Un hombre ha de permanecer de pie en presencia de sus superiores. Me dirigía a la dama.
No soportaría que Andrew fuese humillado de nuevo por algo tan trivial como mi apariencia. Miré al coronel Tindall con odio y desprecio para que no pensase que tomaba su rudeza por autoridad y permanecí de pie.
– Haga lo que le apetezca -dijo en respuesta a mi silencio-. Quédese de pie, siéntese, qué más da…
Aunque fuera originario de Virginia, era evidente que había perdido la cultura de extrema cortesía que se cultiva en esos lares. De repente, entendí perfectamente lo que era, un ser híbrido, compuesto del sentido de privilegio de un sureño y de la brutalidad de un colono del Oeste. Las criaturas que son en parte una cosa y en parte otra tienen un nombre: monstruos.
Se me aceleró el pulso y respiré hondo. Tenía miedo. Llevaba semanas viviendo en un miedo permanente, temerosa de lo que sería de nosotros, de nuestra falta de seguridad, pero aquello era algo mucho más urgente y agudo. Miré a Andrew, que esbozó en sus labios una sonrisa tranquilizadora. Si él también tenía miedo, no daba muestras de ello.
Andrew avanzó un paso, inclinándose hacia delante lo justo para que su gesto fuese una reverencia cortés, pero no servil.
– Soy Andrew Maycott y esta es mi esposa, Joan. Tenemos muchas ganas de ver nuestra parcela, así que, por favor, diga qué quiere de nosotros.
Ante las palabras de Andrew, la expresión del viejo coronel se volvió sombría. Sonrió, mostrando de nuevo los dientes manchados de tabaco y, como para demostrar el origen de aquella coloración, sacó de la casaca un rollo de tabaco y mordió un trozo considerable.
En aquel preciso momento, las puertas del salón se abrieron y entró una negra de grandes dimensiones y edad indeterminada aunque, desde luego, no era ni demasiado vieja, ni demasiado joven.
– Veo que tiene compañía, coronel. ¿Quiere un té, o quizá un pedazo de la tarta que he hecho esta mañana?
– ¿Te he llamado, acaso? -El coronel golpeó el suelo con la escopeta-. No te presentes si no te llamo. Y ahora, vete, Lactilla.
Supe después, a través de las habladurías, que aquella negra era propiedad del coronel desde hacía veinte años. La primera vez que había entrado en casa de Tindall, tenía los pechos henchidos de leche, porque la habían separado de un niño que aún no contaba dos años, debido a la muerte de su anterior amo. Al coronel, aquella situación se le había antojado divertida y había decidido llamarla Lactilla.
– No utilice ese tono conmigo cuando no he hecho nada malo -le plantó cara la mujer-. Lo único que hago es cumplir con mi deber, que es servir té y tarta.
– Vas a volver ahora mismo a tu maldita cocina, negra asquerosa. -Tindall blandió el arma-. Lo único que queda por ver es si lo harás entera o llena de orificios de bala.
– Mírenlo -se rió ella, señalándolo-, un viejo con una escopeta… -Se volvió hacia mí y añadió-: Cuando haya terminado, pásese por la cocina, querida, y le daré un poco de tarta. Y a ese marido tan guapo que tiene, también.
La mujer encogió sus macizos hombros y se marchó de la sala caminando pesadamente.
– Maldita sea esa vieja zorra… -Tindall volvió a apoyar la escopeta en el suelo con un golpe, pero no la soltó y, mirando a Andrew, dijo-: En cuanto a usted, no crea que he olvidado su impertinencia. Parece que no sabe cuál es su sitio, pero ya llegará a entender su error. Pregunte por ahí, Maycott, y todo el mundo le dirá lo mismo. Soy generoso con la ciudad y con sus pobres. Puedo hacer lo que quiera con mi dinero y creo que los que tienen medios deben ayudar a los que no tienen ninguno. Sin embargo, no toleraré de buen grado la insolencia.
– ¿Y no es insolencia por su parte que nos pida que nos quedemos de pie mientras usted está sentado? -inquirió Andrew.
– No, no lo es, porque esta es mi casa y mi ciudad y porque la tierra en la que van a establecerse es mía.
– Creo que es mía -replicó Andrew-. La compré.
– Ya habrá tiempo para examinar esa creencia. Por ahora, basta con que escuche lo que le digo y deje de pensar en todas esas estupideces igualitarias que se derivan de haber comprendido mal la última guerra. Conozco bien los principios de la Revolución porque luché en ella.
– Yo también -dijo Andrew.
– ¿Y qué? No se puede vaciar una cárcel, un burdel o un correccional sin dejar desamparados a un montón de veteranos. Sería mejor que se preocupara de cuestiones más inmediatas, como su tierra, por ejemplo. -Levantó dos rollos de escrituras, ambos con la mano izquierda, visiblemente reacio a soltar la escopeta-: Uno de estos documentos es la escritura de su tierra, el contrato que ha firmado, hábilmente redactado por nuestro amigo Duer, que está muy acostumbrado a ello. Y me temo que no es una parcela favorable.
– El señor Duer nos aseguró que era un terreno muy fértil. -Di un paso al frente.
– Duer mintió, bonita. Por lo que yo sé, la tierra será fértil para el maíz, pero antes tendrán que limpiarla de árboles y de piedras, y luego ya se verá lo que produce. Si tuvieran unas mulas y unos cuantos negros, en dos años podrían hacerlo.
– Espere un momento… -dijo Andrew.
– No espero nada. -Tindall nos enseñó de nuevo los dientes-. Duer los ha engañado. Ahora ya lo saben. Les habló de las maravillas de Libertytown y ustedes se preguntan cómo puede ser un paraíso el asentamiento cuando Pittsburgh es un lugar tan miserable. Su parcela no es tierra de labor, sino bosque salvaje. Probablemente, se dejarán la vida domesticándolo.
Ninguno de los dos dijo nada porque, por terribles que fuesen aquellas revelaciones, no eran ninguna novedad pues, como Tindall había apuntado, hacía tiempo que nos habíamos percatado de la estafa de Duer. Sin embargo, no habíamos sido conscientes de ella hasta tal punto. No dijimos nada por pura y simple sorpresa. Estábamos aturdidos. Una cosa era engañar a alguien y otra distinta, refocilarse en ser un timador.
– Ahora -prosiguió-, la otra escritura que tengo en la mano se asemeja más a lo que Duer propuso. No es exactamente lo mismo, comprendan, pero se parece más. Es una parcela ya limpia, con una casita en ella, y que se ha cultivado sin orden ni concierto, a la manera que suele hacerlo esta purria del Oeste. Es una parcela mejor, mucho más cultivable. Quizá les gustaría pensar si prefieren cambiar lo que tienen por algo más conveniente. Mide exactamente lo mismo, por eso no deben preocuparse.
Andrew no dijo nada. ¿Qué iba a decir? Estábamos a cientos de millas de casa, humillados y estafados, en manos de un perturbado déspota de la frontera cuyo mayor placer era maltratar a los que estaban bajo su poder. Tindall tenía todas las ventajas sobre nosotros y lo único que estaba en nuestras manos hacer era resistirnos a acatar aquel poder.
– He llegado a acuerdos de este tipo con otros colonos, que siempre los han encontrado ventajosos -explicó Tindall-. ¿No le gustaría que llegáramos a un acuerdo, señor Maycott?
– Eso dependerá de las condiciones, ¿no le parece? -Andrew mantuvo la voz firme. Me di cuenta de que tenía miedo, por mí y por nuestro futuro, pero estuve segura de que no lo demostraría.
– No es eso lo que le he preguntado -su voz pasó de la dulzura a la dureza-. No le he hablado de las condiciones, solo le he preguntado si quiere unas condiciones ventajosas. Responda, ¿sí o no?
– Escucharé su oferta -dijo Andrew- y si la encuentro sensata, la meditaré. No voy a llegar a un acuerdo sobre una propuesta teórica. Sería una estupidez por mi parte.
Tindall golpeó varias veces el suelo con la culata de la escopeta de caza, como un juez aporreando con la maza.
– Estoy harto de su insolencia. No colme mi paciencia, Maycott. Ya ha oído mi oferta; considérese afortunado de que aún le dé la oportunidad de aceptarla. A cambio, deseo que la señora Maycott venga a atenderme una vez a la semana y que tal vez se quede a dormir. No es nada extraordinario; en realidad, se trata de una cosa insustancial, no sé si conoce la palabra. Y, a cambio de ello, puede ser suyo algo verdaderamente sustancial.
Andrew se quedó callado unos momentos. No me cabía en la cabeza que nadie que tuviese que afrontar aquella diabólica y contundente petición fuese capaz de acceder a ella; me resultaba inconcebible que hubiese en el mundo hombres y mujeres tan rastreros y con un sentido tan bajo de su dignidad como para consentir en aquellas condiciones del mismo modo que aceptaban el precio de una libra de harina. Me vinieron a la mente imágenes de los embrutecidos y deteriorados habitantes de Pittsburgh y me pregunté si acaso ellos eran capaces de aceptar tales condiciones. Me parecía que, una vez que la vida los había derrotado de aquel modo, no harían otra cosa que ceder, del mismo modo que el cordero se somete al degüello.
Andrew dio un paso hacia el coronel con una actitud tan valiente y decidida, que el viejo dejó las escrituras y agarró la escopeta con más fuerza.
– Su propuesta concierne a mi esposa. ¿Por qué me la hace a mí?
Al principio, Tindall no reaccionó, pero luego carraspeó y, con la mano libre, la que no sujetaba el arma, se acarició las cerdas de la barbilla.
Soltó una especie de ladrido, algo que se parecía a la risa como una polilla parda se asemeja a una resplandeciente mariposa.
– Qué moderno, su marido… Y usted, ¿qué dice, señora Maycott?
Andrew me miró, pero yo aparté la vista y sonreí a Tindall como si fuera un buhonero que todavía no nos hubiese mostrado su mejor mercancía.
– Estoy segura de que la parcela de tierra cuya escritura hemos firmado será suficiente.
– Aunque Duer y usted nos hayan engañado -intervino Andrew- y se regodee de ello, eso no nos convierte en sus esclavos, ni a usted en nuestro amo. Transformaremos la escoria en oro y no dependeremos nunca de los favores de hombres como usted.
Andrew volvió a mi lado, me agarró del brazo y me llevó hacia la puerta.
– Después no podrá volverse atrás -dijo Tindall-. No puedo hacer cambiar de parcela a mis arrendatarios. Eso causaría… -movió la mano en el aire- descontento.
– Yo no soy su arrendatario -dijo Andrew, volviéndose hacia él-. He comprado ese terreno, por malo que sea, y es mío. Usted y yo somos los dos propietarios y, por lo tanto, iguales.
– Tal vez lo seríamos si usted fuese, realmente, dueño de las tierras. Me resulta triste, muy triste, que la gente ignorante que no entiende de contratos los firme sin consultar primero con un abogado. Usted, me han dicho, es carpintero, ¿verdad? Seguro que despreciaría a alguien que quisiera hacer un armario sin tener conocimientos de ello y sin pedir consejo a un experto. No han comprado las tierras, sépanlo; lo que han adquirido es el derecho a ocuparlas y a pagarme una renta.
Miré a Andrew. ¿Podía ser cierto lo que decía? Los alquileres de terrenos eran muy baratos y los contratos duraban muchos años. El nuestro, como iba a descubrir después, tenía una duración de noventa y nueve años. Por cada trimestre de ese período, teníamos que pagar al dueño diez dólares, un precio bastante elevado para un alquiler de tierras, sobre todo en una ubicación tan remota. Siempre que pagáramos, conservaríamos la posesión y podíamos subarrendar o incluso vender el derecho a ocuparlas aunque, transcurridos los noventa y nueve años, la tierra volvería a manos de su dueño.
En aquel momento vi hasta qué punto nos habían engañado. Habíamos dejado todo lo que teníamos, no para poseer unas tierras, sino para ocuparlas y pagar un alquiler por una parcela incultivable de bosque. Tindall y Duer habían dado con una manera de sacar beneficios convirtiendo fincas que no valían nada en tierras valiosas. Y seguro que nosotros no éramos los primeros estafados. Habían engañado a otros, pues bajo el dominio de Tindall había toda una comunidad de víctimas. Ninguna de las personas timadas había recibido compensación porque Tindall y Duer seguían con su mismo plan y eso solo podía significar una cosa: que la ley, los principios de la república por los que Andrew había luchado, ya habían sido abandonados. Los hombres del Este no podían o no querían protegernos.
– Ahora los llevarán a la parcela -dijo Tindall-. Allí tendrán ocasión de pensar que ojalá hubiesen aceptado mi oferta. Como ya he dicho, no volveré a presentársela. Sin embargo, está el asunto de la renta trimestral y, si ven que no pueden pagarla y que corren el riesgo de perder las tierras, tal vez podamos hablar de ello otra vez.
Tras estas palabras, fue como si el coronel hubiese sido una vela que alguien hubiese apagado. Se quedó en el sillón, con el arma en la mano, pero su mirada se volvió fría y vacía, y tuve la sensación de que Andrew y yo nos habíamos quedado solos. Abrimos la puerta y nos marchamos sin que nadie nos acompañara.