Joan Maycott
Primavera de 1791
Tres días después de la reunión en la iglesia, partimos de viaje a la casa del coronel Tindall en Empire Hill. Se tardaba varias horas a caballo, por lo que salimos muy temprano para poder llegar antes del mediodía. El señor Dalton consideraba peligroso que nos quedáramos a pasar la noche en la ciudad; quería ver a Tindall, decirle lo que tenía que decir y estar de vuelta en casa antes de que oscureciera.
El viaje fue tenso y Dalton no apartó ni un instante la mano de la pistola. Por mi parte, me prometí que no estaría completamente a merced de aquellos hombres. Desde el encuentro con los indios, me había preocupado de llevar siempre una pistola cargada, oculta en la falda o en el delantal. Lo había aprendido de Andrew y, si me veía obligada, lo imitaría.
Llegamos a la finca a tiempo y nos condujeron a un salón de la planta baja, mucho más primitivo que la sala en la que habíamos estado en nuestra visita anterior. Allí, el suelo estaba cubierto con una lona, pintada a imitación de unas baldosas blancas y negras, pero el mobiliario -todo de madera- era mucho más basto y enseguida deduje que Tindall empleaba aquella estancia para tratar con hombres de la calaña más ruda. Sus amigos de la buena sociedad eran invitados al piso de arriba.
Tomamos asiento y aguardamos la llegada de Tindall, que se produjo casi enseguida.
– Buenos días, señores, señora Maycott -nos saludó al entrar-. Qué buen tiempo estamos teniendo, ¿no les parece?
– Guárdese sus cortesías -dijo el señor Skye-. No nos interesan.
Tindall sonrió con afectación, como si la respuesta de Skye fuese exactamente la que esperaba. Como si ya hubiéramos caído en su trampa.
– Entonces, ¿qué les interesa?
– Ya sabe por qué estamos aquí -intervino Dalton-. Ahora, veamos qué tiene que decir.
Andrew, entretanto, guardó silencio. Habían acordado que sería mejor dejar que hablaran los demás pues, una vez abriéramos la boca Andrew o yo, Tindall podría acusarnos fácilmente de dejar que las emociones nos llevaran a sacar conclusiones apresuradas.
– Veo que traen muchos humos -dijo el coronel-. Pueden pavonearse cuanto quieran, pero les digo que no tengo la menor idea de qué quieren. Soy un hombre muy ocupado pero, ya que deseaban hablar conmigo, he accedido a ello. Ahora, parece que responden a mi amabilidad con el insulto.
– Es usted quien nos insulta -replicó el señor Dalton-. Sabemos perfectamente que a esos tres guerreros indios los envió usted. Si Maycott no les hubiera disparado, no sé cómo habría terminado el incidente, ni quiero saberlo.
– Matar indios es un asunto muy serio -señaló Tindall-. No se debe provocar a los salvajes de la zona.
– Discrepo de usted en cuanto a que resistirse a que lo maten a uno sea una provocación -replicó Skye.
– Los indios quizá lo vean de otra manera.
– Y usted puede poner fin a este absurdo -dijo el señor Dalton-. No tiene ningún derecho a decirnos lo que podemos o no hacer en esas tierras, mientras reciba su renta. Los abusos de esta clase no pueden quedar sin respuesta.
Tindall golpeó el suelo con la culata de su arma.
– ¡Responda, pues! -rugió. Su voz, brusca y sonora, transmitía un desafío tan flagrante y rotundo que me pareció obsceno. Ante aquella explosión, los tres visitantes -Andrew, Dalton y Skye- callaron y se contuvieron. Vi claramente que, conmigo en la habitación, no habría violencia y Tindall podría seguir mofándose de nosotros cuanto quisiera.
Nadie dijo nada. El silencio se hizo impenetrable y cargado de amenazas y se prolongó más de lo que podía imaginarse. Por fin, el punto muerto se rompió cuando se abrió la puerta y la negra rolliza que habíamos conocido en nuestra anterior visita entró en la sala.
– Veo que tiene invitados, coronel -dijo-. ¿Cómo es que no le ha pedido a la vieja Lactilla que trajera un refrigerio? Tengo galletas y tarta, y puedo preparar un té en un momento.
– ¡Dios santo, mujer -exclamó el coronel-, si quisiera un refrigerio, lo pediría!
– Bueno -replicó la negra-, veo que vuelve a tener aquí a esa dama y parece que no está siendo muy amable con su marido y sus amigos. Me parece que, si va a ponerse tan desagradable con ellos, por lo menos podría darles un poco de té para suavizar las cosas.
Tindall agarró su arma de caza para aves.
– Cuando quiera consejos de una negra, los pediré. Hasta entonces, te aconsejo que cierres el pico y desaparezcas.
Ella se puso en jarras, con las manos apoyadas en sus inmensas caderas.
– No le hable así a Lactilla.
– ¡Sal de aquí antes de que lo lamentes! -dijo Tindall, incorporándose a medias de su asiento.
– Lo único que lamentaré será dejar que siga hablando así. No está bien.
Yo tenía la vista clavada en la mujer, así que no vi lo que hacía Tindall a continuación. Con todo, por el rabillo del ojo, capté el destello rojo de una llamarada, y el humo y el estampido de un disparo de la escopeta de caza. De repente, el rostro de Lactilla quedó cubierto de sangre. Su sencillo vestido blanco se llenó de agujeritos, de los que surgían rosetas de sangre como fuegos de artificio carmesíes contra un cielo nocturno.
Tindall había disparado desde una distancia de cinco pasos y el arma estaba cargada con perdigones. Era evidente que la pobre mujer no moriría de las heridas, aunque tenía suerte de haber escapado de la ceguera. Supe que Tindall no le había acertado en los ojos porque Lactilla, boquiabierta y anonadada, los tenía abiertos como platos. Luego, al entender lo que había sucedido, soltó un chillido y escapó de la estancia.
Tindall dejó el arma humeante, volvió a ocupar su asiento y nos sonrió.
– Le ruego que disculpen la interrupción. ¿Decían…?
El primero en hablar fue Skye:
– Está loco.
Tindall se encogió de hombros.
– No permitiré que me hagan reproches en mi propia casa. Esa negra no está malherida, pero supongo que ahora se portará como es debido, por lo menos durante un tiempo. Y cuando vuelva a olvidarse, sabré bien cómo recordárselo.
Andrew movió la cabeza.
– Nos ha convencido de que es usted un hombre infame, pero nada más. Aunque sea el dueño de nuestras tierras, no es nuestro amo. No luchamos en la guerra para ser esclavos aquí, en casa.
– Estoy harto de que cualquier mendigo con ambiciones de prosperar ponga como excusa la guerra. Dice que no luchó para ser esclavo. Pues bien, yo luché por poder conservar los míos; eso nos pone en igualdad de condiciones, ¿no le parece? -Apuntó a Andrew con el dedo y añadió-: Dice que yo mandé a los pieles rojas para que acabaran con usted, pero ahora se queda ahí callado. ¿Combatió en la guerra para poder disfrutar, después, del lujo de ser un cobarde?
Andrew empezó a moverse hacia él, pero lo agarré del brazo. Tindall me observó y sonrió.
– Veo que se deja gobernar por su esposa. No puedo criticar a nadie por querer complacer a una dama tan bonita, pero un hombre también debe saber cuándo ha de ser su propio dueño.
Se me aceleró el corazón y temí, finalmente, que el coronel indujera a Andrew a cometer una estupidez.
– No se esfuerce en provocarnos -le dije-. Son sus hechos lo que detesto, y no sus palabras.
– No se dé tanta prisa en desechar mis palabras -replicó-. Todavía no he terminado de hablar.
Algo flotó en el aire y notamos al momento que Tindall había estado jugando con nosotros.
– ¿Cree que los estoy amenazando porque estoy en contra de que ustedes destilen whisky? ¿Que no tengo cosas mejores que hacer que jugar con mis pobres e insignificantes arrendatarios? Qué estúpidos. No hago más que cuidar de sus intereses. Ustedes, en sus casitas apartadas del mundo, no tienen la menor idea de lo que está sucediendo en el Este. No saben lo que el gobierno dice de ustedes; ni siquiera saben que diga algo.
El señor Skye dio un paso adelante y exigió:
– Si tiene algo que exponer, hágalo.
Tindall sonrió con presunción.
– No sé si están al tanto de los planes orquestados por el secretario del Tesoro, Alexander Hamilton. Su proyecto más reciente es instituir un banco nacional, separado del gobierno pero íntimamente vinculado con este. El capital para lanzar el banco tendrá que salir de alguna parte, así que Hamilton ha decidido poner impuestos a los bienes de lujo superfluos, los que la gente desea pero de los que puede prescindir. No hay mejor manera de obtener fondos, argumenta, que poniendo tasas a algo que nadie necesita, realmente, y que solo perjudica la urdimbre de la vida americana.
– ¿Y de qué lujo se trata? -preguntó Dalton.
– ¿Cuál va a ser? -dijo Tindall con una sonrisa-. ¡El whisky, señor! La medida se venía planificando desde hacía algún tiempo, pero acabo de recibir, por un correo a caballo, la confirmación de que Hamilton ha conseguido que el Congreso apruebe una tasa sobre el whisky, que no se basará en cuánto vendan o en qué beneficios tengan, sino en cuánto produzcan.
El señor Dalton saltó de su asiento y dio un paso adelante.
– ¡No pueden hacer eso! -exclamó-. Con el whisky apenas tocamos dinero, sino que lo usamos para comerciar. No tenemos dinero en metálico.
– No es necesario que me grite -dijo el coronel-. Yo no he hecho la ley. Nadie me ha consultado. Se ha aprobado y no se puede hacer nada al respecto.
– ¿Y por eso tenía tantas ganas de vernos, Tindall? -intervino Andrew-. ¿Para regodearse ante nosotros poniéndonos al corriente de que el gobierno ha aprobado una tasa destinada a arruinarnos?
– No -replicó Tindall-. En absoluto. Quería hablar con ustedes para informarles de que mi viejo conocido y socio, el general John Neville, ha sido nombrado asesor fiscal de esta zona y ha contratado mis servicios para asegurar el cobro de las cantidades debidas al gobierno. Las próximas semanas, determinaré cuánto debe cada uno de ustedes y me propongo cobrar las deudas. Si se niegan a pagar, embargaré lo que posean en tierras o equipo. Es la ley de la tierra y la haré cumplir. Es todo lo que tenía que decirles, caballeros… -se volvió hacia mí-, y señora, naturalmente.