Ethan Saunders
La mañana siguiente, desperté con el peso emocional de saber que, por la noche, tendría que cenar con la mujer a la que siempre había amado y con su marido, un hombre cuya falta de decoro había puesto en situación embarazosa no solo a su familia, sino tal vez a la propia nación.
Cuando desperté, un criado de la casa de los Pearson había traído ya una nota en la que se indicaba que me esperaban a las siete en punto. En mis pensamientos, había llegado a contemplar la velada como una oportunidad de hallar respuesta a muchas preguntas importantes, de modo que poco tuve que hacer durante la tarde. Así pues, pude dejarme llevar por mis viejas costumbres y pasé buena parte del día en un puñado de tabernas confortables, a pesar de lo cual llegué a casa de los Pearson con apenas media hora de retraso. Ya no hacía tanto frío y la nieve había empezado a fundirse, por lo que no debería avergonzarme reconocer que por el camino resbalé y que llegué empapado; sin embargo, como la mayor parte del daño lo había sufrido mi gabán, di por sentado que mis anfitriones no se fijarían.
La casa -o mansión, la calificaría yo- estaba en la calle Cuarta, al norte de Spruce, en una zona de edificios refinados. El exterior era del típico ladrillo rojo de Filadelfia, notable solo por sus cuidados arbustos, matorrales y árboles. La verdadera belleza de los jardines no era visible en invierno o después de oscurecer; dentro, en cambio, me acogieron unas fastuosas alfombras de dibujos geométricos que imitaban exquisitas baldosas, un hermoso papel pintado azul plateado -con una textura muy conseguida que evocaba las ondulaciones del agua de un lago casi del todo quieto- y numerosos retratos, muchos de ellos de la ilustre casa de los Pearson. Un criado inferior, un pinche de cocina tal vez, se ofreció a limpiarme los zapatos, pues había pisado, sin advertirlo, unas heces de caballo. Una vez limpio el calzado, me sacudió el polvo como si fuera un bloque de piedra recién esculpido antes de permitirme, por fin, subir la escalera hacia los aposentos privados de la distinguida pareja.
Entré en una gran sala de estar y encontré a Pearson y señora sentados uno al lado del otro en un canapé. El señor de la casa, muy erguido y formal, movía su manaza mientras peroraba sobre algún asunto. Tenía el pelo, canoso y ralo, muy despeinado y descuidado y, aunque su tono de voz era voluble, sus ojos se veían empañados y hundidos. Su esposa llevaba un vestido verde mar de corte favorecedor. Cuando entré, ella me miró, apartó la vista, volvió a mirarme y se puso en pie.
– ¿Por qué te levantas? -preguntó el marido-. Estoy hablándote y te levantas, como si no saliera una palabra de mi boca.
– Ha llegado nuestro invitado -respondió ella con voz neutra.
– ¿Nuestro invitado? ¡Ah, Saunders! Pon a buen recaudo los secretos de Estado, querida, ¡ja, ja! Se ha hecho esperar, ¿verdad?
Pearson se levantó por fin a saludarme y estreché la enorme diestra. Su apretón fue flojo y distraído, como si no pudiera recordar por qué me daba la mano o qué tenía que hacer con ella.
También se puso en pie la viuda Maycott, que estaba sentada hasta aquel momento en una silla de respaldo alto. Llevaba un vestido mucho más sencillo que el de la señora Pearson, de cuello alto, color marfil y considerablemente seductor. En otro sofá, vi a una pareja de cincuentones, vestidos con elegancia pero insípidamente. El hombre era un poco corto de estatura, aquejado de una curiosa especie de grasa que se le acumulaba solo en el abdomen, mientras que el resto de su cuerpo era más bien delgado, de modo que casi parecía que estuviese encinta. Su pareja, de cabellos canosos y ataviada con un recatado vestido negro, tenía facciones agradables y debía de haber sido aceptablemente atractiva treinta años antes, y probablemente no tanto diez años después.
– Capitán Saunders, me alegro de volver a verlo -dijo la señora Pearson. Su rostro era la mismísima máscara del control. Supuse que tenía mucha práctica.
– De verlo por fin, querrás decir, querida -intervino el marido-. Es espantoso hacer esperar a un hombre para su propia cena.
Hice una reverencia.
– Le pido disculpas, señor. Me retenía un asunto del gobierno -dije esta mentira no solo para excusarme, sino para provocar la curiosidad general.
– Tiene que hablarnos de eso -dijo la señora Maycott.
– ¿En qué asunto del gobierno estaba ocupado? -preguntó Pearson-. En uno que tenga que ver con la cerveza y el ron, por el olor que despide. En cualquier caso, yo pensaba que el gobierno ya no tenía tratos con usted.
La señora Pearson, deliciosamente ruborizada, emitió una especie de carraspeo con el que reprendía a su esposo e intentó cambiar de conversación.
– La señora Maycott me ha dicho que ustedes ya se conocen y que fue ella quien lo invitó esta noche, así que no es necesario que los presente.
– En efecto, ya he tenido el placer -dije, haciendo una reverencia a la dama.
¿Noté un destello de celos en el bonito rostro de Cynthia? Se volvió a la otra pareja y dijo:
– Le presento al señor Anders Vanderveer y a la señora Vanderveer, hermana del señor Pearson.
Después de intercambiar unas palabras de presentación con el hombre y su esposa, en quienes no tenía ningún interés, ocupé una silla idéntica a la de la señora Maycott, separado de ella solo por una mesilla de madera oscura y diseño oriental. Entró un criado a ofrecerme una copa de vino, que acepté de buena gana, y allí me quedé, con la señora Maycott sonriéndome con una mueca de deliciosa picardía en sus labios rojos y la señora Pearson desviando la mirada.
– ¿Trabaja para el gobierno, entonces? -preguntó el señor Vanderveer con voz profunda y atronadora-. ¿Conoce al Presidente?
– Lo conocí durante la guerra -expuse-. Actualmente, participo en un proyecto para Hamilton en el Departamento del Tesoro y no tengo contacto con el general Washington. Me han dicho, señor Pearson, que usted ha tenido contacto últimamente con Hamilton, o tal vez con sus hombres.
– En absoluto -respondió él-. ¿Por qué habría de tenerlo?
– Desde luego, no se me ocurre por qué. Esperaba que usted me lo aclarara.
La señora Vanderveer seguía hablando de Washington y no tenía ningún interés en mi enfrentamiento dialéctico con su hermano.
– ¿Y no desea volver a verlo? -preguntó, con la voz llena de la veneración que solo Washington podía inspirar entre quienes no lo habían visto nunca… y entre la mitad de los que sí, probablemente.
Hice una reverencia desde mi silla.
– A quienes servimos no se nos permite escoger los términos de nuestro servicio.
– ¡Cuánta alharaca! -intervino Pearson-. Yo ceno con Washington un par de veces al mes y puedo pedirle que me pase la sal como a cualquiera. Es como yo, ni mejor ni, espero, peor.
– ¿Cómo es que tiene tratos tan personales con el Presidente? -preguntó la señora Maycott, con una sonrisa en los labios y un brillo en los ojos.
– ¿Por qué no habría de conocerlo? -replicó Pearson.
– No sé muy bien qué responder -dijo ella-. Solo me refiero a que, según se comenta, su círculo interno se compone de cargos del gobierno, hombres que han servido con él y caballeros de Virginia. Y, por lo que tengo entendido, usted no es ninguna de las tres cosas.
– Yo soy de esta ciudad, señora -dijo el señor Pearson en voz alta-. Uno no tiene que ser de Virginia, necesariamente, para relacionarse con las mejores compañías y yo podría decir eso de Washington tanto como él podría decirlo de mí. En cuanto a servir en el gobierno, eso no significa nada, puede hacerlo cualquiera, como estoy seguro de que este individuo -me señaló con un gesto- podrá confirmarle. Yo ceno con Washington porque los dos somos hombres de rango, por lo que no nos queda otra que cenar juntos o hacerlo con inferiores.
Pearson volvió la cabeza, tan deprisa que pensé que le iba a salir despedida, y apuntó hacia su cuñado con uno de los dedos rechonchos de su manaza, moviéndolo adelante y atrás como si fuera el puñal de un asesino.
– ¿Qué dices?
– No digo nada, Jack -respondió el caballero con una voz que era un ejercicio de calma y sensatez.
– Te he oído. Has dicho «Bingham», pedazo de bribón.
– Yo no he dicho tal cosa -respondió Vanderveer.
– ¿Es que un hombre no puede decir «Bingham» cuando le apetece? -inquirí yo.
Pearson se dejó llevar demasiado por una especie de acceso de ira y ni siquiera me oyó.
– ¿Insinúas que ceno con Washington por la amistad de mi mujer con la señora Bingham?
– En serio, Jack -intervino su hermana-, a nosotros nos da igual. Nos parece estupendo que trates con gente como los Bingham. Nosotros no menospreciaríamos nunca semejante relación.
Pearson se volvió entonces hacia la señora Maycott y probó a esbozar algo parecido a una sonrisa. En una época anterior de su vida, antes de que tener una esposa bonita y una buena casa lo convenciese de que era el emperador del universo, tal vez habría encandilado a alguna mujer con aquella sonrisa; si en aquel momento había niebla o las velas daban una luz mortecina, todo era posible. En aquella, no obstante, resultaba grotesco, una máscara de piel humana que cubría algo diabólico y ofensivo. Sin embargo, era evidente que él se consideraba la encarnación del encanto y buscaba reforzar su posición atrayendo a su lado a la única mujer sin compromiso de la sala, que siempre era la joya más valiosa de cualquier reunión.
– ¿Oye eso, señora Maycott? -preguntó. Ahora, su voz tenía un tono tranquilo y untuoso-. «… gente como los Bingham», dice mi hermana. ¡Como si ella, esposa de un abogado de reputación bastante mediocre, pudiera arrogarse el derecho de juzgar a las principales familias de la nación!
– Me parece -respondió la señora Maycott- que en esta república no hay ninguna familia que esté por encima de las demás, pues todos somos iguales ante la ley.
Supuse que, dicho por otros labios menos encantadores, aquel comentario habría provocado una retahíla de furiosa oratoria. En esa ocasión, no obstante, no fue así. Pearson se limitó a exhibir su sonrisa cadavérica.
– Buena ocurrencia, señora Maycott. Muy buena ocurrencia.
– Me gustaría saber más de la relación del capitán Saunders con el coronel Hamilton -dijo la viuda en tono neutro.
– Oh, sí -intervino la señora Vanderveer, una náufraga que se aferraba a un resto flotante de conversación-. Qué época tan emocionante debe de ser, con el banco y demás.
El señor Pearson no se dejó apaciguar.
– Sí, sí, tú siempre con tus halagos -recriminó a su hermana-. Me halagas a mí, halagas a mis invitados… ¿Qué te ha dado?
– Creo que estaba haciendo una pregunta, simplemente -dijo la dama.
– Tú nunca en la vida has hecho nada simplemente, Flora, así que no finjas lo contrario. -Se volvió hacia mí e inquirió-: ¿Debo decirle lo que significa servir a Hamilton en el Departamento del Tesoro?
– Puede intentarlo -contesté-, pero soy yo el que se dedica a ello y, como usted no, no se me ocurre que tenga mucho que decir que pueda iluminarme.
La señora Pearson se echó a reír y, enseguida, se llevó la mano a la boca. Su marido hizo una mueca, como si la risilla le hubiera dolido físicamente. Después, se volvió hacia mí otra vez.
– Hamilton es un gusano, ¿lo sabía?
– Una vez lo corté por la mitad -repliqué y me incliné hacia delante para añadir, en un susurro teatral-: y ahora son dos.
– Es un gusano, pero uno que cumple los mandatos de los hombres de negocios. Su banco es un engaño para estafar a la nación e impulsarla a financiar un plan que hará más ricos a Hamilton y a sus amigos, pero puede estar seguro de que me he aprovechado de ello. Por culpa de su banco, se produce un exceso de crédito, lo cual significa que un hombre que tiene intereses comerciales importantes, como yo, puede encontrar el dinero para invertir en bonos del gobierno, cuando antes habría resultado muy difícil. Hamilton no me gusta, pero lo utilizaré en mi provecho. ¿Qué tiene que decir a esto?
Tomé un sorbo de vino.
– Todo esto es muy interesante, pero no me dice concretamente qué significa servir a Hamilton en el Departamento del Tesoro.
– Mi socio comercial trabajó una vez para el Tesoro y me ha informado en términos nada equívocos de que Hamilton es un engreído sin imaginación ni valor.
Me senté muy erguido y pregunté:
– ¿Quién es su socio?
– William Duer. Pensaba que todo el mundo lo sabía; por lo menos, todos los hombres de posición, supongo. Una vez lo expulsan a uno del ejército con deshonor, deja de enterarse de las mismas cosas que el resto de nosotros.
– Jack… -dijo Cynthia.
– No digo más que la verdad -dijo Pearson-. Si a él no le gusta, que se tape los oídos. No andamos escasos de velas. ¿Dónde está el criado? Nate, trae un poco de cera blanda para los oídos del caballero. Quiere ponerse tapones de inmediato.
Cerré los ojos y aparté la mirada, intentando dejar de escucharlo, aunque no recurriría a los tapones de cera para ello, desde luego. Las palabras de Pearson no me molestaban; por lo menos, no de la manera que él pretendía. Si quería echar sal a la vieja herida, lo soportaría. Si me volví, no fue por el dolor, sino porque necesitaba pensar. Pearson creía que Duer era su socio y, sin embargo, la comunicación que había interceptado me informaba, en términos nada confusos, de que era su enemigo. Y Duer, clarísimamente, había intentado evitar que Pearson lo viera en casa de los Bingham.
Comprendí que no obtendría respuesta a esas preguntas sin hablar con Duer, y este había regresado a Nueva York. Tendría que seguirlo hasta esa ciudad. Cynthia estaba allí y me necesitaba, pero no pude seguir eludiendo la simple verdad de que, para protegerla, debería ir a Nueva York.
Yo había apartado la mirada de Pearson y sus ásperas palabras, y luego había puesto cara de determinación. La expresión debió de parecer una mueca de dolor, pues sentí al momento una mano sobre la mía y, cuando levanté los ojos, encontré a la señora Maycott, que me sonreía con cálida simpatía. ¿Quién era aquella mujer, me pregunté, para compadecerse tanto de un desconocido en lo que ella consideraba un momento de zozobra?
La miré a los ojos y sonreí, con la intención de demostrarle que había malinterpretado mi estado de ánimo. Luego, me volví a Pearson.
– ¿Qué clase de negocios tiene con Duer?
– ¿Qué le importa eso?
– Me parece que solo está conversando -intervino el señor Vanderveer.
– Y a mí me parece que eres tonto, cuñado -replicó Pearson-. Bien, Saunders, ¿por qué quiere saberlo? ¿Lo ha enviado Hamilton a preguntarlo? El judío no averigua nada, de modo que manda a un traidor borracho, ¿es eso?
– Me invitaron a venir -contesté-. Hamilton no me envió, y el caballero tiene razón. Simplemente, estoy conversando.
– Pues converse de otra cosa -replicó Pearson-. Mis negocios con Duer son cosa mía. Estamos trabajando en una nueva empresa y lo hacemos con discreción. No necesita saber nada más, Saunders.
No era todo lo que necesitaba saber, pero era algo. Todo el mundo especulaba con que Pearson estaba en franca decadencia. ¿Qué posibilidades había de que William Duer le confiara una empresa secreta?
Las preguntas que aún quedaran por hacer se vieron retrasadas por la llegada de una criada, una muchacha rolliza no falta de atractivo, que nos informó de que ya podíamos pasar al comedor. Me alegré de encontrarme colocado al lado de la señora Maycott y no de la señora Pearson, pues junto a Cynthia me habría sentido incómodo. Ella hizo cuanto pudo por no mirar en dirección a mí durante toda la velada y, aunque la señora Maycott mantuvo en todo instante una cortés conversación conmigo, no tratamos nada de mayor importancia: no hablamos de asuntos del gobierno, de Washington, o tan siquiera hubo acusaciones de halagos maliciosos. El señor Pearson se convirtió en el arbitro de los temas de conversación y decidió hablar únicamente de la excelencia de su propia comida, de la comodidad de las sillas y luego, hacia el final de la velada, se arrancó con la absorbente narración de su ascenso, de hijo del dueño de un negocio de importación, a las encumbradas alturas de su condición presente de dueño de un negocio de importación. La señora Maycott y la señora Vanderveer intentaron animosamente meter baza, pero el señor Pearson no lo permitió. En cuanto a la señora de la casa, solo pude suponer que hacía mucho que había abandonado cualquier esfuerzo por intervenir.
Así pues, soporté la sopa de guisantes, las patatas hervidas con tocino, el cerdo asado, el pollo en salsa de vino, las manzanas asadas con azúcar y un dulce de nata y zumo de limón… Todo ello sin un solo diálogo agradable. No obstante, el vino corrió en abundancia. El señor Pearson parecía excesivamente interesado en el consumo de su esposa e hizo comentarios en voz bastante alta cuando ella terminó su primera copa y aceptó la segunda, que quedó a medio beber, lamentablemente. Más de una vez, nuestros ojos se encontraron en el abrazo de esta comunión en la bebida. Ella apartó la mirada; yo, no. El señor Pearson hizo alguna esporádica observación poco amable, pero no alteraron la conversación ni el ambiente. Cuando su mujer aceptó una copa de oporto con las manzanas asadas, Pearson se lanzó a tal paroxismo de exclamaciones y cloqueos que sonó como un gallinero a la hora de comer.
– ¿No has bebido ya suficiente? -inquirió.
Esta vez, Cynthia le sostuvo la mirada con una expresión sombría y agorera. Tal vez sí que había tomado demasiado vino.
– Creo que soy yo quien mejor puede juzgarlo.
– Y yo creo que, de todos los jueces posibles, quizá no seas la mejor. La esposa de uno de los hombres principales de la ciudad debería comportarse con más sobriedad. Parece que tú y ese truhán hayáis iniciado una de esas competiciones tabernarias a ver quién bebe más.
El lector se sorprenderá al saber que, cuando Pearson dijo eso, me señaló a mí.
– Vamos, Jack… -empezó a decir el señor Vanderveer.
– Te aconsejo que no intervengas -dijo Pearson-. Haces mal en interponerte entre un hombre y su esposa. Además, esa panza tan oronda que tienes indica claramente que no sabes en absoluto cuándo alguien ya ha tenido bastante. ¿Otra manzana asada, Anders?
– No hay motivo para ser cruel -respondió Vanderveer sin alterarse.
– ¿Qué es esto? ¿Toda una frase sin un halago? Ni tragarte todos los sapos del mundo te servirá para figurar en mi última voluntad, así que no es preciso…
El señor Vanderveer descargó una palmada en la mesa.
– ¡Protesto! Nunca hemos tenido esa intención…
Pearson agitó una mano en el aire.
– Sí, sí, no me aburras. -Se puso en pie y continuó-: Bien, la compañía ha sido muy grata, pero ahora estoy cansado y debo acostarme. Buenas noches a todos.
Con esto, abandonó la sala y nos dejó a los demás en un silencio perplejo y a la desafortunada señora Pearson con la responsabilidad de determinar qué debía venir a continuación.
Yo, sin embargo, no estaba dispuesto todavía a poner fin a la velada. Me levanté, me excusé con los presentes y salí a toda prisa detrás de mi anfitrión. Este apenas había dado unos pasos fuera de la sala y estaba en el rellano de la escalera, donde una única vela iluminaba la penumbra, cuando lo alcancé. Se había detenido y, al darse la vuelta para llamar a un criado que trajera más luz, me encontró a mí.
– ¿Qué, Saunders? ¿Qué es esto?
– Quiero hablar con usted un momento en privado, si le parece.
– No tengo nada que decirle. No debería haberlo aceptado en esta casa. Hablaré con la señora Maycott respecto a la clase de persona que tiene por amigo.
Observé su rostro envejecido bajo la luz mortecina, cuya llama amarilla se reflejaba en los dientes amarillos. Estaba asustado de encontrarse a solas conmigo.
Me daba vueltas la cabeza de lo que había bebido y me obligué a concentrarme.
– Quiero que me hable de usted y Duer.
– No estoy dispuesto a ello. No voy a decirle nada.
– ¿Qué hay de sus propiedades en Southwark? Una de dos: las ha perdido, o las ha vendido. Y también está el asunto de su préstamo del Banco de Estados Unidos. Tengo entendido que los plazos para los pagos han vencido y ni siquiera se ha presentado cuando ha sido requerido a ello. ¿Tampoco está dispuesto a hablar de eso?
Pearson contrajo el rostro en una mueca grotesca de odio. Todo rastro del hombre vigoroso y atractivo que había sido quedó barrido por una explosión de furia que alteró, en un único destello, el paisaje de sus facciones.
– ¿Se propone usted cobrarse venganza, Saunders? Después de que huyera de Filadelfia, hace tantos años, resulta que me casé con la muchacha que usted se había propuesto conquistar. ¿Por eso viene ahora a acosarme?
Yo no podía permitir que viese cuánto me irritaban sus palabras, ni quería negar mis sentimientos por Cynthia. Ni para su satisfacción, ni para mi provecho. Guardé silencio.
Pearson pareció tranquilizarse un poco.
– La viuda Maycott -dijo- parece bastante afectuosa con usted y es un partido excelente. Concéntrese en eso, si se atreve, y déjenos en paz a mí y a mi familia. No volverá a ser bien recibido en mi casa; de hecho, no lo quiero aquí ni un minuto más. Voy a acostarme, pero ordenaré a mis criados que, si dentro de un cuarto de hora no se ha marchado, lo echen por la fuerza.
Me dio la espalda y empezó a subir por la escalera a oscuras. Ni siquiera me deseó buenas noches, lo cual fue una desconsideración por su parte.
Cuando regresé al salón, los Vanderveer estaban despidiéndose y agradecían a la anfitriona la grata velada. Tal vez se referían a otra ocasión, a otro día. Hablaban como si la cena hubiera concluido de forma natural y agradable, aludieron a lo tardío de la hora y alabaron la comida. Finalmente, tras dar las gracias otra vez, abandonaron la casa.
Llegó entonces el turno de la señora Maycott.
– Es usted una anfitriona encantadora, Cynthia. Muchísimas gracias por invitarme.
– Joan… -respondió ella, entornando los ojos.
La señora Maycott se llevó el índice a los labios.
– No es preciso que diga nada. Somos amigas. Tampoco hace falta que me acompañe a la puerta pero, antes de marcharme, espero que no tenga reparos en que hable un momento con su cocinera. Ese pollo estaba delicioso y me gustaría saber cómo lo prepara.
– Por supuesto.
Las dos damas se despidieron con un abrazo y la señora Maycott me permitió darle la mano, que tenía muy tersa para la época del año. Momentos después, se marchó y me dejó a solas con la señora Pearson. Nos quedamos los dos allí, de pie, vueltos hacia la puerta por la que había salido la viuda y sin saber muy bien qué decir.
– Es una mujer encantadora -comentó la señora Pearson-. Y dicen que su marido la dejó en una situación muy acomodada.
– Me alegro de saber que los maridos pueden servir para algo bueno -comenté yo-. Como dejar una fortuna a sus viudas.
Temí haberme extralimitado, pero Cynthia estalló en una carcajada aguda, juvenil, como yo pensaba que ya no volvería a escucharle jamás.
– Capitán Ethan Saunders, vayamos a tomar una copa a la biblioteca.
– Señora Cynthia Pearson, su esposo me ha informado de que, si no abandono esta casa en un cuarto de hora, hará que me echen por la fuerza los criados.
Ella me sonrió antes de responder:
– Alguna cosa he aprendido después de una década de matrimonio. Los criados son leales a mí. Y la biblioteca está muy lejos de la alcoba del señor Pearson. No hay mejor lugar en la casa para esconderse de él.
– En tal caso, señora, vayamos allí de inmediato. Aprecio mucho una buena biblioteca.
La bonita criada rolliza nos condujo a la estancia, donde ya estaba encendido un buen fuego. La muchacha prendió varias velas y nos proveyó de una botella de excelente oporto. Tuvo la amabilidad de servir dos copitas y, a continuación, la delicadeza de desaparecer.
Cynthia exhaló un suspiro, se sentó frente a mí en una silla de respaldo alto y, de repente, algo cambió. Cuando hizo el pequeño gesto de sentarse, fue como si un maestro carpintero juntara dos piezas de madera que encajaban con un ajuste tan perfecto que incluso producían un chasquido al unirse. Así fue como Cynthia, con su suspiro bondadoso c indulgente y su relajado dejarse caer en la silla, me tranquilizó. Ya no era un intruso del pasado al que recibía con hostilidad, sino algo más agradable.
– Joan hizo mal en invitarlo aquí esta noche -dijo mientras estudiaba su oporto-. Creo que ha sido un proceder malicioso.
– Con lo buenos amigos que somos, no deberíamos tener problemas para estar juntos en la misma estancia.
– No me refería a eso. Me gustaría que no hubiera visto al señor Pearson en uno de sus arrebatos.
– La entiendo, pero lo cierto es que acabo de presenciar uno de ellos. Señora Pearson, usted ya me ha pedido ayuda una vez. Me pidió que buscara a su marido porque se creía en peligro, usted y sus hijos. No puedo creer que quisiera que diese con él para salvarlo de algún apuro.
– No debe decir eso -respondió ella-. Si ha de hablarme así, es mejor que lo dejemos.
– De acuerdo, no le hablaré así. Iré directamente al grano. No me importa que alguien me cuente un par de mentiras para borrar las propias huellas, pero debe confesar de plano si lo descubren. ¿Le pidió a la señora Maycott que me invitara a venir aquí, y que lo hiciera públicamente en la fiesta, para que todos vieran que no era cosa de usted?
Ella se sonrojó intensamente.
– ¿Cómo lo ha sabido?
– Solo tenía esa impresión. Fue una maniobra muy astuta.
– Gracias. Durante la guerra aprendí algunas cosas. Siempre me ha gustado enterarme de sus trucos e intrigas y, por fin, he tenido la oportunidad de poner en marcha un pequeño ardid yo misma.
– ¿Con qué objeto? -pregunté-. Me gustaría halagarme pensando que no quería más que mi compañía, pero me temo que no es eso. ¿No podría contarme más de lo que sabe?
– Todo empezó hace unas seis semanas -dijo ella-. El señor Pearson no ha sido nunca el más apacible de los hombres, pero empezó a ponerse más irritable de lo habitual. Y empezó a recibir en casa con frecuencia a un individuo de lo más extraño, de aspecto muy del Oeste. Con una cicatriz en la cara.
– Sé quién es. Trabaja para William Duer. ¿Conoce a Duer?
– Por supuesto. He tratado con él varias veces. Cosas de las relaciones sociales de Filadelfia, ya sabe. Cuando trabajaba para Hamilton y vivía en la ciudad, nuestras familias estuvieron en contacto con frecuencia.
– ¿Cuándo empezó su marido a hacer negocios con Duer?
– No lo sé.
– ¿Y el motivo de que usted se pusiera en contacto conmigo?
– Cuando el señor Pearson desapareció, la semana pasada, no le di apenas importancia. Entonces se presentó ese hombre, Lavien, deseando hacer preguntas. Ya había venido en otra ocasión y el señor Pearson se había negado a hablar con él. Esta vez, quería saber dónde estaba mi marido y qué conocía yo de sus negocios. Fue incómodo, pero nada más. Luego, vino a verme un hombre que dijo llamarse Reynolds, un hombre alto y calvo con acento irlandés. Me dijo que no debía contarle nada a Lavien y que, si deseaba preservar la seguridad de mi marido, de mis hijos y de mí misma, no me metiera en asuntos que no me incumben.
El irlandés alto. Otro hombre más que se hacía pasar por Reynolds y que se convertía en manifiesto enemigo mío. No tenía idea de qué podía significar aquello, pero me inquietaba.
– ¿Y fue entonces cuando acudió a mí?
Ella asintió.
– La ausencia del señor Pearson no me habría preocupado mucho. Al fin y al cabo, no era la primera vez. Pero cuando vi que el asunto afectaba a mis hijos, no supe qué hacer y el único nombre que me vino a la cabeza fue el suyo. Lamento haberlo perturbado tanto con todo esto.
– No diga eso. Tengo el deber de ayudarla.
– Y -añadió ella- me alegro de verlo después de tantos años.
En aquel instante, se abrió la puerta y el señor Pearson entró en la habitación, con el rostro y los ojos encendidos. Llevaba el chaleco desabrochado y la camisa desarreglada, y una mueca de desprecio en los labios. En una mano sostenía un látigo de caballo con el mango de plata; con la otra, tiraba de un chiquillo de tal vez ocho o nueve años por el cuello de una camisa de dormir de algodón descolorido. El niño llevaba el pelo revuelto de haberse levantado de la cama, pero estaba completamente despierto. Y aterrorizado.
Se parecía mucho a Cynthia en el pelo rubio y las facciones suaves, y tenía una nariz igual que la suya. También se parecía a Pearson, sobre todo en los ojos, aunque el pequeño los tenía rojos de miedo y de confusión, y no de rabia diabólica como su padre.
La señora Pearson se puso en pie.
– Jeremy -dijo.
– Mamá -respondió el niño en un susurro que transmitía cansancio y terror.
– Le dije que se marchara -masculló Pearson al verme.
Me puse en pie despacio, pendiente de observarlo todo con la máxima claridad. Vi el látigo que Pearson tenía en la mano, vi el miedo en los ojos del chico, vi la marca difuminada de una quemadura en la muñeca del pequeño y otra muy parecida en la de su madre. Alguien, estaba claro, era muy aficionado a infligir quemaduras en las muñecas.
– Me marcharé tan pronto me asegure de que aquí todo está en orden.
– El orden en mi casa no es asunto de su incumbencia. La zorra de mi esposa ha embrujado a los criados y son incapaces de enfrentarse a usted, pues todos están heridos, asustados o desaparecidos. Así pues, me he tomado la molestia de sacar de la cama al muchacho. No amenazaré con darle una paliza a usted, Saunders, pues me han dicho que es tan patético que no le importa recibir una tunda, pero el chico es otra cosa. Como no haya salido de esta casa en un minuto, azotaré al niño hasta que sangre.
– ¡Es su hijo! -mascullé.
– Por eso haré con él lo que me plazca.
Cynthia estaba pálida y temblorosa, con los brazos caídos a los costados, rígidos. Abrió levísimamente las manos y unas lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Creí que para entonces se habría vuelto loca, que estaría perdida en algún mundo desquiciado de miedo por su hijo; sin embargo, me miraba lúcidamente y, cuando habló, lo hizo con voz firme, poderosa y cuerda.
– Debe marcharse.
Lo dijo con suavidad, sin que pareciese una orden, como si me dijera que debía salir de allí enseguida, pero solo eso. Que tenía que marcharme en aquella ocasión. El futuro era otra cosa.
– Bien -dije a Pearson-, no mutile a su heredero por mi causa. Tengo cosas que hacer. Ya sabe, visitar tabernas. Un traidor borracho tiene una vida muy ocupada.
– Ocupe como quiera su desgraciada vida -replicó él-. Mucho mejor estará vomitando en los callejones que entrometiéndose en asuntos de caballeros. Es usted demasiado basto para desenvolverse en los círculos que ambiciona.
– Es interesante que diga eso -respondí- porque cuando hablé de este mismo tema con la señorita Emily Fiddler… Me refiero a la tía, claro, no a la sobrina, pues con esa no hay nada que hablar, no es preciso que se lo diga… En cualquier caso, ¿sabe usted lo que su buena amiga, la señorita Fiddler, me comentó acerca de los refinados círculos en los que usted…?
No terminé la frase, pues Pearson agarró a su hijo por el pelo revuelto y tiró de él sin piedad. El chico soltó un grito terrible de dolor y unas lágrimas silenciosas corrieron por su rostro, a imitación de su madre. Su expresión, que se había vuelto sombría e irritada, era un reflejo en joven de la de su padre, pero en ella había algo más: una muda determinación a soportar su sufrimiento en silencio.
– ¡Salga de mi casa! -Pearson no masculló, exclamó o gritó aquellas palabras. Las aulló. Fue la voz de la locura, la de un hombre que carecía del menor sentido de la proporción o del decoro, y me espantó, pues no me quedaba más remedio que abandonar a aquellos inocentes a su enajenación.
Entonces se oyó otra voz femenina.
– Lo siento mucho. No pretendía entrometerme.
Todos nos quedamos inmóviles, suspendidos en el tiempo por un instante, como si aquella escena demencial fuese algo profundamente personal y privado que, de pronto, quedaba al descubierto. La voz procedía de la puerta, pero no pertenecía a ninguna criada. Me volví para observar a la mujer, bonita y perfectamente arreglada, con sus labios rojos apretados en la más perversa de las sonrisas, como si supiera perfectamente lo que estaba viendo y haciendo. No había argumento, violencia o razón capaz de apagar la rabia de Pearson, pero otra cosa muy distinta era la vergüenza. La recién aparecida comprendía el poder de la vergüenza y la blandía como el látigo de Pearson.
Era la viuda Maycott.
– Lamento mucho molestarlos -dijo Joan Maycott, actuando en esos momentos como si no hubiese interrumpido nada más perturbador que la representación informal de una escena de una obra de venganza del teatro inglés jacobino-. He pasado más rato del que pensaba con la cocinera y, al oír voces, he pensado en asomarme un instante para volver a despedirme.
Pearson murmuró algo que tal vez fuese, «sí, sí, está bien» o algo parecido. Enseguida, soltó del pelo a su hijo.
– Bien, pues me marcho. Capitán Saunders, tengo un carruaje esperando, si precisa usted transporte. Hace bastante más frío que cuando vino.
Miré a Cynthia, que hizo un levísimo gesto de asentimiento. Conocía a su marido mejor que yo y tendría que fiarme de ella respecto a si le ofrecería más seguridad mi presencia o mi ausencia. De momento, parecía creer que podría manejarse mejor si yo no estaba.
Así pues, eché a andar, pasé por delante de Pearson y del pobre chiquillo aterrado, y llegué a la altura de la señora Maycott. Entonces, me volví en redondo una vez más.
– Confío en que uno de esos criados poco serviciales que ha mencionado me traerá el gabán y el sombrero.
– Se lo darán todo en la puerta -susurró Pearson, con una voz que sonó como si escapara aire de una vejiga.
Poco me importaban a mí el gabán y el sombrero. Solo me había vuelto para mirar por última vez a la señora Pearson. Su marido estaba de cara a mí y no podía ver su expresión. Tampoco pudo leer sus labios encarnados cuando me dirigieron en silencio sus palabras de despedida: «Ayúdame».
Cuando salí, comprobé que, en efecto, la temperatura se había desplomado brutalmente durante mi estancia en la casa de los Pearson. Estaba acostumbrado al frío y no había tanto trecho hasta mis aposentos, pero no podía rechazar la oferta de la señora Maycott. Le di las gracias una vez más, la ayudé a montar en el carruaje y emprendimos la marcha por las calles nocturnas vacías, solo pobladas por la guardia, borrachos, prostitutas y, cosa sorprendente, por un hombre que conducía un pequeño rebaño de cabras, que probablemente no era suyo. No estuve muy seguro de qué decir, pero la señora Maycott me salvó del apuro.
– No lo envidio -dijo-. Verse atrapado en la tormenta de la furia del señor Pearson… Había oído más de un comentario de la señora Pearson sobre sus accesos de mal genio, pero no los había presenciado nunca.
– Ni yo. Y ojalá siguiera como hasta hoy, porque no sé qué hacer.
– No tengo ninguna duda de que hará lo que deba.
– ¿Y qué es ello?
– No puede dejar a esa señora y a sus hijos en manos de esa bestia.
– No puedo hacer nada por ella. No puedo ofrecerle refugio y ella no lo aceptaría aunque yo estuviera en condiciones de dárselo. Imagine el daño que sufriría su reputación. Lo que ha hecho Pearson no le importaría a nadie; solo contaría que era su mujer y lo había abandonado.
Ella no respondió a esto, como si mi razonamiento fuese demasiado estúpido para tomárselo en serio.
Consideré buena idea cambiar de tema.
– La otra noche mencionó que conoce a Duer. ¿Está al corriente de la naturaleza de sus relaciones comerciales con Pearson?
– No, pero no lo conozco bien. Sin embargo, es posible que tenga algo que ver con el Banco del Millón. Este es uno de los nuevos negocios de Duer y en la actualidad ocupa gran parte de su tiempo.
– El Banco del Millón. ¿Se refiere a que Pearson va a invertir ahí?
– Muy probablemente -dijo la señora Maycott.
– ¿Y cogerá el dinero que pidió a crédito al Banco de Estados Unidos para ayudar a crecer a un banco rival?
– Es posible -dijo ella-. ¿Qué le importa a usted? Antes ha dicho que trabajaba para Hamilton, pero sé que no es verdad. Simplemente, trataba de provocar al señor Pearson. Y, con todo, no puedo dejar de preguntarme si es usted partidario de Hamilton y de su banda.
– Parece usted muy asombrada. ¿Le molestaría que lo fuese?
– Vivimos tiempos asombrosos -murmuró ella y el tono de su voz indicó que no estaba respondiendo a mi pregunta, sino a la que deseaba que yo le hubiera hecho-. Hemos presenciado la revolución más admirable que ha conocido el mundo y el establecimiento de un gobierno republicano que tiene la oportunidad de ser la gloria de la humanidad. ¿Cómo no voy a estar preocupada por algo que amenaza socavar el bien de nuestra nación?
– Me perdonará si sospecho que su interés va más allá de la mera admiración por la causa de la nación…
– Pues anda confundido. Nada me importa más que la nación. Precisamente por este motivo sospecho de Hamilton, a quien, en mi opinión, no le gusta el gobierno republicano. Creo que está a favor del sistema británico, un sistema de monarquía y corrupción.
– Ya he oído estos argumentos otras veces y, aunque no dudo que Hamilton admira el sistema británico, no tengo prueba alguna de que esta admiración represente una amenaza para nosotros.
– Este gobierno se formó como un medio de confederar los diversos estados -dijo ella-, pero Hamilton utiliza su influencia para reforzar el poder federal a cada paso. Ahora, los estados deben inclinarse ante sus amos de Filadelfia.
Estábamos enfrascados en una conversación muy distinta de la que yo habría preferido. Todavía no podía conjeturar qué se llevaba entre manos la señora Maycott, ni cómo tomarme su interés por aquellos asuntos. Estaba seguro de que ella sabía algo, pero no vi el valor de reabrir el debate de hacía unos años sobre la validez de la nueva Constitución.
– Sí, ese es el viejo argumento de los antifederalistas y conozco bien sus planteamientos, pero solo el tiempo dirá cuál de los bandos tiene razón y soy reacio a denostar al gobierno federal hasta que este haya probado el experimento. Los antifederalistas no dejan de clamar contra el peligro de un poder centralizado, pero no he visto pruebas de que este haya causado ningún perjuicio.
– ¿Qué me dice, entonces, de la tasa sobre el whisky, que ha oprimido terriblemente a los campesinos pobres y los ha llevado a la ruina y a las deudas, que ha impuesto Hamilton para financiar sus proyectos especulativos?
La tasa sobre el whisky, otra vez.
– Me gustaría que hablase más claramente. ¿Qué significa esto para usted?
– Soy una patriota. Es todo cuanto necesita saber. Quiero a mi país y sé que usted también. No pienso lo mismo de Hamilton. Solo le pido a usted que esté abierto a tal posibilidad.
Mientras ella decía aquello, yo pensé en el señor Reynolds y en los tratos secretos de Hamilton con él. Hamilton no era todo lo que aparentaba, eso era cierto, pero no creía que fuese el enemigo de la nación que los partidarios de Jefferson -y, según veía, la señora Maycott- pintaban.
– Estoy abierto a todas las posibilidades -dije por último.
– Por eso me fío de usted. Oh, ya hemos llegado a su casa.
Qué oportunamente, pensé. Sobre todo, porque no le había dicho dónde vivía.
Abrí la portezuela de mi lado del carruaje.
– Le agradezco el viaje, pero debo decir algo. No consigo adivinar la naturaleza de su participación en estos asuntos y no espero que usted me la explique. Solo puedo decir que, si conoce algo de importancia, espero que me lo cuente.
Ella me sonrió y exhibió la gloria deslumbrante de sus labios iluminados por la luz de la calle.
– No debe sospechar de mí, precisamente, capitán Saunders. Creo que, en este preciso momento, soy la mejor amiga que tiene.