Capítulo 19

Ethan Saunders


Todo el mundo deseaba acudir a la reunión de los Bingham y a mí no me habían invitado. Este detalle no tenía la menor importancia porque sabía que entrar sería pan comido. Mientras me acercaba por Market Street, vi que las farolas contiguas a la mansión Bingham estaban encendidas. Aquella era una de las joyas de la ciudad, una residencia privada de un gusto y un esplendor notables, casi tan grande y majestuosa como el edificio de la Library Company. A los europeos que creían que América era un país de salvajes vestidos con pieles que carecían de arte o sutileza, los retaría a ver nuestra mejor arquitectura, de la cual esta casa era verdaderamente un ejemplo, un monumento a la modestia, la opulencia y la robustez americanas.

Una hilera de carruajes desfilaba lenta y pomposa por la calzada circular que discurría ante la fachada de la casa, pero yo no entraría con ellos. Leónidas y yo nos dirigimos a la puerta de servicio, que estaba en la parte trasera. Para nuestra sorpresa, la encontramos cerrada. Yo había previsto que habría allí un bullicioso entrar y salir de criados y que podríamos confundirnos con ellos pero, al parecer, los Bingham lo habían preparado todo con antelación.

Leónidas no me preguntó por mis planes ni hizo comentarios burlones sobre mi falta de previsión. Me conocía demasiado bien y sabía que yo no me arredraría ante una puerta cerrada, ni cualquier otro impedimento. Metí la mano en la bota derecha, en cuyo interior guardaba una bolsita que contenía unas cuantas ganzúas de lo más útiles. Busqué la más adecuada para la cerradura que tenía delante y, al cabo de un minuto, la había forzado. Guardé las ganzúas en la bota, hice girar el picaporte y abrí la puerta. Allí encontramos a una docena o más de cocineros, chefs y camareros que corrían de un lado a otro, no de una manera caótica sino con una suerte de mecanizada determinación. Sobre los fogones se alzaban nubes de vapor y de los hornos salían ardientes vaharadas de calor. Una mujer colocaba pasteles en una bandeja de porcelana blanca. Otra utilizaba unas grandes pinzas para sacar un pollo pequeño de un perol con agua hirviendo. Nos aventuramos en aquel barullo y empecé a aleccionar a Leónidas sobre la presentación correcta de los quesos, una clase que duró lo que tardamos en cruzar la cocina. Si a alguien le pareció extraño que un hombre recorriera la cocina enseñando a servir comida a un negro, no comentó nada. Así pues, dejamos atrás la cocina y nos encontramos dentro de aquella inmensa casa, donde lo único que tuvimos que hacer fue seguir a nuestro oído y subir un tramo de escaleras para llegar a la sala central, en la que tenía lugar la celebración. Una vez allí, mandé a Leónidas a averiguar dónde se habían reunido los otros criados.

Había varias docenas de invitados y, además de la sala, que habían despejado de muebles para dejar sitio a los que bailaban, los asistentes ocupaban otras tres salas que parecían haber sido amuebladas con la idea de que sirviesen para reuniones de aquel tipo. En cada una de ellas había grupos de sillas y sofás para que los invitados pudieran sentarse a conversar y todos los candelabros y brazos de luz estaban llenos de cirios de sebo, que iluminaban de tal modo que casi parecía de día. En una de las estancias habían dispuesto unas cuantas mesas con naipes. Se servía comida y vino a discreción, un trío de músicos tocaba en una esquina y nuestra hermosa anfitriona, la incomparable señora Bingham, bella y elegante, iba de un invitado a otro envuelta en su nube sólida de cabellos dorados. En la sala de baile, los grandes, importantes y pomposos de la ciudad -y, por lo tanto, de la nación- danzaban con elegancia o torpeza.

No me molestaron las velas, ni la comida, ni los músicos, ni el baile. Menos cómodo me sentí con la compañía, pues se hallaban presentes prácticamente todos los potentados de la ciudad. Estaban el señor Willing, presidente del banco de Hamilton, y el vicepresidente John Adams, gran bebedor de vino, con su agradable esposa, Abigail. El gran hombre, el mismísimo Washington, no estaba, lo que para mí fue decepción y alivio a un tiempo. Se decía que rehuía aquellas reuniones porque solo él tenía que forjar el perfil público de presidente y no sabía si resultaría demasiado frívolo que el líder de una nación republicana asistiera a aquella suerte de saraos. Su ausencia fue lo mejor que podía ocurrirme, decidí. En mi lamentable situación, ¿cómo iba a acercarme a un hombre venerado por todos, y por mí más que por ningún otro?

En cambio, sí estaba Hamilton, acompañado de su esposa, Eliza. Yo había coqueteado con ella hacía muchos años pero, si me reconoció, no dio muestras de ello. Seguía siendo en cierto modo bonita, pero había engordado y se la veía algo ajada porque había parido tantos hijos que creo que incluso los padres habían perdido la cuenta. La pareja engendraba pequeños federalistas como si fueran conejos. Aquello constituía motivo suficiente de burla pero, cuando me fijé en la felicidad con que ella miraba a su marido y la satisfacción que este destilaba cuando la tomaba de la mano, percibí con toda intensidad por qué yo estaba en aquella sala. Estaba por Cynthia y por todo lo que había perdido, todo lo que me había sido negado.

Tomé una copa de vino de la bandeja que pasaba un criado y actué como si no hubiese otro lugar en todo el universo en el que me sintiera más en mi salsa. Deseaba por encima de todo que nadie se fijara en mí porque había varios hombres en aquella estancia a los que no conocía bien, pero que tal vez pudiesen identificarme, recordar mi nombre, mi rostro y el delito del que se me había acusado. Quería hacer lo que debía antes de que la gente me viera.

Sin embargo, no iba a tener tanta fortuna. No bien había empezado a estudiar las caras que poblaban la sala, cuando noté una mano en el hombro. Al volverme, vi que se trataba del coronel Hamilton. Eliza seguía a su lado. Desviando la mirada un momento, me sonrió.

– Capitán Saunders, cuántos años…

– Demasiados -respondí, dedicándole una reverencia-. Sin embargo, si bien yo he envejecido, usted está exactamente igual que la última vez que la vi. ¿Se encuentra bien?

Este fue nuestro intercambio de naderías. Ella, con toda cortesía, no mencionó el hecho de que, desde nuestro último encuentro, yo había caído en desgracia. Muy amable por su parte. Al cabo de un momento, Hamilton se disculpó ante su esposa y me llevó aparte, a unos pasos de distancia.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– ¿No le había dicho que me han invitado? Qué extraño… A veces, pienso que no somos tan amigos como antes, ¿sabe?

– Saunders, no quiero que enturbie las cosas. Aquí no tiene nada que hacer. No quiero que se cree enemigos.

– ¿Por qué le importa si me los creo o no?

– No quiero que se cree enemigos por mí -aclaró.

– Oh -dije, notando que dirigía los ojos al otro extremo de la sala, donde había un hombre de su misma estatura. Era pelirrojo y tenía una cara atractiva que resplandecía de satisfacción, la cual, pensé, se debía no poco al hecho de que lo rodeaba un grupito de hombres que estaban atentos a todas y cada una de sus palabras.

– Vaya, pero si es Jefferson -comenté, en voz más alta de lo que a Hamilton le habría gustado.

– Márchese, por favor -dijo el coronel.

– Si no quería usted que Jefferson y sus secuaces nos relacionaran -dije-, lo único que tenía que haber hecho era no abordarme, ¿sabe? Ahora, aquí estamos, en íntima conversación. Lo cual lo deja a usted en muy mal lugar.

– Esa es la menor de mis preocupaciones -replicó-. Quiero que se marche.

Desde el otro lado de la sala, Jefferson pareció percatarse de la atención que le prestaba Hamilton y el secretario de Estado le dedicó al secretario del Tesoro una rígida inclinación de cabeza. Cuando Hamilton le devolvió el gesto, el odio entre ambos me pareció una fuerza casi física, sólida como el acero y ardiente como el sol. Si un hombre hubiera cruzado entre sus miradas encendidas, habría quedado reducido a cenizas.

Jefferson apartó la vista y yo me volví para decirle algo a Hamilton, pero este se había alejado, habiendo desperdiciado ya, quizá, demasiada energía en mí. No pude por menos de pensar que en sus palabras había un punto de deferencia, como si me hubiera pedido que me marchara por mi propio bien y no por el suyo, y me pregunté si tenía que tomármelo en serio. Continué preguntándomelo mientras cruzaba la estancia y quizá habría seguido haciéndolo hasta alcanzar la puerta, si no hubiese visto en aquel momento al hombre al que había ido a importunar.

El señor Duer estaba rodeado de un pequeño círculo de hombres, pero no vi a su arisco socio. Torné al vuelo un vaso de vino de la bandeja que pasaba un camarero, me lo bebí de un trago, cogí otro y empecé a acercarme al especulador.

No había dado más de un par de pasos cuando me abordó el señor Lavien, que se puso a mi lado como si hubiésemos estado juntos toda la velada.

– ¿Vamos? -preguntó.

– No sabía que lo hubieran invitado.

– Pues yo sabía a ciencia cierta que a usted no -replicó.

Caminamos hacia Duer, que estaba enfrascado en una conversación con tres hombres, dos de los cuales no me sonaban de nada, aunque reconocí al tercero. Era Bob Morris, tal vez el hombre más rico de América y en cuya mansión de Filadelfia vivía y trabajaba George Washington. Especulador impenitente, Morris se había enriquecido con la Revolución y con los acontecimientos que se produjeron a continuación. Incluso aquel potentado estaba pendiente de cada palabra de Duer.

Ahora que tenía la oportunidad de observarlo, este se me antojó aún más frágil y menudo. Era delicado como una estatua de cristal y su cuerpecito sugería pequeñez del mismo modo que la noche sugiere oscuridad. Aunque solo era un poco más bajo que Lavien, tuve la clara impresión de que yo, a su lado, descollaba. Con su aire de dandi y ataviado con un elegante traje de terciopelo azul marino con brillantes botones dorados, lucía uno de esos cortes de pelo, tan poco naturales, que estaban de moda. Era como si alguien hubiera dejado caer desde gran altura una pirámide de pelo que se le hubiese posado en la cabeza.

Al vernos, Duer se volvió hacia sus acompañantes.

– Si me disculpan, caballeros. Incluso en una reunión tan agradable como esta, hay asuntos desagradables que atender.

Los aduladores se esfumaron y tuvimos al especulador para nosotros solos. Se dispuso a decir algo desdeñoso, algo que iniciara y concluyera la conversación de un plumazo, pero advertí la expresión decidida de su rostro e intervine en el preciso instante en que él fruncía las comisuras de los labios. No iba a permitirle que adoptara una postura desde la cual le fuera fácil abreviar.

– Señor, lamento mucho -dije antes de que pudiera pronunciar palabra- si el otro día lo abordé de una forma demasiado repentina. Permítame que le diga que soy admirador suyo desde hace mucho tiempo, aunque sea de lejos. También le pido excusas si el señor Lavien, aquí presente, le ha dado problemas. Es un individuo problemático.

– En lo que hace a su trabajo al servicio de su amo, sí que lo es, aunque creo que ese amo suyo es un viejo amigo mío. Aun así…

– Aun así -lo interrumpí, lo cual era siempre un movimiento arriesgado, pero pretendía demostrarle a Duer que yo llevaba la voz cantante en aquel asunto, más que Lavien-, hay un momento y un lugar para cada cosa y este no es momento de que un hebreo pesado e insistente cause problemas en una reunión tan espléndida como esta. ¿Sabe, señor Duer, que él ni siquiera tiene invitación? Es un escándalo, lo sé. Oh, señor Lavien, no ponga esa cara: si fuéramos a infiltrarnos en una reunión secreta de fariseos importantes, estoy seguro de que nos harían sentir tan mal recibidos como debemos hacérselo sentir a usted en las presentes circunstancias. Así pues, tenga la amabilidad de marcharse. Búsquese un poco de pan ácimo y quizá algo para acompañarlo que no sea cerdo.

Lavien, que no traicionaba nunca un sentimiento sin calcular primero los beneficios de hacerlo, lucía ahora una máscara de ira y humillación. No habíamos preparado nada de antemano, pero me permitió seguir mi curso de acción sin vacilaciones y yo no pude por menos de pensar lo estupendo que sería que pudiéramos formalizar nuestra sociedad. ¡Qué gran labor podríamos desarrollar para nuestra nación! Lo vi alejarse, manifestando su fingido resentimiento con gestos y muecas. Yo, por mi parte, dejé el vaso de vino en una mesa.

– ¿Cuál es su relación con este hombre? -quiso saber Duer.

– Oh, en realidad es algo absurdo -respondió-. Por una serie de razones que no explicaré para no molestarlo, y por hacer un favor a un amigo de un amigo del caballero, decidí investigar la desaparición del señor Pearson, y ese hombre, Lavien, se ha declarado mi rival. Creo que intenta ganarse el favor del coronel Hamilton, y eso resulta de lo más irritante. Bien, yo admiro a Hamilton como cualquier hijo de vecino, pero su decisión de a quién emplear y, disculpe mi atrevimiento, a quién no, ha sido cuando menos curiosa. Los primeros meses, cuando usted estuvo al cargo de los asuntos del Tesoro, fueron los más productivos, en mi opinión.

– Muy amable por su parte -dijo, inclinando la cabeza.

Me sorprendió en gran manera descubrir lo sensible que era a los halagos, pero supe que era un recurso del que no debía abusar.

– En absoluto, en absoluto Y ahora, si no le importa, me gustaría formularle un par de preguntas. Prometo que intentaré que sean lo menos dolorosas posibles y usted siempre puede decir que no quiere responder. Algo sencillo entre caballeros; entre caballeros cristianos, debería precisar.

Que los dos juntos pudiéramos trazar un círculo en el suelo del que Lavien quedara excluido bastó para satisfacer al especulador.

– Haré cuanto pueda por ayudarle -proclamó.

– Estupendo, aunque no esperaba menos de usted. Bien, hablemos de Pearson. ¿Puede contarme cuál es su relación con él?

– Oh, no es ningún secreto -respondió Duer-. Él y yo hicimos juntos unos pequeños negocios y, aunque Pearson quería que hiciésemos más, a mí él nunca me gustó. Nuestros caminos se cruzaron sobre todo en cuestión de propiedades. Pearson había invertido en un proyecto de compra, venta y arriendo de tierras en la frontera occidental de este estado.

– Han negociado con la deuda de guerra, ¿verdad? -Fingí una actitud relajada, ocultando la aversión que sentía por un hombre que había engañado a tantos veteranos de guerra con la promesa de un pago, cuando estos hombres se habían aferrado a aquellos títulos promisorios durante una década o más.

– Entre otras cosas -respondió-. El beneficio en la deuda de guerra ha disminuido, por supuesto, desde la aprobación de la Ley de Absorción de Deudas, pero años atrás era una manera de hacer un poco de dinero. Ahora, el dinero hay que tenerlo en bonos del Estado, cupones bancarios y otras inversiones de riesgo.

– ¿Como el Banco del Millón de Nueva York? -apunté.

– He oído hablar de ese banco -me estudió con atención-, y supongo que debe de ser tan bueno como cualquier otro, pero no tengo información concreta sobre él. ¿Cómo es que lo conoce?

– Tengo un primo en Nueva York que es inversor y me ha instado a poner dinero en él. Dijo que era una oportunidad importante.

– Cualquier banco, si prospera, es una buena inversión. Y ahora que Hamilton ha lanzado el Banco de Estados Unidos y planea abrir más sucursales, supongo que veremos muchas más instituciones de ese tipo en el país. No obstante, aunque pueden ser inversiones excelentes, también pueden resultar traicioneras, como todo lo demás. Fíjese en su amigo Jack Pearson. No hay nada más sensato que los bonos del Estado al seis por ciento, pero se ha arruinado con ellos.

Pensé en lo que había dicho aquella mujer, la señora Birch: que la casa que Pearson le alquilaba había sido vendida precipitadamente. Sin embargo, no podía fingir sorpresa para no alertarlo de mi ignorancia. En vez de eso, actué con una tranquila familiaridad.

– Arruinado, ¿no es un poco excesivo? Sé que ha habido algunos reveses, pero seguro que eso no ha sido la ruina para él.

– Oh, está arruinado, y mucho… -Duer sonrió mostrando sus dientes caninos como un depredador victorioso-. Todavía no es de público conocimiento y, si usted se cuenta entre sus amigos, no debería divulgarlo, aunque sea la verdad de lo sucedido.

¿Qué significaba aquello? ¿Qué relación guardaba lo que me revelaba Duer con la desaparición de Pearson, con las acciones dirigidas contra mí, con aquel plan desconocido? Y lo más importante, ¿qué significaba para Cynthia que el canalla de su marido, cuya única cualidad digna de mérito era su dinero, se hubiera arruinado?

– ¿Por eso ha desaparecido? -pregunté a Duer.

– No ha simulado bien su desaparición -respondió con un extraño carraspeo-. ¿No es Pearson aquel de allí, el que está hablando con ese caballero tan gordo? -Se volvió ligeramente y me pareció que lo hacía para que no lo vieran.

Miré al otro lado de la sala, donde Duer me había indicado, y vi que, efectivamente, allí estaba Jacob Pearson. Bebía una copa de vino y asentía con solemnidad, pero no con gesto grave. No parecía en absoluto un hombre que se hallase bajo los nubarrones de la ruina financiera. Un poco distante, escuchando la conversación pero sin participar en ella, se encontraba Cynthia.

Miré a Pearson, a Duer y de nuevo a Pearson. Duer debió de captar mi dilema, pues se rió entre dientes casi como un adolescente.

– Usted anda tras Pearson, lo sé, pero todavía no ha terminado conmigo. Veo que lo he juzgado mal, Saunders, pero este no es sitio para hablar de negocios. Venga a verme mañana a la taberna de la City. Cuando concluyan las transacciones, podrá preguntarme lo que quiera.

Con esto, Duer inclinó la cabeza ligeramente y se alejó.

Apenas oí lo que había dicho. Allí, delante de mí, estaba Pearson. A Cynthia la habían amenazado para que guardase los secretos que él tenía, cualesquiera que fuesen. Hamilton había desatado el poder monstruoso de su hombre, Lavien, para encontrarlo. Y ahora aparecía allí, en la casa particular más elegante de la ciudad, y a mi no se me ocurría qué hacer. Aun así, tenía que hacer algo.

Todavía no había encontrado el modo de dar un paso adelante cuando Lavien reapareció a mi lado.

– Yo lo he visto primero -dijo y empezó a caminar hacia él. Yo hice acopio de fuerzas y también eché a andar, incapaz de alcanzarlo. Todo me pareció una metáfora.

Загрузка...