Capítulo 38

Joan Maycott


Enero de 1792


Todavía no había anochecido, pero ya había cenado y me hallaba sola en mi habitación, leyendo tranquilamente y dando sorbos de un vaso de vino rebajado con agua, cuando la casera llamó a la puerta. Abajo había un visitante, pero era de esos que no podía admitir en la casa si no quería recibir quejas de los otros huéspedes. Me disculpé por haberle dado aquella molestia y bajé la escalera. Me mostré tranquila aunque, a decir verdad, estaba muy nerviosa porque temía que mi visitante pudiese ser uno de los rebeldes del whisky, que se hubiera metido en un lío lo suficientemente grave como para venir a verme a casa.

Cuando encontré al señor Reynolds en el porche, apoyado en la barandilla de piedra y escupiendo tabaco a la calle, no supe si tenía que sentirme aliviada o consternada.

– Si me concede unos minutos de su tiempo, señora Maycott.

– Imagino que serán unos minutos desperdiciados.

– No tiene que ser tan dura con un hombre que tal vez haya venido a ayudarla. Solo tal vez, no lo sé con seguridad, pero tengo la sensación de que sí. Me conoce lo suficiente como para saber que no soy leal a nadie ni a nada. Lo único que me importa es que me paguen. Y si lo que sé es verdad, creo que aquí tengo la oportunidad de ganar dinero.

– Si es verdad, ¿el qué?

– Lo del capitán Saunders. Está en contra de Duer, y usted también.

– Si cree usted que no soy amiga del señor Duer, es que me ha malinterpretado.

– Y usted me ha malinterpretado a mí, si cree que estoy de una parte o de otra. Trabajo para Duer, pero no es amigo mío. Y usted olvida lo que ya sé, así que, dígame, ¿quiere ayudar a Saunders o quiere dejarlo donde está?

– ¿Dónde está?

– En un sitio del que no puede salir -respondió Reynolds-. Y a merced de Pearson, lo cual no es una buena cosa para él.

– ¿Me está diciendo que, en cierto modo, está secuestrado?

– En cierto modo, no. Yo colaboré en su captura y ahora estoy dispuesto a liberarlo si usted quiere pagar por lo que sé.

– ¿Pearson le pagó para que lo apresara y ahora quiere cobrar por liberarlo?

– Astuto, ¿no le parece?

Me abstuve de responder.

– ¿Dónde está?

– Eso no puedo decírselo.

Tal vez me había equivocado al considerar a Saunders tan vital para mis planes, porque con él las cosas se estaban embrollando rápidamente. Su esclavo acababa de contarme que se había visto obligado a romper con el amo. Al parecer, este lo había liberado, pero no se había molestado en decírselo y Leónidas creía que ya no podía quedarse más tiempo con Saunders. Su argumento era que, si no respondía con el resentimiento adecuado, Saunders cada vez sospecharía más. Tal vez fuese cierto, pero resultaba de lo más inconveniente.

Leónidas me había asegurado que su ruptura no interferiría en la capacidad de Saunders para desbaratar los planes de Duer. Sin embargo, que Pearson lo hubiese capturado era harina de otro costal. Si encerraban a Saunders en un sótano o en un desván, no podría actuar contra Duer a la mañana siguiente y, en aquellos momentos, no había nada tan importante como impedir que Duer se hiciera con el control del Banco del Millón. Si tenía el crédito del banco a su disposición, sería demasiado poderoso para frenarlo y nosotros no solo habríamos fracasado, sino que habríamos ayudado a nuestro enemigo a lograr una riqueza y un poder inconcebibles hasta entonces. No podía tolerarlo.

– ¿Cuánto? -pregunté.

– Veinte dólares.

– De acuerdo.

– Ha aceptado demasiado deprisa, en mi opinión. Cincuenta dólares.

– Usted no me cae bien, señor Reynolds.

– A todo el mundo le ocurre lo mismo. -Se encogió de hombros-. Pero siempre terminan pagando.


Reynolds me informó de que necesitaría la ayuda de otro hombre para rescatar a Saunders, por lo que nos detuvimos en la posada de Dalton y este se unió a nuestro pequeño grupo. A continuación, Reynolds nos llevó hacia el norte, hasta un muelle que los británicos habían destruido y abandonado durante la guerra. Debajo del muelle encontramos una pequeña jaula diabólica y dentro de ella al capitán Saunders, sentado con la espalda apoyada en la reja más lejana y los brazos cruzados. Junto a la puerta había una cadena y un candado abierto y unas cuantas cuerdas esparcidas por la arena.

– Le dije a Pearson que era un error dejar a Saunders sin vigilancia. Mírenlo.

– Todavía estoy preso -comentó él con sequedad.

– Pero no por mucho tiempo, ¿verdad? -replicó Reynolds-. He traído a esta gente y les he ofrecido mis servicios para liberarlo.

– ¿Para liberarme? -Saunders nos miró, pero no se movió-. ¿Y no para matarme, que sería algo a lo que me opondría con todas mis fuerzas?

Su suspicacia apenas me sorprendió; y si hubiera sabido hasta qué punto esperaba yo manipularlo, se habría enojado de mala manera. Aun así, sorprendentemente, me dolió que fuese tan suspicaz.

– No, capitán. Ya le dije en una ocasión que ambos nos enfrentamos a las mismas cosas.

– ¿Y él? -preguntó, señalando a Dalton con la barbilla-. Ese hombre me atacó y me amenazó a la puerta de la Cámara Legislativa. Me dijo que un tirador me mataría si no hacía lo que él quería.

– Es absurdo que siga resentido por eso, joven -dijo Dalton-. Con este rescate quizá podamos compensarlo.

– El señor Dalton todavía no sabía que usted es un hombre honorable. -Yo había previsto las objeciones del capitán Saunders y de camino hacia allí había ideado algunas explicaciones plausibles-. En aquel momento, creíamos que trabajaba para Duer y no advertimos nuestro error hasta hace poco. Vamos, saquémoslo de aquí, y de camino a su habitación se lo contaré todo.

El señor Dalton y Reynolds afirmaron los pies en el suelo y agarraron los barrotes de la puerta. El capitán Saunders se inclinó, asió dos barrotes un poco por debajo de ellos y empujó. La puerta se movió, despacio pero sin parar, y al cabo de pocos instantes quedó lo bastante abierta para que el capitán saliera con relativa facilidad. Mientras caminábamos hacia el carruaje, se mantuvo callado pero cordial, como si no hubiese nada desacostumbrado en nuestro pequeño paseo. De todos modos, observé sus ojos. Pese a lo oscuro que estaba, vi que nos miraba despacio y detenidamente, midiendo nuestros movimientos y sopesando nuestras intenciones. De haber sabido que era una persona tan lista y despierta, creo que no me habría tomado la molestia de intentar manipularlo.

Cuando llegamos al vehículo, le pregunté si no le importaba viajar conmigo, los dos solos en el coche, y al ver que asentía envié a Reynolds y a Dalton a sentarse con el cochero. Dalton lo entendería y Reynolds ya cobraba suficiente para sufrir la incomodidad.

Una vez acomodados en el interior del carruaje, Saunders se volvió hacia mí.

– ¿Reynolds trabaja para Duer, para Pearson y para usted? -preguntó.

– Reynolds trabaja para quien le pague. Cobró de Pearson para capturarlo a usted y de inmediato acudió a mí porque creía que yo pagaría por liberarlo.

– Quizá sea el momento de que me diga por qué se ha molestado en pagar para verme libre.

– Pensaba que éramos amigos -repliqué-. No es más de lo que haría por cualquier otra amistad.

– Por favor, señora Maycott, no intente manipularme. ¿De qué conoce a ese gigante irlandés? Dalton, lo ha llamado.

– Lo conozco del Oeste y me enorgullezco de considerarlo también amigo mío. El y yo somos patriotas, capitán. Igual que usted, creo, estamos en contra de Duer, que es un hombre vil cuyas ambiciones pueden arruinar al país. Ya ha robado a la nación. ¿Vamos a permitir que la lleve a la quiebra?

– ¿Robado? ¿Qué quiere decir?

Yo me había guardado aquella información pero me parecía buen momento para divulgarla. Si las cosas se guardan demasiado tiempo, se estropean o no sirven para nada. Si Saunders, a pesar de todo lo que le había ocurrido, todavía quería frustrar los planes de Duer al día siguiente, yo necesitaría utilizar todo lo que tuviera a mi alcance.

– Antes de la ratificación de la Constitución, Duer fue director de lo que entonces se llamaba el Consejo del Tesoro. Era un cargo con mucho poder y él era un hombre digno de confianza. Sin embargo, abusó de esa confianza: se procuró doscientos treinta y seis mil dólares y nunca los devolvió.

– ¿Tiene pruebas de ello? -preguntó Saunders tras unos instantes de silencio.

– Puede demostrarse -respondí-, aunque no tengo pruebas documentales del hecho. Estoy segura de que Hamilton podría probarlo si quisiera, pero es el perro faldero de Duer.

Sabía que Saunders no estaría de acuerdo y mi acusación lo irritó, pero no permitió que aquello lo distrajera.

– ¿Y por qué Dalton, y supongo que usted también, no querían que buscara a Pearson?

– Por la señora Pearson -contesté-. Los hombres de Duer la amenazaban para que guardase silencio. Duer quería que Pearson invirtiera el dinero en sus planes y temía que si Pearson era detenido por los hombres del Tesoro, se viera obligado a pagar el préstamo antes de perder más dinero en los proyectos de Duer. Yo no podía arriesgarme a que la señora Pearson sufriera.

Todo aquello era falso, pero no podía decirle la verdad: que lo habíamos manipulado todo el tiempo, había mordido el anzuelo y tirábamos de él en la dirección que queríamos que fuese.

– Muchas damas se preocupan por sus amigas -dijo-, pero pocas recurren a un irlandés gigantesco y a francotiradores secretos para protegerlas.

– Eso es porque no han vivido nunca en la frontera -repliqué.

No sé si mi respuesta lo satisfizo, pero lo hizo callar el tiempo suficiente para que yo no tuviera que explicar nada más hasta que llegamos a la taberna de Fraunces.

– Es usted una mujer muy misteriosa, señora Maycott -comentó-. No soy estúpido y sé que no me dirá lo que desea mantener en secreto, pero le suplico que sea más sincera conmigo. Dice que es amiga mía y que luchamos en el mismo bando, pero me cuenta muy poco o nada. Me ha salvado de pasar dos días, como mínimo, en una fría jaula y, posiblemente, de un destino más aciago. Le estoy agradecido, como ya debe ver, pero no estoy satisfecho.

– Todavía no ha llegado el momento de que sepa más -dije-. Pero será pronto.

Acto seguido, se apeó del coche. Si recordaba que le había prometido que en el carruaje se lo contaría todo, no me lo echó en cara. Por su actitud, creo que sí se acordaba, pero no quiso comentar nada porque sabía que era una promesa que yo no cumpliría nunca.

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