Joan Maycott
Otoño de 1788
Andrew y yo nos casamos. No inmediatamente, por supuesto, pues hubo que cumplir con todo el noviazgo, que fue tan interesante y gratificador emocionalmente que no deseé apresurarlo, sobre todo porque me proporcionaba excelentes anotaciones en mi diario. Todos aquellos dulces y torpes momentos, las largas charlas, la vibración de los momentos robados en establos y cocinas y bajo el vasto cielo estival, querían ser descritos. Disfruté de maravillosas primeras veces, una tras otra. Menos agradables, aunque tal vez igual de novelescas, fueron las tediosas reuniones de nuestras familias, llenas de conversaciones forzadas y de halagos a los quesos y los pasteles, a la excelencia de los huevos o a la fragancia de las manzanas. Mi madre, encantada con la perspectiva de que emparentara con tan buena familia y de que fuera a casarme con un hombre tan atractivo, me insistía constantemente en que apartase la nariz de los libros y dejara de escribir sin cesar en el diario. A Andrew, en cambio, le encantaba que hiciera aquellas cosas. Admiraba mi tenacidad y mi ambición. Mi madre decía que era tonta, porque los americanos -y, en particular, las muchachas americanas- no escribían novelas. ¿Y por qué, le replicaba Andrew, no había de ser su Joan la primera en hacerlo? Aquel era un nuevo principio para un nuevo país y no había ninguna razón por la que yo no pudiera ser la mujer de letras más destacada de la nueva república.
Al principio, me preocupó que, en cierto modo, hubiera forzado con engaños a Andrew a pedirme en matrimonio, que hubiera sido demasiado lanzada con él y lo hubiese llevado a confundir sus sentimientos. No obstante, el tiempo tranquilizó estos temores. El siempre me recibía con una talla decorativa o con una pieza de joyería que había hecho para mí, con un ramo de flores o incluso, en una ocasión, con una cinta nueva que atarme al sombrero. En las reuniones familiares, siempre inventaba algún medio de que nos viéramos a solas, aunque solo fuera un minuto, para robarme un beso lleno de pasión y deseo y de anhelo de tenerme para él, de tomar de mí cuanto pudiera darle. Cuando nos separábamos, veía aquel anhelo en sus ojos y yo también lo sentía. Mi relación con Andrew había empezado como una especie de experimento de jovencita, pero había cambiado, se había transformado en auténtico amor de mujer.
Pasamos dos años de noviazgo, durante los cuales asistimos a reuniones familiares, banquetes y bailes en la ciudad (una vez que él pudo hacerlo sin bastón, aunque continuaba cojeando cuando había humedad y cuando algo lo preocupaba mucho). Hubo que discutir asuntos de dinero, pero sus padres no insistieron en exigir una dote que mis padres no podían permitirse, pues vieron el afecto de Andrew por mí y se alegraron de que su muchacho, que había visto tantos horrores durante la guerra, disfrutara por fin de una porción de felicidad.
Andrew era el pequeño de tres hermanos y, por tanto, no iba a heredar la granja de la familia, lo cual le producía cierta tristeza, pues le gustaba trabajar la tierra. Había pasado poco tiempo en ciudades, pero lo que conocía de ellas no le gustaba. Yo, en cambio, siempre había anhelado la vida urbana, aunque solo la conocía por las novelas, y tenía la firme opinión de que debíamos trasladarnos a Nueva York. En el parecer de Andrew influían los prejuicios de la guerra, cuando la ciudad era capital de los británicos, y al principio se resistió, pero no había sido nunca una persona irrazonable. Solo llevábamos seis semanas casados cuando llegamos a Nueva York, donde Andrew esperaba establecerse de carpintero, oficio que conocía bien de la granja y que había perfeccionado durante la guerra construyendo casamatas, fortificaciones y reductos y -más adelante, cuando hubo aprendido con hombres más cualificados- muebles para las tiendas de los oficiales.
Nuestros proyectos encontraron trabas casi desde el principio. Teníamos menos dinero del que se habría requerido para tal empresa y no podíamos permitirnos vivir en una de aquellas encantadoras casitas holandesas cercanas a la Broad Way, por lo que alquilamos una casa entre el estanque Collect y el embarcadero de Peck. Era una zona humilde, poblada por inmigrantes y desesperados. Las calles estaban enfangadas y, a menudo, salpicadas de perros y gatos muertos. Los caballos no duraban mucho antes de ser despojados de la piel, de la carne y de las pezuñas. A veces, con tiempo seco, se descubrían pilas de huesos arrimadas a las desvencijadas casas de madera. Cuando llovía, las calles eran gruesos ríos de fango que avanzaban lentamente e inundaban nuestra vivienda. Era un mal lugar para un taller de carpintería, pero no podíamos pagar uno mejor. Con todo, teníamos nuestra casa y nuestra intimidad y, aunque solo podíamos permitirnos el pollo más flacucho y el queso más magro, nos conformábamos, felices de estar juntos y a solas.
Nueva York había sufrido bajo la ocupación y por todas partes se apreciaban las muestras del trato descuidado que había recibido de los británicos, que nunca la habían considerado más que un lugar de acampada y diversión. Buena parte de la ciudad había ardido y, a pesar del tiempo transcurrido, bastantes edificios seguían siendo apenas cuatro paredes ruinosas con las vigas requemadas; otros habían quedado en un estado de decadencia terrible y la gente -mucha de la cual había dado apoyo a los británicos- vivía ahora reducida a la penuria. Los partidarios de la Corona que no habían huido vagaban por las calles como aturdidos, incapaces de asimilar que habían apostado por el caballo perdedor y que se habían quedado sin blanca.
No obstante, a pesar de todo, Nueva York era una ciudad en auge. Aunque de lo que más se hablaba era de si la nueva Constitución sería ratificada por los estados, muchos neoyorquinos estaban tan convencidos de que iban a ser el centro de un nuevo experimento imperial, que ya habían empezado a hablar de su ciudad como «la ciudad imperial» y de su estado como «el estado imperial». Por todas partes, las calles deterioradas se transformaban en hileras de encantadoras casas de ladrillo con techo de tejas. Los grandes bulevares llenos de tiendas -Wall Street, la Broad Way y Greenwich Street- se hacían más refinados día a día. A lo lejos, al norte, se sucedían los pueblecitos pintorescos y las tierras de labor y, más allá, se extendía un territorio de montes y bosques de sublime belleza. Caminábamos por las calles empedradas de la nueva capital imperial y paseábamos junto a los ríos repletos de un bosque de mástiles de barcos mercantes, pero siempre nos rodeaba la majestuosidad de la naturaleza intacta. No podía haber nada más norteamericano.
Aunque yo vivía en esta ciudad dedicada al comercio, continuaba teniendo problemas para escribir mi novela, sobre todo porque aún no sabía qué deseaba contar. Cuando encontraba tiempo, me dedicaba a leer mis libros sobre finanzas: el Diccionario Universal del Comercio y las Finanzas, de Postlethwayt, el Cada hombre, su propio agente comercial, de Thomas Mortimer, La riqueza de las Naciones, de Smith y un millar de áridos folletos sobre toda clase de temas, desde el libre comercio a los impuestos, las tarifas y las tasaciones. De todas aquellas lecturas, estaba convencida, saldría una novela.
Aunque allí las mujeres no eran bien acogidas, en alguna ocasión visité Merchant's Coffehouse, una cafetería de Wall Street donde se negociaban mercaderías, valores bancarios y préstamos gubernamentales en una especie de frenesí organizado. Unos hombres voceaban precios a gritos mientras otros intentaban comprar a buen coste o vender antes de que el precio bajara. En aquel lugar había, pensé, algo genuinamente norteamericano. En Inglaterra, los intermediarios trataban sus asuntos en Londres; en Francia, los negocios se hacían en París. En cambio, en Norteamérica, se negociaba en Boston, Nueva York, Filadelfia, Baltimore y Charleston. ¿Qué efecto tenía un mercado descentralizado sobre los precios y sobre la capacidad del comerciante para obtener beneficios? Ya entonces, me pareció que un agente poco escrupuloso, con unos cuantos jinetes veloces a su servicio, podía aprovecharse del sistema y sacar cuantiosos beneficios. Esto también me pareció americano de raíz, pues éramos un país donde la inteligencia y el ingenio se dedicaban rápidamente a la trapacería y al fraude. Con qué facilidad, pensé, la firme energía de la ambición daba paso, en una tierra indómita como aquella, a la irritante obsesión de la codicia.
Que no tuviéramos hijos también me desmoralizó. Durante los cinco años que vivimos en Nueva York, me quedé embarazada tres veces, pero siempre perdí el niño antes del cuarto mes. Los médicos y comadronas me administraron toda suerte de medicinas, pero no sirvió ninguna. Con el paso de los años, empecé a desalentarme. Por mucho que me esforzara, no podía producir ni libros, ni hijos.
Quede claro que Andrew era un carpintero perfectamente capaz y buen comerciante. Era habilidoso y trabajador, ahorrativo y esforzado y no me cabe duda de que el negocio habría florecido si hubiéramos podido instalarnos en una calle mejor, pero nos vimos atrapados en el horrible círculo de pobreza que nuestro vecindario hacía inevitable. Andrew ofrecía sus servicios barato y tenía bastante trabajo pero, una vez pagábamos las rentas y las facturas, quedaba muy poco. Había meses en que ganábamos menos de lo que gastábamos y, después de años de intentar que el negocio de la carpintería saliera rentable, Andrew empezó a preguntarse si no era mejor darse por vencido y probar otra cosa, aunque ni él ni yo sabíamos qué podría ser.
Como muchos soldados, Andrew había descubierto, al licenciarse del ejército, que el gobierno independiente no tenía fondos para pagarle. Con todo, había conservado los pagarés en lugar de venderlos a especuladores por una pequeña parte de su valor declarado, como habían hecho otros muchos. Luego, avanzado 1788, Andrew regresó una tarde a casa de un humor taciturno. Después de una cena escasa, me dijo que debíamos hablar de una cosa de gran importancia. Había conocido a un hombre, llamado William Duer, un influyente comerciante de la ciudad emparentado con Alexander Hamilton, de quien se rumoreaba que sería el nuevo secretario del Tesoro cuando el general Washington ocupara el cargo de primer Presidente, en abril.
Nadie sabía qué futuro esperaba a la deuda de guerra que tenían los diversos estados. Algunos decían que el gobierno federal proyectaba asumir tales obligaciones y satisfacer todos los pagarés. Otros afirmaban que la deuda se declararía nula y que los soldados como mi marido se verían obligados a aceptar que no recibirían nunca lo que se les había prometido. No había modo de saber qué sucedería, había dicho el tal Duer, pero había hombres que, dispuestos a arriesgar, habían adquirido tierras a precio asequible en el oeste de Pensilvania, cerca de las confluencias del Ohio, y ofrecían cambiar por fincas la deuda de guerra, asumiendo ellos el riesgo de cobrarla algún día.
Yo no conocía nada prometedor o atractivo del oeste de Pensilvania, pero Andrew siempre lamentaba haber abandonado la vida de campo. ¿No podía ser aquella nuestra oportunidad? Las tierras del Oeste, afirmaba Duer, eran maravillosamente fértiles. En otro tiempo, habíamos querido dejar atrás las granjas en que vivíamos pero, después de años de luchar en la ciudad, quizá lo que necesitábamos era algo familiar.
Siempre había considerado a Andrew más inocente que yo y le dije que quería conocer a aquel señor Duer personalmente, por lo que al día siguiente lo recibimos en el salón, si podía considerarse tal, del piso de arriba de nuestra casita. Fuera, llovía y estuve temiendo todo el rato que el piso se inundara mientras teníamos allí a un invitado.
Duer era un hombrecillo de estatura y constitución menudas, de cuarenta y tantos años, bien vestido y de rasgos delicados que le daban un ligero aire aniñado, pero no afeminado, pues se lo veía demasiado nervioso para ello, como una ardilla que royera una nuez. Sus ojos castaños, de un tono muy claro, se movían como centellas, pero no se quedaban mucho rato fijos en nada. Andrew y yo nos sentamos en un banco con cojines mientras Duer ocupaba una silla bien acabada -la había hecho el propio Andrew- enfrente de nosotros, tomando té y sonriendo con una boquita llena de dientes pequeñísimos. Con la taza en la mano, se movía ligeramente a un lado y a otro en lo que supuse que era una muestra de entusiasmo o un exceso de energía.
– Se trata de una empresa considerable -dijo con una voz ligeramente aguda, casi un gemido, que se quebraba cuando alargaba una vocal-. Ustedes deberán decidir si se trasladan al oeste de Pensilvania, una tierra que no han visitado jamás, y empiezan allí de nuevo. El viaje es largo y los llevará lejos de todo lo que conocen. Sin embargo, también es una maravillosa oportunidad para mucha gente, hombres a los que el país al que han servido no ha recompensado, de cambiar sus pagarés intangibles por tierra de valor real.
– Si la tierra tiene valor y los pagarés, no, ¿por qué propone tal negocio? -pregunté.
El levantó la taza en saludo a Andrew y observé los puños de sus mangas, de un blanco sobrenatural.
– Tiene usted una mujer lista, señor; lista y observadora. Algunos hombres de mente estrecha consideran a la mujer inteligente una maldición, pero yo no soy uno de ellos. Admiro prodigiosamente a tales mujeres y lo felicito por la suya.
– Pero no ha respondido aún a su pregunta -dijo Andrew.
– Mi propia esposa, lady Kitty, es una de ellas. Y es prima, ¿sabe usted?, de la esposa del coronel Hamilton.
– Es evidente que tiene usted una excelente situación doméstica -comenté.
– Sí, gracias, más que excelente. Bien, verá usted, señor Maycott, las tierras del Oeste son feraces, pero baratas por su abundancia; hay más tierra que gente para poblarla. Yo la compro barata, pero será de gran valor para quienes desean vivir en el campo, trabajar su finca y tener una vida plena lejos de la ciudad, pues en ella crecerá casi cualquier cosecha y alimentará al ganado. Los inviernos allí son suaves y los veranos, largos y agradables, sin el calor opresivo e insalubre que puede hacer aquí.
Le entregó a Andrew un folleto titulado «Una relación de las tierras de Pensilvania occidental», que, como descubrimos más tarde al leerlo, describía un paraíso agrario de campos de cereales y huertos de verduras que crecían casi sin atenderlos. Como la tierra era tan fácil de cultivar, las familias establecidas allí tenían más tiempo libre que las de otras zonas y los bailes, con bellos vestidos y trajes de confección casera, se habían convertido en una auténtica pasión. Era un lugar de refinamiento rural, distinto a cualquier otro en el mundo, pues solo en este país, donde aún seguían sin propietario buenas tierras, podía darse tal independencia y tal éxito. Aunque el sueño de la república norteamericana hubiera nacido en el Este, estaba alcanzando su pleno florecimiento en el Oeste.
– Yo cargo con el riesgo de esta inversión -dijo Duer-. Si el nuevo gobierno decide asumir la deuda de guerra, sacaré beneficio. Si decide no hacerlo…, en fin, la tierra me salió barata y las pérdidas no me afectarán mucho. En toda transacción de esta clase, cada parte hace una apuesta a que saldrá beneficiada, pero un especulador también tiene que tomar en consideración las consecuencias de salir perdiendo. En mi caso, la pérdida me hará más pobre, pero debo perder en alguna ocasión y no arriesgo nada de lo que no me pueda desprender. En el caso de ustedes, si arriesgan y pierden (es decir, si no les gustan sus nuevas circunstancias) se habrán desprendido de unos pagarés que tal vez un día representen dinero, o tal vez no. A cambio, seguirán teniendo sus tierras, su riqueza en comida y cosechas y su independencia.
Andrew tenía una expresión grave, pero yo sabía que era un modo de disimular su entusiasmo. Debía de estar imaginando las casas de campo de nuestra juventud, la mesa sobre la que humeaba un cochinillo asado, rodeado de fuentes de col, zanahoria y patatas y pan recién hecho, todo ello producto del trabajo de sus propias manos. Tal vez la tierra no tuviera mucho valor, pero eso era ahora. ¿Y qué cabía decir de tener hijos? Andrew creía que el aire de la ciudad era nocivo. En el campo, tendríamos hijos y ellos heredarían las tierras, cuyo valor aumentaría conforme la nación avanzara hacia el Oeste.
Yo, sin embargo, no estaba tan entusiasmada.
– Me preocupan los indios -dije-. He leído más de un relato de gente del Oeste asaltada por los salvajes. Hombres asesinados, niños muertos o raptados, mujeres forzadas a convertirse en esposas indias…
– Qué mujer más lista, pensar en estas cosas. Y está bien informada, además. Lo felicito, señor, por tener una esposa tan excelente.
– Tal vez debería usted felicitarla a ella directamente -sugirió Andrew.
Duer sonrió muy cortésmente… a Andrew.
– Sí, los salvajes fueron una amenaza durante la guerra, pero se debía a la influencia de los británicos. Ahora, los indios han sido expulsados; todos, menos los que han abrazado nuestra fe. Y así como sus hermanos paganos pueden ser más salvajes de lo que se pueda imaginar, los que aceptan la religión parecen auténticos santos. Viven según los principios cristianos y no levantan nunca la mano contra nadie. Todos dicen que son mejores vecinos que los hombres blancos. No es que los blancos tengan excesivos defectos, pero la novedad del cristianismo inspira a los indios a tomarse sus enseñanzas muy a pecho y a guiarse siempre por su doctrina.
– Tal vez deberíamos ir a ver las tierras -sugerí-. Entonces, le haremos saber nuestra decisión.
– Su excelente esposa propone una idea excelente -asintió Duer-. Muchos prefieren hacer lo que dice. Conozco un grupo que parte en esa dirección dentro de dos semanas. El viaje no debería llevarles más de un mes y medio, aunque puede que tarden más en el regreso, pues necesitarán encontrar una partida que se dirija al Este. En las tierras de las que hablamos, los indios han sido pacificados por completo, pero en las tierras vírgenes que hay por medio solo es seguro viajar, todavía, en grupos numerosos.
Andrew movió la cabeza en gesto de negativa.
– No puedo mantener mi casa si no trabajo en el taller. No veo cómo podríamos viajar allí para inspeccionar nuestra propiedad.
– Si no vemos las tierras, no podemos comprarlas -lo secundé-. Usted lo comprenderá.
– Perfectamente. Si no ven las tierras, está claro que no puede comprarlas. -El señor Duer empezó a recoger sus cosas y a farfullar gentilezas acerca de que si necesitábamos algo de él, no vaciláramos en llamarlo. Luego, se detuvo a media frase-: Se me ocurre una cosa. Es el germen de una idea. Esperen… -Levantó una mano en un gesto que decía que guardáramos silencio mientras recogía la idea del éter-. ¿Tendría algún efecto en su opinión que pudieran hablar con alguien que ha visto las tierras, que ha vivido en ellas?
– No puedo decirle con seguridad -respondió Andrew-. Dependería mucho de quién fuese esa persona.
– Claro, tiene que depender de la persona, cómo no. Pero sería útil, no lo dude, hablar con ella. Pues bien, conozco a un propietario que está en la ciudad esta misma semana -dijo-. Tal vez pueda convencerlo de que dedique unos minutos a responder a sus preguntas.
Aceptamos que merecería la pena tener aquella conversación y, dos días más tarde, Duer volvía a estar en nuestro salón, acompañado esta vez por un individuo de aspecto rudo, llamado James Reynolds. El hombre tal vez no era mayor que Andrew, pero tenía el rostro surcado de arrugas, curtido por el viento y el sol. Una gruesa cicatriz le recorría la cara desde la frente hasta casi la boca, cruzando sobre el ojo derecho en un profundo vórtice de violencia que, misteriosamente, había dejado intacto el ojo. Llevaba ropas de confección casera de un tejido basto, pero bien cortadas y no faltas de cierto estilo. De hecho, se comportaba con la rigidez de un orgulloso caballero propietario de una plantación, aunque sus modales eran un poco más bruscos. Tenía los dientes de un tono sepia por culpa del hábito del tabaco y tenía tendencia a limpiarse la nariz con el dorso de la mano.
Reynolds tomó un sorbo de té sujetando la taza con extraño cuidado, como si pensara que podía aplastarla entre sus dedos al menor descuido.
– Bien, aquí, el señor Duer quiere que les hable de Libertytown -tenía una voz rasposa, como si su garganta estuviera forrada de grava.
– Libertytown -repitió Andrew-. Me recuerda la guerra.
Reynolds sonrió:
– La mayoría de nosotros servimos de una manera o de otra durante la contienda.
– ¿Está satisfecho de la vida que lleva allí? -preguntó Andrew.
– Debe entender que no nací en situación desahogada. Mi madre era bordadora y mi padre murió joven. En Libertytown, trabajo mis propias tierras y nadie me da órdenes. Cultivo más de lo que necesito, comercio parte del excedente con otros granjeros y el resto lo mandamos al Este. Ya tengo unos ahorrillos. No tenía muchos pagarés para cambiar, no tantos como usted, de modo que nunca seré rico con lo que me dé la tierra. Pero le voy a decir una cosa: tampoco seré nunca pobre.
– En su opinión, ¿ese lugar es el paraíso que describe el señor Duer?
El hombre se pasó una mano por el pelo, que le caía libremente hasta los hombros, cortado irregularmente y muy negro, aunque jaspeado de gris, o tal vez de ceniza. Se volvió a Duer y le dijo:
– ¿Tendría la amabilidad de dejarnos a solas unos minutos?
– Vamos, señor -protestó Duer-. Seguro que no hay nada que usted pueda decir que yo no deba escuchar. Somos todos amigos que pueden hablar con sinceridad.
– Solo un momento, si me hace el favor.
– Solo un momento, pues.
Duer se levantó, nos dedicó una reverencia y abandonó el salón. Al cabo de un momento, lo vi por la ventana, caminando arriba y abajo por la calle. No me pareció especialmente inquieto, sino más bien un hombre que tenía otras cosas en que ocupar su tiempo y no le gustaba que los asuntos se alargaran más de lo que había previsto.
Una vez se hubo marchado, el señor Reynolds exhaló un suspiro de alivio, como quien se ha excedido en un banquete y se desabrocha el pantalón. Dejó la taza y se inclinó ligeramente hacia delante en su asiento.
– Ahora les contaré la verdad. Ese Duer cumple su palabra. De todos modos, deben entender que le interesa cambiar tierras por pagarés de guerra. Se dedica a eso y, por ello, pone las cosas de un determinado color.
– No es el paraíso -dijo Andrew.
– No existe ninguno en este mundo, señor Maycott. Ni nada que se le acerque, de modo que no dé crédito a esas monsergas. Los inviernos no son tan suaves como dice; tenemos grandes nevadas como todo el mundo. Los veranos pueden ser bochornosos y sofocantes y llenos de pequeños bichos voladores que a veces uno cree que van a volverlo loco. De vez en cuando, hemos tenido problemas con los osos. Hace un par de años, un amigo mío murió en un encuentro con uno de ellos cuando falló el tiro y le dio a la fiera en la pata, en lugar de en la cabeza.
– ¿Lamenta haber cambiado los pagarés por la finca? -le pregunté.
– Ni por un momento -respondió-. No es perfecta, pero no he tenido nunca una oportunidad mejor. La tierra es maravillosamente fecunda y los cultivos casi crecen solos. En cuanto a la sociedad, no se podría pedir gente mejor. Duer les habrá hablado del baile, supongo. Le encanta hablar de los bailes. Existen sociedades y clubes de todo tipo. Tenemos periódicos, publicaciones y libros… Llegan con retraso, pero nos llegan.
– ¿Y los indios? -preguntó Andrew.
Dio la impresión de que la pregunta le resultaba divertida.
– Los malos han sido ahuyentados y los buenos son como niños. No hacen más que rezar y trabajar. Les pides que te cambien una mazorca de maíz por seis de las suyas y no solo aceptan, sino que te dan las gracias. Para algunos, los pieles rojas resultan un poco inquietantes, pero nunca hacen daño a nadie.
– ¿Cree usted que la mayoría de los que viven allí comparte sus opiniones? -preguntó Andrew.
– Siempre hay algunos que no se adaptan. Hay quien no ha trabajado nunca la tierra, ni siquiera la fácil, y descubre que no le agrada la labor. O llegan de Filadelfia, Boston o Nueva York y no se acostumbran a la sencillez de las casas y de la ropa. No existe en el mundo nada que complazca a todos, es la pura verdad, pero cuando alguien decide irse, siempre hay un vecino al que le ha ido bien y está dispuesto a comprarle su propiedad.
– Le agradezco su sinceridad -dijo Andrew.
Reynolds sacudió la cabeza.
– Estoy obligado a ella. No somos una comunidad muy grande, señor Maycott, y no deseamos gente que no quiera estar allí. Pero a un patriota como usted puedo prometerle que se sentirá muy bien recibido. Y le diré una cosa más -añadió, observando el salón y fijando la vista en las estanterías de libros que apenas nos podíamos permitir-: veo que tiene libros. No olvide traerlos. En el Oeste sacará un mejor precio por ellos, si quiere venderlos. Y si se aviene a prestarlos, no encontrará mejor manera de hacer amigos.
El señor Reynolds se marchó, volvió el señor Duer y continuamos hablando. Cuando nos quedamos solos, no comentamos nada y nos limitamos a volver a nuestras respectivas tareas, pero a la mañana siguiente, cuando desperté, Andrew me tomó de la mano y estudió mi rostro como lo hacía cuando su amor era reciente y fresco. Comprendí que todo estaba decidido. Después de luchar por sacar adelante el taller, Andrew tenía la oportunidad de recuperar la independencia de trabajar la tierra. Yo, por mi parte, me había convencido de que aquella era la ocasión que había estado esperando. Si deseaba escribir una novela americana, ¿qué mejor posibilidad tendría de experimentar un modo de vida auténticamente americano? Iría a la frontera, viviría entre colonos, escribiría de su existencia, abriendo campos y cultivándolos, de indios y de buhoneros y de tramperos, de gente del Oeste que vivía gracias a su fuerza, a su arrojo y a su tenacidad. Escribiría la novela que definiría, para el futuro, la naturaleza misma de la vida en el nuevo país. Mi entusiasmo fue tal, que ni por un momento imaginé que la tierra no respondiera a mis expectativas. Sin embargo, pronto me daría cuenta de que nos habían engañado y habíamos cambiado la esperanza en nuestro futuro por nada más que cenizas y pesares.