Ethan Saunders
Mientras caminábamos hacia la taberna de la City, expliqué a Leónidas lo ocurrido con la señorita Fiddler, que Pearson tenía a una retrasada mental por prostituta, que el irlandés había ido a buscarlo allí y le había dejado una nota, y que la nota la había recogido Lavien, quien no solo parecía saber lo mismo que yo, sino que además había tomado la delantera. Esto último no tendría que sorprenderme, pues él llevaba semanas investigando el asunto, pero me descorazonó perder lo que creía que era una ventaja. Por otro lado, si Lavien sabía lo mismo que yo, tal vez conocía aquella presunta amenaza contra el banco, lo cual significaba que yo ya no tendría que soportar el peso de guardar el secreto.
Anduvimos el trecho que nos separaba del centro de la ciudad, nos dirigimos a Walnut Street y nos cobijamos bajo el enorme toldo de la taberna de la City, un edificio de tres pisos que era el principal centro de negocios de Filadelfia. Ninguna ciudad de Estados Unidos tenía una bolsa de valores genuina y, tomando el ejemplo del modelo británico -en el que sí había una auténtica sede de la bolsa, pero donde todos los negocios se hacían en las tabernas y posadas de los alrededores-, el comercio en bonos del Estado, títulos y acciones bancarias se realizaba en locales públicos.
La de la City era la más importante de las tabernas de negocios donde los poderosos y reputados especuladores hacían sus transacciones, pero un solo edificio no bastaba para albergar la locura que se había adueñado últimamente de la ciudad. En prácticamente todas las tabernas a dos o tres manzanas de los edificios del Tesoro, había hombres vendiendo y comprando títulos, acciones, préstamos y bonos bancarios. El éxito del banco de Hamilton había desatado el frenesí de poseer acciones de todo tipo y el negocio en el Banco de Nueva York y en el de Pensilvania era muy activo. Buena parte de aquel negocio se derivaba de una sensación general de euforia y posibilidades, pero mucho se debía también a que el Banco de Estados Unidos tenía millones de dólares para prestar y lo hacía a un tipo de interés muy bajo para estimular la economía. Hamilton creía que lo que había que hacer era poner créditos a disposición de todo el mundo y que fuesen baratos. Y el resultado de ello era comercio, comercio frenético. La gente compraba y vendía con entusiasmo, pero también creaba: negocios nuevos, empresas nuevas y sí, bancos nuevos. No había mes en que no naciera alguno y, aunque casi siempre eran aventuras oportunistas, ocasiones para vender acciones sin valor a personas que esperaban venderlas otra vez antes de que estallara la burbuja, el comercio no se veía afectado por el conocimiento que todos tenían de que carecía de valor. Hamilton esperaba estimular la economía con su banco y lo había logrado, pero sus enemigos argüían que no solo había dado energía a los mercados, sino que también los había enloquecido.
Le dije a Leónidas que esperase fuera y crucé la puerta principal. Al hacerlo, creí haberme metido en medio de una pelea porque, en la sala delantera, había más de veinte hombres en pie vociferando y blandiendo papeles en la mano. Cada uno parecía llevar consigo a un secretario que, sentado a su lado, anotaba frenéticamente a saber qué en unos trozos de pergamino o en un libro de contabilidad. Sus plumas se movían con tal rapidez que las rociadas de tinta llenaban el aire como si fuese lluvia negra.
Observé el caos sin saber bien cómo reaccionar. Debí de quedarme allí unos minutos, paralizado ante la locura que me rodeaba, hasta que oí que alguien me susurraba al oído.
Era Lavien, que me miraba con una cara de extrema satisfacción.
– Curioso, ¿verdad? Me preguntaba cuánto tardaría usted en encontrar el camino hasta aquí. Venga, siéntese un momento.
Me llevó a una mesa y pidió un té. Yo pedí una cerveza. Las bebidas llegaron con relativa prontitud y Lavien se recostó en la silla para contemplar la confusión de la sala, en la que unos hombres bien trajeados actuaban como si estuviesen poseídos por el demonio. Yo no entendía nada, pero mi compañero observaba los movimientos como si fuera una carrera de caballos cuyas características y peculiaridades conociera bien.
– ¿Qué lo ha traído a este lugar? -quiso saber.
– Una vez más, espera que le dé información y usted no me ofrece nada a cambio -repliqué-, pero seré más generoso que usted. Busco a un tal William Duer. ¿Sabe si está o ha estado recientemente en Filadelfia?
– El que agita papeles con las dos manos -señaló-. Ese es Duer.
Hamilton, que evidentemente no se había tomado la molestia de informar a Lavien de sus mentiras, quedaba ahora desenmascarado y miré al hombre a quien el secretario del Tesoro estaba tan empeñado en que yo no conociese. El demente en cuestión no era muy alto. Tenía unos hombros estrechos y delicados, y rasgos casi femeninos, aunque su frente era ancha, tenía una calva incipiente y llevaba el pelo corto, primorosamente rizado. Lucía un arrugado traje de terciopelo, azul oscuro, casi púrpura, y su aspecto hubiese sido casi cómico si no se hubiera comportado con la seriedad más pasmosa. Yo no encontré en él nada imponente, pero todos los presentes parecían pendientes de cada una de sus palabras y gestos. Un pequeño cambio en la dirección de su mirada bastaba para alterar la locura que tenía lugar delante de mí.
– ¿Por qué busca a Duer? -me preguntó Lavien. Su expresión no revelaba nada.
– Oh, por nada concreto -dije-. ¿Se le ocurre a usted por qué Hamilton me habrá dicho que Duer no estaba en Filadelfia y que llevaba tiempo sin venir por aquí?
Lavien se quedó desconcertado, pero solo un instante.
– Dudo de que Hamilton esté al día de las idas y venidas de Duer. ¿Cómo fue que ustedes dos hablaron de él?
– Qué extraño… No me acuerdo. Pero ¿por qué no me habla usted de ese Duer?
– Es el rey de los especuladores -dijo Lavien-. Es osado e imprudente y solo le importan sus beneficios. En mi opinión, en este preciso instante está tramando algo.
– ¿Qué?
– No lo sé exactamente, pero lo he visto vender en corto los bonos del gobierno al seis por ciento, esto es, apostar a que perderán valor. Y es un hombre tan importante que, cuando pronostica que las acciones bajarán, otros piensan igual y termina por suceder.
– ¿Eso es ilegal?
– No -dijo Lavien-. Es simplemente interesante.
Después de otra hora de jaleo, el frenesí se calmó. Los hombres se sentaron a las mesas y los secretarios dejaron de escribir. Casi todos los especuladores se dedicaron a tomar té o se marcharon de la taberna. Duer se sentó a una mesa con dos inversores a quienes Lavien no conocía y habló con ellos. Todos parecían tranquilos y joviales.
– Es evidente que quiere cruzar unas palabras con él -dijo Lavien-. Permítame que se lo presente.
– ¿Por qué quiere ayudarme? Creía que Hamilton y usted deseaban que no me acercara a ese hombre.
– Lo hago solo como muestra de respeto hacia un colega de oficio -respondió con aquel rostro suyo tan inexpresivo que resultaba harto preocupante.
No le creí. Me parece que sabía que Duer no se iba a mostrar cooperador y creía que así advertiría que solo no lograría nada y que entrometerme en una investigación gubernamental sería una pérdida de tiempo. De haber estado en su lugar, eso sería lo que yo habría hecho.
Duer estaba explicando cómo se había puesto a salvo de la caída de valor que habían sufrido los cupones del Banco de Estados Unidos el verano anterior. Por lo poco que oí, el valor llegó a ser tan bajo que, si Duer no hubiese convencido a Hamilton de que interviniera, se habría producido una catástrofe financiera en todo el país. Cuando Hamilton actuó, el valor de esos cupones experimentó un rebote. Fue, en otras palabras, la versión exactamente contraria a lo que Hamilton me había contado, es decir, que él, secretario del Tesoro, se había negado a dejarse influir por la amistad y que había desafiado a Duer por el bien del país.
El relato terminó de manera repentina cuando Duer vio que andábamos cerca, escuchando. Carraspeó de manera ostentosa,. Tapándose la boca con el puño, y dio un sorbo al café.
– El señor Levine, ¿verdad? ¿No le he dicho que no tengo nada más que hablar con usted?
– Es Lavien, señor, y no estoy aquí para hablarle, sino para presentarle a este caballero. Señor William Duer, este es el capitán Ethan Saunders.
– ¿El capitán Saunders? ¿Dónde he oído ese nombre? Me suena de algo, pero seguro que de nada bueno. -Hizo un despectivo gesto con la mano como si yo fuese una mosca y quisiera ahuyentarme-. ¿No traicionó a su país? No tengo tiempo para traidores.
– Y, sin embargo, aquí estoy, dedicando mi tiempo a los inversores. Irónico, ¿no le parece? Duer no respondió.
– ¿Y qué hay de Jacob Pearson? -inquirí-. ¿Para él sí tiene tiempo?
– ¿Qué? ¿Está aquí? Ese hombre tiene más que temer de sus acreedores que yo de él.
– ¿Sus acreedores? -pregunté.
Duer cloqueó como un maestro de escuela corrigiendo un examen insatisfactorio.
– ¿No lo ha oído? Pearson está en una situación apurada. Ha vendido propiedades suyas en toda la ciudad, pero imagino que eso no le basta. Es un hombre imprudente… y los hombres imprudentes siempre tienen tropiezos.
– ¿Qué relación mantiene con él? -quise saber.
– Lo conozco de aquí y me ha propuesto negocios en más de una ocasión, pero no puedo trabajar con una persona como él. La crisis que sufre en estos momentos me lo demuestra. Bien, ya le he concedido más tiempo del que merece. Debo marcharme.
– Un momento, señor Duer. ¿Conoce a un irlandés, un tipo grande? -pregunté-. Un poco calvo, con bigotes pelirrojos, musculoso…
– Usted debe de haberme tomado por un malabarista -dijo-, o tal vez por un barbudo artista de circo. No conozco a nadie que coincida con esa descripción. Que tenga un buen día.
Empezó a alejarse y yo corrí tras él de inmediato.
– ¡Espere! -lo llamé, pero Duer aceleró el paso.
– ¡Reynolds! -dijo-. Ayúdeme, por favor.
Me sorprendí al escuchar el nombre, pues era el del hombre que había pagado a mi casera para que me desahuciara y era, además, el que tanto había alterado a Hamilton en nuestro encuentro. De un rincón de la taberna se levantó un hombre robusto, cuya estatura y ropa hilada en casa transmitían un aire hosco y rudo. Se tocaba con un gran sombrero de ala ancha que llevaba calado casi hasta sus hundidos ojos. El sombrero le oscurecía el rostro pero no ocultaba una enorme cicatriz, la ancha franja rosa de una vieja herida que le iba de la frente a la barbilla, pasándole por encima del ojo.
Se detuvo entre Duer y yo, y esbozó una fiera sonrisa, mostrando unos afilados dientes. Reynolds era grande, iba sin afeitar y le olía el aliento.
– El señor Duer quiere que sean ustedes tan amables de irse a hacer puñetas.
Mientras Reynolds nos ofrecía aquella conversación tan placentera, Duer y sus amigos escaparon, dejándonos solos con el rufián. Yo podía haber insistido en la cuestión -como Lavien estaba presente, habría podido hacerlo sin riesgo-, pero me pareció inútil. Quería hablar con William Duer, uno de los hombres más ricos del país. No podía esfumarse sin más. Si no conseguía abordarlo ese día, lo haría a no tardar. En cualquier caso, yo tenía allí muchos asuntos pendientes.
– Dígame, hombre -le espeté-, ¿por qué ha querido que me echaran de mi casa? El villano que fue a ver a mi casera y le dio el dinero para que me desahuciara dijo que se llamaba Reynolds.
– Dígale a la casera que se vaya a tomar viento -replicó Reynolds a modo de explicación servicial.
– Aunque le agradezco el consejo -dije-, eso no responde a mi pregunta.
– Entonces, tendrá que vivir con la incógnita -dijo.
Como vi que no iba a sacarle nada más a aquel Reynolds y que era de los que disfrutaban dando réplicas zafias, di media vuelta, recuperé la cerveza y la levanté ante el rufián a modo de brindis. Satisfecho de que su patrón hubiese podido escapar, Reynolds nos taladró con la vista y nos sostuvo la mirada, primero a mí y después a Lavien, para transmitirnos lo fiero que era. A continuación, cruzó la puerta y se marchó.
A decir verdad, Reynolds no era un apellido raro: tal vez había una decena de personas o más llamadas así en la ciudad. Sin embargo, seguía sin estar convencido de que fuese una coincidencia. El hombre que había pagado para que me echasen de mis habitaciones había dicho que se llamaba Reynolds, pero no se parecía en nada al individuo que había descrito la casera. Según ella, llevaba gafas y tenía el pelo y la barba canosos. Aquel hombre tenía el pelo castaño y no llevaba barba, ni gafas. Allí ocurría algo raro y, dada la violenta reacción de Hamilton al mencionarle el nombre, decidí que tenía que descubrir de qué se trataba.
Dejé la cerveza en una mesa, le dije a Lavien que me esperase allí y salí de la taberna. Al llegar a la calle, divisé la espalda de Reynolds, a media manzana de distancia. Leónidas estaba sentado en el banco de enfrente y le di unos golpecitos en el hombro.
– Ese tipo de ahí es importante. Síguelo, averigua dónde vive y todo lo que puedas de él.
Leónidas asintió y se marchó a toda prisa. Yo volví a entrar en la taberna de la City. Al hacerlo, me crucé con un hombre que, en algún rincón recóndito de mi mente, me sonó familiar. Cuando me volví, vi que se trataba del hombre con cara de sapo al que había observado la tarde anterior en El Pérfido Caballero, donde lo había visto solo, mirándome con sus ojos de anfibio. En esta ocasión me miró, me sonrió con una complicidad que no me gustó nada y se tocó el ala del sombrero a modo de saludo. No me dio tiempo a pensar cómo reaccionar y, antes de que pudiera detenerlo o preguntarle quién era, ya se había marchado. El tiempo para pensar en aquel hombre, que podía carecer de importancia y ser solo una cara familiar, era un lujo del que no disponía, por lo que volví a entrar en la taberna.
Después de concluir las transacciones de la mañana, muchos de los inversores se marchaban a su casa o a la oficina o se dirigían a otras tabernas a hacer negocios más privados. Me senté de nuevo al lado de Lavien, que tomaba un té, satisfecho de sí mismo.
– A Duer no le gusta ser accesible a los hombres que no le sean inmediatamente útiles.
– Es un especulador y Hamilton es secretario del Tesoro. Por Dios, pero si incluso llegó a trabajar en el Departamento. ¿No podemos conseguir que coopere?
– ¿Con usted?
– Bueno, eso sería lo ideal, pero al menos que colabore con usted. Parece que lo trata de una manera muy desdeñosa.
– Aquí, los poderes de Hamilton son limitados -explicó Lavien-. Si Duer no desea hablar, Hamilton no lo puede obligar a hacerlo. Como es natural, Duer corre algún riesgo desafiando a Hamilton, pero tal vez se cree tan poderoso que no le preocupa.
– Entonces, ¿ya no son amigos?
– Oh, yo creo que sí, y Duer siempre querrá conseguir favores de Hamilton y la información que este pueda darle, pero entre ellos no hay confianza. Son como viejos amigos que se encuentran en diferentes bandos, no precisamente durante la guerra, pero sí durante un período de creciente hostilidad entre dos naciones. Duer quiere que Estados Unidos emule a Gran Bretaña, donde los hombres influyentes siempre han estado por encima del bien común.
– ¿Y Hamilton? ¿Cómo quiere que sea Estados Unidos?
– Quiere que se parezcan a sí mismos -respondió Lavien- y ese es un objetivo todavía más difícil.
Lavien se estaba sincerando conmigo de una manera sorprendente y ya no vi motivos para guardar el secreto que había descubierto.
– Supongo que sí, sobre todo a la luz de la amenaza que pesa sobre su banco.
– Se ha enterado de eso muy deprisa -Lavien asintió con aprobación.
– ¿Y usted? ¿Hace mucho que lo sabe?
– Hace una semana que sabemos que es posible que haya un plan contra el banco.
– ¿Qué tipo de plan?
– No lo sabemos -respondió, sacudiendo la cabeza-. El banco está situado en Carpenter's Hall y podría tratarse de una amenaza contra ese espacio físico, aunque me parece poco probable. Quizá sea una acción para hacerse con el banco mediante la toma de las acciones. Una jugada para que estas se devalúen y causar una quiebra. Puede ser cualquier cosa.
– ¿Y la implicación de Duer en ello?
– Posiblemente, ninguna de la que él esté informado. -Se encogió de hombros-. El banco le ha prestado mucho dinero y seguro que Duer quiere que las cosas sigan igual. Hará lo que sea para que ese flujo de dinero no se corte.
– Pero ha dicho que debe una cifra cuantiosa al banco. Quizá prefiera que quiebre para no tener que devolverla.
– Eso sería como un hombre que se prende fuego para evitar el pago de la factura del médico. Si el banco tuviera que afrontar una crisis importante, todos los instrumentos financieros sufrirían y el mercado se destruiría, lo mismo que Duer. Sin embargo, el hecho de que no esté involucrado en un plan no significa que no sepa algo. Tal vez sepa más cosas de las que cree.
– Tengo que señalar de nuevo que me está prestando una gran cooperación.
– Mi esperanza es que haya un intercambio.
– ¿De qué tipo?
– Bueno, confío en su honor, porque yo ya le he dado lo que tengo para ofrecer, es decir, información sobre Duer y el banco, y ahora quiero algo de usted. Si me lo da, también estará ayudándose a sí mismo.
Sacó un pedazo de papel del bolsillo y me lo mostró. Estaba escrito en código, un código que, a simple vista, parecía idéntico al que yo había descifrado la noche anterior.
Lavien me lo apartó de los ojos antes de que hubiese empezado a descodificarlo.
– Lo ha recuperado de la emprendedora señorita Fiddler -dije.
– Sí -asintió-. Podía llevarlo a alguien del Tesoro, pero cuanta menos gente se entere de esto, más tranquilo estaré. Es probable que Jefferson tenga espías en el Departamento del Tesoro. Y es posible que Duer también tenga hombres que le son leales. Si bien preferiría que no se implicara en esto, confío en usted.
Asentí y me tendió el papel otra vez. Mientras lo estudiaba, y sin que yo se lo pidiese, me trajo una hoja en blanco, tinta y pluma, pero yo no las necesitaba. Como había descifrado el código la noche anterior y lo tenía fresco en la mente, no tardé más de un momento en leer lo siguiente:
W. D. J. P sospecha maniobras en el B. Millón. Emprendí acción tal como estaba acordado. D.
¿William Duer era W. D.? Y J. R, ¿Jacob Pearson? ¿Quién era entonces D, si no Duer? Y lo más importante de todo, ya que aparecía en el núcleo del mensaje, ¿qué era el B. Millón?
Se lo pregunté a Lavien.
– El Banco del Millón -dijo con aire pensativo-. No le he prestado mucha atención pero es una iniciativa que quiere aprovechar el actual entusiasmo por los bancos. Se inaugurará en Nueva York dentro de un par de semanas, pero todo el mundo lo considera una aventura disparatada. Me extraña que Pearson o Duer tengan algo que ver con eso.
– Y sin embargo, aquí tenemos esta nota -comenté.
– Esta nota que, si hemos de ser sinceros, no sabemos quién ha escrito ni quién era su destinatario. Es fácil imaginar que fuese para Duer, pero no tenemos pruebas reales.
Lo que decía era cierto.
– Entonces, Duer tendrá que responder a mi pregunta -dije.
– A mí, ha hecho todo cuanto ha podido por evitarme -replicó Lavien-. ¿Cree que con usted se mostrará menos escurridizo?
– No -respondí-. Pero, sea como sea, mi intención es pillarlo.
Aquella noche, más tarde, calmé la sed en la taberna de El Hombre Cargado de Problemas, cené fiambres con patatas y habría pasado allí el resto de la velada, probablemente, si no hubiese llegado un camarero con un trozo de papel en la mano.
– Acaban de entregármelo. Es un mensaje para usted.
– Muy amable -murmuré. Abrí la nota y a la tenue luz de la taberna vi que era de Leónidas. Quería que nos encontráramos en la esquina de Lombard con la Séptima. Decía que era urgente. Apuré la bebida y salí.
Leónidas estaba apoyado en una casa de ladrillo rojo y fumaba una pipa, mandando gruesas nubes de humo hacia la farola de la calle.
– Se lo ha tomado con calma -me dijo.
– Estaba ocupado con un asunto importante.
– Ya lo huelo.
– No puedes esperar que un hombre se reforme de la noche a la mañana. Y ahora, dime, ¿qué estás haciendo en esta esquina?
– Amplío los límites de nuestra investigación -respondió-. Fíjese en ese edificio -añadió, señalando una casa del otro lado de la calle, la tercera antes de llegar al cruce.
– ¿Y qué debo ver?
– Algo interesante, espero. Temía que le pasara por alto, pero esa es la casa que pertenece a ese tipo duro, Reynolds. Vive aquí con una mujer, su esposa, según los vecinos. No he hecho averiguaciones sobre ella, pero todo el mundo dice que es la mujer más hermosa que nunca haya existido.
– Continúa.
– Seguí a Reynolds hasta aquí. Al cabo de una hora, se marchó y volví a seguirlo pero, aunque no me vio, creo que notó que alguien lo vigilaba, por lo que tuve que renunciar a hacerlo. Más tarde volvió a la casa y ahora está con otra visita, que es lo que yo quería que usted viese.
– ¿De quién se trata?
– Hay cosas que uno debe ver con sus propios ojos -respondió Leónidas.
Esperamos en la oscuridad. Ojalá me hubiese tomado otra copa antes de salir, porque habría sido agradable pasar el tiempo en una suerte de aturdimiento, aunque supongo que, de todos modos, conseguí una sensación similar mirando cómo se encendía y apagaba el resplandor anaranjado de la pipa de Leónidas.
Al cabo de un rato, vi sombras que pasaban ante las cortinas del vestíbulo delantero. Entonces se abrió la puerta y aparecieron dos hombres cuyas siluetas se recortaban a la tenue luz del interior. Reynolds parecía una persona distinta porque le hizo una reverencia al otro, al que, evidentemente, consideraba su superior. Al principio no pude identificarlo, aunque su constitución y estatura me resultaban familiares.
El desconocido salió de la casa y echó a andar con los hombros encorvados. Su paso era rápido pero no vivaz, como un hombre que corre a refugiarse de una tormenta. Miró a un lado y a otro, como si quisiera asegurarse de que nadie lo seguía, y anduvo por la calle con la cabeza gacha y unos pasos vehementes y decididos como poderosas paladas de unos remos en el agua. La luz de una farola solo lo iluminó un instante, pero le vi la cara, dura y tensa de ira, o quizá de desesperación. Era Hamilton.
Solté un largo suspiro entrecortado y esperé a que pasara. Entonces dije entre susurros:
– Hamilton me cuenta que se lleva mal con Duer. Entonces, ¿por qué va a visitar personalmente al lacayo de Duer?
– Por un asunto de dinero -respondió Leónidas-. Hamilton le ha entregado a Reynolds una pesada saca.
¿Hamilton le había dado dinero a aquel hombre? No sabía qué significaba aquello pero, desde que había empezado a buscar a Pearson, era la primera vez que me sentía incapacitado para la tarea que tenía por delante.
Es natural sentir ansiedad cuando las circunstancias superan la capacidad de uno para afrontarlas. Esto lo aprendí durante la guerra, del mismo modo que aprendí que el único remedio para tales sensaciones es la acción. Un hombre no siempre es capaz de hacer todo lo que debe pero, de todos modos, siempre puede hacer algo. No había acción que emprender de momento pero, al menos, había movimiento, así que despedí a Leónidas y di un paseo por las calles de Filadelfia, limitándome a los mejores barrios y evitando las tabernas donde pudiera encontrar bebida que me ayudase a olvidar. Yo no quería olvidar. Quería comprender.
Me había tropezado con una situación peligrosa en la que yo no tenía nada que ver salvo en lo concerniente a Cynthia Pearson, y eso significaba que no me quedaba otra alternativa. Así pues, ¿qué era lo que sabía? Sabía que Hamilton temía un plan contra su invento, el Banco de Estados Unidos, una institución creada para estimular la economía americana y que se había lanzado a un frenesí de transacciones imprudentes. Kyler Lavien, el hombre encargado de investigar aquella amenaza, era el mismo que investigaba la desaparición del marido de Cynthia. Sería una estupidez pensar que ambas cosas no guardaban relación. De momento, mis pesquisas me habían llevado a un irlandés desconocido y a William Duer, en otro tiempo secretario de Hamilton, y a Reynolds, subordinado de Duer y que se apellidaba igual que el hombre que había instado a mi casera a echarme de mis aposentos. Y ahora parecía que Reynolds y Hamilton se llevaban entre manos un asunto secreto.
Todas esas cosas confluían, pero eso no significaba que se originasen en el mismo punto. Otra cosa que había aprendido durante la guerra era que los hilos que no están relacionados se enredan entre sí porque los hombres importantes pueden serlo en más de un ámbito a la vez. Los tratos secretos de Hamilton con el hombre de Duer quizá no tuviesen nada que ver con la amenaza contra el banco o con la desaparición del marido de Cynthia. Por otro lado, el que estas cosas no guardasen ninguna relación no significaba que siempre hubiese sido así y lo mejor sería suponer que había vinculaciones, aunque no existiesen razones lógicas de su existencia. Las acciones misteriosas y los planes secretos no se descubren entendiendo los motivos, sino entendiendo a los hombres que los ejecutan.
O eso fue lo que me dije mientras regresaba a mis habitaciones. Anduve con la cabeza gacha, murmurando entre dientes como un borracho aunque estaba absolutamente sobrio. Me resultaba útil expresar en voz alta todo lo que me preocupaba a fin de darle a cada dificultad una dimensión en el lenguaje que me ayudase a comprender mejor. Apenas miraba dónde pisaba porque todo lo interesante estaba dentro de mi mente. Así había llegado a la escalera del porche de la casa de la señora Deisher, perdido en pensamientos y estrategias, cuando un puño me golpeó en el estómago.
Mi atacante debía de estar agachado, escondido entre las sombras del pórtico, porque yo ya había empezado a subir hacia la puerta cuando vi movimiento en la oscuridad, un vislumbre de ropa negra, el brillo de una luz reflejada en un botón, un par de ojos y unos dientes tras unos labios entreabiertos en una sonrisa o quizá una mueca.
No tuve tiempo de reaccionar, solo de verlo venir, una forma humana que se desplegaba. Cuando el golpe me alcanzó, lo hizo con fuerza. Noté que mis pies se levantaban literalmente del suelo y trastabillé, cayendo de culo. Intenté no desplomarme del todo, pero la potencia del puñetazo me echó la cabeza hacia atrás y me golpeé el cráneo con una fuerza desgarradora -un golpe sordo que enviaba oleadas de dolor hasta media espalda-, pero no me di contra los ladrillos, sino contra la tierra del pequeño alcorque circular que rodeaba un árbol. El dolor se desplazó en una punzante oleada, seguido de la visión de unas luces plateadas, pero supe de inmediato que no había recibido un puñetazo mortal. Incluso llegué a sentir un estúpido alivio al pensar que el daño me lo habían hecho en un sitio invisible a los demás. No me convenía en absoluto lucir heridas nuevas en la cara.
Entonces, de repente, vi todo lo que tendría que haber visto antes. El farol del porche de la señora Deisher estaba apagado, las farolas de las casas vecinas estaban apagadas. Si yo no hubiese estado tan desentrenado, habría notado la emboscada, pero eso ya no tenía remedio. Solo podía seguir avanzando.
La oscura silueta -un hombre grande y fornido, probablemente musculoso y que se tocaba con un sombrero de ala ancha, no alcancé a ver más- se erguía en la escalera y saboreaba su momento de triunfo mientras yo yacía a sus pies. Se llevó la mano al cinto, sacó algo y lo blandió. A la escasa luz de una luna cubierta de nubes, las tenues estrellas y una farola distante, vislumbré el centelleo de un acero pulido. Era una navaja, y bastante larga, por cierto. Desde donde estaba tumbado, aun con el viento que soplaba entre nosotros, capté el olor rancio y hediondo de la ropa sin lavar y el peculiar aroma acre del tabaco húmedo y mohoso.
En aquel momento, supe varias cosas. Aquel hombre, quienquiera que fuese, no había acudido a matarme. Si en vez del puñetazo en el estómago me hubiese clavado la navaja, en esos momentos estaría muerto o agonizando. El acero tenía como objetivo asustarme o herirme sin matarme. Aun así, supe que, si no me andaba con cuidado, acabaría muerto.
La cabeza me dolía y sentí una molesta pesadez en el estómago, pero hice caso omiso de ello. El hombre se acercó. Estaba a dos o tres pasos solamente. Yo yacía de espaldas, apoyado en las manos. Seguro que creía que me tenía a su merced, pero no era así.
Un encuentro como ese se asemeja a una partida de ajedrez.
Él tenía que hacer sus movimientos y yo, los míos. Los dos teníamos que seguir ciertas pautas. En ajedrez, cada movimiento crea una serie nueva de contragolpes y, lo que quizá es más importante, la victoria no es del jugador más fuerte o del que más ataca, sino del que ve y anticipa el mayor número de movimientos futuros, el que puede prever las posibilidades que se multiplican. Eso fue lo que me dije.
Él había hecho el primer movimiento y ahora me tocaba a mí. Dadas las circunstancias, necesitaba ganar tiempo y distraerlo. No serviría de nada preguntarle quién era o qué quería, suplicarle clemencia o decirle que podía pagarle un buen dinero si me dejaba en paz. Y no porque mis palabras no tuvieran posibilidades de surtir efecto, sino porque eran demasiado previsibles. Decidí decir tonterías, pero unas tonterías que lo distrajesen.
– Empezaba a pensar que no lo intentaría usted nunca -murmuré.
En la oscuridad, vi que ladeaba el perfil de su cabeza con una curiosidad semejante a la de los pájaros, como si se hubiese quedado pensativo unos instantes. Avanzó un paso y creo que abrió la boca, pero no sé si lo hizo para decir algo.
En cualquier caso, no tuvo la oportunidad de hacerlo porque, en aquel momento, la señora Deisher abrió la puerta y se plantó en el porche, una oscura silueta cuyo camisón ondeaba el viento, iluminada por detrás con una vela y empuñando un objeto largo con un cómico extremo reluciente. Tardé unos instantes en advertir que se trataba de un antiguo trabuco.
A juzgar por su aspecto, el arma debía de tener al menos un siglo y no se le podía dar otro uso que el de objeto decorativo en un albergue de caza, pero la robusta dama alemana lo blandía como si fuese la Excalibur. Mi atacante no estaba dispuesto a correr riesgos; al momento, saltó del porche y echó a correr hacia la calle. Para mi sorpresa, la señora Deisher saltó tras él: se lanzó al aire y el camisón se le hinchó. Aterrizó en el sendero adoquinado con los pies bien separados y un gran estruendo de sus zapatos de madera al golpear la piedra. Sin tomarse siquiera un momento para pensar en su propia seguridad -o para apuntar, debo añadir-, levantó la antigualla y disparó. El trabuco explosionó como un cañón y vomitó una nube grande y pestilente de humo negro. Había disparado hacia arriba, pues solo oí el crujido de las quebradizas ramas invernales de los árboles, el eco del disparo y, finalmente, el sonido lejano de los pasos apresurados de mi agresor, que se desvanecía en la oscuridad.
La señora Deisher dejó el trabuco en el suelo, me puso una mano en la frente y tiró de mí para que me levantara.
– Una vez lo perjudiqué -dijo-, pero no lo haré dos veces. Usted es amigo del gobierno y, por lo tanto, amigo mío. Lo he salvado por el bien de América.
– Y América se lo agradece -respondí mientras me ponía en pie. Me llevé una mano a la parte trasera de la cabeza y no se manchó de sangre, lo cual constituía una inusual buena noticia. Le di a la señora Deisher una palmadita en la mano y miré hacia la calle y su vacía oscuridad. No esperaba ver nada y, por una vez, mis expectativas se cumplieron.
No pude criticarla por haberme salvado aunque pienso que, si el encuentro hubiese durado solamente unos minutos más, habría averiguado algo sobre mi atacante. Tal como habían ido las cosas, no le había visto la cara ni le había oído la voz. Y, sin embargo, había notado en aquel hombre algo que me sonaba familiar. No tenía ni idea de quién era, pero me parecía que no era la primera vez que estaba cerca de él.