Joan Maycott
Verano de 1781
Yo quería crear una clase de relato y me encontré haciendo otra enteramente distinta. Gran parte de lo que sucedía nacía directamente de mis propias decisiones, de mis propias acciones. Si no hubiera sido voluntariosa, como se califica a una mujer por lo mismo que a un hombre se lo llamaría enérgico o ambicioso, mi vida tal vez se habría desarrollado de forma muy distinta. Cuando tomamos decisiones que nos conducen por un camino difícil, no nos cuesta imaginar que el curso que no hemos tomado era el cómodo y perfecto, pero estas decisiones descartadas podrían ser tan malas o peores que la que hemos adoptado. Debo lamentarme, sí, pero no por ello debo sentir remordimientos.
Por ello, contaré mi relato y explicaré cómo he llegado a convertirme en enemiga de este país y de los hombres que lo gobiernan. Lo haré con el pleno convencimiento de que, aunque estas palabras se lean, encontrarán pocos simpatizantes. Se me llamará mujer rastrera y traidora, diabólica en mi resistencia antinatural a la paternidad de la nación. Aun así, siempre habrá quienes hayan vivido las mismas cosas que yo, parecidas o peores -pues sé que las hay peores- y me comprenderán. Es una pequeña compensación, pero no existe otra para mí.
Nací con el nombre de Joan Claybrook y crecí en el campo cerca de la ciudad de Albany, en Nueva York. Mi madre era uno de los seis retoños de una familia pobre y mi padre había llegado a este país desde Escocia con contrato de servidumbre, por lo que iniciaron la aventura de la vida con pocas ventajas. Sin embargo, lucharon por salir adelante y la tierra era barata y, cuando yo nací, eran dueños de una pequeña finca en la que cultivaban trigo y cebada y criaban unas cuantas vacas, en ocasiones cerdos y siempre un número prodigioso de aves de corral. Nunca llegaríamos a ser ricos, ni aspirábamos a ello, pero mi familia había alcanzado una situación en la que no teníamos miedo de pasar hambre y, por lo menos antes de la guerra, conseguíamos ganar cada año más de lo que gastábamos.
Yo tenía un hermano mayor y dos más pequeños y, estando la familia bien provista -en exceso, incluso- de herederos y de manos para trabajar, mis padres -y también mis hermanos- fueron muy indulgentes con mis caprichos. Las labores agrícolas no me atraían y, siendo la única niña, disfruté de una familia tolerante -imprudentemente tolerante, decían algunos- a mis deseos. No era que no tuviese responsabilidades; a mi modo de ver, tenía demasiadas, pero solo me exigían aquellas sin las que no podían pasarse. Yo me ocupaba de las gallinas: les daba de comer, recogía los huevos y limpiaba el corral. También me dedicaba a hilar y cosía un poco. Aparte de esto, leía.
Sería de esperar, supongo, que una gente sencilla como mis padres, que crecieron sabiendo poco más que echar una firma y que no tuvieron tiempo ni dinero para aprender a leer, desanimaran aquella afición mía. Tal vez deberían haberlo hecho, pero tenían buen corazón y encontraron fascinante mi amor por los libros y la lectura, tal vez como Samuel Johnson se sorprendía ante el perro que caminaba erguido sobre las patas traseras. Me compraban lo que podían y cultivaron la amistad de gente de fortuna de Albany, personas que se avinieran a prestarme libros de historia, de filosofía natural y de política económica. A mí, poco me importaba el tema con tal de que el libro impartiera conocimientos. Los días de buen tiempo, me sentaba fuera; los malos, me arrimaba al fuego del hogar. Y, mientras leía, olvidaba que a mi alrededor había un mundo mucho más pequeño.
A los doce años, ya había leído a Hobbes y a Locke y a Hume. Conocía de cabo a rabo la Teoría de los sentimientos morales, de Adam Smith, y La riqueza de las naciones casi igual de bien. Había leído la historia de Macaulay y los ensayos de Bolingbroke, todo en The Spectator, y conocía -en traducciones, claro- a Herodoto, Tucídides, Homero y Virgilio.
Mi padre, aunque poco ilustrado, me examinaba. Mientras comíamos, le contaba las extravagancias de Jerjes o el sufrimiento de Zeus cuando tuvo que asistir, impotente, a la muerte de su hijo Sarpedón. Aquellas narraciones, sacadas de los clásicos y de la historia, le resultaban mucho más interesantes que los pensamientos de Hume o de Berkeley y puede que este deseo suyo de que le narrara historias influyese en la selección de lecturas que hacía para mí. Por supuesto, me hice experta en relatos fantásticos: había leído todos los poemas épicos de la antigüedad, los textos de Milton y Dryden, y las obras de Shakespeare, Marlowe y Jonson.
Sin embargo, hubo un libro… Este fue otra cosa, algo totalmente distinto. Todavía hoy, aunque lo he leído más veces de las que podría calcular, suspiro un poco al mencionarlo. Se titulaba Amelia y era una novela. Inevitablemente, a lo largo de mis lecturas -en revistas y, a veces, en folletos y obras de discurso filosófico- había encontrado referencias a novelas. A pesar de ello, siempre se las despreciaba como lecturas frívolas para mujeres sin seso, escritas por mujeres necias o por hombres deshonrosos. Tan condicionada estaba a considerar las novelas unas bobadas triviales que, cuando mi padre me puso en las manos tres volúmenes de Fielding que le había prestado un comerciante de la ciudad, conocido suyo, me costó un considerable esfuerzo de voluntad esbozar una sonrisa y mostrarme contenta y agradecida, aunque solo fuese un poco. No obstante, mi esfuerzo debió de resultar insuficiente, pues a mi padre le cambió la expresión.
– ¿No te gustan? -preguntó, con los ojos muy abiertos y ligeramente húmedos. Era un hombre orgulloso, de hombros cuadrados, manos poderosas aunque extrañamente planas y un valor físico superior a lo que se podía exigir, pero encontraba misteriosa y vagamente atemorizadora mi capacidad de lectura. Pude apreciar que creía que había cometido un error ridículo, que se había puesto en evidencia ante su inteligente hija, tal vez incluso que la había ofendido, o hasta que le había hecho daño (pues, ¿quién sabía cómo funcionaban aquellos asuntos de libros?).
– No…, no lo sé, puesto que no los he leído -respondí y le dirigí una sonrisa. Le sonreí como merecía-. Te lo diré cuando lo haya hecho.
Si mi padre no hubiera puesto aquella expresión tan apenada, casi con certeza habría dejado los libros a un lado, como si no merecieran que les prestara atención, y los habría devuelto sin leer al cabo de unos días. Esta vez, sin embargo, me sentí obligada a prestar atención a Fielding. Así fue como empecé a leer novelas. Tal vez tuve suerte de que la primera que leí fuera tan insólita en su género. La mayoría de las novelas trataban de mujeres que buscaban marido, pero en aquel libro la pareja principal ya estaba casada. El protagonista, William Boothe, soportaba deudas, encarcelamiento, la tentación de la lujuria y la culpa del adulterio, mientras su amante esposa, Amelia, luchaba por preservar su familia de la ruina y la reprobación. Lloré por su patetismo y lloré a la conclusión, no solo por la profundidad de la emoción que me produjo, sino porque no había más que leer.
Al finalizar la lectura, mi padre supo que me había traído algo que me había encantado. Recuerdo que me senté en el campo, detrás de la casa, con el sol cálido, pero no ardiente, en el rostro y el volumen final que acababa de terminar en el regazo. Contemplé el azul brumoso del cielo y tuve el pensamiento más extraño de mi vida. Nunca hasta entonces, mientras leía obras escritas por los clásicos, libros de filosofía o historia y ensayos producidos por hombres contemporáneos, me había asaltado la idea de ponerme a escribir yo misma. Pero ¿de qué escribiría, cuando no conocía nada de la vida que no fuera lo que había leído? Ahora, en cambio, todo era distinto. ¿Por qué no podía escribir una novela? Desde luego, no esperaba producir nada de la majestuosidad de Amelia, pero estaba segura de que algo me saldría.
Impliqué en la tarea a mi padre, siempre dispuesto e indulgente. Tendría que pedir prestadas para mí cuantas novelas encontrase. Las leí todas: las demás obras menores de Fielding, Joseph Andrews y Tom Jones, y tres de Richardson, Pamela, Clarissa y Sir Charles Grandison. Leí el humor obsceno de Smollett, las exploraciones sociales de Burney, Heywood y Lennox, y las ñoñerías sentimentales de Henry Brooke y Henry Mackenzie. Tomé abundantes notas de cada libro, cuantificando lo que me había gustado y lo que no. Cuando mi empatía por un personaje me movía a llorar, a reír o a temer por su seguridad, dedicaba horas a determinar por qué medios había conseguido el novelista crear tal magia. Cuando un padecimiento o una pérdida no me producían ninguna sensación, diseccionaba la falta de arte que engendraba tal apatía.
Al cumplir diecisiete años, me creía preparada para escribir una novela de mi invención. El único obstáculo era que no tenía suficiente experiencia personal del mundo para describir la vida con la verosimilitud de un novelista. Había leído, pero no había vivido. Y estaba decidida a hacerlo, no solo por mis aspiraciones de escribir, sino porque ya tenía edad suficiente para entender que los libros quizá no fuesen siempre, por sí solos, suficiente para mí.
Una tarde, casi al final de la guerra, antes de que se firmara la paz oficialmente pero con posterioridad a la rendición de Cornwallis, me encontraba en la ciudad con mi padre y Theodore, mi hermano mayor, cuando reparé casualmente en un par de caballeros que salían de una sastrería. Uno era mayor, sin duda el padre del más joven, pues compartían la misma cara alargada, la nariz patricia y unos ojos penetrantes de los que, aunque no alcanzaba a distinguir su color desde la lejanía, no se me escapó su intensidad y su brillo. El joven se movía rígidamente con la ayuda de un bastón y parecía contraer el rostro con cada paso que daba. A pesar de estas muecas, yo sabía que era el hombre más apuesto que había visto nunca, con su pelo rubio y su rostro dulce, angelical en sus proporciones, que revelaba y reflejaba como un lago frío y tranquilo el mundo que lo rodeaba. Por supuesto, cuando digo que su hermosura superaba cualquier otra, reconozco que había llevado hasta entonces una vida recogida, pues había crecido durante una guerra en la que muchos jóvenes estaban lejos, en el frente o escondidos para que no los llevaran a luchar, o encarcelados bajo la sospecha de combatir en el otro bando. No había visto a demasiados jóvenes y menos aún los había conocido que no se hallaran en un estado de desesperación, pero aquel era muy guapo y, aunque hubiera visto cien mil de los mejores ejemplares de su sexo, no sé si alguno me lo habría parecido más. Pregunté quién era.
– Ese -dijo mi hermano- es Andrew Maycott.
Me acordé de él, pues su granja no estaba lejos de la nuestra. La última vez que lo había visto tenía cuatro años menos, apenas diecisiete, y yo, a mis trece, no tenía más interés por los hombres que él por las tácticas militares. En aquellos años había madurado y yo, todavía más. Tal vez notó que alguien lo observaba, porque se volvió a mirarme desde el otro lado de la calle y nuestras miradas se cruzaron. Se apoyó en el bastón y se tocó el sombrero saludándome -saludándonos- y noté… bueno, no supe muy bien qué. Me sentí mareada, débil y espantada. Y, sin embargo, decidida a conocerlo mejor.
Pensé en comentarlo con mi padre. Complaciente como era, sin duda habría hecho todo lo que estuviera en su mano para acordar un encuentro de los Maycott y nuestra familia, pero yo no deseaba tal clase de presentaciones. No tenía pensado sentarme a mantener una conversación intrascendente con sus padres hacendados. Más exactamente, tal reunión de dos familias rurales no me parecía suficientemente novelesca, al menos en el mejor sentido del término. No quería que mi relato empezara con una reunión cotidiana de pequeños propietarios de tierras y gente del Oeste. Prefería mucho más hacer algo fuera de lo común, algo repleto de aventuras y de emociones intensas y de nuevos sentimientos.
Con tal fin monté a Atossa, una yegua pinta que era mi favorita, y cabalgué las cinco millas que me separaban de la granja de los Maycott. Quizá debería haber sido más prudente, pues lo que planeaba hacer era muy escandaloso y encolerizaría a mis padres. Sin embargo, estaba tranquila, pues la ira de mis padres era, como mucho, leve y pasé el trayecto imaginando cómo, al volver a casa, tomaría notas que más adelante me proporcionarían detalles para mi novela.
Llegué a la propiedad y me acerqué a la casa. Los Maycott tenían más tierras y eran más ricos que nosotros; no mucho más, pero lo suficiente para creerse superiores y para que nos sintiéramos cohibidos en su presencia. La casa en sí era una vivienda espaciosa y agradable de dos plantas, con todas las paredes recién encaladas, armoniosamente levantada entre una arboleda de arces frondosos. A nadie le había ido bien durante la guerra, pues era difícil sacar beneficio cuando había tan poco dinero en circulación y resultaba penoso cultivar para que se apropiara de la cosecha el enemigo, con el fin de alimentar a su ejército, o nuestras propias tropas, a cambio de vagas promesas sin valor. A pesar de ello, los Maycott habían mantenido las apariencias y, cuando me aproximé a la casa, me sentí como una rústica desaliñada que acudía a la mansión de su señor. Llevaba el vestido, una prenda tejida en casa de color nuez, bastante limpio y mi sencillo sombrerito, aunque no demasiado descolorido, se veía pobre. Me habría gustado tener una cinta nueva para lucirla en ocasión tan auspiciosa, pero no había encontrado ninguna a la venta y, de haberla habido, no habríamos tenido dinero para comprarla. Bajo el sombrero, llevaba mi indómita cabellera de pelo castaño sujeta con alfileres lo mejor que la naturaleza y mi impaciencia permitían. Había tenido la previsión de lavarme las manos antes de salir y lucía las uñas limpias de mugre.
Había pensado lo que iba a decir al criado que me abriera la puerta, pero no tuve ocasión de soltar el discurso. Aún no había llamado, cuando oí unos pasos a mi espalda y, al volverme, vi al mismísimo Andrew Maycott, con la mano en el bastón, subiendo por el camino con cierta dificultad.
Apoyado en el bastón, inclinó ligeramente la cabeza en un saludo.
– Buenas tardes, señorita.
Tenía una sonrisa correcta y cortés, y no se observaba nada que no fuese caballeroso en sus palabras o en su porte, pero aun así noté que su mirada me recorría despacio. La sensación me agradó.
Me enderecé y respondí:
– Usted es Andrew Maycott, precisamente el hombre al que venía a ver.
– Vaya, y usted creo que es Joan Claybrook -dijo él, ladeando la cabeza como un coleccionista de curiosidades que acaba de dar con un ejemplar interesante-. La recuerdo de cuando era una chiquilla.
– Pues ya no lo soy -declaré, esperando que mi voz sonara más segura de lo que me sentía.
El no hizo el menor esfuerzo por esconder que le divertía mi respuesta.
– De eso no creo que quepa ninguna duda.
No había nada lujurioso en su tono, pero era evidente que coqueteaba. Sus atenciones me distrajeron y no era eso lo que yo deseaba. Quería ser yo la que distrajera, la que estableciera las normas, pero ahora, tan cerca de él, me costaba pensar con claridad.
– ¿Le duele… la herida? -Mantuve la voz serena y uniforme, lo cual no era fácil con el pulso latiéndome en los oídos.
– A veces -dijo-, pero no dejaré que eso me impida hacer lo que quiera, y me han dicho que con el tiempo remitirán los dolores.
Sonreí para disimular mi nerviosismo y, después de tomar aliento profundamente esperando que no se notara, dije en el tono más ligero que pude:
– No esperaré a entonces. Demos un paseo.
Vi claramente que lo asombraba. Dudó un poco, emitió un murmullo encantador y, a continuación, tragó saliva.
– Señorita Claybrook, no creo que sea apropiado por mi parte dar un paseo privado con una joven dama…
Tal vez debería haberme sentido picada por su rechazo. Quizá debería haber intentado rectificar lo que le había dicho, dar nueva forma a mis palabras, pero no sentía la menor vergüenza ni compunción y esta ausencia de remordimiento me dio valor.
– Ah, no sea usted tan precavido. Paseará conmigo, ¿verdad?
– No creo que su padre me lo agradeciera -insistió él-. ¿Por qué no entra en casa a tomar un vino de arce con mi hermana?
No me gustó la propuesta y mi tono de voz reveló mi irritación:
– No he venido a ver a su hermana. He venido a verlo a usted.
– Entonces, saldrá usted ganando al tenernos a los dos.
De repente, me di cuenta de que ya no estaba actuando. Ya no fingía mi atrevimiento, sino que este era real. Y me gustaba. Puse los brazos en jarras.
– Señor Maycott, no tengo ningún interés en mantener una conversación formal con su hermana. Deseo hablar con usted y lamento ver que tiene miedo de pasear con una mujer joven.
– No hago sino tomar en consideración sus intereses, aunque usted no lo haga -dijo él, sorprendido y divertido-. Quizá no se le haya ocurrido pensar en lo inapropiado de su propuesta.
– Yo creo, señor, en decidir yo misma lo que es apropiado o no. Si no viene conmigo, le diré a todo el mundo que lo ha hecho, así que no gana nada haciéndose el remiso.
Él se echó a reír y en sus ojos azules se reflejó el cielo.
– Me ha derrotado usted por completo. Demos, pues, un corto paseo por la carretera.
– Yo preferiría más intimidad. El bosque…
– Y yo -replicó él, levantando el bastón- preferiría que camináramos por un suelo bien compactado.
No pude discutirle este requisito, por lo que acepté feliz, muy feliz, caminar un rato con aquel hombre tan guapo, al que, debo pensar, mi conducta había encantado y no escandalizado. Echamos a andar y el señor Maycott empezó a comentar que hacía un tiempo espléndido y que aún no terminaba de dar crédito a que estuviera a salvo del terror y el tedio de la guerra. Luego, sintiéndose tal vez incómodo con su propia seriedad, cambió a temas más agradables y habló de lo bien que sentaba estar de vuelta en casa y del sencillo placer de vivir en la tierra de la familia y, añadió, reanudar viejas relaciones.
Por supuesto, todo aquello me resultó muy interesante y me agradó escucharlo. En particular, me encantó oírle hablar de sus sentimientos. Era más abierto y directo en esto que ningún hombre que hubiera conocido. Y, con todo, yo estaba impaciente. Quería hablar de él y de mí, de aquel momento, de lo que yo había hecho para que fuese posible. Finalmente, dije:
– No parece escandalizado de que me haya dirigido a usted como lo he hecho.
– ¿Preferiría usted que lo estuviera? -preguntó él.
– No, claro que no. Solo estoy sorprendida. Complacida, desde luego, pero sorprendida.
– Ha habido una revolución -dijo Andrew-. Un rey ha sido reemplazado por el pueblo. No puede sorprender a nadie que se produzcan otros cambios.
Me miró, sereno y relajado y, sin embargo, tenía la mirada distante mientras consideraba lo que implicaban sus propias palabras. Más adelante, llegaría a ver aquel como el momento en que me enamoré de él. Era una gloria tal contemplarlo, tan fuerte y bien formado y elegante y, a pesar de todo, reflexivo… Me tomó en serio y escuchó mis palabras con toda la consideración que yo podía desear. Sentí que nadie hasta entonces me había escuchado con verdadera atención.
Busqué las palabras adecuadas.
– Señor, ando falta de un encuentro sentimental. Lo vi a usted en la ciudad y pensé que me halagaría mucho que empezara a cortejarme.
Hasta aquel momento, Andrew parecía a prueba de escándalos, pero lo que acababa de oír lo puso al borde del pasmo.
– ¡Señorita Claybrook…!
– Dada nuestra nueva familiaridad, sería mejor que me llamara Joan.
– Señorita Claybrook -repitió-, si no supiera que no es así, pensaría que acaba de llegar de alguna isla remota, o de ser liberada de la cautividad entre los indios. Si no fuese un hombre de honor, estaría usted poniéndose en grave peligro.
– Entonces, confío en que sea usted ese hombre de honor. No sugiero nada indebido, Andrew. Los hombres cortejan a las mujeres constantemente y es una conducta perfectamente aceptable. Es posible que, una vez pasemos un tiempo juntos, descubramos que no nos gustamos bastante, en cuyo caso todo quedará ahí. Solo propongo que lo averigüemos.
– Pero las cosas no se hacen así. Usted es una muchacha despierta y lo sabe.
– ¿Qué ha sido de la Revolución? -pregunté.
El se echó a reír.
– Me parece que me ha pillado.
– Oh, de eso no cabe duda, pero estoy segura de que tendrá su venganza, Andrew.
– Es usted muy amable -dijo él, con una reverencia.
– Solo lo necesario. -En aquel momento, estaba siendo completamente espontánea. El y yo estábamos cómodos y su belleza dejó de asustarme. Me encantaba y me emocionaba, pero empezaba a sentirme cómoda en su presencia-. La verdad, Andrew, es que espero escribir algún día una novela y pensé que mostrarme atrevida con usted podía proporcionarme una experiencia interesante.
El me dedicó una caída de ojos, como un gato soñoliento.
– ¿Me habla de este modo para utilizar nuestra conversación en una novela? ¿En realidad no quiere que la corteje?
– ¡Oh, claro que sí! -respondí-. Pero mostrarme tan directa ha sido, lo reconozco, una especie de experimento, pues necesito ciertas experiencias. He tenido demasiado pocas. Vamos, no se enfade, se lo ruego. No debería haberle hablado así, si no le gusta.
– Pero ¿qué clase de novela?
No era la pregunta que esperaba y me complació.
– La que más me gusta es Amelia, del señor Fielding.
– Sí, es buena -dijo.
– ¿Lo ve? Ya somos compatibles. No solo lee usted novelas, algo que me han contado que no hace la mayoría de los hombres, o al menos no lo reconoce, sino que tiene buen gusto en sus lecturas. ¿Y no le parece que cortejarme sería buena idea?
– Señorita Claybrook, no creo que nadie pudiese alegar nada que lograra disuadirme de intentarlo…
Con esto, echó a andar de nuevo por la carretera, apoyando el bastón en el suelo más gallardamente que antes.
Pasamos unos momentos en cómodo silencio y, al fin, dijo:
– ¿Sería tan amable de contarme más acerca de su novela?
Qué propio de él, pensé, aunque apenas lo conocía y no tenía bases para decir qué era propio o impropio de él, ir tan deprisa al meollo de las cosas.
– Ahí está la dificultad, precisamente. No tengo idea de sobre qué escribir.
Andrew se echó a reír.
Tal vez fue una reacción infantil, pero me sentí herida.
– ¿Mis dificultades le parecen divertidas? -le recriminé.
– En absoluto -dijo él-. Es solo que me encanta la forma deliciosa en que frunce el entrecejo cuando se debate con ellas. Pero explíqueme, se lo ruego, por qué tiene tantos problemas para contar su historia.
Mientras estaba estudiando su rostro, recreándome en su hermosura, no se me había ocurrido que él fuese a observarme del mismo modo y, al darme cuenta, me ruboricé.
– Si tengo que escribir una novela, quiero que sea una novela americana, no una mera imitación de lo que se hace en Inglaterra. No quiero trasladar a Tom Jones o a Clarissa Harlowe a Nueva York y ponerlos a correr aventuras entre indios y tramperos. El libro tiene que ser norteamericano en su esencia, ¿no le parece?
Andrew volvió a detenerse y me miró.
– Es usted una mujer lista y, si me permite decirlo, una verdadera revolucionaria. Creo que, si hubiera ocupado un escaño en el Congreso Continental, la guerra habría terminado hace tres años.
– Usted se burla de mí -le dije.
Él me miró directamente a los ojos para que viese que era sincero.
– No hago tal cosa, se lo prometo. Usted, aislada en su granja, ha entendido más de la Revolución y del nuevo país que la mitad de nuestros políticos y generales. No podemos hacer las cosas a la antigua, sino que debemos hacerlas a nuestra manera, la nueva. Aun así, para ser sincero, no estoy del todo seguro de qué aire debería tener una novela norteamericana.
– Las novelas inglesas tratan casi siempre de la propiedad de las tierras -le expliqué-. Haciendas heredadas milagrosamente, o robadas de forma diabólica. Hay matrimonios, por supuesto, pero estas uniones, pese a todas las protestas de afecto, se basan siempre en cuestiones de tierras y fincas, de posesiones y rentas, y no en el amor, desde luego que no. Yo no quiero escribir una novela sobre propiedades. Aquí, en América, abundan las tierras, por lo que resultan baratas. No sucede como en Inglaterra, donde son escasas y preciadas y difíciles de conservar.
Andrew se frotó el mentón y asintió como si escuchara una voz que solo él podía oír.
– La novela americana, si tiene que ser veraz, no debe tratar sobre las tierras, sino sobre el dinero. El simple dinero, el vulgar, corruptor y vil metal.
Tan pronto lo hubo dicho, me di cuenta de que tenía toda la razón. Escribiría una novela sobre el dinero. La idea causó un efecto tan poderoso en mí que fue como si ya estuviésemos casados y me agarré de su brazo y tiré de él hacia mí. Estaba segura de que su brillante sugerencia sería importante, pero aún no podía saber que lo cambiaría todo.