Ethan Saunders
Hamilton había sucumbido a los placeres de la carne. No le reprochaba que mostrase fragilidad humana con una criatura tan encantadora como Maria Reynolds, y a ella, con aquella bestia de marido, tampoco podía echarle en cara que prefiriese ser la amante de uno de los hombres más poderosos del país. Sin embargo, el secretario se movía por una senda peligrosa. Yo creía a Washington: Hamilton no sacrificaría nunca el bien de la nación para satisfacer su deseo, pero era muy capaz de destruirse él mismo.
Haría por él lo que estuviese en mi mano. Hamilton había demostrado que él lo haría por mí y se me antojaba justo. Mientras tanto, seguiría buscando a Cynthia y a su marido. No había encontrado a nadie en la ciudad que supiese a ciencia cierta dónde habían ido y necesitaba reclutar a alguien que tuviera unos contactos que yo no poseía.
El día siguiente, que amaneció nublado, frío y ventoso, fui a Southwark, donde vivía el grueso de la población negra de Filadelfia, y empecé a preguntar direcciones, aunque conocía aquellas calles perfectamente. Entre los grupos de negros que se reúnen junto a su mercado, pregonando sus raíces, sus carnes y sus tazones de estofado de tripas y pimientos, los blancos como yo son observados con una suspicacia considerable, pero creo que es una imprudencia abstenerse de hacerles preguntas. En realidad, con unas cuantas sonrisas y unas monedas dejé claro que no quería nada más que amabilidad y, a las pocas horas de empezar mi proyecto, encontré el lugar que andaba buscando.
Era una casita pulcra y pequeña, estrecha hasta lo indecible, pero agradable y bien cuidada. Llamé a la puerta y enseguida me abrió una negra bonita de ojos grandes y piel de color chocolate. Al principio pareció alarmada, pues sin duda no era habitual que un blanco se presentase en su porche, pero sonreí, me quité el sombrero e incliné la cabeza.
– Es usted la señora… -me interrumpí porque ignoraba el apellido de Leónidas. Era costumbre que los esclavos adoptasen el nombre de sus amos, pero no imaginaba a Leónidas haciéndolo-. Está casada con Leónidas, ¿no?
La mujer asintió y luego torció el rostro en un espasmo de temor.
– ¿Ha sucedido algo?
– No debe alarmarse. No sé nada de él, bueno o malo. Esperaba encontrarlo en casa, pero de sus palabras deduzco que no está.
Su preocupación se esfumó y admiré de nuevo sus atractivos rasgos, dignificados en el molde de la raza negra, y también su inconfundible fuerza de voluntad. Leónidas había hecho bien casándose con una mujer que, sin lugar a dudas, lo amaba y era compatible con él.
– ¿Y quién es usted? -preguntó. Era una manera un tanto fuerte de hablar a un blanco al que no conocía de nada, pero no iba a tomármelo a mal.
– Perdone, soy el capitán Ethan Saunders. -Le dediqué otra inclinación de cabeza.
– ¿Usted es él? -preguntó. Me miró la cara y luego me repasó de arriba abajo como si fuera el costillar de un buey en un puesto del mercado. Y entonces se echó a reír de una manera que no me gustó nada.
Nos sentamos en su ordenado saloncito y tomamos un té. Me dijo que se llamaba Pamela, pero parecía reacia a decirme el apellido que Leónidas había elegido. No me importó, pues me trataba con toda cortesía, aunque yo sospechaba que, debajo de la superficie, había algo más. Pamela sirvió un té agradable y unas tortas dulces de avena con pasas. Eran muy sabrosas y alimenticias.
– Muy buenas, las tortas -dije.
Ella asintió a modo de agradecimiento.
– Las pasas son un buen toque… -añadí-. Las pasas lo mejoran todo, creo. Algunos prefieren las ciruelas, o incluso los albaricoques, pero, por lo que hace a los frutos secos, mis preferidos son las pasas.
La mujer no dijo nada.
– Pamela -probé de nuevo-. Me gusta Pamela, es un nombre muy bonito.
Aquella amable observación no suscitó ninguna respuesta.
– De Spenser, supongo.
Me miró fijamente.
– Es un poeta inglés.
Se rascó el puente de la nariz.
– Escribió La reina de las Hadas -añadí.
Pamela parpadeó.
– Es un poema muy largo -seguí intentando-. Muy largo y aburrido.
Más parpadeos.
Empecé a temer que había tomado por determinación lo que era inexpresividad y que mi amigo Leónidas se había casado con una estúpida. Supuse que él sabría más que yo de su propia felicidad doméstica, pero temí que la señora Pamela resultase una compañía tediosa.
– Mi marido me habló de usted -dijo por último.
– ¿Y qué dijo? Espero que no sea nada demasiado desfavorable, ja, ja.
– Me dijo que era un truhán y un manirroto pero que, para ser una persona tan egoísta, tenía un buen corazón.
– Su marido siempre ha sido un gran juez del carácter de las personas -dije. El poema de Spenser y las pasas me habían puesto nostálgico.
– Me dijo que usted, por principios, está en contra de la práctica de la esclavitud, pero que lo retuvo todo lo que pudo porque era la única manera de no pasar los días solo. ¿Es eso cierto?
– No lo sé -le dije y, de repente, sentí cariño-. Señora Pamela, no he venido a inquietarla.
– Entonces, ¿para qué ha venido? ¿Por qué nos molesta?
– Eso es algo que tengo que tratar con su marido.
Aquella respuesta debió de resultarle algo ofensiva, pues la buena mujer no se molestó en replicar. Así pues, permanecimos en silencio durante casi una hora, aunque ella tuvo la cortesía de llenarme la taza dos veces. Cuando la puerta de la casa se abrió y se cerró y se oyeron pasos, yo ya necesitaba un orinal. Leónidas entró en la sala sin haberse desprendido del abrigo, sobre el cual destellaban unos copos de nieve recién fundidos. Se había quitado el sombrero y aún lo tenía en la mano cuando reparó en mí. Le sonreí y él me miró con una expresión de rabia como nunca había visto en su rostro… ni en el rostro de nadie, salvo en la guerra. Contrajo sus oscuras facciones, abrió mucho los ojos y luego los entrecerró.
– ¿Qué está haciendo aquí, en mi casa? -Su voz era calmada y quizá por ello me tranquilicé.
– Te pido que me perdones -dije al tiempo que me ponía en pie-. No era mi intención alterar tu paz doméstica. No te habría molestado si no hubiese sido importante, pero lo que está en juego no es mi bienestar, sino el de otra persona.
Pareció meditar en el asunto. Se acercó un paso y me husmeó como una bestia.
– ¿No ha bebido? ¿Por fin se ha reformado?
– Supongo que sí. Es sorprendente lo mucho que la gente puede cambiar para mejor.
– No me lo creo.
– Leónidas, sé que estás enfadado conmigo y si no comprendo la profundidad de tu enojo es solo porque no puedo saber lo que tú has conocido. No intentaré justificar mis acciones o ponerlas en contexto para ayudarte a ver la realidad de qué, en general, te he tratado bien y mejor de lo que cabría esperar que te tratase otro.
– ¿Cómo se atreve a…?
– No quiero oírlo -lo interrumpí, levantando la mano-. Y no porque lo que vayas a decir sea justo o injusto, sino porque Cynthia Pearson corre peligro y necesito tu ayuda. Su esposo se ha fugado, llevándosela a ella y a los niños, y nadie sabe dónde están. Esperaba que pudieras hacer pesquisas entre los sirvientes y descubrir lo que otros no han sabido.
– ¿Ha venido a pedirme un favor? No quiero saber nada de usted.
– ¿No ves que no te lo suplico por mí, sino por la vida de una mujer y la de sus hijos? ¿Podrá más tu resentimiento hacia mí que la posibilidad de que esos dos niños pierdan la vida?
– Leónidas -dijo su mujer en voz baja-. Tu obstinación es casi crueldad. Para que lo ayudes en esto no es necesario que lo aprecies.
– No tolero que se presente aquí y finja que sus motivos son otros que el egoísmo. Afirma que quiere ayudar a otras personas, pero lo que lo mueve solo es el deseo -sentenció y, volviéndose hacia mí, preguntó-: ¿Cómo se llaman esos niños?
Era cierto que yo no lo sabía, pero no vi ninguna necesidad de demostrar que me había tomado tan bien la medida.
– Julia y Dennis -me apresuré a responder.
Leónidas calló unos largos instantes. Al cabo, asintió y dijo:
– Si me entero de algo, se lo haré saber.
– Eres un buen hombre. -Avancé un paso hacia él con la mano extendida-. Sabía que podía confiar en ti.
– Pero eso no significa que seamos amigos. -Se limitó a mirarme la mano-. Significa que no permitiré que otros sufran porque usted se haya ganado mi enemistad.
– Bueno, de acuerdo. -Suspiré-. Aun así, muchas gracias.
– Si tengo algo más que decirle, iré a verlo. Usted no debe volver a mi casa bajo ningún concepto. Y ahora, márchese.
Los dos me siguieron hasta la puerta, como si no se fiaran de que la encontrase o de que me marchara sin llevarme de paso algo suyo. Leónidas abrió la puerta, salí y me volví, al tiempo que me quitaba el sombrero e inclinaba la cabeza.
La señora de la casa me miró a los ojos, desafiándome a que desviara la mirada.
– A mí, Spenser no me parece aburrido en absoluto -dijo.
Su marido cerró dando un portazo.
Hamilton no me había contratado al servicio del gobierno y, sin embargo, allí estaba yo, hablando con él, y con Washington, y trabajando con su espía principal. No podía pasar por alto lo que había descubierto sobre él y no iba a abandonarlo a su suerte.
Así las cosas, al día siguiente me levanté temprano. Poco después de las nueve, me puse mis mejores atuendos y me dirigí a las oficinas del Tesoro, en la calle Tercera, donde, como quien no quiere la cosa, pregunté si el secretario podía recibirme. Lo hizo casi de inmediato y me senté ante él en su pequeño despacho supletorio.
– ¿En qué puedo ayudarle en esta ocasión, capitán?
Cerré el puño y carraspeé.
– Me pregunto si ha habido algún avance en sus tratos con Duer.
– Cuando el asunto esté resuelto -dijo, retrepándose en el asiento-, quiero que venga a verme. Me gustaría que trabajase con Lavien, si cree que puede hacerlo. Me ha demostrado usted su valía y parece que se ha moderado considerablemente. Es la segunda vez que viene sin apestar a bebida.
– Me siento halagado y puede confiar en mí, pero ¿por qué debemos esperar?
– Porque en este momento no hay nada que pueda hacer, ni usted ni tampoco el señor Lavien. Estoy en contacto con mis hombres en Nueva York y sé cuáles son los planes de Duer. Aún quiere controlar los bonos al seis por ciento y todavía se está embarcando en unos préstamos peligrosos. Y está a punto de saber que ya hemos empezado los procedimientos legales en su contra por el dinero que defraudó mientras estaba en el Consejo del Tesoro. La noticia correrá -por sí sola o con nuestra ayuda-, y solo es cuestión de semanas, quizá de días, que Duer se derrumbe y el banco quede a salvo. El papel que usted ha desempeñado en esto no es pequeño, capitán, y le estoy agradecido. Puede estar seguro de que haré todo lo que esté en mis manos, además de ofrecerle un empleo, para asegurarme de que el mundo se entera de que, hace muchos años, Fleed y usted fueron difamados.
– Lavien se lo ha contado.
– Sí.
– Y si todo eso es cierto, ¿por qué ahora me mantiene alejado del asunto?
– Porque ahora no me sirve -respondió-. No puedo confiar en usted.
– ¿Qué quiere decir? -Hice lo posible por disimular la ira. ¿O era vergüenza?
– Quiero decir que pregunta por Duer porque le interesa y está implicado en el asunto, pero no es eso lo que ocupa su mente. Quiere encontrar a Pearson, el hombre que lo destruyó, mató a su amigo y le robó a la mujer que amaba. Quiere encontrar a esa esposa y esos hijos terriblemente maltratados. La Revolución se ha ganado y, si bien no dudo de su patriotismo, no espero que sea capaz de anteponer cualquier misión que yo le encomiende a su deber para con la señora Pearson. Búsquela, póngala a salvo, y después podrá trabajar conmigo.
– Veo que es una persona que comprende el corazón humano -dije. Me puse en pie, lo saludé con la cabeza y volví a sentarme.
– Cuando se trata de nuestras pasiones, hacemos lo que debemos.
Hamilton apartó la mirada y yo carraspeé de nuevo.
– En parte, he venido a verlo por esa cuestión -dije-. No he hablado con nadie y, por lo que sé, soy el único que está al día de lo que ocurre. Se lo digo ahora para ahorrarle el dolor de preguntar. Debo aconsejarle que termine su relación con Maria Reynolds. Su marido está conchabado con Duer. No sé si los tratos de usted con la esposa tienen alguna influencia en el asunto, pero huelga decir que es un polvorín que puede estallarle en la cara.
Se quedó callado unos instantes.
– ¿Cómo ha sabido todo esto?
– Lo seguí.
– ¿Me siguió? -Su rostro se había oscurecido, y abría y cerraba el puño como un bebé.
– Coronel, Reynolds estaba esperando fuera de su despacho. Mi hombre ya le había visto a usted dándole dinero y me propuse descubrir la relación.
– El se enteró de mi relación con la dama hace varios meses y ha permitido que continúe a cambio de dinero, un dinero que realmente no tengo, pero no sé qué hacer. Me presiona, vea a Maria o no.
– Y, ya puestos, usted la ve.
– Para ser sincero -explicó Hamilton-, no estoy enteramente seguro de que ella no empezase a atraer mi atención con ese plan en la cabeza. Es muy hermosa.
– La he visto.
– Entonces, ya lo sabe. Es encantadora, pero inconstante y casquivana y, bueno, no es especialmente lista. Y, sin embargo, no puedo contenerme. Prometo que no volveré a verla, pero lo hago.
– Cuando se trata de nuestras pasiones, hacemos lo que debemos -dije.
En esta ocasión, me sostuvo la mirada. Su expresión estaba colmada de vergüenza.
– No obstante, en este caso, debe dejarlo -sostuve-. Si Jefferson o sus seguidores se enterasen, este asunto lo destruiría. Ellos mismos lo destruirían. Nunca creerían, o fingirían no creer, que esto es solo una cuestión de deshonestidad personal y, en cambio, dirían que es la prueba de una corrupción mucho más generalizada. Tiene que jurar que no volverá a verla.
Hamilton no dijo nada, pero supe que había comprendido. Esperaba sentir alguna satisfacción por demostrar mi superioridad moral ante Hamilton, pero lo único que sentí fue compasión y algo que no se diferenciaba mucho de la amistad.
Me gustaría decir que las semanas siguientes resultaron productivas o llenas de acontecimientos, pero no fue así. Pasé el tiempo sin hacer otra cosa que tratar de encontrar a Pearson, pero la fortuna no me sonrió. Acudí con regularidad a la taberna de la City y a otros establecimientos que frecuentaban los hombres de negocios. Hablé con todas las personas con las que los Pearson mantenían una relación personal, incluida la poderosa familia Bingham, pero nadie sabía adonde habían ido. Burr me escribió desde Nueva York para informarme de que por allí no habían visto a Pearson y prometió escribir de nuevo si descubría algo. Lavien y Hamilton me pasaban información sobre Duer con regularidad mientras este se encaminaba hacia la destrucción. En la ciudad, la construcción frenó su ritmo ya que el Banco de Estados Unidos, para protegerse, dejó de dar créditos -aunque casi todos estaban siendo devueltos- y Hamilton creyó que el banco estaba a salvo. No volví a ver a la señora Maycott y solo pude imaginar que se sentía satisfecha por los problemas que tenía Duer. Tampoco supe nada de Leónidas.
Y por lo general, continué mis esfuerzos para reformarme. No me abstuve por completo de beber porque un hombre no debe morir de sed, pero me mantenía sobrio, si no frecuentemente, al menos mucho más a menudo que antes. Sin embargo, debo reconocer que una tarde, en la taberna de la City, había bebido vino en exceso y empecé a explicar a todo el que quería escuchar que me había hartado de esperar información. Iría a Nueva York, dije, y buscaría a Duer y le exigiría que me dijera dónde encontrar a Cynthia Pearson. Un joven y amable comerciante me acompañó a la puerta y volví a casa solo.
Aquello habría sido el final del incidente pero, al día siguiente, la señora Deisher anunció que había llegado un paquete para mí, una caja de diez botellas de buen jerez español. La nota que lo acompañaba era de William Duer y anunciaba que deseaba que supiera lo útiles que le habían resultado mis esfuerzos y que el vino era un regalo de agradecimiento. Las palabras eran lacónicas y precisas, aunque capté cierto regodeo malicioso. Tal vez había estado en la ciudad y se había enterado de mi borrachera. En realidad, no importaba, porque un hombre al borde de la ruina no me producía ninguna emoción, ni siquiera remordimiento.
Seguía pensando en aquellos acontecimientos y saboreando una de las botellas -porque no iba a permitir que se echaran a perder-, cuando la señora Deisher anunció que me esperaba abajo una visita. Parecía un poco alterada y, cuando entré en el salón, vi a Leónidas de espaldas. Llevaba un traje nuevo de buena hechura y sostenía un hermoso sombrero de piel en las manos. Sin embargo, pese a toda aquella apariencia elegante, lo noté algo desconcertado. Tenía la vista clavada en el suelo y jugueteaba nervioso con el ala del sombrero.
Se volvió hacia mí, muy serio. Por primera vez, vi que empezaban a formársele arrugas alrededor de los ojos, como si hubiera envejecido cinco o diez años desde la última vez que lo había visto.
– Buenas tardes, Ethan.
– No esperaba que vinieras a visitarme -mantuve la voz tranquila y apacible aunque el corazón me había saltado en el pecho al verlo. Desde la guerra, desde que había estudiado bajo la tutela de Fleet, no había conocido nunca una amistad como aquella y pensar que había terminado, que Leónidas no me perdonaría, casi me dejó estupefacto, pero no daría muestras de ello. No podía.
– No pensaba venir, pero creo que le interesará oír lo que tengo que decir. Me pidió que hiciera pesquisas sobre los Pearson y las hice, aunque no había averiguado nada importante hasta ahora. Esta mañana, no obstante, he recibido la visita de una de las cocineras, que supo, aunque con un poco de retraso, que yo estaba dispuesto a pagar por la información. A cambio de dos dólares, me contó lo que había sido de ellos con absoluta certeza.
– ¿Y bien? -Me acerqué un paso.
Cerró los ojos, como si hiciera acopio de fuerzas y luego me miró con audacia, como si quisiera desafiarme.
– Al parecer, Pearson se ha llevado a su familia al Oeste, a Pittsburgh. Contrataron un guía y alquilaron una recua de animales, embalaron un mínimo de pertenencias y se marcharon.
– Pittsburgh… -repetí en un susurro y me senté.
Recuperando las viejas costumbres, Leónidas me sirvió un vaso del jerez de Duer y tomó asiento delante de mí. Apoyó las manos en las rodillas y se inclinó hacia delante con aire paternal.
– Conozco a la mujer y no es dada a las invenciones. Si dice que es verdad, debe serlo. Lo siento. Sé que esto es una mala noticia.
– Iré tras ella -dije y apuré el vino de un trago.
Se levantó, me llenó el vaso de nuevo y me lo tendió, en esta ocasión tan lleno que casi rebosaba.
– ¿Cree que es prudente? Comprendo que sienta que debe salvarla, pero no está preparado para tal empresa… ¿Un conflicto en tierras salvajes con un hombre tan obstinado como Pearson?
– ¿Estás loco? -Bebí medio vaso-. ¿Crees que no soy apto para pelear con Pearson, sea en la ciudad o en medio del campo? Cynthia confía en que iré a buscarla. Debo prepararme de inmediato. Gracias, Leónidas, por decírmelo. Sé que estás enfadado, pero has hecho lo correcto. -Apuré el vaso. Noté el jerez corriendo por mi cuerpo y, con la energía inexorable que trae el primer acaloramiento de la bebida, sentí vergüenza, una vergüenza honda y ardiente de que, al cabo de los años que habíamos pasado juntos, Leónidas hubiera llegado a la conclusión de que yo no era el hombre apropiado para salvar a Cynthia. Qué equivocado estaba… Me pondría en camino de inmediato.
Leónidas me estudió como si estuviera tomándome las medidas.
– Entonces lo dejaré para que haga los preparativos. Me tendió la mano para que se la estrechara y lo hice, pero una terrible verdad silenciosa se cernió sobre aquella despedida. Vi aflicción en sus ojos y lo comprendí porque, en mi corazón, sentía lo mismo. Antes, no mucho tiempo atrás, habríamos afrontado juntos aquellas dificultades. Ahora estaba solo. No me atreví a pedirle que me acompañara y su orgullo le impidió ofrecerse a hacerlo. Tal vez cuando regresara, cuando todos aquellos problemas hubiesen terminado, Leónidas y yo empezaríamos a reconstruir nuestra amistad. Quizá aquella era mi prueba: una vez demostrase que no dependía de él, podría confiar en mí lo suficiente como para ser mi amigo.
Subí a las habitaciones y empecé a sacar cosas de los baúles, cosas sin las que no podía pasarme. Tendría que viajar deprisa y ligero de equipaje. Eran varias personas, entre ellas dos niños. Tenían animales de carga para los bultos. Irían despacio. Me llevaban una ventaja considerable, pero yo me desplazaría a caballo y lo haría solo, o quizá con Lavien. Si viajaba deprisa y dormía poco, los alcanzaría.
Miré la caja de vino que estaba en el suelo. La mayor parte de botellas seguía envuelta en paja. Hubo un tiempo, y no hacía demasiado, en que aquello habría bastado para detenerme o, al menos, para retrasarme.
Miré de nuevo la caja, que llevaba impreso en el costado el nombre del vendedor. Agarré el abrigo y el sombrero y me dirigí a la calle. Solo tardé media hora en llegar a la tienda del vinatero, irrumpí en ella y dije que quería hablar con el dueño.
Era más tarde de lo que creía y el individuo que tenía delante se disponía a cerrar el negocio, pero solo tuvo que mirarme a la cara para comprender que sería mejor que no me dijera nada. Aquel hombre, alto, de calva incipiente y con la cara muy encarnada, anunció que él era el señor Nelson, propietario de la tienda. Le formulé la pregunta de inmediato.
– Soy el capitán Ethan Saunders. Esta tarde me ha entregado una caja de vino…
– Sí, señor. Espero que no haya ningún problema con ella. Era una de las mejores que teníamos de vino español.
– El vino era excelente, pero necesito saber de dónde procede. ¿Quién hizo el encargo?
– Bueno, no lo sé -respondió más desconcertado que adverso.
– ¿Fue el señor Duer, de Nueva York? ¿Le ha escrito ese hombre?
– A mí no me ha escrito nadie -replicó-. Vino un hombre e hizo el encargo directamente. Era un tipo grande y muy negro, pero muy educado. Hablaba como un blanco. No me dijo su nombre y yo no lo necesitaba para nada. Pagó un buen dinero y, como no podía haber ningún mal en mandarle a un hombre una caja de buen vino, eso era lo único que me interesaba de él.
Apenas oí el resto porque salí de la tienda. ¿Por qué hacía Leónidas aquellas cosas? No podía haber otra explicación: estaba intentando por varios medios manipularme, contratado por Joan Maycott. O me hundiría en la borrachera, o lo dejaría todo para salir a perseguir a los Pearson camino de Pittsburgh. Y todo ello significaba que no haría lo que había amenazado en público con hacer: ir a Nueva York y enfrentarme a Duer.
Ahora lo entendía todo, o una buena parte, al menos. Entendía por qué había huido Leónidas al saber que era libre: una vez que se había enterado de que yo no lo había traicionado, no soportaba haberlo hecho él. Entendía por qué se había mostrado tan cruel cuando había ido a visitarlo a su casa: no podía haber amistad entre nosotros mientras él sirviera a mis enemigos. Y, sobre todo, entendí cuánto me habían manipulado, cuánto nos habían manipulado a todos.
El suelo estaba helado y el sol ya se había puesto, envolviendo la ciudad en las sombras. Sin embargo, eché a correr. Corrí, dejando atrás peatones, cerdos, vacas, carros y carreteros que me gritaban que cuidara por dónde andaba. Me llamaron bruto y estúpido y me maldijeron, pero no me importó. Corrí hasta llegar a la puerta de Lavien y llamé una y otra vez hasta que la vieja miserable abrió y la aparté de un empujón.
Lavien estaba sentado a la mesa, cenando con su esposa y los hijos. Levantó los ojos y me miró alarmado.
– Tenemos que irnos -dije-. A Nueva York, ahora mismo.
– ¿Qué ha ocurrido? -quiso saber al tiempo que se ponía en pie.
– Estábamos equivocados desde el principio. Nuestra idea era impedir el desplome del banco, pero hemos hecho todo lo concebible para provocar su destrucción. No fue Duer, fuimos nosotros. Nosotros somos la conspiración contra el banco.
– ¿De qué está hablando? -Lavien dejó el cuchillo en la mesa.
– Estábamos tan convencidos de que el peligro era Duer, que no vimos la verdad más obvia. Es la caída de Duer lo que destruirá el banco. Por eso no quieren que yo vaya a Nueva York. No quieren que vea a Duer, que comprenda lo endeudado que está, lo precario de su situación. Si se declara en quiebra, el país se hundirá con él.
Lavien calló unos instantes.
– Tenemos que ver a Hamilton -dijo al cabo.
Mientras estábamos sentados en el estudio de Hamilton, su esposa Eliza nos preparó un té. Él escuchó nuestra historia con aire impasible y los golpecitos que daba en el suelo con el pie eran su única muestra de agitación. Le expliqué la conclusión a la que había llegado y por qué. Lo comprendió, pero insistió en que esperase. La noche era muy oscura para salir a caballo y las carreteras estaban cubiertas de nieve. Le dije que partiría una hora antes del amanecer y que cabalgaría con las luces de la ciudad hasta que saliese el sol. Entonces, Hamilton empezó a escribir otra carta, esta para Duer.
– Se lo explico todo -dijo-. Apelo a lo mejor de su carácter. Y usted debe hacer lo mismo, completar esta carta lo mejor que pueda, pero debe convencerlo de que invierta su curso de acción. Tendrá que vender todo lo que pueda, saldar las deudas que tenga. Deberá sacrificar sus sueños de conquista a cambio de la oportunidad de evitar por completo la ruina y la infamia.
– No creo que Duer acepte ese trato -comenté.
Hamilton asintió mientras la pluma todavía se deslizaba metódicamente por la gruesa hoja de papel.
– Yo tampoco lo creo. Sin embargo, es la decisión que tendrá que tomar. Debe comprender las consecuencias de la ruina. No puede permitir que se sepa que está en bancarrota, no puede permitir que el público se entere de sus deudas. Si ocurre eso, si se lo desenmascara, será su ruina y eso producirá una cadena de acontecimientos tan devastadores que no quiero pensar en ello. Inglaterra sobrevivió a su burbuja de los mares del Sur porque poseía una economía grande, amplia y protegida, pero Francia, donde las finanzas modernas eran nuevas, no se recuperó nunca de su burbuja en el Mississippi. Si Duer queda desenmascarado, tendremos suerte si, como Francia, lo único que vemos es nuestra economía arruinada y a nuestro pueblo empobrecido. Los bancos caerán y detrás lo harán los comerciantes y luego las granjas. Y después llegará el hambre. No podemos esperar nada mejor y no me atrevo a pensar lo peor que podría ser, pero las revueltas que estallarían podrían terminar con nuestro sistema de gobierno.
Hizo una pausa en la redacción de la misiva.
Yo había estado mirando el fuego y pensando en todas esas personas con las que, ahora lo sabía, Leónidas estaba implicado, pero especialmente en Joan Maycott. Sabía que odiaba a Hamilton y que estaba resentida con Duer, pero ¿podía ser eso lo que desease? ¿La dama y sus socios que apestaban a whisky querían ver la destrucción del republicanismo americano, que todavía estaba en la infancia?
– Si quiere que acepte el trato -dije-, tendrá que ofrecerle algo. Duer no actúa nunca, ni siquiera para ponerse a salvo, si no ve algo reluciente y brillante al final de la acción. Tal vez tenga que prometerle un soborno discreto, un dinero con el que vivir cuando todo se haya resuelto.
Hamilton escribió unas cuantas palabras apresuradas en la página y luego le pasó el secante.
– No. Cuando todo esto termine, no puedo permitirme que se diga que le pagué una recompensa por haber puesto la nación al borde de la destrucción. Aunque Duer comprenda lo que se ha hecho a sí mismo y aunque comprenda que su única esperanza es invertir el rumbo, después estará resentido. Se convencerá de que lo engañaron y lo acosaron para que renunciase a su plan y se quejará de ello a todo el que quiera escucharlo. No puedo permitir que la facción republicana de Jefferson se entere de que, en definitiva, he sobornado a un truhán por haber casi arruinado a la nación. -Hamilton miró a Lavien y añadió-:Tendrá que asegurarse de que accede. Ya me comprende.
– Accederá -asintió Lavien.
Entendí a qué se referían.
– ¿No cree que, si empieza a romperle los dedos a Duer, los jeffersonianos lo utilizarán contra usted?
– Si comiera carne hervida para cenar, también lo utilizarían contra mí -replicó Hamilton-. Lo que importa es la fuerza del argumento. El pueblo perdonará a un político que utiliza medios duros para lograr un buen fin. No perdonará nunca a un hombre que efectúa pagos secretos a un villano.
Cuando la tinta se hubo secado, dobló la carta, la metió en un sobre y me la entregó junto con una carta de crédito del gobierno de Estados Unidos. Dijo que hiciera lo que debiese: alquilar caballos, comprarlos, no importaba. Que gastase todo lo que fuese necesario para llegar cuanto antes a Nueva York.
– Pero guarde los recibos -añadió-, para que los contables hagan los balances.
Aun en medio de una gran crisis, no dejaba de ser él mismo.