Capítulo 10

Joan Maycott


Primavera de 1789


Nuestra reunión con el coronel Tindall me dejó la sensación de que la propia tierra hubiera sido rota en pedazos y vuelta a recomponer, aunque no precisamente del modo que era antes. Salimos de su casa como de un funeral, abrumados y tensos. El cielo era de un azul intenso, dotado de esa luminosidad que con tanta frecuencia parece contraponerse a nuestra agitación interior, pero sobre Pittsburgh se alzaba una columna de humo y llamas como una visión del infierno. Para aumentar este efecto, encontramos a Reynolds esperando junto a un par de mulas, en las que ya estaban cargadas nuestras pertenencias. Reynolds nos observó detenidamente, tratando quizá de descubrir cómo nos había ido con Tindall. Luego, se echó a reír.

– Hendry y Phineas llegarán enseguida y los llevarán a su parcela. Yo no puedo acompañarlos. -Dirigió una mirada hacia la extensión de tierras vírgenes y añadió-: No estoy hecho para eso…

Andrew no dijo nada; dejó que el silencio hiciera de réplica fulminante.

– Tengo que regresar al Este con mi esposa -continuó Reynolds, como si todos fueran viejos amigos-. Es muy guapa, como la de usted. No conviene que un hombre esté lejos de su mujer demasiado tiempo.

Andrew no abrió la boca.

– Mire, Maycott, permita que le dé un consejo. Sé que no nos hemos llevado bien durante el camino basta aquí, pero debía mantener el orden y es lo que hice. No crea que tenía nada contra usted. Y no crea que no sé cómo están las cosas con Tindall. O sea, ¿y qué si desea a su mujer? ¿Qué significa eso? Es un viejo, y probablemente no podría hacer mucho de todos modos. ¿Por qué no darle lo que pide? Usted consigue algo a cambio y en realidad no le cuesta nada.

– ¿Usted prostituiría a su mujer? -preguntó Andrew.

Reynolds se encogió de hombros.

– Depende de lo que sacara de ello. Si estuviera en su lugar, vaya si lo haría. Y Tindall no me ha mandado que le dé este consejo. Solo digo lo que pienso.

Le tendió la mano para despedirse y, cuando vio que Andrew no le correspondía, se encogió de hombros otra vez y se alejó hasta perderse de vista en los establos.

Esperamos una hora hasta que Hendry y Phineas aparecieron a caballo. Nos proporcionaron unos jamelgos en los huesos y pronto tomamos un camino de tierra entre la espesura, bastante pisado y salpicado de marcas de herraduras y restos de estiércol viejo.

Cabalgamos por terreno agreste durante más de medio día, cruzando densos bosques de robles, arces, castaños y abedules rodeados de zarzas, peñas y troncos podridos, grandes y adornados como monumentos. También encontramos animales: vimos ciervos que se dispersaban y huían a lo lejos y algún que otro lobo siguió nuestro rastro al trote por el camino, con la boca abierta en relajado desafío. También encontramos otras criaturas silvestres: a lo largo del sendero apenas reconocible, pasábamos de vez en cuando junto a pequeños grupos de cabañas y veíamos unas gentes sucias y desarrapadas que detenían su trabajo para observarnos. Hombres tuertos alzaban la cabeza de su campo de labor, del árbol que talaban o de la piel que estaban curtiendo. Las mujeres parecían asilvestradas, con el rostro requemado por el sol y gesto de abatimiento, el cuerpo torcido y encorvado y un aspecto mucho más terrible que el de la criatura más miserable que habíamos visto en Pittsburgh. Comprendí, sin que nadie tuviera que decírmelo, que si la vida en el Oeste resultaba dura para los hombres, lo era doblemente para las mujeres. Una vez terminada la caza y el cultivo y el desmonte, el hombre podía sentarse con su whisky y su petaca de tabaco, pero a la mujer todavía le quedaba cocinar y coser e hilar. Temí en lo más profundo convertirme en una de aquellas mujeres rotas, espantosas. No me asustaba perder lo que los hombres llamaban belleza, pero temía la pérdida del ánimo y del humor y del amor a la vida; de todo lo que hacía mi alma humana y vibrante.

Finalmente, y sin aparente motivo, Hendry ordenó un alto. Estábamos en una parte del bosque en absoluto distinta, a mi modo de ver, a cualquier otra. Mientras se hurgaba una costra de la cara, nuestro guía miró alrededor como si hiciera inventario de árboles, rocas y cielo.

– Miren ahí -dijo, señalando un gran peñasco situado ladera arriba, a unos quinientos pasos-. Ese es el límite de sus tierras por el norte. Y esos árboles gruesos que dejamos ahí atrás, los que tenían la pintura blanca en el tronco, son el límite por el sur. Por allí hay un montón de serpientes de cascabel, si les preocupan esos bichos. A mí me traen sin cuidado. La parcela alcanza al este y al oeste hasta el primer arroyo en cada dirección. Ahora, descarguen las mulas y que les vaya bien.

– ¿Qué? -exclamé. Quería ser tan estoica y resuelta como Andrew, pero no pude evitarlo-. ¿Van a dejarnos en plena espesura sin un techo bajo el que refugiarnos?

– A mí no me preocupa si tienen techo -replicó Hendry-. Lo que me preocupa es llevar de vuelta los animales. Esta tierra es suya, ustedes la quisieron y aquí la tienen. Hagan con ella lo que quieran. Si no les gusta vivir aquí, vayan a buscar alojamiento a la ciudad. A mí tanto me da, aunque les aconsejo que estén prevenidos contra los «cumas». Esta primavera hay demasiados.

– ¿Qué es un cuma? -preguntó Andrew.

Hendry miró a Phineas y los dos se echaron a reír.

– ¡No saben qué son los cumas! -comentó Phineas con un tono inconfundible de crueldad-. Supongo que ya lo descubrirán.

A Hendry había empezado a gotearle la nariz como consecuencia de sus jubilosas carcajadas. Se la secó con la manga.

– Usted se las da de listo, pero ya aprenderá… Aquí tendrá una buena escuela, se lo aseguro, tal vez en sus fauces. Un cuma es como un gato (y supongo que eso sí sabrá qué es), pero unas diez veces mayor. Y le gusta comer carne fresca y tierna de recién llegados del Este.

Yo ya tenía más que suficiente de aquel hombre.

– Me parece que se refiere usted a un puma. Si desea burlarse de la ignorancia de alguien, por lo menos debería pronunciar bien lo que le restriega por las narices.

– Llame a ese bicho como usted guste. Le arrancará las tetas igual…

– Ya basta. Se iba usted, ¿no? Pues hágalo -intervino Andrew y me rodeó los hombros con el brazo.

– Buena forma de dar las gracias a quienes los han traído a su casa -replicó Hendry.

Phineas me miró con rudeza.

– No importa -dijo-. Estarán muertos antes de que termine el invierno.

– No pueden dejarnos aquí… -Cuánto odié las lágrimas que se agolpaban en mis ojos, pero la perspectiva me resultaba insoportable-: ¿Habremos de dormir en el suelo como animales?

Andrew movió la cabeza.

– Claro que no. Sé construir un refugio y puedo resistir situaciones mucho peores que esta. Saldremos adelante, no te preocupes.

– No sé qué traen en el equipaje -dijo Hendry-, pero, por su aspecto, supongo que han venido sin nada y esperan que los espíritus del bosque les levanten una tienda de campaña. Bien, pues buena suerte, porque aquí se quedan ustedes solos.

De pronto, se oyó una voz a nuestra espalda:

– No dudo de que saldrán adelante pero, si no te importa, escoria, no lo harán solos.

Me volví y vi a dos docenas de hombres y casi el mismo número de mujeres, alguna de las cuales llevaba un niño agarrado a la falda o un bebé en brazos. También había animales, un cuarteto de robustos caballos, un par de mulas y media docena de perros retozones. Casi todos los hombres vestían indumentaria del Oeste, portaban armas de fuego y machetes, y llevaban un tomahawk colgado del cinto. Tenían el aspecto de blancos salvajes, envueltos en pieles de animales, pero a pesar de todo transmitían una profunda humanidad.

El que había hablado se adelantó al resto del grupo. Era un hombre alto, casi un gigante, y tenía todo el aspecto de un tipo de la frontera con ropas propias del Oeste y unas patillas rojizas que, si no largas, al menos eran floridas. Por lo que hacía a los bigotes, le caían del rostro con un curioso realce.

El hombre se quitó el gorro de piel de mapache e hizo una reverencia, dejando a la vista una cabeza completamente calva.

– Lorcan Dalton, a su servicio -dijo con una voz cargada de evocadoras reminiscencias irlandesas y, cubriéndose otra vez, añadió-: Enseguida volveremos a las presentaciones, pero antes devolvamos a estos villanos a su amo.

– No es necesario que nos insulte -dijo Phineas.

– Si queréis buen trato, dejad a Tindall -replicó Dalton.

Hendry volvió el caballo para quedar de frente al hombre.

– Hablas como si tuviéramos que temerte, irlandés.

Lorcan Dalton sonrió, mostrando una boca de dientes marrones uniformes.

– Antes, era Reynolds quien traía a los nuevos. ¿Ya no lo hace? Supongo que a esa bella esposa suya que se quedó en el Este no le gustará la cicatriz.

Hendry no dijo nada. El y Phineas ataron los caballos y las mulas y se alejaron sin volver la vista atrás.

– No lamento nunca verle la espalda a ese hombre -dijo Dalton-, y solo me gustaría su cara si tuviera una bala entre los ojos. Es peor que cualquier indio y solo lo compensa con su falta de astucia. Bien, dejemos que las mujeres empiecen a prepararnos algo de comer mientras los hombres trabajamos. Aquí viene mucha gente, señor Maycott, que nunca antes se había ensuciado mucho las manos, pero a usted no se lo ve de esos. Parece que está acostumbrado al trabajo duro.

– Supongo que sí -respondió Andrew-. Pero ¿qué trabajo es ese?

– Lo traen a uno aquí -dijo Dalton- y lo dejan que se las componga solo. ¿Por qué no habían de hacerlo? Tindall y Duer… A esos dos les da igual si vivimos o no; casi preferirían que muriésemos, pues recuperarían la tierra y podrían entregársela a otra víctima. Por eso no se molestan en hacer nada contra los pieles rojas. Pero, aquí, unos cuidamos de otros. Muchos tipos de la frontera se han vuelto salvajes, apenas mejores que un indio, pero aquí no dejamos que eso suceda. Los recién llegados reciben la ayuda que necesitan y lo único que pedimos a cambio es que echen una mano cuando llegue el siguiente.

– Por supuesto -asintió Andrew. Observé que estaba conmovido ante tamaña solidaridad. En el Este, tal vez habría dado rienda suelta a sus emociones, pero en la frontera del Oeste no había lugar para un hombre sensible.

– Ahora, necesitarán un sitio para dormir -continuó Dalton- y hemos venido a construirles uno. Y será mejor que nos pongamos manos a la obra antes de que se oculte el sol.

Y así sucedió que nuestro primer día en nuestra nueva tierra nos mostró tanto la más profunda bajeza de la codicia y la malicia humanas, como la gran generosidad del corazón humano.


Aquellos hombres demostraron una destreza asombrosa en talar árboles, cortarlos a medida y, con unas cuerdas que se pasaban por los hombros y los pies bien afirmados, como caballos de tiro, arrastrarlos hasta donde habían de emplearse. Mi inocencia, junto con su determinación en la labor, en la que más parecían abejas que seres humanos, me llevó a creer que construirían una cabaña entera allí mismo. Sin embargo, no habíamos de tener tal lujo. Lo que montaron fue, en cambio, una especie de cobertizo, un refugio hecho de troncos y compuesto de solo tres paredes, con un fuego en el lado abierto para dar calor a los habitantes y mantener a distancia a las fieras. El techo consistía en una combinación de travesaños y bálago que resultaría de limitado valor si llovía con intensidad, pero el abrigo era mucho mejor que pasar la noche al raso, como había llegado a creer que nos veríamos obligados a hacer.

Andrew traía consigo las herramientas de su oficio y los endurecidos hombres de la frontera quedaron complacidos e impresionados de su dominio de la carpintería. Parecía conocer una nueva manera de machihembrar los troncos y todos se alegraron de que el nuevo colono se sumara a la comunidad, si podía emplearse tal término en aquel remoto rincón.

Mientras los hombres trabajaban, las mujeres me aleccionaron sobre el mejor modo de hacer una fogata y de buscar agua, y me ofrecieron más información de la que podía asimilar sobre el hilado del lino, la preparación de la carne de oso, los usos de la grasa de este y mil cosas más que al día siguiente ya no recordaba.

Nuestro tosco refugio quedó terminado poco antes de que oscureciera y pensé que iban a dejarnos solos en nuestra primera noche en el bosque, pero dio la impresión de que prestar ayuda al recién llegado era, en parte, una excusa para reunirse. A la fogata que ardía ante nuestro refugio se unieron varias más y, muy pronto, las mujeres se dedicaron a asar carnes y a cocer gachas, y me enseñaron a elaborar una clase de pan del Oeste que llamaban torta de maíz, hecha solo de harina de este cereal y agua, y cocida en piezas planas, adecuadas para llevarlas en una mochila.

Aquellas mujeres eran serviciales, pero reservadas; recelaban, pensé, de lo que consideraban un refinamiento propio del Este: mi educación, mi manera de hablar, mi evidente temor al Oeste y a su entorno. Con todo, se portaron muy bien conmigo y me explicaron cosas de la colonia, una confederación inconcreta de cabañas, vinculadas por poco más que una cierta proximidad y unos cuantos puntos de contacto social: la iglesia, que carecía de clérigo salvo cuando se aventuraba por allí alguno itinerante, una tosca imitación de taberna que llamaban La Senda India, un molino y la casa de Lorcan Dalton, propietario del alambique de destilar whisky, lo cual lo convertía en una especie de noble de la zona.

A mí me costó sentirme cómoda, pero Andrew parecía no tener dificultades. Aquella gente del Oeste valoraba por encima de todo la capacidad y, aquel día, mi marido impresionó a nuestros vecinos con su destreza. De aquellos hombres, me interesaron dos en particular. Uno de ellos tenía mi edad, más o menos: aún no había cumplido los treinta, calculé, y era de los pocos que tenían la cara limpia de patillas o bigote, quizá porque fuese barbilampiño. Era guapo, dotado de un atractivo algo tosco, y tenía unos ojos grandes que siempre parecían sumidos en reflexiones. Había colaborado en el duro trabajo de construir el refugio de troncos y había exhibido una fuerza extraordinaria. Durante la tarea, en más de un momento, alguno de los hombretones más robustos del grupo lo había llamado porque requería la ayuda de aquel hombre, más menudo, para hacer rodar un tronco o para mover una palanca que se resistía. Con todo, aunque mostraba de mil maneras que poseía mucha fuerza y no tenía ninguna aversión a usarla, carecía de la abierta desenvoltura que la mayoría cíe aquellos hombres exhibía en su trato con los demás. A veces, el señor Dalton y él intercambiaban alguna frase en voz baja, pero la mayor parte del tiempo permanecía callado y, ahora que había llegado el momento de la diversión y el relajo, no comió ni bebió tanto como los demás, sino que se limitó a sentarse al lado de Dalton, tomando whisky a pequeños sorbos cuando los demás bebían tragos largos y sonriendo amablemente ante los chistes, mientras que los otros soltaban unas carcajadas que parecían rebuznos.

El otro hombre también me llamó la atención porque se salía de lo común. No era mayor que el señor Dalton pero, mientras que la fuerza del irlandés lo hacía parecer eternamente joven, este tenía cierto aire de erudito y se me antojaba casi viejo. No vestía las ropas burdas de un hombre de la frontera, sino los prácticos calzones, camisa y casaca de un próspero comerciante de clase media. Llevaba los cabellos, canosos, muy largos y la barba corta, y sobre el puente de su nariz pendían unos pequeños anteojos redondos.

El hombre se sentó en el suelo con los demás y bebió whisky con ellos, pero me fijé en que se volvía varias veces a observarme. Cuando nuestras miradas se encontraron, él apartó enseguida la suya y se ruborizó ligeramente. A mí me han mirado los hombres muchas veces, en ocasiones a la manera depredadora del coronel Tindall, pero allí había algo más. No sabía de qué se trataba, exactamente, pero no me asustaba ni me ofendía.

Las demás mujeres también percibieron su interés y, mientras charlaban y chismorreaban, una de ellas, una criatura tosca y carnosa a la que llamaban Rosalie, de cabellos entre pajizo y blanco, soltó un bufido. La mujer me dijo que aún no había cumplido los cuarenta. En otro tiempo, tal vez había sido bonita, pero entonces tenía el rostro curtido por los elementos y las manos encallecidas y manchadas por el sol.

– Ese escocés debería aprender a controlar dónde posa sus ojos, o me temo que su marido lo deje pronto sin uno de ellos.

– ¿Quién es? -pregunté.

– Era maestro -dijo otra de las mujeres, mayor y más delgada que la primera y que apenas conservaba tres o cuatro dientes en la boca-. En Connecticut, dicen. Pero hubo un escándalo con una mujer casada. Y aquí lo tiene ahora, mirándola descaradamente como si su marido no estuviera presente.

– Ese hombre no encaja aquí y no tendría la menor compañía si no fuese por Dalton. Él y ese escocés fabrican whisky juntos y son amigos. Pero Dalton tiene un trato muy especial con sus amigos.

Todas las mujeres soltaron una risilla ante aquel comentario y supongo que, si me hubiera sentido más cómoda entre ellas, habría preguntado a qué venía aquella reacción; sin embargo, como no me lo dijeron ellas voluntariamente, me abstuve de inquirir. Creo que no les gustó mi reserva y una de las mujeres cuchicheó algo al oído a otra, que, a su vez, me miró con expresión gélida durante un largo momento, antes de estallar en una risotada.

Me desagradó profundamente aquella sensación de no ser bien recibida y deseé unirme a la reunión de los hombres. Incluso habría consentido en beber de su whisky si hubiese sido necesario. Mientras me lamentaba de la situación, el caballero escocés, al que llamaban Skye, se levantó del asiento y se acercó a nuestra fogata. Las mujeres iniciaron una nueva ronda de cuchicheos y risas, pero guardaron un incómodo silencio cuando el hombre avanzó hacia nosotras y se sentó en el suelo a mi lado.

– Le ruego me disculpe, señora Maycott -dijo con un acento escocés que me recordó el de mi padre-, pero no nos han presentado. Soy John Skye.

– Supongo que ya sabe que tiene marido… -dijo Rosalie, dando lugar a otra carcajada general.

– Puede que ella se tome a bien sus galanterías -añadió otra de las mujeres.

– Dios sabe que a Anne Janson no la impresionó -exclamó una tercera, para gran diversión de todas.

– ¿Puedo hablar con usted en privado? -me preguntó él.

Observé las expresiones de quienes me rodeaban y supe que me censuraban, pero no podía vivir pendiente de caerles bien. Me puse en pie y, seguida por el caballero, nos apartamos de la fogata de las mujeres, que redoblaron sus risas y abucheos. Nos quedamos cerca del fuego de los hombres, sin alejarnos mucho. Andrew me miró, sonrió y continuó la conversación con Dalton. Entre nosotros no había habido nunca desconfianza en aquel aspecto y, desde luego, él no iba a malinterpretar mi interés por el señor Skye, ni a encontrarlo inapropiado. Al contrario, comprendería perfectamente la situación y se alegraría por mí; allí, entre aquella gente del Oeste, ruda e iletrada, había encontrado a la que tal vez fuese la única persona con aficiones literarias.

– Su esposo me ha dicho que es usted una gran lectora, señora Maycott -dijo Skye-. Quería mencionarle que tengo la fortuna de poseer un número no pequeño de volúmenes y que se los prestaré con mucho gusto cuando usted desee.

– Es muy amable -respondí-, aunque no estoy segura de que el suelo de un rincón de bosque con una techumbre improvisada sea el mejor lugar para guardar algo tan preciado como un libro.

– Usted tendrá su propia casa a no tardar. Su marido cortará setenta u ochenta buenos troncos en su tiempo libre y, cuando los haya reunido, celebraremos una fiesta y levantaremos la cabaña. Si se aplica, debería usted tener una casa con puerta dentro de un par de meses.

– ¡Un par de meses viviendo sin puertas me parece mucho tiempo! -respondí, riéndome.

Él carraspeó antes de continuar:

– Yo tengo la fortuna de poseer una casa grande, en la que vivo solo. Dispone de dos plantas y varias habitaciones. Si quieren, pueden pasar ese tiempo allí. Ya le he hecho la oferta a su marido. Pueden alojarse conmigo.

Tuve la impresión de que deseaba añadir que, si prefería quedarme en su casa mientras Andrew trabajaba en la parcela, me recibiría con los brazos abiertos, pero no cayó en la tentación. En lugar de eso, me dirigió una sonrisa sesgada en la que sus dientes, blanquísimos para un hombre de su edad, brillaron a la luz de las fogatas.

– Resulta raro, ¿verdad? Personas como nosotros, a la deriva en un lugar como este…

– ¿Cómo puede estar seguro de que usted y yo somos personas de la misma clase? -le pregunté, aunque sin acritud. Él me miró con una atención que no era del todo apropiada, pero nuestra diferencia de edad y la proximidad de mi marido, a unos pasos apenas, me hizo sentir que tampoco resultaba peligrosa.

Me fijé en el joven imberbe, que continuaba sentado con los demás y, sin embargo, daba la impresión de mantenerse apartado.

– ¿Podría decirme, le ruego, quién es ese caballero? -pregunté al señor Skye.

– Señora Maycott -respondió él con un resoplido-, en el Oeste no hay caballeros. Ese hombre es Jericho Richmond. Es el amigo del señor Dalton.

– ¿Es que solo tiene uno? Creía haber observado que usted también es amigo del señor Dalton.

– Desde luego que lo soy. Mi vida sería mucho más difícil sin su amistad. Pero Jericho es amigo íntimo de Dalton. Viven en la misma casa.

– Es un hombre muy guapo. ¿No tiene esposa? Tenía entendido que la gente se casaba muy joven, en el Oeste.

El señor Skye carraspeó:

– El y Dalton son amigos muy, muy íntimos.

Entonces comprendí la naturaleza de su relación y que solo debía hablarse de aquello mediante indirectas. Curiosa y extrañamente, aquellos rufianes del Oeste eran, por necesidad, más tolerantes que la gente del Este. Jericho Richmond, al que había estado observando, trabajaba con la misma energía que cualquiera y eso era, no cabía duda, lo único que se exigía de él. Habíamos ido a parar al infierno, de eso tampoco cabía ninguna duda, pero estaba resultando ser una clase de infierno curiosamente complejo.


La escena era casi idílica. Un tipo llamado Isaac, que trabajaba para Dalton -quien llamaba «los chicos del whisky» a sus hombres, los cuales se encargaban de distribuir su producción por los cuatro condados-, tocaba el violín pasablemente. Otro chico del whisky, un hombre tuerto, entretuvo a los niños con el relato de cómo, hacía quince años, había sido deportado a América por el delito de pescar una trucha de dos libras en el estanque de un caballero. Andrew me rodeó los hombros con el brazo y juntos contemplamos nuestra pequeña cabaña, levantada con su esfuerzo y el de la comunidad; allí plantados, supe que mi marido estaba feliz en cierto grado o, como mínimo, satisfecho.

El zafarrancho, como llamaban a aquellas fiestas, había empezado hacía muchas horas y los hombres ya se habían bebido un río entero de whisky cuando surgieron los problemas. Uno de los hombres, que había llevado a cabo buena parte del trabajo, me había parecido el más desabrido del grupo. Era, igual que Andrew, carpintero. Como tantos hombres del Oeste, endurecidos después de años de vida en plena naturaleza, no era fácil adivinar su edad, pues ocultaba el rostro bajo las greñas y la mugre, pero calculé que rondaría los cuarenta. Llevaba una camisa de cazador vieja, muy necesitada de reparación, y lucía una estrafalaria barba de profeta, negra como la medianoche y sucia de restos de comida y virutas de madera y, sospeché, de sus propios vómitos. Los demás hombres no ocultaban el desagrado que les inspiraba, pero lo toleraban por su dominio del oficio. De hecho, sospeché que una de las razones de que Andrew hubiera tenido tan buena acogida desde el primer momento era que sus conocimientos de carpintería harían a los colonos menos dependientes de aquel tipo repulsivo.

Andrew le había tomado la medida desde el principio. Cuando había mencionado su oficio, había visto una cólera profunda en los ojos del barbudo. Mueller, que así se llamaba el hombre, había escupido y había meneado la cabeza. «Muchos de los que llegan dicen que son lo primero que se les ocurre. Pero aquí, eso no vale nada; nadie se hará pasar por carpintero hasta que yo lo juzgue.» En lugar de ofenderse o de desafiar aquel alarde presuntuoso, Andrew había respondido al hombre con el respeto que este deseaba. Si Mueller andaba cerca mientras él trabajaba en algo del oficio, le pediría opinión. Mi marido observó el trabajo de aquel individuo e hizo preguntas y comentarios elogiosos sobre su pericia, la cual, me informó, era verdaderamente impresionante. «Detesto que los hombres fanfarroneen sin mérito -declaró por último- pero aún odio más que lo hagan sabiendo realmente de lo que hablan.»

Aquella muestra de respeto surtió efecto y, muy pronto, Mueller rodeaba con su brazo los hombros de Andrew y proclamaba con voz ebria que aquel tipo de la ciudad resultaría todo un hombre. Dalton nos había informado de que Mueller vivía a cierta distancia y que tenía poca relación con la comunidad, salvo en las ocasiones en que no se podía prescindir de sus conocimientos. Andrew comprendió que lo mejor era fingir amistad hasta que se marchara.

Sin embargo, en la fiesta, Mueller no se apartaba de Andrew y su compañía -además de su hedor, de su ánimo belicoso y de su propensión al contacto físico- empezó a hacerse pesada, incluso opresiva. En el Oeste se bebe whisky como si fuera cerveza pero, incluso teniendo esto en cuenta, Mueller ingirió una cantidad desmesurada. Cuando hubo bebido suficiente para matar a dos hombres, empezó a tambalearse y a farfullar de un modo casi ininteligible. Su barba se convirtió en un gran nudo grasiento de restos de comida y tabaco y, en cierto momento, de sangre, aunque no supe su origen.

Toda la noche temí que terminara montando una bronca y, al final, acerté. Se acercó a Andrew y le dio un empujón en el pecho.

– ¡Tiene una mujer muy guapa, Maycott! -gritó, aunque apenas había un palmo entre los dos.

Andrew esbozó una leve sonrisa y se encogió de hombros, señalando un grupo que había formado un corro mientras el violinista rascaba su instrumento. Una docena de colonos cantaba a coro y Andrew intentó comunicar a Mueller que, en aquellas condiciones, se hacía difícil la conversación.

– No entiendo cómo consiguió que una cosa tan linda se fijara en usted -gritó Mueller-. Tal vez ella quiera sentarse en mi regazo. Tanto vale un carpintero como otro, ¿no?

Andrew sonrió de nuevo, forzadamente.

– Me encanta su buen ánimo, amigo -le dijo. Me lanzó una mirada y entendí enseguida que quería que desapareciese de la vista de aquel borracho.

En aquel momento, yo iba cargada con una fuente de pavo asado que llevaba a la reunión, de modo que la dejé rápidamente donde pude y me di la vuelta para regresar a la fogata donde se hacía la comida. Mueller, sin embargo, alargó la mano y me agarró por la muñeca.

– Que se siente en mi regazo, he dicho.

Andrew se interpuso. Una cosa era contemporizar con un hombre como aquel cuando se ponía grosero, simplemente, pero allí parecía haber algo más y no toleraría que se propasara de aquel modo sin pararle los pies.

– Está demasiado acalorado, Mueller -dijo con voz firme, pero todavía no desafiante.

Mueller me soltó y se puso en pie.

– Y usted olvida cuál es su lugar -dijo.

Andrew aparentaba tranquilidad, pero yo sabía que estaría ardiendo por dentro.

– Mi lugar -replicó con la más suave de las voces, apenas audible entre el jolgorio y la música- es cuidar del honor de mi esposa. Ahora, ya lo sabe. Si tiene que desafiarme por cumplir con mi deber, estoy dispuesto. No será más de lo que hice en la guerra.

Isaac seguía tocando y los cantantes no habían callado, pero el conflicto había atraído no poca atención. El señor Skye, cuya expresión indicaba que había esperado aquello desde el principio, se hallaba en esos momentos a mi lado. El señor Dalton y Jericho Richmond también estaban allí y vi en el rostro del primero que deseaba ahorrarle a Andrew aquella pelea. Abrió la boca, dispuesto a hablar, pero Richmond le susurró algo al oído y Dalton contuvo la lengua.

Mueller observó a los espectadores y luego a Andrew. Hizo una pausa y, a continuación, se lanzó hacia delante y rodeó con los brazos a este… pero no para atacarlo. Entre los que presenciaban la escena se alzó una exclamación y varios espectadores retrocedieron unos pasos. El señor Dalton y yo, en cambio, quisimos intervenir, pero no había nada que hacer. Mueller tenía a Andrew envuelto en un abrazo de oso y le oímos decir:

– Tiene usted razón, amigo Maycott. Le ruego que me perdone.

Al principio, creí que sollozaba, pero no. Mueller soltó a Andrew bruscamente y sonrió entre la espesura de su sucia barba, al tiempo que le posaba una mano en el hombro.

– Amigo Maycott… -repitió, como si hubieran corrido muchas aventuras juntos y no fuese necesario decir nada más.

Yo, sin embargo, no me fié. Un tipo como aquel podía decidir en cualquier momento que lo habían humillado y volverse contra Andrew sin previo aviso. No llevaba más que un instante pensando en ello, cuando el señor Dalton apareció a mi lado.

– No está usted tranquila, ¿verdad, señora? -dijo.

– No -reconocí-. Ese hombre es un bárbaro. Yo creo que apenas está en sus cabales. Podría matar a Andrew antes de que tuviera oportunidad de defenderse. ¿No hay modo de echarlo?

El señor Dalton movió la cabeza en gesto de negativa.

– Es preferible no hacerlo, señora Maycott. Lo mejor sería que nos libráramos de él, pero usted no querrá que él los haga objeto de su cólera, ¿verdad?

– Entonces, ¿quién…? -pregunté, aunque me pareció que ya sabía la respuesta.

– Yo me ocuparé. Ahora tenemos otro carpintero, y mejor que él. Yo le facilitaré el camino a su marido.

No añadió nada más, de momento, y se limitó a volverse hacia Richmond, con quien inició una conversación privada sin perder de vista en ningún instante a Mueller. Al cabo de un momento, este los miró y Dalton lo señaló con el dedo y comentó algo a Richmond, quien respondió con una sonora carcajada.

Aquel era el cebo y Mueller picó enseguida. Se puso en pie al momento, avanzó cuatro o cinco pasos hacia los dos hombres y, con el pie, levantó una nube de polvo hacia el joven.

– ¿Tiene algo que decirme, Richmond?

Dalton y Richmond le sostuvieron la mirada, pero fue el primero quien respondió:

– Vuelva a sentarse, Mueller. A ver si esta vez termina la fiesta sin una pelea.

– ¿Y si no es así? Todavía no he perdido ninguna.

– Todavía no se ha enfrentado conmigo, ¿verdad? -replicó Dalton, exagerando su acento irlandés.

– Todavía no, y quizá no lo haga esta noche. Esa buena mujercita suya -movió la mano con desprecio para señalar al señor Richmond- está riéndose de mí.

Dalton avanzó un paso.

– ¿Qué acaba de decir?

Mueller se rió. Alzó la jarra para echar un trago, pero no acertó a llevársela a la boca y se derramó el líquido por la barbilla, empapando la camisa de cazador.

– Supongo que a la señorita Richmond le da miedo pelear. El irlandés es el hombre de la casa, no hay duda. Imagino que cada mañana…

Hasta allí llegó su parlamento, pues Dalton, que tenía en la boca una bola de tabaco de mascar, se la escupió a la cara. Con una precisión notable, la bola no rozó siquiera la barba y se estrelló en pleno ojo del rufián.

Asistí a la escena en perplejo silencio, asida a la mano de Andrew. Aquellos hombres estaban a punto de enfrentarse en un combate brutal y sangriento, tal vez mortal, pero no podía lamentarlo. Mejor que Mueller peleara con el señor Dalton en aquellos términos, a que lo hiciera con Andrew. Aun así, tuve la incómoda sensación de que había hecho algo, si no exactamente malo, por lo menos impropio. Dalton había tomado voluntariamente la decisión de ponerse en peligro, pero no pude por menos de pensar que lo hacía por mí, no por Andrew, y que, de algún modo y sin proponérmelo, era yo quien lo había impulsado a actuar.

Mueller se quedó paralizado, con la cara enrojecida a la luz de la fogata y la frente brillante de la mancha húmeda del tabaco de Dalton, y rápidamente intervino la gente: una multitud de manos contuvo a Mueller y otra hizo lo mismo con Dalton. Inocente de mí, pensé que intentaban detener el conato de violencia, pero las cosas no se hacían así en el Oeste. Pronto quedó claro que había unas reglas que seguir. De repente, el violinista dejó de tocar, y los cantos y bailes cesaron. Acababa de empezar la verdadera diversión de la velada.

Enseguida, Andrew se situó a mi derecha, al tiempo que el señor Skye se colocaba al otro lado. Uno de los hombres de Dalton, aquel tipo increíblemente alto, Isaac, entró en el círculo que formaban los espectadores, de unos quince pasos de diámetro.

– ¿Qué va a ser, señores? -preguntó.

Dalton no titubeó:

– ¡Los ojos!

Una sombra, algo muy parecido al miedo, nubló el rostro de Mueller, todavía húmedo del tabaco. La afrenta parecía haberlo afectado pero, al parecer, el escupitajo no le molestaba lo suficiente para limpiárselo. Con los ojos casi cerrados y entre dientes, masculló:

– ¡Sí! ¡Los ojos!

Todo aquello me resultaba muy confuso, y el señor Skye reparó en ello.

– Seguro que se habrá preguntado por qué hay tantos hombres aquí a los que les falta un ojo -le dijo-. Se trata de un desafío corriente. Se pelean hasta que uno se lo quita al otro.

– Pero ¡eso es una monstruosidad! -exclamé. Me había complacido que Dalton se mostrara tan dispuesto a pelearse con Mueller, pero yo no quería aquello. Si el señor Dalton perdía un ojo, yo sería responsable.

– Esto es el Oeste. Pero no tema: Dalton no ha perdido nunca, como puede ver en su cara. Y lleva dos años deseando tener una excusa para cerrarle la boca a ese hombre.

– Pues parece que el señor Mueller tampoco ha perdido nunca estos desafíos… -terció Andrew.

– No suele aceptarlos. Con el oficio que tiene no puede permitirse perder un ojo; sin duda, usted lo comprenderá. Y, aun a riesgo de mostrarme parcial, no se ha enfrentado nunca a Dalton, y este, como habrá observado, está furioso. No tolera esa clase de comentarios sobre Richmond.

Miré a Jericho Richmond, que permanecía en segunda fila con los brazos cruzados, observando la escena con calma. De hecho, en sus labios se dibujaba una ligera sonrisa presuntuosa, complacida y un poco impaciente, como si el resultado de la contienda ya estuviera decidido.

Las manos que los retenían soltaron a los dos hombres. Al momento, Dalton saltó por el aire como una pantera y se abalanzó sobre Mueller. Los dos cayeron al suelo y oí un crujido, aunque no supe si era de un hueso o de una rama. El grupo de espectadores expresó su aprobación con gruñidos. Unos cuantos lanzaron vítores y un muchachito se echó a reír como un loco, pero nadie se acercó a los combatientes. El círculo se mantuvo firme y sólido, como si fuese un lugar de culto sagrado de los druidas.

Dalton estaba ahora encima de Mueller, con la rodilla sobre el pecho del carpintero, y había inmovilizado las manos de este con su robusto brazo izquierdo. Era una cuestión de equilibrio, consecuencia del impulso del salto, y apenas transcurrió un par de segundos hasta que Mueller se desasió. El irlandés, con una mueca de determinación y entendimiento, se mordió el labio inferior como un niño concentrado mientras examinaba el campo de batalla y enseguida, tras un instante demasiado breve para decir que lo hacía premeditadamente, vio su oportunidad y aplicó su estrategia.

Levantó la mano derecha, con el pulgar alzado como si empezara a contar ostentosamente, y mantuvo el gesto apenas un segundo, pero, a mí, aquella mano se me antojó un icono, un estandarte teñido de anaranjado a la luz de media docena de fuegos. A continuación, el pulgar descendió a plomo, con la furia de un halcón que se lanzara sobre su presa. Mueller soltó un grito desgarrador de sorpresa, que se transformó al momento en un aullido de dolor, y me eché a temblar de miedo, lástima y disgusto. Instantes después, Dalton se puso en pie con el rostro y la camisa cubiertos de sangre, que también goteaba copiosamente de su mano, como si tuviera un corte abierto en su propia carne. Mueller yacía en el suelo, enroscado de modo que no le veía la cara, y emitía un ruido horrible, estremecedor, un lamento por la vida que había llevado hasta entonces, mientras un charco de sangre oscura crecía bajo su cabeza.

El señor Skye soltó un chasquido, como un mayordomo irritado.

– No se puede decir que Dalton no sea eficiente. Conviene tenerlo como amigo… -comentó, mirando a Andrew. Mi marido, pasmado de horror y de sorpresa, asintió.

– Menos mal que parece que le caigo bien -acertó a responder, aunque lo hizo con una voz que era apenas un susurro.

– Sí, tanto usted como su esposa -confirmó el señor Skye-, y eso que no suele mostrar aprecio por los recién llegados. -Dirigió otra mirada a la figura patética de Mueller y añadió-: Pero supongo que esta es la lección. No se puede ser amigo de todo el mundo; aquí, en estas tierras, no. Aquí, uno hace amigos, pero también se crea enemigos.

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