Joan Maycott
Queríamos creer que Tindall había enviado a sus hombres a nuestra casa a modo de amenaza vana y, al principio, pareció que de eso se trataba. La fama del whisky y el talento de Andrew como maestro destilador continuaron extendiéndose por los cuatro condados, nuestros ingresos crecieron y nos congratulamos de nuestro éxito. Andrew y sus amigos habían superado a Tindall, quien, lejos de intentar copiar el nuevo método de elaborar whisky, continuaba produciendo licores baratos en sus destilerías. Tal vez creía que la cantidad era más importante que la calidad, pero las cosas no eran así.
Yo seguí trabajando en mi novela, que escribí, corregí y perfeccioné igual que Andrew hacía con el whisky, hasta que se aproximó a lo que deseaba. No la había terminado, ni mucho menos, pero empecé a sentir que algún día estaría finalizada y que su conclusión ya no era un objetivo esquivo, sino algo irremediable.
Con el inminente final del invierno, tuvimos más motivos de felicidad Yo todavía no estaba preparada para decirle nada a Andrew, pero llevaba dos meses sin tener la menstruación y, aunque en alguna ocasión me sentía mareada y el olor de ciertas comidas que antes me entusiasmaban ahora me provocaba náuseas, sabía que en esa ocasión sería distinto. Estábamos sanos, fuertes y curtidos, y aquel bebé viviría y saldría adelante.
Mientras que nuestra vida en el Oeste era más feliz de lo que tiempo atrás nos hubiéramos atrevido a soñar, en el Este los acontecimientos eran cada vez más siniestros. Cuando las nieves se fundieron, nos llegó el primer correo con noticias y supimos que Hamilton y Duer no habían hecho otra cosa que acrecentar su poder. Tras haberse enriquecido con la Ley de Absorción de Deudas -un bofetón en la cara a todos los patriotas que habían cambiado su deuda por tierras de la Pensilvania occidental-, los hombres que administraban el dinero en el gobierno habían convencido al Congreso de que constituyera un banco nacional. En el Oeste, todo el mundo opinaba que este proyecto no era más que un plan para gravar a los pobres de modo que los ricos dispusieran de dinero. El banco estaba en boca de todo el mundo. Era el heraldo del desastre, la señal de que el proyecto americano había fracasado. Al separarnos de Inglaterra, solo nos habíamos convertido en una imitación, en un modelo de injusticias. Teníamos para nosotros que Hamilton era el arquitecto de la corrupción del país y Duer, su principal agente. Lo que nos habían hecho a nosotros como individuos le ocurriría a toda la nación. Ahora me parecía que nosotros, los del Oeste, que siempre habíamos sido los hijastros indeseados de América, quizá nos veríamos obligados en el futuro a levantarnos en armas contra Filadelfia, igual que nos habíamos enfrentado a los ingleses.
De momento, un cataclismo tal se me antojaba una perspectiva lejana, una batalla que tal vez librarían nuestros hijos o nietos, pero la tiranía nos engulló mucho antes de lo que imaginaba. Una semana después de habernos enterado de los intentos de sembrar corrupción llevados a cabo por Hamilton y Duer, Andrew y yo estábamos en la cabaña cuando alguien nos interrumpió. Primero pensé que se trataba del señor Dalton o del señor Skye, aunque ninguno de los dos tenía por costumbre entrar sin llamar. No eran ellos.
Tres guerreros indios nos miraron con aquella expresión vacía e inescrutable tan propia de su raza: caras pétreas y duras, como si no conocieran las emociones y como si esa carencia de emociones fuese a la vez la cúspide de la experiencia humana. En las últimas semanas, el tiempo había sido fresco, por lo que vestían calzones y chalecos de gamuza. Llevaban el pelo largo y suelto en melena, no lucían pinturas de guerra en la cara y tenían el aspecto desaseado de los pieles rojas que llevan demasiado tiempo viviendo con los blancos y se han acostumbrado en exceso a los licores fuertes y a los hábitos malsanos. Dejaron las armas al lado de la puerta y, sin mediar palabra, se sentaron a la mesa.
Yo había oído contar que esas cosas ocurrían. Las armas junto a la puerta eran una señal de que no querían hacernos daño, pero yo seguía intranquila: No osamos obligarlos a marcharse ni les indicamos que no eran bienvenidos, pero no puedo describir con palabras el miedo que sentí al verlos. Me pareció que el espacio limitado de nuestra cabaña no podía contener la energía cada vez mayor de su silencio airado, de su violencia y también de sus deseos carnales.
– Bueno, amigos -dijo Andrew tras aclararse la garganta-. Parece que habéis venido a cenar. Me temo que lo que podamos ofreceros será escaso porque no esperábamos compañía.
Los guerreros no se inmutaron. Quizá no lo habían entendido, pero tal vez ni siquiera lo habían oído. Miraban al frente, al vacío, esperando que les llenaran el plato con los ojos inexpresivos, desalmados y conmovedores a un tiempo. Llevaban los siglos de odio hacia nuestra raza escritos en su mismísima piel. Y servirles fue lo que hice, dándoles a cada uno un plato de estofado de venado, una ensalada de verduras del huerto y un trozo de pan de maíz. Mientras les ponía la comida delante, no movieron los ojos. Si les hubiese lanzado piedras al plato y la comida lo hubiera salpicado todo, ellos habrían seguido imperturbables.
Hundí la cuchara en mi estofado, pero solo porque temí que, si no lo hacía, los guerreros creyeran que en la comida había algo inconveniente. Desde nuestra llegada al Oeste, mi cocina era cualquier cosa menos sofisticada, pero entonces me supo a arena y me costó tragar el bocado. Sin embargo, esperaba que a los indios les satisficiera, comieran su ración y se marchasen. Uno mojó los dedos en el estofado y se los llevó a la boca. Hizo una mueca agria, el primer indicio de expresión humana que había presenciado en ellos, y escupió en dirección al fuego. Otro guerrero mordió el pan de maíz y dejó que se le cayera de la boca como hacen los bebés cuando aprenden a comer. El tercero, reacio incluso a probar lo que a sus amigos les había parecido tan horroroso, levantó el plato y tiró el contenido al suelo.
Esperé que Andrew lo reprendiera de algún modo. Lo imaginé regañando con amabilidad a los guerreros, explicándoles que, si iban de visita a la casa de un hombre blanco, tenían que comportarse según las costumbres del hombre blanco.
El indio permaneció sentado sin decir nada con las manos en el regazo. De no ser por el pestañeo, su inmovilidad habría sido absoluta.
Miré a mi marido. Andrew no era un cobarde pero, aun así, era un solo hombre y los guerreros eran tres. ¿Qué haría? ¿Qué podía esperar yo que hiciera? No lo sabía pero, ay cuánto deseé que hiciese algo.
Los tres indios se levantaron y nos miraron desde el otro lado de la mesa. Uno de ellos desenvainó el machete.
– Nosotros tomar a tu mujer, a ti dejar vivir -dijo.
– No os la vais a llevar a ningún sitio. -Andrew siguió sentado, como un funcionario ante un peticionario. Pestañeó repetidamente, como si intentara expulsar algo del ojo, pero no se lo frotó con la mano.
– No, no llevar. Tomar mujer aquí. Tú, mirar; nosotros, tomar.
Otro indio contribuyó a aclarar lo que decía su compañero metiendo y sacando el dedo índice de la mano izquierda en el círculo que había hecho con el pulgar y el índice de la derecha. El gesto era tan estúpido, tan propio de un aprendiz pueril, que contuve el impulso desquiciado de echarme a reír.
– Nosotros tomar mujer y los dos vivir -dijo el indio del cuchillo-. Si tú luchar, los dos muertos. Este ser trato.
– Comprendo -dijo mi esposo, todavía sereno, como un hombre que decide si le conviene comprar o no una mula-. Es un trato bastante insólito, ¿no?
– Ser trato -insistió el indio.
– Y este trato, ¿viene del coronel Tindall?
Los guerreros intercambiaron miradas y el que empuñaba el cuchillo asintió.
– Sí, de Tindall.
– Muy bien -dijo mi marido.
Sonó el fuerte estampido -más fuerte por lo inesperado- de una pistola disparada muy cerca, seguido casi instantáneamente por un golpe sordo en la mesa y por otro disparo. El aire se socarró al momento con el olor acre de la pólvora y la pequeña cabaña se llenó de humo irritante. Aterrorizada, miré alrededor, sin saber de dónde habían salido los disparos, y vi al indio del machete caer de rodillas, con el vientre oscuro de sangre. Empuñaba el arma con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, pero, mientras intentaba blandiría, se desplomó hacia delante y se estrelló de cara contra el suelo.
El segundo disparo había alcanzado a otro indio en la rodilla. El salvaje cayó al suelo y se agarró la herida con la mano, pero no emitió ningún sonido. El tercer indio corrió hacia la puerta como una centella. Pensé que iba a recoger su pistola. Andrew soltó las suyas y entonces comprendí por qué había permanecido sentado con las manos debajo de la mesa. Recordé la advertencia de Dalton y solo se me ocurrió pensar que Andrew se lo había tomado en serio, aunque no me había dicho nada para no preocuparme. Se puso en pie de un salto y vi que tenía las manos manchadas de pólvora. Los pantalones habían quedado negros del disparo y parecía que la tela había prendido y la había apagado de un manotazo. Sin embargo, estaba absolutamente tranquilo, concentrado y decidido pero no impaciente. Cogió el rifle de caza colgado en la pared encima de la repisa de la chimenea, se volvió despacio y disparó.
De nuevo el olor de la pólvora llenó la cabaña y el humo asfixió el aire. Solo después de que la bala atravesara la espalda del guerrero advertimos que no corría a coger la pistola, sino que huía hacia la puerta. Intentaba escapar. Miré a Andrew para ver cómo lo había afectado aquello, saber que había disparado por la espalda a un hombre desarmado que trataba de huir. No era el hombre que yo conocía. Con el mosquete en la mano y la mirada dura, su aspecto era tan despiadado como lo había sido el de los indios.
Andrew cargó de nuevo la pistola, introduciendo la bala con una suerte de perturbada serenidad, y me la tendió.
– Apúntale con ella y, si hace cualquier movimiento hacia ti, dispara. -A continuación, tomó un trozo de cuerda de cáñamo y empezó a atarle las manos a la espalda.
– ¿Qué vamos a hacer con él?
– Dejarlo atado mientras pedimos ayuda. Tenemos que hablar con Dalton y los demás.
– Sabes que lo matarán -dije. Yo no protestaba ni sugería ningún curso de acción. Solo afirmaba algo obvio.
– Probablemente. Y luego trataremos con Tindall.
Me habría gustado creer que los salvajes eran los indios y que los blancos se acogían a las normas de la civilización, pero no era así. Cuando llegamos a casa de Dalton y le contamos lo que nos había sucedido, enseguida transmitió la noticia a otros miembros de la comunidad y no transcurrió mucho tiempo hasta que una cincuentena de hombres, mujeres y niños se presentaron en nuestra cabaña y se hicieron cargo del guerrero indio. La hemorragia de este ya no era tan profusa, pero tenía la pierna encima de un charco de sangre que yo después tendría que limpiar con cenizas y serrín. Por lo menos, me ahorraron ver lo que ocurriría a continuación porque se llevaron al indio al bosque, donde lo apalearon, lo torturaron y le cortaron la cabellera. Su cadáver se pudrió al sol.
La principal fuente de consternación, no obstante, no eran los indios. Estos no habían sido nunca un problema y nunca lo serían. Aunque yo temía su violencia, sentía compasión por unas gentes que no querían otra cosa que proteger sus antiguos derechos y sus tierras. Aquellos guerreros muertos, sin embargo, habían hecho un mal trato con un hombre que no podía ser su amigo. Se habían avenido a hacer algo horrible, ignoro a cambio de qué. Tal vez creyeron que obtendrían libertad, o intimidad, o paz, pero la violencia no puede nunca proporcionar tales cosas.
Al día siguiente, el grueso de la comunidad se reunió en la gran cabaña que hacía las veces de iglesia y todo el mundo se sentó en los bancos de madera, toscamente cortados, que se bamboleaban sobre el suelo de tierra. Había sesenta personas o más entre hombres, mujeres y niños, con las caras sombrías de ira y suciedad. El aire olía a vela de sebo de oso, a humo y a tabaco escupido, y los rostros que nos rodeaban eran duros y estaban tensos y enojados. A decir verdad, pensé que estarían enojados, como si nos hubiésemos buscado aquello y, como consecuencia, ahora el problema afectase a todos, pero no fue ese el caso. No llevábamos ni dos años viviendo en el asentamiento y sin embargo, para aquella gente, el asalto que habíamos sufrido era una humillación colectiva. Algunos querían levantarse en armas, atacar la casa de Tindall en Empire Hill y prender fuego a toda la ciudad. Otros querían enviar delegados para que hablasen con él y llegar a alguna solución pacífica.
Hubo muchos gritos, pero fue el señor Dalton el que devolvió el orden a la reunión. Se puso en pie y su mera presencia, grande, anchurosa y de cabeza calva, tranquilizó a los nerviosos congregados.
– Este ataque contra los Maycott es un ataque contra todos nosotros, tenedlo claro -dijo-. Y es de una bajeza inmensa pedirles a los pieles rojas que hagan algo que uno no se atreve a hacer.
La multitud, que odiaba a los indios por encima de casi todo, expresó vivamente su acuerdo.
– Pero si bien todos tenemos razones para que nos afecte -prosiguió Dalton-, yo tengo más que la mayoría, lo mismo que Skye, aquí presente, porque se trata de nuestro whisky. Todos sabéis que Tindall posee destilerías y que ve que, si seguimos adelante con lo que hacemos, perderá dinero. Sus pérdidas son vuestro beneficio. Por estas partes, no hay nadie con más whisky para comerciar que vosotros. Todos os enriquecéis y eso a Tindall no le gusta.
– ¡Exacto! -gritó Mortimer Lyle, que cultivaba una parcela de tierra junto al arroyo. Era un hombre bajo, pero corpulento y musculoso, y le faltaba el ojo izquierdo-. Eso es lo que ocurre. Y precisamente por eso tenemos que ir a quemarlo. Sí, eso es lo que debemos hacer, prender fuego a su casa y acabar con él.
Aquello levantó vítores generales de aprobación y, aunque Dalton trató de tranquilizar a la multitud, no lo consiguió. Entonces, Andrew se puso en pie y, con un gesto de la mano, hizo callar a los reunidos y reinó el silencio. Mi dulce Andrew apaciguó a aquellos alborotadores de la frontera. Era algo que merecía la pena contemplar. A aquellas alturas, por supuesto, todo el mundo sabía que era un hombre razonable y generoso con sus herramientas de carpintería, siempre dispuesto a echar una mano a los vecinos. Que fuera el creador del mejor whisky de los cuatro condados era un punto más a su favor. Sin embargo, aquello no era nada comparado con lo que acababa de ocurrir. Era un recién llegado, un hombre del Este todavía blando, pero acababa de liquidar él solo a tres indios asesinos y aquello significaba que, si deseaba decir algo, tenía la palabra.
– He combatido en una guerra -dijo a los reunidos cuando se hubieron callado- y no deseo combatir en otra y mucho menos si esta es innecesaria. Sí, podemos matar a Tindall y quemarle la casa, pero ¿qué ganaríamos con eso? Los políticos del Este no envían soldados para luchar contra los indios que nos aterrorizan, pero os prometo que los enviarán para combatir a los rebeldes que recurren a la violencia contra los potentados. Leed la prensa. Dice que Hamilton quiere consolidar el poder del gobierno federalista, por no mencionar su propio poder en el seno del gobierno, y una insurrección en el Oeste le daría lo que más desea: una excusa para ejercer ese poder. No venceríamos nunca. Sería una victoria para nuestros enemigos el mismo hecho de que nos presentáramos a luchar.
La muchedumbre expresó su acuerdo con un murmullo.
– Entonces, ¿qué propone? -preguntó Walter Gall, el molinero.
– Propongo -respondió Andrew que estaba arrebatadoramente guapo con aquella sonrisa traviesa tan propia de él-, propongo que vayamos a hablar con él.
– ¿Hablar? -repitió Gall, indignado. Se produjo un gran alboroto. A fin de cuentas, Andrew era un blando. Respondería a la violencia con palabrería.
Y, sin embargo, logró tranquilizarlos una vez más. Lo miré con admiración y vi que el señor Dalton y el señor Richmond hacían lo mismo. Reconocían su valor y aquello me enorgullecía.
– Lo que quiere es provocarnos a luchar. Cuenta con eso. Creo que tiene que ver que somos firmes y que estamos resueltos y decididos, pero que no somos violentos. No conseguirá que le demos lo que quiere.
Era un argumento muy simple, pero convenció a todo el mundo. Hablarían con Tindall y le harían saber que no se dejarían utilizar de aquel modo. Y así fue como se nombró una comisión que iría a la ciudad y se enfrentaría con el hombre que había intentado una vez más arruinarnos la vida.