Capítulo 26

Joan Maycott


Primavera de 1791


La tarde siguiente, el señor Dalton y Jericho Richmond se reunieron en el salón de la casa del señor Skye. Nuestro anfitrión había preparado para comer un guiso de pichón y bollos rellenos y, aunque comí poco, bebí más whisky del debido. Aun así, no noté el efecto. Apenas unos días antes, era una viuda doliente, una víctima que lo había perdido todo. Desde entonces, había recorrido mucho camino. ¿Por qué no podía conseguir cosas que parecían imposibles? Ya lo había hecho.

Estaba cansada, pues apenas había dormido, y tenía la mano entumecida de escribir sin parar hasta el amanecer. Después de salir de la casa principal, había ido a buscar a Ruth, que nunca más volvería a llamarse Lactilla. A petición mía, ella reunió a los demás esclavos. Con pluma, tinta y el grueso papel de Tindall, me había dedicado a falsificar documentos de viaje individuales que los identificaban, con nombre y descripción física, como negros libres. Además de los documentos, entregué cincuenta dólares a cada uno. Era una parte no pequeña de la cantidad que había dejado Tindall, pero no podía mandarlos al mundo sin dinero. Yo había quitado de en medio a su amo y, como no quería soportar el peso de conciencia de dejarlos en una espantosa incertidumbre, había tomado sobre mí la carga de ayudarlos a todos a tener una vida mejor. O más libre, por lo menos.

Aunque no había dormido la noche anterior, en aquel momento estaba completamente despierta en compañía de los amigos que habían contribuido a moldear mi vida allí, en el Oeste. Los tres hombres solo podían hablar de una cosa. Había corrido la voz en el asentamiento, probablemente en los cuatro condados, de que el coronel Holt Tindall se había colgado de una soga. Nadie había oído hablar todavía de la confesión de Phineas y tal vez nadie se había molestado en observar el golpe que Tindall tenía en el cráneo. Pensé que habría más descubrimientos, pero todavía no, y confié en que podría usarlos en mi provecho.

– Cuesta creer que un individuo como él tuviera de repente un acceso de mala conciencia -comentó Skye. Estaba inclinado hacia delante en su silla, con el vaso de whisky entre la palma de las manos, y me pareció un hombre agazapado en el margen de un campo de batalla. Se acercaban grandes y catastróficos sucesos, y una parte de él lo sabía.

– No creo que fuese un hombre dispuesto a quitarse la vida -apuntó Dalton-. Tuvo que haber algo más: una enfermedad dolorosa, tal vez, que lo había de matar finalmente. De esta manera, habría podido burlar la agonía. Algo así encajaría mejor con ese cerdo.

– Algo saldrá a la luz, de eso pueden estar seguros -dijo Jericho y se volvió hacia mí con una mirada dura y fría. Aquel hombre sabía algo, o lo sospechaba, lo cual no me gustó. Yo deseaba ser la única que controlara la información.

Era el momento de hablar:

– Tindall no se colgó -declaré-. Fue ejecutado por lo que le hizo a Andrew. No podía confiar en la ley, así que me fié de mí misma.

Los tres me miraron.

– Oh, vamos -dijo Dalton-, no esperará que crea que una mujer fue capaz de obligar a Tindall a pasarse la soga en torno al cuello, y mucho menos de izarlo para que colgara de las vigas… Apuesto a que usted ni siquiera sabe hacer un buen nudo.

En efecto, no sabía hacer un nudo pero, en cuanto a lo demás, no entendí por qué era tan inconcebible. Phineas no era mucho más alto y fuerte que yo, y lo había hecho todo. Si no hubiera sido una mujer, no se habría planteado la cuestión. Sin embargo, no me pareció buen momento para discutir aquello. Conseguiría mucho más si podía hacerles ver cuánto les gustaba a otros ayudarme.

– Me ayudó el muchacho, Phineas.

– ¿Phineas? -dijo Skye-. Pensaba que la aborrecía.

– El chico estaba confundido. Todavía no es un hombre, ya no es un niño y ha pasado más penalidades de las que se puede pedir que soporte nadie. Al final, no obstante, supo ver quién era su auténtico enemigo.

– ¿Cómo? ¿Por qué? -preguntó Jericho-. ¿Porque usted se lo dijo? ¿Le dijo «matemos a Tindall», y él lo hizo? ¿O antes tuvo que hacerle un hechizo? -Dalton empezó a decir algo para obligarlo a callar, pero Jericho levantó una mano en gesto de desafío-. Y ahora, ¿qué? ¿Esperamos a que lo atrapen, para que la relacione a usted con el asesinato y después a nosotros?

Tal vez debería haberme molestado que me replicaran de aquella manera, pero no me lo tomé mal. Me gustó. Los tres hombres tenían sus dudas; era mejor que las expresaran y era preferible que fuese Jericho quien hiciera las preguntas en aquel tono áspero, pues así los demás se sentirían inclinados a ayudarme. Era posible que ninguno protestara abiertamente de lo que decía el joven. Dalton tal vez prefería mantenerse imparcial y Skye quizá no deseaba tener un enfrentamiento directo con Jericho, pero daba igual: mentalmente, los dos se resistirían a aceptar los argumentos de este. Se opondrían en silencio a lo que decía, les sentaría mal la acritud que mostraba hacia una dama afligida y esto, me pareció, los llevaría aún más a mi bando.

– Phineas se ha marchado a las tierras vírgenes a matar indios -expliqué-, pero antes dejó una carta al abogado Brackenridge en la que confesaba su crimen y se declaraba único autor. Parece enamorado de la idea de ser un proscrito.

– Es fantástico -dijo Jericho-. Lo siento, señora Maycott, sé cuánto ha sufrido, pero también ha vendido mi derecho de arriendo y debo decir la verdad. ¿Cómo podemos estar seguros de que estuvo usted allí, siquiera?

Dejé sobre la mesa lo que quedaba de los billetes de banco que Phineas me había dado. Skye los cogió y los estudió al trasluz.

– Parece que estuvo -dijo.

– El coronel Tindall se creía por encima de la ley -respondí-. Ya no lo está.

– ¿Y usted? -preguntó Jericho-. ¿Está usted por encima de la ley?

– Tengo la razón y el derecho, que es casi lo mismo. Señor Richmond, actúa usted como si, de algún modo, lo hubiera puesto yo en esta situación. No soy yo quien aprobó una ley de impuestos especiales, ni quien la ha hecho cumplir aquí a sangre y muerte. Se me ha sacrificado a la codicia de unos hombres del Este, hombres como Alexander Hamilton y William Duer, que han vuelto la espalda a la Revolución para llenarse los bolsillos.

– Pero ¿se da cuenta? -dijo él-. Está usted entrometiéndose en unos asuntos que no son de su incumbencia.

Di una sonora palmada sobre la mesa, que hizo saltar los platos.

– Me parece, señor, que me he visto envuelta en estos asuntos y que eso los hace de mi incumbencia. ¿No mintió el propio William Duer a mi marido para convencerlo de que le vendiera su deuda de guerra por tierras, unas tierras que él sabía inútiles, a cambio de una deuda que sabía valiosa, diciéndonos todo lo contrario? Alguien podría alegar que deberíamos haber sido más prudentes, que no deberíamos habernos dejado engañar tan fácilmente, pero él usó el cebo de su proximidad al propio Hamilton. Casi decía hablar en nombre del gobierno.

– Nadie duda de su vileza -dijo Richmond.

No quise dejarlo continuar.

– Llegamos aquí, a este erial, y descubrimos que Tindall, el hombre de Duer, nos gobierna con mano tiránica. Y, a continuación, el impuesto de Hamilton sobre el whisky, que Tindall se encarga de recaudar, nos conduce a todos a la ruina. Existe una red de codicia, maldad y opresión, todo aquello contra lo que luchamos en la guerra. Todo el mal que hemos sufrido puede atribuirse a esos tres: a Tindall, a Duer y, por encima de todos, a Hamilton. Este es el amo al que los otros sirven. Es él quien querría convertir nuestra república en una oligarquía. Duer y Tindall no son más que los brazos ejecutores. Hamilton es el cerebro y por eso lo odio más que a los otros.

– Bonita alocución -dijo Skye-. Y lo que dice es la pura verdad, pero no creo que declare estas cosas solo por sinceridad. Es evidente que le ronda algo por la cabeza. Será mejor que nos lo cuente ahora.

Me preparé para las protestas, pues lo que me disponía a proponer era una locura, ciertamente, pero estaba segura de que podía hacerse.

– El señor Brackenridge cree que puede cerrar la venta durante el próximo mes. Tal vez antes, incluso. Sin embargo, gracias a la generosidad de Tindall, no tenemos necesidad de esperar antes de decidir qué hacemos.

– Encontraremos otro lugar donde instalarnos -dijo el señor Dalton-. Compraremos un alambique nuevo y empezaremos la producción una vez más.

El señor Skye se llevó a la boca una cucharada del guiso y se limpió los labios con la servilleta.

– No veo cómo. No importa dónde vayamos, seguiremos sometidos al impuesto. Aunque escapemos de los cuatro condados y vayamos a Kentucky o a Virginia, tendremos que seguir pagándolo y en todas partes habrá destilerías bien establecidas que se tomarán a mal que nos entrometamos en su negocio.

– El dinero de Tindall nos lo repartiremos. No voy a indicarles lo que han de hacer con su parte -expuse-. Solo puedo decirles que, por lo que a mí respecta, emplearé esto y lo que consiga por el arriendo de las tierras en enmendar estos agravios.

– Habla de venganza, ¿verdad? ¿Venganza contra quién? -quiso saber el señor Skye-. ¿Se propone liquidar a Hamilton y Duer como ha hecho con Tindall?

Era el momento de mostrarme cauta en lo que decía. Cauta, pero convincente. Necesitaría persuadirlos de que me siguieran, pero también debería convencerlos de mi osadía y demostrarles que era una mujer decidida y capaz, pero no chiflada.

– Eso es exactamente lo que me propongo -dije con fría determinación, producto final de una profunda reflexión-. Fueron ellos quienes conspiraron contra nosotros y quienes continúan haciéndolo. Más aún, conspiran contra la nación intentando disolver los principios de la Revolución.

El señor Dalton observó al señor Skye con asombro. Solo Jericho Richmond reaccionó como si lo que proponía fuese absurdo. Dejó su plato, se sirvió un whisky y miró detenidamente a sus compañeros de mesa.

– Ha perdido la razón, señora -dijo el señor Skye. La aspereza de su comentario contradecía la suavidad de su tono de voz-. Es decir, aquí nadie la culpa por desearlo, pero no puede usted vengarse de Alexander Hamilton. ¿Cómo pensaba hacerlo?

– Sé perfectamente cómo -repliqué-. Escuchen con atención, porque será necesario que convenzan a algunos de sus chicos del whisky para que participen. ¿Por qué no habrían de hacerlo? Esa tasa nos afecta a todos. Si llevamos tres o cuatro hombres más con nosotros, podremos vengarnos y, tal vez, incluso preservar los ideales de la Revolución. Podemos salvar a nuestro país de su propio gobierno.

El señor Skye, el único de los presentes que conocía las maquinaciones de mi novela perdida, asintió lentamente:

– Cuando me habló de su obra de ficción, pensé que era notable lo creíble que resultaba. La trama era audaz, pero podía haber funcionado. Sin embargo, si habla usted de salvar al país, soy mucho más escéptico. Si llevara a cabo lo que propone, podría destruir el país en su intento de salvarlo.

– ¿Y qué? -insistí-. Si nuestro país es este, si se ha convertido en un mero refugio para ricos desalmados y para los perros falderos que hacen cumplir sus políticas codiciosas, ¿por qué no habríamos de correr el riesgo de destruirlo?

– Porque todos nosotros somos patriotas -intervino Richmond-. ¿Responde eso a su pregunta?

– ¿Qué significa ser patriota? -pregunté-. Usted ama Estados Unidos con su cabeza y con su corazón, pero ¿es ese el mismo país que le quita a los pobres el dinero que no tienen para que los ricos dispongan de un banco corrupto? ¿Para eso lucharon en la guerra? ¿Para eso luchó Andrew? ¿Para eso dieron la vida sus amigos? Murieron por la libertad, no para que surgiera la opresión de otros tiranos más cercanos. El banco de Hamilton no solo es la encarnación más reciente de su codicia, sino también una bestia que amenaza con destruir todo aquello en lo que creemos.

– Pero ¿de verdad querría ver la nación de rodillas, sumida en el caos? -dijo Skye.

– Todos los presentes creemos en la libertad y en el gobierno republicano -respondí-, pero ¿significa eso que debemos obedecer a un gobierno que afirma defender esos principios al tiempo que practica abierta y descaradamente una política de dominación? Hace menos de diez años de la Revolución y vean qué hemos producido: codicia, oligarquía, corrupción y esclavitud. Es mejor que esta nación sea aplastada, que destruyamos este falso comienzo y empecemos de nuevo con la esperanza de hacer las cosas como es debido. ¿No es preferible eso que permitir que algo podrido e insidioso se haga pasar por glorioso y justo? Si no hacemos nada, si nos limitamos a coger nuestra pequeña parte de riqueza y volvemos la espalda ahora, cuando en futuras generaciones la corrupción más hedionda se haga pasar por libertad, la responsabilidad habrá sido nuestra. Los auténticos patriotas se preguntarán entonces por qué no hicieron nada quienes estaban siendo testigos de la encrucijada en que se hallaba nuestra nación.

No había planeado hacer un discurso tan apasionado pero, ahora que me habían salido las palabras, supe que eran verdad. Y por la mirada que vi en sus rostros, supe que mis amigos también lo creían.

Dalton permaneció largo rato sin decir nada. Por último, miró a Skye.

– ¿Cree usted que sería posible hacer lo que dice la señora?

No si debería hacerse, sino si podríamos llevarlo a cabo. Nosotros cuatro y unos cuantos más, un grupo tan reducido, ¿sería posible?

– Sí -respondió Skye-. No sería fácil, pero ¿por qué no íbamos a poder hacer lo que quisiéramos? ¿Por qué no vamos a ser capaces de hacer cualquier cosa que conciban nuestras mentes?

Aquellos hombres ya habían cambiado el mundo una vez. Habían combatido en la revolución más importante de la historia humana y habían redibujado los límites del poder del gobierno para siempre. ¿Quién podía decir que no serían capaces de hacerlo otra vez?

Jericho Richmond dejó el vaso en la mesa.

– ¡Han caído los dos bajo el hechizo de esta mujer! Si ella les dijera que saltaran a caballo por un precipicio, ¿le harían caso?

– Señor Richmond, ¿qué le he hecho para que me hable así? -le recriminé-. Creía que éramos amigos.

– Lo somos -respondió él-, pero no me entregaré en brazos de su locura solo para cobrarme venganza.

Me serví un nuevo trago de whisky y añadí:

– No, supongo que no. Pero ¿se entregaría usted en brazos de mi locura si con ello fuera a convertirse en un hombre muy rico?

Ahora, Richmond me prestó mucha atención.

– Tal vez. Si me convenciera de que su plan es factible.

Empecé a explicarles el plan que había elaborado, a hablarles de los peligros y matices, de cómo nosotros quedaríamos vengados, el país enderezado y nuestros esfuerzos recompensados con grandes riquezas. Hablé largo y tendido, al principio con temor a extenderme demasiado y a no transmitir la información lo bastante despacio o con suficiente claridad, pero pronto empezaron a surgir preguntas, tanto de Dalton como de Skye y, después, incluso de Jericho. Me aseguré de que siguiera corriendo el whisky y, al final de la velada, mi plan se había transformado de idea en rebelión.

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