Capítulo 20

Joan Maycott


Primavera de 1791


La respuesta al impuesto del whisky fue unánime: no se pagaría. La tasa era estúpida y estaba mal concebida y, tarde o temprano, los políticos de Filadelfia tendrían que reconocerlo. Cuando Tindall envió a Hendry a nuestra cabaña a decirnos que le debíamos ciento quince dólares, Andrew tembló de rabia y el señor Dalton, que debía la misma cantidad, estuvo tentado de presentarse aquel mismo día en Empire Hall con la pistola, pero el señor Skye los hizo entrar en razón, o lo que en aquel momento nos pareció razón.

Se convocó otra reunión en la iglesia, pero se llegó a pocos acuerdos, salvo que lo que ocurría era una muestra más de la indiferencia del Este a la situación apurada de los hombres de la frontera. Dejaban que los indios nos masacraran y se negaban a enviar soldados, permitían a los especuladores jugar con nuestra vida y ahora teníamos que pagarles por ello. Cualquiera que tuviera una destilería, cualquiera que llevase su cereal a una destilería, sufriría aquel impuesto. Lo que quedaba claro era que la tasa llevaría a la quiebra de los pequeños productores y los únicos beneficios serían para los magnates del Este y las grandes destilerías como la de Tindall, que tenía dinero y podía afrontar el pago del impuesto. En Filadelfia consideraban que tal impuesto sobre el consumo no perjudicaba a nadie y beneficiaba a todo el mundo, pero en realidad solo beneficiaba a los ricos y lo hacía a costa del trabajo de los pobres.

En medio de todo aquello, la vida continuó. Yo todavía no le había revelado a Andrew el secreto de mi embarazo, pues esperaba llegar al cuarto mes, un hito que no había logrado nunca. Trabajé en mi novela, cuidé la casa y recé para que el impuesto del whisky desapareciera. Dos o tres veces me colé en la finca de Tindall para visitar y cuidar a Lactilla, que recobró la salud extraordinariamente bien. No se trataba de que yo me sintiera culpable, pero creía que Tindall no se habría puesto violento tan deprisa si yo no hubiese estado en la habitación. Por algún motivo y por extraño que resultara, pensé que le había disparado para que yo lo presenciara. De todos modos, a Lactilla no le conté nada al respecto. Le llevé queso fresco, dulce de leche y huevos, aunque no necesitaba nada de ello, y tela para cambiarle los vendajes. Tumbada en su camastro, con la cara llena de cardenales, me sonreía y me decía, «señorita Maycott, es usted tan bondadosa…», pero yo sabía que no era cierto. Yo no era en absoluto bondadosa. Se trataba de otra cosa: cuidaba a Lactilla porque no soportaba la idea de un mundo en el que aquella pobre criatura tuviera que soportar tal sufrimiento sin la correspondiente respuesta compasiva. No era bondad, era una suerte de rabia, una ardiente necesidad de hacer algo antes de que las cosas se sumieran en una oscuridad de la que ninguno podríamos salir nunca más.


Me hallaba preparando un estofado para la cena cuando el perro empezó a ladrar, muy excitado. Lo teníamos atado cerca de la puerta de la cabaña para que no escapase, pero la desventaja de este sistema residía en que no podía impedir que los desconocidos entraran. Sin embargo, oí la alarma y me preparé para lo que pudiera ser, al tiempo que la puerta se abría hacia dentro y Tindall aparecía en el umbral, flanqueado por Hendry y Phineas.

Hendry captó mi expresión de sorpresa y zozobra, y se rió con crueldad.

– Me parece que la hemos pillado preparándonos la cena, ¿no creéis?

Tindall entró detrás de él con su escopeta de caza y sonriendo también. No había visto nunca que se parecieran tanto. Phineas cerró la puerta y se sentó en la mecedora, junto a la ventana, con el rifle encima del regazo. No me había mirado a la cara desde que había entrado.

Tindall cruzó la habitación con la arrogancia que solo exhiben los hombres que se apropian de lo que no es suyo. Miró dentro del perol y en la despensa. Echó una ojeada a la cama y sonrió presuntuosamente.

– ¿Dónde está tu marido, Joan? No tendría que dejarte sola de este modo.

– Soy la señora Maycott, no me tutee. Y mi marido está en la finca. Volverá enseguida. Ya le informaré de que ha venido.

– Si va a volver enseguida, querida, me pondré cómodo y lo esperaré. ¿Quiere ponerse cómodo, Hendry?

– Creo que sí. Me gusta estar cómodo siempre que puedo.

En esta ocasión, algo me pareció distinto. No habían venido a fanfarronear o a asustarnos, sino a algo más, pero no me atreví a pensar qué.

– Tengo que pedirles que se marchen ahora mismo -conseguí decir.

– Vaya, qué curioso -me dijo Tindall, sentándose en una silla-. Tu marido me debe más de cien dólares, ¿sabes?

– Todos los hombres que tienen una destilería en los cuatro condados le deben dinero -repliqué-. Nadie me ha dicho que usted haya ido a cobrarlos.

– Tu marido es un caso especial. Con sus nuevos métodos, ha provocado problemas, pero he tenido la amabilidad de emplear el dinero del alquiler para cubrir esa deuda. ¿Y sabes lo que ocurre ahora? Que no ha pagado el arrendamiento. Y si un hombre no paga el arrendamiento, ¿sabes lo que ocurre con la tierra que tiene arrendada?

– Salga de aquí -dije.

– No, Joan, te equivocas, te equivocas por completo. La tierra vuelve a manos del propietario y ese propietario tiene el derecho, algunos dicen incluso la obligación, de echar a ese hombre de la finca para que aprenda a ser industrioso. ¿Sabes qué ocurre con la tierra arrendada?

– Salga -repetí.

Phineas seguía mirando por la ventana.

– Puta -dijo, sin volver la cabeza.

– Un hombre industrioso habría desmontado la tierra, habría empleado su tiempo de una manera útil, en vez de dedicarse a hacer whisky, que no le proporciona ningún beneficio y solo puede ocasionarle deudas.

– ¿Cree que su dinero y esos lacayos suyos lo mantendrán a salvo si enciende la ira de los colonos? -Me acerqué unos pasos a él-. Son hombres duros que no tienen más que su fuerza, su orgullo y su resentimiento, sobre todo hacia usted.

Phineas no se movió ni se volvió, pero siguió murmurando entre dientes. Hendry se me acercó unos pasos. No sé qué pensé que iba a hacerme, pero su cara me pareció monstruosa y la piel enrojecida de debajo de la barba rala brillaba al fuego de nuestro hogar. Tenía los ojos húmedos de excitación.

– Te lo has buscado -dijo y no pude reaccionar lo bastante deprisa para evitarlo. Cerró el puño y me pegó directamente en el vientre. El dolor me golpeó como un muro de agua saliendo de una presa rota: era inmenso y agobiante y, durante unos momentos, me perdí en él. Caí de rodillas, me apoyé con las manos, sentí náuseas y vomité en el suelo. Se me cayó la cofia y el cabello se me soltó sobre la cara.

– Cuidado -dijo Tindall-. Hemos hablado de tu carácter.

El olor de mi vómito me abrumó. Tuve más náuseas pero, en esta ocasión, no devolví nada. Esperaba que ocurriera algo terrible, sí, pero no aquella violencia pura y brutal. Si me habían hecho aquello, no se detendrían ante nada. Unas desagradables luces bailaban ante mis ojos.

– Por favor -jadeé.

– ¿Qué sucede? -preguntó Tindall-. Hablas como un hombre, pero no conoces lo que son el dolor y el miedo. Aunque supongo que ahora lo estás descubriendo…

– Por favor -repetí-, estoy embarazada.

Aquello, pensé, no podría sino despertar su compasión o, al menos, su lástima. Aquel hombre era un monstruo, pero no podía serlo tanto como para atacar a una mujer encinta.

– ¡Menuda cosa! -exclamó Tindall-. Bueno, supongo que una mujer embarazada que no querrá recibir otro puñetazo en la tripa, ¿verdad? Eso es lo que supondría. Y usted, Hendry, ¿es eso lo que supondría?

– No lo sé -respondió. Su rostro de zorro parecía ensancharse-, pero quizá sí.

– Haga que se quite el vestido -dijo Phineas-. Que se lo desabroche, como usted dijo.

Me puse en pie. Sentía el calor de las lágrimas en los ojos y el sabor amargo de los vómitos en la boca.

– ¿Qué clase de demonio es usted?

– Soy un demonio de Virginia, mi buena dama, y me llevo lo que quiero, si puedo. Esta es la verdadera visión de América, la visión por la que luché. Los principios de la Revolución me han convertido en el rey de Pittsburgh.

– Está yendo demasiado lejos.

– Voy donde me da la gana. Y ahora, ¿tengo que pedirle a Hendry que vuelva a pegarte? Quizá podamos hacer algo con esa cosa molesta que crece dentro de ti.

Involuntariamente, me llevé las manos al abdomen.

– O podríamos llegar a un acuerdo distinto -prosiguió él-. Permitiré que tú y tu marido os quedéis aquí y me aseguraré de que Hendry no vuelva a pegarte pero, a cambio, debo pedirte que demuestres cierta consideración. Sabes de lo que hablo, ¿verdad, Joan? Empecemos de cero, tú y yo. Dejaremos a tu marido en paz, que enrede con su whisky. Pasaré por alto los atrasos en los arriendos. Este año incluso puedo hacer la vista gorda con su impuesto sobre el whisky.

– ¿Por qué? -susurré con el aliento entrecortado, intentando no perder la calma-. ¿Por qué me haría esto? ¿Por qué a mí antes que a las demás? No puedo creer que sea la única que le hace tilín. ¿Por qué yo y no otra?

– Porque las otras ya me han dado lo que me gusta -respondió con frialdad-. Tú me desafías. Tu marido me desafía. Tus amigos me desafían. No lo tolero y no lo toleraré. Todos tenéis que saber lo que significa desafiarme y tú serás la primera.

– Antes prefiero morir -repliqué y lo dije de veras.

– Oh, no, no creo. Dentro de un momento, estarás implorando que te posea en las condiciones que he mencionado. Pero si me humillas, si te comportas con impertinencia, quizá tenga que cambiar dichas condiciones.

Me obligué a permanecer erguida y levanté la barbilla para demostrarle mi orgullo y mi ira.

– No aceptaré ninguna condición.

– Me gusta cómo yergue los pechos hacia mí, pero eso no bastará. Hendry, ¿quieres enseñarle a esa mujer que no soy un hombre al que se pueda tomar a la ligera?

– Por favor -dije, metiendo las manos en el delantal.

– A mí también me tocará el turno -masculló Hendry-. Cuando el coronel termine, me tocará a mí. Y luego a Phineas, que lleva tiempo esperando.

– Sí, llevo tiempo esperando -dijo el chico, mirando por la ventana.

Hendry solo había avanzado tres pasos hacia mí cuando apreté el gatillo. No fui tan estúpida como para sacar la pistola. Me superaban en número y yo no podía competir con su fuerza. Incluso con el arma de fuego, mis posibilidades no eran muchas. Si deseaba vivir, tendría que depender de la astucia. Disparé a través del delantal y la bala alcanzó a Hendry en el cuello.

No sé cómo Andrew pudo disparar su pistola contra los guerreros indios por debajo de la mesa con tanta tranquilidad. A mí, el arma me saltó enloquecidamente en la mano, con un retroceso tan fuerte que me golpeó la cadera de tal modo que creí que me había roto el hueso. Se produjo un estallido de calor alrededor de mi mano y el delantal se incendió, pero le di unas palmadas y lo apagué enseguida. Tambaleante, retrocedí dos pasos, alcé la mirada y vi que Hendry se llevaba la mano al cuello. La sangre fluía con abundancia entre sus dedos, densa y de un color casi negro.

– Esto no va bien -dijo. Y entonces, se desplomó.

Tindall me miró un segundo. Su expresión era de absoluta y anonadada incredulidad, como si al sol le hubiesen crecido piernas y hubiera echado a andar por el cielo. Se sonrojó y levantó la escopeta. Yo sabía que no dudaría en utilizarla.

Salté para refugiarme detrás de la mesa del comedor y alcancé el suelo al tiempo que la escopeta rugía y una lluvia de perdigones acribillaba la madera, acompañada de una serie repentina y casi simultánea de ruidos duros, húmedos y cortantes. Por encima de mi cabeza hubo un estallido de cristales y empezó a gotear whisky. El disparo había alcanzado nuestro único objeto de porcelana, una jarra de harina, y la estancia quedó cubierta de añicos de loza y nubes de polvo blanco. Yo estaba ilesa, pero sabía que no me quedaba mucho tiempo. Los dos habíamos gastado la munición y no podíamos volver a cargar el arma. Aunque Tindall era viejo, en un cuerpo a cuerpo me ganaría.

Entonces fue cuando me acordé de Phineas. Había pasado más de medio minuto desde que había disparado a Hendry. Si el muchacho iba a dispararme, ya tendría que haberlo hecho. Me atreví a mirar desde detrás de la mesa y observé que en la habitación no había nadie, salvo Tindall, y que la puerta estaba abierta. Phineas había huido. Resultaba difícil creer que un chico que mataba indios a sangre fría escapara de aquello, pero la escena tal vez se parecía demasiado a lo que había vivido en el pasado. Quizá, a pesar del odio que sentía hacia mí porque conocía sus sentimientos, todavía le recordaba demasiado a la vida que había perdido y había preferido no enfrentarse a Tindall ni dispararme a mí.

Sin embargo, en aquel momento no tenía tiempo para sondear las profundidades del alma del muchacho. Tenía que escapar de Tindall antes de que volviera a cargar el arma, se abalanzara sobre mí con un cuchillo o utilizara su fuerza física para vencerme. Estaba tumbada a pocos pasos de la chimenea y, como no tenía alternativa, alargué la mano y saqué un tronco ardiendo. Estaba muy caliente, pero lo agarré por el extremo que el fuego todavía no había tocado. Lo cogí con fuerza, me puse en pie y, ayudándome de la mano libre, ataqué a Tindall. Supongo que mi aspecto debía de ser sobrenatural: despeinada, negra de la pólvora, blanca de la harina, roja de la rabia y con los ojos muy abiertos de furiosa determinación.

Tindall maniobró alrededor de mí y se acercó a la chimenea. Con dos o tres patadas rápidas, desalojó los troncos encendidos y estos fueron a parar cerca de nuestra mesa de comer. Las llamas de la leña empezaron a lamerla y vi que tendría que actuar deprisa para evitar que se extendiera el incendio.

En eso confiaba Tindall, pues utilizó mi momento de confusión para correr hacia la puerta.

Tendría que haberlo dejado marchar. Era necesario que me ocupara de la cabaña, pero no lo pensé. Aunque no tenía ninguna razón para correr tras él, eso fue lo que hice. Lo odiaba con toda intensidad por lo que había hecho, por lo que había amenazado con hacer, por lo que me había obligado a hacer… La parte de mí que yo conocía, el lugar donde moraba mi alma, se retiró y se consumió. Solo quedó un demonio blanco incandescente que quería perpetrar una violencia desconocida y perversa. En aquel momento, la idea de existir, de seguir respirando sobre la misma tierra en la que Tindall aún vivía, me resultó insoportable. El corrió hacia su caballo y yo lo perseguí todo lo deprisa que pude, blandiendo el tronco encendido y gritando no recuerdo qué.

Entonces aparecieron Andrew, Dalton y Skye, que llegaban por el sendero del otro lado del árbol donde Tindall había atado el caballo. Los vi, pero no pensé en lo que veía, pues de otro modo les hubiera dejado a Tindall para ellos. No sé qué debieron imaginar al presenciar la escena. Tindall corría como un poseso y yo lo perseguía con un garrote en llamas.

Andrew vino corriendo hasta mí. Hizo caso omiso de Tindall y debió de pensar que, si había que cometer algún acto violento, el señor Dalton estaría encantado de hacerlo. Lo único que quería era alcanzarme y si yo solo hubiese deseado estar con él, sentirme a salvo en sus brazos, las cosas habrían sido muy distintas: yo habría dado media vuelta, habría soltado el arma y habría dejado que Andrew me abrazara. En cambio, hice caso omiso de él y seguí avanzando hacia Tindall. Acababa de matar a un hombre y lo único que quería era matar a otro. Phineas había dicho que el Oeste me cambiaría y entonces supe que así había sido. Había cambiado tanto que no me reconocía a mí misma.

Tindall llegó a su caballo, pero no montó. Se volvió, me vio y, a continuación, miró detrás de mí. Yo era una mujer enloquecida con un bastón; él era un oficial al lado de su montura. Vio que Andrew corría y pensó que aquello era distinto. Ignoraba que Andrew no le haría daño, que lo único que quería era alcanzarme y asegurarse de que no me habían herido. Tindall podía haberse marchado pero, en lugar de eso, sacó una pistola de la alforja y se volvió hacia Andrew.

Vi lo que iba a ocurrir y abrí la boca para gritar, pero no salió de ella ningún sonido. La voz me traicionó, aunque no sé qué hubiese podido gritar para cambiar el devenir de los acontecimientos.

Tindall disparó a Andrew a no más de cinco pasos de distancia. Andrew se tambaleó hacia atrás y cayó al suelo al instante. No cayó como un hombre vivo, sino como un peso inerte.

Recobré la voz y chillé al tiempo que soltaba la antorcha y corría hacia Andrew, haciendo caso omiso del sanguinario Tindall. Que mi esposo hubiese recibido un balazo no significaba que fuese a morir. Era joven, fuerte y resistente. Eso fue lo que me dije, pero me estaba engañando. Incluso desde lejos vi que la bala le había alcanzado el corazón y creo que murió antes de caer. Yacía en el suelo, con los ojos abiertos pero sin vida. Llegué a su lado y me arrodillé. Le acuné la cabeza entre las manos, le acaricié el cabello y clamé al cielo, pero el cielo no me respondió. Sentí un intenso calor en la piel y, aunque no miré, supe que era la cabaña, pasto de las llamas que no me había molestado en apagar.

Tindall sabía que estaba en peligro y actuó con presteza. Montó en el caballo y se alejó al galope. Dalton le disparó con el rifle, pero no tenía un buen ángulo de tiro. Apenas oí el estampido del arma y los gritos de angustia a mi alrededor.


¿Qué perdí aquel día? Me apena hablar de ello ahora, porque lo perdí todo. Perdí a mi amado Andrew, que solo quería que viviese la vida de mis deseos más íntimos. Perdí a su hijo, que murió dentro de mí, no sé si de la violencia de Hendry o de la conmoción que me causó aquella sucesión de acontecimientos. Perdí la libertad, porque Tindall se apresuró a divulgar que había matado a Hendry a sangre fría y que también había intentado acabar con él. Y, aunque a mis oídos eso sonaba trivial, perdí la novela, engullida por las llamas que arrasaron mi cabaña. Y también perdí otra cosa, mi inocencia, pues había matado a un hombre y no podía arrepentirme de ello. Aquel acto me convirtió en alguien que no era hasta entonces.

Todo lo que había soñado y anhelado de la vida me había sido arrebatado. ¿Es de extrañar, pues, que me lanzara contra mis enemigos y que, si mis enemigos eran los hombres más importantes de la nación, se me pudiera culpar de buscar justicia? Tal justicia no cobró forma hasta más adelante, y no lo hizo sola pues, mientras estaba sentada con el cuerpo de mi marido en los brazos, el fantasma de esa justicia ya estaba allí, rondándome desde la esfera espectral de unas ideas aún no concebidas.

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