Capítulo 47

Joan Maycott


12 de julio de 1804


Fueron necesarios doce años más para que se cumpliera toda la venganza que yo deseaba, aunque, si he de ser sincera, no fue tan dulce como imaginaba. Mis planes de 1792 no llegaron tan lejos como esperaba y tuvieron un coste mucho más elevado de lo que pensaba. Tantos rebeldes del whisky muertos, y todo debido a que subvaloramos a Kyler Lavien y Ethan Saunders. No estoy resentida con esos hombres y nunca he tratado de desquitarme. En concreto, no podía desearle ningún mal al capitán Saunders. Tuve la sensación de que su camino y el mío volverían a cruzarse y, aunque no se puede decir que fuéramos nunca amigos, cuando nos encontramos nos tratamos con respeto.

El señor Dalton y yo nos separamos tan pronto recogí los beneficios de mis inversiones provocados por la caída de Duer. El se marchó al Oeste otra vez, en esta ocasión al territorio de Kentucky, donde montó una gran destilería para hacer whisky al nuevo estilo. Quería utilizar el dinero para pagar las tasas hasta que se revocara el impuesto sobre el whisky. Los hombres son raros. Después de tanta conspiración y violencia, al final se contentó con retirarse a una actividad privada y dejar que los asuntos políticos se resolvieran a su debido tiempo.

El señor Skye, sin embargo, me fue fiel y, con su ayuda, al final conseguí completar mi venganza.

Los mercados no se desplomaron debido a la caída de Duer, de lo cual culpo a la frenética carrera de Lavien hasta Filadelfia. El banco no se hundió. Hamilton mandó agentes a la taberna de la City y jinetes rápidos a Boston, Nueva York, Baltimore y Charleston, donde, con el poder del Departamento del Tesoro, compraron bonos deprimidos y tranquilizaron a los alarmados especuladores. Yo provoqué un pánico, no un hundimiento. Gracias a mí, una viuda de la frontera a quien los ricos y los poderosos habían utilizado como juguete, una nación se tambaleó, pero no sucedió más que eso. La nación no se desplomó, ni saltó en pedazos, ni se hundió bajo el peso de la propia corrupción. Solo trastabilló y recuperó el equilibrio. Ni siquiera hice caer a Hamilton. Su reputación quedó manchada debido al pánico y la ruina de Duer, y eso dio munición a sus detractores, pero su determinación era más grande de lo que yo imaginaba y vi que, para destruirlo, necesitaría algo más que el pánico de los mercados.

Si acaso, salió de aquello envalentonado. Continuó aplicando el impuesto del whisky y los hombres del Oeste estaban cada vez más descontentos e inquietos. Por un lado, estaban los funcionarios del gobierno que exigían que las destilerías pagasen un dinero que, de otro modo, no habrían recaudado nunca. Por el otro, las airadas multitudes lideradas por David Bradford y apoyadas por hombres coléricos de espíritu fronterizo que, como americanos, creían en sus propios derechos. Entre estas dos fuerzas, el prudente y afable Hugh Henry Brackenridge representó al hombre de la calle, intentó negociar la paz y casi lo ahorcaron por sus afanes. Hamilton dirigió un ejército de trece mil hombres -el tamaño de toda la fuerza continental durante la Revolución- hacia el Oeste, contra una rebelión que, a pesar de todos sus esfuerzos, no logró localizar. No había insurrectos contra los que luchar, por lo que acorralaron a unos veinte hombres y condenaron a muerte a dos de ellos, aunque al final fueron indultados.

El Hamilton secretario del Tesoro estaba decidido a ampliar los límites del poder federal y eso fue lo que hizo el Hamilton coronel. Se decía que en la guerra anhelaba comandar un ejército y que en tiempos de paz creaba conflictos para ver cumplido su anhelo. No sé si le satisfacía mucho saber que el enemigo al que perseguía era creación propia y que estaba, sobre todo, en su imaginación.

Yo no podía quedarme en Filadelfia ni en ningún otro sitio donde me conocieran, pero todavía no había terminado con la venganza. No actuaría de una forma temeraria como había hecho antes, pero actuaría. Al cabo de dos años, envié un par de cartas anónimas, informando a los enemigos republicanos de Hamilton de su aventura amorosa con Maria Reynolds. Y si adorné sus delitos insinuando que había utilizado dinero federal para pagar al marido de la dama, no voy a disculparme de ello. Hamilton no hacía ascos a los juegos sucios y no vi motivo para andarme con contemplaciones. Aquel asunto arruinó su carrera política e imposibilitó que pudiera optar a la presidencia. De momento, bastaba.

Más de diez años después, me atreví a aprovecharme de mi amistad con un viejo amigo de Hamilton, Aaron Burr, que había sido senador por Nueva York y ahora era el vicepresidente de Estados Unidos. Hamilton y él habían sido amigos, pero habían terminado en bandos opuestos de la polémica federalista. Burr era conocido por su afición a las damas. Se trataba de un hombre atractivo, aunque no alto, y aunque empezaba a clarearle el cabello, seguía siendo encantador y yo siempre disfrutaba de su compañía.

Desde hacía mucho tiempo, sobre todo tras las consecuencias de la divulgación de su aventura con Maria Reynolds, parecía que Hamilton caminaba hacia su destrucción. Sin embargo, a medida que transcurrían los años, Hamilton pasó de un desastre a otro y siempre sobrevivió, siempre estuvo en el ojo público y siempre expresó pública y clamorosamente sus pedantes opiniones. Empecé a susurrar al oído del vicepresidente todas las maldades que Hamilton le había hecho y las cosas terribles que decía de él. Un hombre del carácter del señor Burr no toleraría aquellos insultos.


Burr llamó a la puerta de mi casa la tarde del 11 de julio de 1808. Iba despeinado, manchado de barro y las manos le temblaban.

– No tenía que haberla escuchado -manifestó, plantado en el porche-. Lo he matado.

– Entre -dije, sin poder contener una sonrisa.

Burr entró, pero se volvió hacia la puerta.

– No puedo quedarme. He de huir. Me acusarán de asesinato.

– Tonterías. Usted es el vicepresidente.

– Esta es una nación de leyes, señora Maycott. Que sea el vicepresidente no significa nada. ¿Por qué la escuché y permití que este insignificante rifirrafe subiera de tono? «Insulta su honor -me dijo usted-. Se burla de usted en la prensa -dijo-. No aceptará batirse en duelo.» Pues bien, aceptó y le he pegado un tiro.

– ¿Ha muerto? -pregunté.

– Creo que no, todavía no, pero pronto lo hará. Le disparé en la cadera y sangró abundantemente. Una herida terrible. No sobrevivirá mucho tiempo.

– Era un monstruo. Lo es y lo será mientras viva.

– Malgastó su disparo -dijo Burr-. Dios mío, él disparó primero y malgastó el tiro y yo, frío como a usted le gusta, apunté directamente. No soy un buen tirador y no creía que fuera a darle. Solo quería que viera hasta qué punto me lo había tomado en serio.

– No permitiré que se lamente de ello. No es más de lo que se merece por lo que le hizo a Andrew.

– ¿Quién es Andrew? -preguntó el vicepresidente.

– Ahora no importa, y menos a usted. El se lo buscó y usted no tiene la culpa. La gente no lo culpará. Hamilton despierta grandes odios y la gente estará encantada con usted.

Sin embargo, no fue así. Los escándalos de Hamilton, sus inclinaciones británicas, sus planes federalistas y su enajenada idea de invadir América del Sur al mando de un ejército, como el Bonaparte del Nuevo Mundo, habían quedado todos olvidados. Con su muerte, se forjó de nuevo el héroe. Cuando se supo lo ocurrido en el duelo, cualquiera pensaría que el vicepresidente había desenterrado el cadáver de George Washington y lo había acribillado en Weehawken.

– ¿Por qué me ha llevado a esto? -gritó Burr-. Bueno, no importa, no tengo tiempo de escuchar por qué o cómo. Debo huir de inmediato, a Carolina del Sur, creo, y quedarme con Theodosia.

Theodosia era su hija, a la que amaba por encima de todo. Era una buena cosa que tuviera a quien dirigirse en esos momentos sombríos.

Y así me dejó. Pensé en salir a ver al agonizante Hamilton, confrontarlo con todo lo que había hecho y pedirle que rindiera cuentas, pero, si aún estaba vivo, debía de estar sufriendo y se mostraría compungido. Me pediría perdón, como un cristiano moribundo, y lo único que haría sería inspirarme lástima. Aquello no me interesaba, por lo que volví a la sala, donde leí una maravillosa novela llamada Belinda, escrita por Maria Edgeworth. Era divertida, pero superficial, como son cada vez más las novelas. Pensé, como hacía a menudo, que tal vez debería intentar otra vez escribir una, pero no pude por menos que pensar que las novelas habían perdido su oportunidad. No eran más que estupideces y nada de lo que yo tenía que decir encontraría lugar en una de ellas.

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