Capítulo 3

Ethan Saunders


Cynthia Pearson había acudido a mi casa a pedirme ayuda. Tantas preguntas, tanta confusión y, sin embargo, aquel hecho era incontestable. Aquel hecho, y otra cosa: que era Cynthia, en efecto, a quien había visto alejarse de mi residencia aquella mañana. Así pues, yo no era un loco alucinado, patéticamente obsesionado con el pasado. Este, al parecer, volvía a rondarme.

Apuré mi whisky y me volví a Lavien. No me gustaba la idea de que alguien tan dispuesto a rebanarle el pulgar a un hombre anduviera siguiendo furtivamente a Cynthia Pearson.

– ¿Por qué la seguía?

Con una expresión serena y relajada, Lavien respondió:

– Estoy buscando a su marido, Jacob Pearson, pero aún no he dado con él.

Recordaba muy bien a Jacob Pearson. Durante la ocupación británica de Filadelfia, yo había permanecido casi tres meses en la ciudad, tratando de infiltrar una red de espías enemiga. Richard Fleet -mi amigo, maestro y colega en el espionaje, el hombre que me había reclutado para esa labor- me había pedido que cuidara de su hija, quien vivía por aquel entonces en la ciudad. No me había pedido que me enamorara de ella, desde luego, pero estas cosas suceden a menudo, imprevistamente.

Durante aquellos meses, yo había conocido a su futuro marido, Jacob Pearson, un agente inmobiliario de éxito que había conseguido permanecer en la ciudad, evitando que lo tacharan de monárquico, y se había hecho más rico aún al término de la guerra al apoderarse de las tierras de muchos simpatizantes británicos obligados a huir. Pearson era unos cinco años mayor que yo, quizá; no era un hombre falto de atractivo y, aunque no habíamos sido nunca grandes amigos, tampoco había tenido motivos para que me cayera mal. No los tuve hasta que las circunstancias me obligaron a huir de Filadelfia y a dejar a Cynthia por su propia felicidad, y Pearson ocupó mi lugar con tanto éxito.

– ¿Por qué lo busca? -pregunté a Lavien.

– Para hablar con él -contestó y sostuvo mi mirada un momento más de lo necesario, como si me desafiara a considerar su respuesta escasamente reveladora.

– Hablar, ¿de qué, señor Lavien?

– De asuntos que no le conciernen, capitán Saunders.

– Si empieza usted a acechar en las sombras y a seguir a la gente que viene a visitarme, debo sentirme concernido, ¿no le parece?

– No.

– Bien -carraspeé-, acaba de demostrarme fehacientemente que no suelta prenda y ahora sé que, si tiene que haber un intercambio de información entre nosotros, usted desea mantener siempre la iniciativa; sin embargo, va a tener que explicarse, no le quepa duda, así que no nos andemos con disimulos. Usted ha venido a encontrarme, señor, y si lo ha hecho es porque quiere algo de mí. Y como no se lo daré sin que me cuente más, deberíamos pasar directamente a esa parte de la conversación.

– Para ser un borracho apaleado, conoce usted bien su oficio -dijo él y se dibujó en sus labios una leve sonrisa. Me gustó que hiciera aquel comentario.

– Bien, usted trabaja para Hamilton, busca a Pearson y Cynthia Pearson en persona viene a verme. Dígame lo que necesito saber.

– No puedo contarle por qué lo busco y no se lo diré. He jurado no revelar lo que averigüe a nadie, salvo al secretario Hamilton o al Presidente, y no pienso romper mi juramento. Puedo decirle que Pearson lleva varios días desaparecido y creo que por eso su mujer quiere hablar con usted. Tengo entendido que se conocieron durante la guerra.

– Su padre y yo trabajábamos juntos. Era amigo mío.

– Entiendo -asintió él, en un tono de voz que insinuaba que entendía muy bien. Aquel hombre no era estúpido, pensé.

– Habrá hablado ya con la señora Pearson, supongo.

– Por supuesto -respondió Lavien-. Tuvo la amabilidad de concederme una entrevista, pero declaró que ignoraba por completo dónde podía estar su marido.

– ¿Y usted la creyó? -intervino Leónidas. El y yo llevábamos juntos mucho tiempo. Sabía qué preguntas había que hacer.

– Sí -dijo Lavien-. No me dio la impresión de que la señora Pearson mintiera; solo vi en ella a una mujer con el alma en vilo. Una mujer cuyo marido ha desaparecido puede muy bien mostrar preocupación, pero Cynthia Pearson me pareció, sobre todo, agitada. Creo que le rondaban por la cabeza cosas que no decía, pero dudo de que mintiera respecto a que no sabía dónde encontrar al señor Pearson.

– De modo que la siguió usted hasta mis aposentos, esta noche. ¿Qué sucedió entonces?

– Entró en la casa de huéspedes y volvió a salir al cabo de unos minutos, en compañía de Leónidas. Procedió a volver a su carruaje y yo pregunté a Leónidas a qué había venido.

– ¿Y tú se lo dijiste? -pregunté a Leónidas.

– Este caballero sirve al gobierno -respondió-. No vi motivo para guardarme lo que había hablado con la señora Pearson, sobre todo porque el señor Lavien ya conocía muchos de los detalles. Entonces, el caballero me pidió si podía acompañarme a buscarlo a usted.

– Tenía la esperanza -dijo Lavien, volviéndose hacia mí- de que, en compañía de usted, la señora Pearson se mostraría más abierta y revelaría cosas que a mí me ocultaba.

Tardé un momento en asimilar todo lo que me estaba contando y en acomodarme a estas sorpresas. A continuación, formulé una pregunta obvia:

– ¿Por qué cree Cynthia que ella y sus hijos corren peligro?

– Eso, lo ignoro -respondió Leónidas.

Me puse en pie con esfuerzo. La cabeza me estalló de dolor y tuve que agarrarme al borde de la mesa para no caerme. Logré sostenerme y lo peor no tardó en pasar.

– Pues es hora de averiguarlo -dije a Leónidas.

– ¿Puedo ir con usted? -inquirió Lavien.

– ¿Y si respondo que no?

Lavien torció el gesto y murmuró:

– Será mejor no explorar esa posibilidad.

Lo miré, dispuesto a dejarle claro que aceptaba su compañía provisionalmente y que, si no me gustaba lo que decía o hacía, lo despediría sin más. No obstante, no dije nada, pues acababa de verlo dejar fuera de combate a tres hombres en un abrir y cerrar de ojos, como un torbellino cegador. No se me ocurría cómo podría detenerlo, si deseaba acompañarme contra mi voluntad.


Cuando salimos, la lluvia había amainado casi por completo y anduvimos entre las ruinas enlodadas de Helltown. La caminata me sentó bien, me hizo fluir la sangre por las venas y alivió el dolor de mi cuerpo. Nunca he sido especialmente brillante en las peleas, pues son lances turbulentos que es mejor dejar a hombres broncos, y había aprendido hacía tiempo a soportar una paliza con ecuanimidad. Además, había cosas más importantes que considerar. Cynthia tenía algún problema y había venido a verme. Yo solo llevaba cuatro meses en Filadelfia, después de mi huida de Baltimore y de un malentendido con una prima, sobrina o algo así. Cynthia había sabido por algún conducto que ahora vivía en la ciudad y, en un momento de apuro, había acudido a mí. No había dolor que pudiera competir con mi curiosidad y con mi entusiasmo desbordado e irracional ante la perspectiva de volver a tener contacto con ella. No estaba tan dispuesto a desoír la razón como para creer que de algún modo, contra toda esperanza y decoro, pudiéramos estar juntos otra vez. Solo quería verla, oírla, tenerla cerca.

Mientras avanzábamos hacia el centro de la ciudad en silencio y encogidos bajo el frío, el panorama que encontrábamos fue transformándose, de un reducto marginal de pobreza y libertinaje, en lo más distinguido de la sociedad opulenta americana. De repente, como por arte de magia, todas las calles estaban adoquinadas, con aceras iluminadas con farolas y garitas de vigilancia ocupadas. Las casas ya no eran chabolas provisionales, refugios improvisados construidos con maderos traídos por el mar y paja, sino mansiones de ladrillo rojo, señoriales y hermosas, con tapias de piedra que escondían a la vista jardincitos recoletos.

La casa de Jacob Pearson, en la esquina de la Tercera y Shippen, era una de ellas. No se trataba de un gran monumento a la riqueza americana, como la casa de los Bingham, o como la mansión Morris, donde residía el Presidente, pero era una vivienda grande y majestuosa de tres plantas, rodeada de perales y manzanos desnudos, arbustos, matorrales y parcelas preparadas para cultivar parterres de flores cuando volviera el buen tiempo. Estaba hecha del mismo ladrillo rojo que la casa donde tenía alquiladas mis habitaciones, pero se advertía allí una riqueza que yo no podía albergar la esperanza de poseer jamás. Observando aquel hermoso edificio, ¿cómo podía preguntarme por qué Cynthia se había casado con él?

Durante nuestra caminata había oído dar las diez en las campanas de la iglesia, pero la casa de Pearson estaba toda iluminada y desde el exterior se apreciaba un bullicio de actividad. La lluvia, por ligera que fuese ahora, contrarrestó el efecto de haber estado un rato cerca del fuego y, cuando llegamos a las inmediaciones de la casa, los tres volvíamos a estar completamente empapados. Me detuve en el porche y clavé la mirada en la aldaba. Me di cuenta de que era imposible tomar medidas para lo que debía suceder a continuación, de que no tenía manera de prepararme. No podía hacer otra cosa que seguir adelante. Me habría gustado presentarme ante Cynthia con un traje limpio, sin sangre y bien atildado, pero no podía ser. Ella se creía en peligro y no le pediría que esperase mientras me aseaba y me vestía adecuadamente para la ocasión.

– ¿Debo encargarme yo de llamar a la puerta? -preguntó Leónidas, que había advertido, sin duda, la gravedad con que yo me tomaba aquel momento.

– No, creo que puedo hacerlo yo.

– Estoy totalmente dispuesto a tomar esa carga en mis manos -insistió-. Y, ahora que la lluvia empieza a caer con más fuerza, estoy incluso impaciente por encargarme del trabajo físico que se requiere para traer un criado a la puerta.

– Leónidas es muy insolente -le comenté a Lavien y procedí a llamar. Al fin y al cabo, era muy capaz de hacerlo; solo necesitaba un poco de intimidación por parte de mi esclavo para ponerme en acción.

No tardó en abrir un criado. Llevaba una librea arrugada, como si se hubiera vuelto a poner apresuradamente una prenda sucia, y observé unos círculos oscuros bajo los ojos. Yo había visto otras veces aquel aspecto en alguien y no tuve duda de que aquel hogar estaba en peligro.

– El capitán Ethan Saunders desea ver a la señora Pearson -anuncié con un tono de importancia que mi cabeza mojada y descubierta desmentía o, al menos, contradecía.

El sirviente, alto y de constitución robusta como era corriente entre los criados de su especie, me pareció un actor que solo estaba esperando a que otro intérprete pronunciara una frase para que él pudiera recitar su parte. Pisándome prácticamente las palabras, respondió:

– Me temo que la señora Pearson no acepta visitas a esta hora.

– Claro que sí -le aseguré-, ya que se tomó la molestia de hacerme venir y yo me he tomado la de responder a su petición. No tiene usted más que tomarse la suya de invitarnos a entrar y presentarnos.

El hombre me miró y, quizá por primera vez, se fijó en mi deplorable estado.

– Eso no sucederá, señor. Buenas noches.

El hombre estaba a punto de cerrarme la puerta en las narices. Una vez se cierra una puerta, no es fácil volver a abrirla, de modo que avancé un paso, empujé la puerta con una mano y me encaminé directamente hacia el criado. La principal responsabilidad de tales sirvientes es procurar la seguridad de sus amos, por lo que tenía que ser muy valiente. Sin embargo, tomado por sorpresa y enfrentado a mi alarmante aspecto, dio un paso atrás que resultó fatal, pues bastó para que mis dos acompañantes cruzaran la puerta. La maniobra resultó efectiva, pero no tuve duda de que, si no hubiera funcionado, Lavien lo habría despachado sin que le temblara el pulso. Me alegré de haber evitado aquel resultado, pues no deseaba empezar mi reunión con la señora Pearson con el asesinato de su criado.

Recuperándose de su confusión, el hombre balbuceó un momento y, por fin, consiguió articular una frase coherente:

– Debo pedirles que se marchen. Al momento.

– Dios mío, hombre, ¿acaso es la primera vez que un borracho empapado, un negro y un judío vienen a visitar a la señora Pearson? -inquirí-. No se quede ahí quieto. Dígale que estamos aquí.

– Márchense o se verán involucrados en problemas que no les gustarán. Problemas violentos, señor.

Si aquel tipo pensaba que él y un puñado de pinches de cocina eran rivales para Leónidas y Lavien, estaba lamentablemente equivocado. No obstante, todo aquello resultó innecesario porque al fondo del vestíbulo apareció una figura femenina, recortada por la luz de los candelabros que brillaban a su espalda. Solo alcancé a ver una silueta en sombras, pero la reconocí al momento.

– Está bien, Nate, yo me ocuparé de esto.

La vibración del pecho reverberó por todo mi cuerpo. Noté el pulso en las yemas de los dedos. Mi respiración era entrecortada. Al cabo de diez años, volvía a estar en la misma habitación con la mujer a la que antaño había amado y con la que me había creído destinado a casarme. Quise correr hacia ella y quise salir huyendo. En lugar de ello, me quedé donde estaba y procuré conducirme con la mayor dignidad posible en un hombre tan desaliñado y maltrecho.

Intenté una torpe reverencia, aunque la cintura me dolía considerablemente.

– Señora Pearson, me buscaba usted y aquí estoy.

Ella dio un paso y se hizo visible de golpe. Llevaba un vestido verde pálido, perfectamente a juego con el color de sus ojos, y tenía el pelo recogido en un moño, del que escapaban unos cuantos delicados mechones rubio pajizo, sobre el cual llevaba una cofia que era la mínima expresión de un tocado femenino.

En una ocasión, hacía un mes o más, cerca del mercado cubierto, había visto casualmente a la señora Pearson por la calle, de compras con su doncella y seguida obedientemente por sus dos hijos, un niño y una niña. Había sido una visión fugaz, pues no me había atrevido a dejar que ella me reconociera. En diez años, no había tenido ocasión de contemplar su rostro. Cuando la había conocido, era una muchacha de apenas diecinueve años, pero ahora era una mujer y los suaves rasgos que entonces la hacían tan bonita se habían afilado, transformados en belleza madura: sus ojos eran grandes y límpidos; sus labios, carnosos y rojos; su nariz, fina y distinguida. Si su hermosura no hubiera sido suficiente para conmoverme, me habría abrumado la tristeza que la envolvía, pues resultaba evidente que la señora Pearson era una mujer melancólica y, más aún, temerosa. Yo llevaba demasiado tiempo siendo un estudioso de la naturaleza humana -era lo que había distinguido mi servicio durante la guerra- para no ser capaz de observar tales cosas.

– Capitán Saunders, lamento haberlo molestado, pero parecería que he hecho un… Oh, Dios mío, ¿qué le ha sucedido? -Cynthia avanzó hasta quedar de pleno a la luz del vestíbulo, mucho más intensa, y observé complacido que la mayor iluminación no afectaba en nada a su belleza, que seguía intacta-. Está usted herido, señor. ¿Es por culpa de…? Me refiero a si sus heridas son consecuencia de que yo haya…

No sabía cómo terminar y, de haberse tratado de cualquier otra persona, yo la habría dejado encontrar las palabras, revelar lo que temía, y le habría sacado toda la información que pudiera. Pero ella era Cynthia Pearson, antes Cynthia Fleet, y no quería ser la causa de su padecimiento.

– He tenido un desafortunado encuentro con unos hombres violentos -le dije-, pero puede estar segura de que no tiene nada que ver con sus circunstancias. De hecho, quizá le deba la vida, ya que no sé cómo habrían terminado las cosas si usted no hubiera enviado a mi esclavo a buscarme. Pero eso no es lo importante. Debe decirme para qué me ha llamado.

Ella movió su linda cabeza.

– No es nada -dijo mientras trataba de esbozar una débil sonrisa-. Mi marido ha salido en viaje de negocios y se ha olvidado de informarme de adonde iba y cuándo regresaría. Me inquieté y lo llamé a usted, pues es la única persona que conozco que podría encontrarlo, pero ahora veo que soy una tonta. No tengo ningún motivo para temer por él y, desde luego, ninguno para molestarlo a usted.

– Usted me ha asegurado varias veces que la desaparición de su esposo no le preocupaba -intervino Lavien-. ¿Y, sin embargo, mandó llamar al capitán Saunders, un hombre con el que no ha tenido contacto desde hace más de diez años?

La señora Pearson se volvió y lanzó una mirada terrible a Lavien. Creo que hasta entonces no había visto al hombrecillo, pues este se había detenido cerca de la puerta y había quedado oculto -a propósito, sin duda- detrás de Leónidas.

– Señor Lavien, ya le he indicado que nuestras conversaciones han concluido. -Cynthia me miró y añadió-: No lo habría llamado por nada del mundo, capitán, si hubiera sabido que es usted socio de ese caballero.

– No lo había visto hasta esta noche -le aseguré-. Y aunque estoy en deuda con él, si le resulta a usted odioso, cesaré de relacionarme con él en este mismo instante.

No sabía cómo podría hacer tal cosa, pero esperé que a Lavien no le ofendiera demasiado mi ofrecimiento. Cynthia sonrió forzadamente.

– Odioso, no -dijo-. Solo insistente, lo cual puede resultar bastante molesto.

– No es mi intención serlo -se excusó Lavien con una reverencia-, pero sirvo a un patrono exigente.

– A usted le corresponde soportar a Hamilton, no a mí -dijo la señora Pearson-. Y usted, capitán Saunders, está claro que ha tenido una noche difícil y le convendría mucho más irse a casa a descansar. Soy una tonta por haber empezado este asunto y espero que me perdone.

– La perdonaré -respondí-, siempre que sea usted absolutamente sincera.

– Por supuesto que lo soy -dijo Cynthia, desviando la mirada.

– Entonces -intervino Lavien-, ¿por qué ha pensado usted que las heridas del capitán Saunders eran resultado del intento de requerir su ayuda?

– Yo no he dicho tal cosa.

Era cierto que no lo había dicho, pero lo había dado a entender claramente. Sin embargo, era evidente que no deseaba que nos quedáramos y que no la haría cambiar de opinión por mucho que insistiese. Habría tiempo para un nuevo contacto.

Como si me leyera el pensamiento, la señora Pearson retrocedió unos pasos.

– Debo pedirle que se marche, capitán Saunders, y que no vuelva.

– Está bien -acepté. Consideré que lo mejor era asentir lo más deprisa posible, antes de que me hiciera prometérselo. Cuanto más dijera, menos podría, más adelante, fingir que no la había entendido-. Vamos, señor Lavien. No es necesario que insistamos.

Sostuve la puerta abierta para que salieran Lavien y Leónidas y me volví para lanzarle una última mirada.

– Buenas noches, señora Pearson.

– Buenas noches -repitió ella. Abrió la boca como si fuera a añadir algo, pero se detuvo. Parpadeó y me miró muy directamente-: Y, capitán Saunders, me alegro mucho, muchísimo, de volver a verlo.

¿Fueron imaginaciones mías, o había cierto tono de súplica en su voz, en su expresión? No creí que anhelara mi persona o mi compañía, sino otra cosa, comunicar algo de importancia. Yo había querido a su padre como si fuera el mío propio y los dos habíamos caído en desgracia por culpa de Alexander Hamilton. Yo la había amado y tal vez la amaba todavía, y ahora estaba casada con otro. Los niños de la casa, que ahora dormían sumidos en sus tranquilos sueños infantiles, deberían haber sido mis hijos. No podría tenerla en esta vida pero, si corría algún peligro, estaba dispuesto a despejarlo y ¡ay de quien se interpusiera en mi camino! Yo no era como el señor Lavien, capaz de hazañas marciales milagrosas, pero tenía mis métodos, mis trucos, y estaba más que dispuesto a usarlos.

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