Capítulo 37

Ethan Saunders


Me había quedado solo. Qué le iba a hacer. En el pasado había trabajado solo y volvería a hacerlo. Por mi cuenta, impediría que William Duer se hiciera con el control del Banco del Millón. Tendría que eliminar del juego a seis hombres en el transcurso de una mañana y para ello tendría que averiguar quiénes eran, dónde vivían y los detalles de su situación personal. Sería difícil, pero factible.

Volví a revisar los documentos de Freneau. El periodista había tomado unas útiles notas sobre los planes de Duer para el Banco del Millón. Ignoraba por qué Freneau no había divulgado todavía aquel descubrimiento y la única conclusión que pude sacar al respecto fue que, en vez de salvar a la nación de un peligroso derrumbe financiero, preferiría presenciar dicho derrumbe. Cuando Hamilton quedase humillado, Freneau se hallaría en condiciones de explicar lo sucedido. Afortunadamente, sin embargo, yo estaba en condiciones de evitar que ocurriera el colapso. La clave estaba en los agentes de Duer y estudié los papeles de Freneau para averiguar todo lo que pudiera de ellos, incluidos sus nombres y domicilios. Extraje algo más de información a través de las cartas. Uno estaba soltero y vivía solo, otro estaba casado y tenía dos hijos… Eran detalles pequeños, pero podían marcar la diferencia.

El tiempo que no pasaba averiguando información sobre los agentes de Duer lo pasaba en el Café de los Mercaderes, donde el aire temblaba de expectación, en parte debido a mis maquinaciones, pues nunca desaprovechaba una oportunidad, cuando se me presentaba, de hacer correr la voz de que la apertura del Banco del Millón era inminente y de que el propio William Duer opinaba que era la mejor inversión de la temporada. Aunque las cabezas más frías seguían creyendo que el nuevo banco era una empresa estúpida destinada a fracasar, había cierto número de agentes, alguno de ellos claramente recién llegados al mundo de la especulación, atraídos por una suerte de bancomanía.

Y cada vez me congratulaba a mí mismo porque las cosas me iban bien a solas. Leónidas había estado conmigo casi todo el tiempo que había durado mi desgracia y lo había considerado indispensable. No me aventuraba a decir que sin él estaba mejor, pero las cosas me iban bastante bien. Me sentía solo, sí, y odiaba, odiaba de veras no tener a nadie con quien compartir mis pensamientos, pero me las apañaba como podía.

Duer no se presentó en el Café de los Mercaderes y tampoco vi a Reynolds ni a Pearson, pero Whippo hizo su trabajo yendo de mesa en mesa, pronosticando la catástrofe del Banco del Millón y tratando de deshacer -sin éxito, pensé- el daño que yo había causado hablando constantemente del entusiasmo de Duer.

No fue la única vez que vi a Whippo. Me hallaba en los muelles, regresando a mi habitación después de averiguar las señas de uno de los hombres de Duer, cuando lo divisé a lo lejos, charlando animadamente con un tendero. Los observé y vi que el tendero sacudía la cabeza. Whippo habló un rato más y el tendero sacudió la cabeza de nuevo. Whippo se ruborizó y movió la mano con nerviosismo. En esta ocasión, su interlocutor asintió y sonrió, como hace un hombre que logra una pequeña victoria sobre alguien que socialmente es superior. Desapareció en su negocio, salió al cabo de unos instantes con una bolsa y se la dio a Whippo. A cambio, este le tendió unos papelillos. Se estrecharon la mano y Whippo se alejó.

Entonces me acerqué al tendero, me presenté de una manera un tanto vaga y enseguida le pregunté por sus tratos con Whippo.

– ¿Qué? -preguntó el hombre-. ¿Usted también quiere una parte?

– ¿Una parte de qué?

– De los préstamos. Ese hombre trabaja para Duer, que toma dinero prestado al seis por ciento.

– Es un buen interés, pero no tan extraordinario como para volverse loco -dije.

– El seis por ciento semanal.

Aquella idea era absurda, era como si Duer repartiera dinero, y no comprendí qué significaba.

Dejé al tendero y me dirigí de inmediato a la taberna de Fraunces, pero alguien me obstruyó el camino. Allí, delante de mí, se hallaba la forma cadavérica de Isaac Whippo. Estaba plantado con los pies separados, su hundido pecho echado hacia delante y la cabeza hacia atrás. Me miraba enojado, como si albergase la esperanza de intimidarme, y quizá en esa ocasión lo consiguió, porque el bueno del señor Whippo no iba solo. A su lado había un hombre de aspecto bravío, de anchas espaldas y aire grosero. Era James Reynolds, que me miraba con una expresión ofensiva.

– ¿De qué charco de vómitos ha salido? -preguntó Whippo.

– Caramba, buenas tardes, amigo -respondí-. Hoy le veo los ojos especialmente hundidos. ¿Cómo lo consigue?

– Le aconsejo que no insulte al caballero -dijo, señalando a Reynolds.

– Yo no insultaría jamás a un hombre con una esposa tan bella. No debió de ser sencillo convencer a una gema tal de que se casara con un hombre de su calaña.

– Es una puta -masculló Reynolds.

– ¡Vaya! -exclamé-. Esa es una buena noticia.

– Basta de chanzas, Saunders. ¿Por qué nos sigue?

– Yo no los he seguido -respondí-. Simplemente, lo vi a usted y luego fui a preguntarle al tendero por sus negocios privados y personales. No tiene nada que objetar, ¿verdad?

– Le recomiendo que no se meta en mis asuntos -dijo-. Si no, tendré que pedirle a Reynolds que lo mantenga apartado de ellos.

– Si me lo pide, lo haré, porque para eso me paga -intervino Reynolds-. Puede estar seguro de ello. Digo lo que pienso.

– ¿Pues sabe lo que pienso yo? -inquirí-. Pienso que es una mala política dar préstamos al seis por ciento semanal. A menos, claro está, que uno quiera perderlo todo. Estaría bien que se lo dijera al señor Duer, ¿no le parece?

– Manténgase alejado de nosotros y del señor Duer -dijo Whippo-, o le buscaré la ruina.

– Demasiado tarde para eso. Ya estoy arruinado.

– Entonces, Reynolds lo machacará.

Reynolds soltó un gruñido, descubriendo unos dientes amarillentos. Creyeron que sus amenazas habían eliminado cualquier posibilidad de réplica y se alejaron.

– Ya estoy machacado -grité, pero no se volvieron, pues estaban muy ocupados buscando comerciantes a los que ofrecer sus lucrativas tasas de interés.


Corría la tarde anterior a la puesta en marcha del Banco del Millón. Y era temprano, alrededor de las cuatro y media, quizá, pero ya había anochecido. Yo tenía trabajo que hacer, pero era pronto y lo más sensato habría sido que me hubiese retirado a mis aposentos a dormir hasta la madrugada. Sin embargo, sabía que me resultaría imposible conciliar el sueño. Toda la ciudad estaba tensa de expectación, a la espera de ver lo que ocurría. La mitad de los habitantes pronosticaba que el Banco del Millón sería un desastre; la otra mitad, que sería una máquina generadora de riqueza. Yo no sabía lo que sería ni me importaba, siempre y cuando el banco cumpliese sus objetivos sin ser controlado por Duer.

Como estaba demasiado nervioso y no podía parar quieto, decidí dar un paseo por la ciudad durante un par de horas con la esperanza de que el ejercicio me relajara y pudiese dormir. Quizá me había vuelto demasiado arrogante, pero no lo creo. En cambio, creo más seguro decir que había malinterpretado la maldad de aquellos a los que me enfrentaba. Caminé hacia el norte, en dirección al parque público y pensé en dar una vuelta por él, pero ya era media tarde y hacía frío, por lo que pocas distracciones encontraría allí. Sin embargo, miré las puertas al pasar ante ellas, con su elegante arco de piedra y sus estatuas femeninas seductoras y vagamente morbosas, en cuyos ojos había algo lascivo.

Supongo que estaba muy distraído y no presté atención a los vehículos que circulaban por la calle. No reparé, pues, en que uno de ellos, un carro cubierto con una lona, avanzaba prácticamente a mi paso, aunque se mantenía detrás de mí para que no me fijara en él. No obstante, cuando llegó a mi altura, lo vi y vislumbré al carretero. Lo primero que me chocó fue que iba mejor vestido que los hombres que conducían aquellos vehículos -llevaba el abrigo gris impoluto propio de un caballero- y, aunque mantenía el rostro vuelto hacia el otro lado deliberadamente, me sonó familiar. Apresuré el paso para echarle otra ojeada, pero solo le vi la parte trasera de la cabeza, aunque me fijé en sus manos agarrando las riendas. Eran unas manos macizas, bestiales, y por eso lo conocí. El que conducía al carro a mi lado era Jacob Pearson.

Me detuve, poniéndome tenso, pues necesitaba un momento de inmovilidad para tratar de comprender qué significaba aquello y qué iba a hacer. Entonces, como vi que no llegaría a ninguna conclusión inmediata, decidí aprehenderlo y ya pensaría qué hacer con él cuando lo tuviera. Me encogí para saltar adelante y todo se oscureció. Me habían echado una gruesa saca de cuero por encima de la cabeza. Unas manos poderosas me agarraron los brazos por debajo de los codos y me los presionaron contra los costados para inmovilizarlos. De pronto, olí a tabaco, sudor y ropa sucia. Quien me había apresado no solo iba más sucio que yo, sino que además era mucho más fuerte y, aunque no quería rendirme, vi que la violencia no iba a librarme de aquel encuentro.

Todo ocurrió muy deprisa… Tenían que actuar muy rápidamente si no querían llamar la atención de los otros transeúntes. El hombre que me agarraba los brazos me empujó hacia delante para que subiera a la parte trasera del carromato y, una vez allí, me lanzó contra el áspero suelo. Olí a heno y a estiércol. En aquel vehículo solían viajar otros animales distintos de los seres humanos, pero eso no me dio ninguna pista. Quienes me habían capturado debían de haber alquilado el carro a un granjero por una tarde. El hombre que me retenía me soltó un brazo un momento, me agarró por el pelo y me golpeó la cabeza contra el suelo. Lo hizo con dureza, pero no con brutalidad. El impacto me dolió y me invadió una oleada de náusea y aturdimiento. Sin embargo, me recuperé enseguida y, aunque estaba bajo la saca de cuero, comprendí varias cosas. Entendí que mi atacante había corrido la gruesa lona sobre el vehículo para que no se nos viera, envolviéndonos en una oscuridad sofocante. Comprendí que actuaba solo y que solo él se ocuparía de mí mientras Pearson conducía el carro. Se sentó a horcajadas sobre mis riñones y me sujetó los brazos por las muñecas. No dijo nada, por lo que no averigüé nada de él mediante su voz, pero entre sus muchos olores desagradables -y aquello me pareció significativo- no detecté el de whisky, por lo que no podía tratarse del irlandés que me había abordado junto a la Cámara Legislativa. Así que aquella fue la tercera cosa que comprendí: quienquiera que fuese que me había capturado era el mismo hombre que me había atacado en mi casa de Filadelfia y al que la señora Deisher había disparado.

– Buenas noches -dije, intentando disfrazar mi voz. Incluso a mí me resultaba difícil oír mis palabras, perdidas bajo la bolsa de cuero, la lona y entre el matraqueo de las ruedas en la carretera-. Soy el señor Henry Rufus y no puedo por menos de pensar que me ha secuestrado por error.

– Cállese, Saunders -replicó-. No soy imbécil.

Conocía aquella voz y estuve a punto de ubicarla, pero el cuero, que la amortiguaba, y el ruido de la carretera me impidieron saber a quién pertenecía.

– Dígame, ¿qué quiere de mí?

– Cállese -repitió-. No hablaré con usted. No sirve de nada y tiene lengua de diablo. Pearson ya se lo dirá cuando pueda.

«Cuando pueda» resultó ser al cabo de una hora, más o menos. Seguimos viajando un rato y no noté nada, salvo que los ruidos que nos rodeaban eran cada vez más tenues y menos frecuentes. Nos dirigíamos a un lugar despoblado, lo cual no fue una sorpresa ni un alivio. Finalmente, el vehículo se detuvo. Permanecimos quietos unos instantes y oí mi respiración en la capucha, noté el aliento maloliente de mi atacante en el cogote y, aparte de eso, algo más: el chapoteo del agua contra una orilla. A continuación, capté unos golpecitos, como de un bastón sobre madera. Sonaron cuatro veces, por lo que, sin duda, debía de ser una señal, y el hombre que tenía encima se levantó y alzó la lona, dejando entrar una bocanada de aire fresco. Luego, me agarró por un brazo solamente, como si estuviera seguro de que no intentaría huir. Si no sabía dónde me hallaba, ¿cómo iba a escapar? Me hizo saltar al suelo, donde un segundo hombre me asió por el otro brazo.

– El señor Pearson, supongo -dije-. Me siento halagado de que se haya tomado la molestia de buscarme, pero debo informarle de que en mi posada habríamos estado mucho más cómodos. Y allí tengo una línea de crédito de lo más conveniente, al menos por lo que al vino se refiere.

No dijo nada. Quizá quería atormentarme, pero no creo. Pienso más bien que tenía miedo, que sabía que era peligroso mantener una conversación conmigo y por eso no se arriesgaba a hacerlo. Lo intenté un par de veces más, pero se mantuvo callado. Caminamos, primero sobre hierba y después sobre un terreno blando. Tierra mojada, me pareció. Durante unos instantes, recorrimos un camino de piedra y, a continuación, un tramo de lisos escalones. Entonces oí con claridad el sonido del río y me llegó su olor: aguas, tanto limpias como estancadas, y el hedor de los peces muertos en la orilla. El aire era frío y húmedo, y enseguida me encontré caminando sobre barro. Al final, uno de los hombres me empujó hacia delante y capté diferencias sutiles. La oscuridad había cambiado y el viento había amainado, lo cual me llevó a creer que me hallaba en un espacio cerrado, una especie de habitación, aunque el suelo bajo nuestros pies seguía siendo blando y oía el río con la misma claridad.

El más fuerte de los dos, es decir, el que no era Pearson, me obligó a arrodillarme y me sujetó para que no me levantara. Pearson empezó a atarme los brazos a la espalda con una gruesa cuerda. Luego me ató los pies a la altura de los tobillos. Lo noté debatirse torpemente con las cuerdas y aunque tiró con fuerza para asegurarse de que los nudos quedaban bien apretados, era evidente que no era experto en aquellas artes.

Una vez completada la operación, me hicieron poner en pie y, con un rápido tirón, me quitaron la bolsa de la cabeza. La oscuridad era casi total, aunque a pocos dedos de mi cara vi la sonrisa malvada de Pearson. A su lado, también sonriendo, pero a la manera sencilla de los perros, estaba Reynolds.

– Así que todo esto lo ha ordenado Duer -dije-. Y usted, Pearson, ¿no es más que una de sus marionetas?

– Trabajo para Duer -explicó Reynolds-, pero cuando me sobra tiempo estoy dispuesto a trabajar para otros. En este momento, lo hago para el señor Pearson.

– Y la noche en que mi casera lo ahuyentó de su casa, ¿también trabajaba para Pearson?

– Sí -respondió.

Mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y eché un vistazo alrededor. Todo seguía confuso pero distinguí, en varios tonos de gris, unos cuantos detalles, ninguno de ellos alentador. El suelo era de fango, que se me había incrustado en las medias y los calzones mientras permanecía arrodillado, y me rodeaban los barrotes de hierro de una prisión, aunque aquella celda era muy pequeña, pues no tendría más de dos pasos de largo por dos de ancho. En ella había espacio para un hombre sentado, pero tumbado no cabría. De altura, medía poco más que yo y tenía una sola puerta de hierro que daba a una losa de piedra cuadrada. La jaula descansaba a apenas un palmo del río y sobre nosotros todo era negrura. Olí a madera vieja y podrida. Quizá estábamos bajo un muelle en desuso.

Pearson observó cómo intentaba situarme y decidió contestar a las preguntas que no había formulado en voz alta.

– Es un embarcadero viejo que utilizaron los británicos durante la ocupación, pero quedó dañado por la guerra y ya no lo han arreglado. Un coronel británico amigo mío me habló de esta jaula y pensé que tal vez algún día me sería útil.

– ¿Un coronel británico? ¿Amigo suyo? -inquirí-. Qué chocante…

– Haga todos los comentarios sarcásticos que guste, pero está en mis manos y haré con usted lo que quiera.

– ¿Y qué quiere? -pregunté-. ¿Por qué se toma tantas molestias?

– Mañana inicia su actividad el Banco del Millón -respondió-. Duer desea que invierta en él de manera cuantiosa, que despliegue a mis agentes para comprar todo lo que podamos, acaparando las acciones dentro de su círculo de conocidos. Sé que él ha querido disuadir a todo el mundo de invertir durante el lanzamiento del banco, pero usted ha estado alabando las virtudes de este. Quiero saber por qué y qué trama.

– Lo que tramo -respondí- es asegurarme de que Duer no se hace con el control del banco. Escúcheme, Pearson. No invierta su dinero en el Banco del Millón. Lo perderá todo. El banco quebrará en cuestión de meses.

– Duer no piensa eso.

– A Duer no le importa -repliqué-. El Banco del Millón puede caer en medio año, pero a él le dará lo mismo. Lo único que le importa es controlar el banco de momento, utilizando el crédito que esa acción le dará para obtener el control del mercado de bonos al seis por ciento y, después, del Banco de Estados Unidos. Pero usted eso no lo sabía, ¿verdad? Lo convenció de que utilizara su propio dinero para bajar el valor de los bonos al seis por ciento, de modo que él pudiese comprarlos baratos. Lo convenció de que comprara bonos al cuatro por ciento para que el precio subiera y los demás corrieran en tropel a vender los seis por ciento y comprar los cuatro por ciento. Ahora, sin embargo, los cuatro por ciento no valen nada. No pierda aún más en el Banco del Millón.

Hizo una pausa bastante larga, lo que denotó que mis palabras lo habían intranquilizado.

– ¿Y por qué tengo que creerle? ¿Por qué he de seguir sus consejos en estos asuntos?

– Por el bien de su esposa -respondí-. La única razón de que no haya huido de su lado es porque una mujer con dos niños sumida en la pobreza está expuesta a más peligros y malos tratos que incluso viviendo con usted. No soportaría verla hundida en la pobreza y con usted.

– Bueno, ya veremos. -Hizo cuanto pudo por fingir que no se inmutaba-. Esperaré a que transcurra una hora o así de la apertura del banco antes de decidir qué hacer y entonces, basándome en lo que haya averiguado, volveré y veré si tal vez usted ha estado ocultándome información importante.

– Con permiso, señor Pearson -dijo Reynolds, acercándose un paso-. Según mi experiencia, dejar al enemigo con vida siempre es una mala decisión, sobre todo si se trata de uno tan taimado como Saunders. No tengo nada contra él y me da lo mismo que muera o que siga vivo. Si me pagan para que lo hiera o lo mate, eso es lo que hago, pero ¿dejarlo aquí? Eso es una estupidez. Si escapa, le hará la vida imposible. Y a mí, también, posiblemente.

– Posiblemente -asentí-. Odio tener que darle la razón en algo tan perjudicial para mi bienestar, pero Reynolds está en lo cierto. Dejarme con vida no es buena idea.

– No permitiré que me incite a darle lo que quiere. -Pearson escupió en el suelo.

– Está loco si cree que Saunders quiere morir -señaló Reynolds-. Está jugando con usted. Intenta convencerlo de que no lo mate. No le dé lo que quiere.

– Lo que quiere es ocultarme información y, si cree que así ayudará a mi esposa, estoy seguro de que es lo bastante idiota como para preferir la muerte a decir la verdad. Todos esos soldados, con sus ideas románticas, desean morir. Pero no se lo concederé si no me cuenta todo lo que sabe. -Se volvió hacia mí y continuó-: Esta pequeña celda es un instrumento perfecto para sonsacar la verdad. Mi amigo, el coronel británico, me habló de este lugar. Como puede ver, esta puerta es tan pesada que un hombre solo no puede abrirla ni cerrarla, pero le echaremos el cerrojo de todos modos. Usted se quedará dentro, atado e inmovilizado de brazos y piernas. Sufrirá hambre, sed y frío y, cuando entre la marea, sufrirá terriblemente. El agua no lo ahogará pero tal vez le llegará a la cintura, algo que en enero debe de ser de lo más desagradable. Solo podrá aliviarse con los calzones puestos. Y cuando yo vuelva, dentro de un par de días, lo encontraré desmoralizado, desesperado y dócil.

– No me deje aquí -supliqué-. Máteme ahora o lo lamentará.

– Escuche lo que dice -terció Reynolds.

– Ya lo escucho -replicó Pearson-. Me dice que sabe algo que desea que yo no sepa nunca, pero descubriré lo que es. Dejaré que se lo sonsaquen el frío, el río y su propia infelicidad. Termine ya con la cuerda, Reynolds.

Con los tobillos inmovilizados y las muñecas atadas a la espalda, yo ya me hallaba en un estado lamentable, pero Reynolds me colocó una pelota de tela -por fortuna no demasiado sucia- en la boca y la sostuvo en su sitio con una tira de la misma tela, atada alrededor de la cabeza. No me ha gustado nunca que me amordacen porque es la sensación más terrible y la idea de que estaría amordazado un par de días se me antojó insoportable.

Vi que Pearson y Reynolds salían de la diminuta jaula y que juntos empujaban la puerta. Realmente parecía que tuviesen que emplear todas sus fuerzas para que la pesada puerta se moviera. Se apoyaron en ella con la espalda encorvada y, empujando con las piernas, consiguieron por fin ponerla en su sitio. Resollando del esfuerzo, Reynolds cogió una cadena de metal y la pasó alrededor de la jaula y la puerta, asegurándola con un candado. Era una precaución innecesaria, pero pensé que querían cerciorarse de que, aunque alguien me encontrase, no pudiera rescatarme fácilmente.

– Su aplomo da a entender que se cree en posesión de algún secreto -dijo Pearson, mirándome desde fuera de la jaula-, pero no escapará de esta prisión. Nadie lo ha conseguido nunca. El secreto que guarda no le da ninguna ventaja y, como los demás que han estado encerrados aquí, no podrá escapar.

Me encogí de hombros para indicar que no me importaba demasiado, o quizá que le daba la razón sin creerme del todo su argumento. Los dos hombres se adentraron en la noche y, aunque pensé que Pearson se volvería a mirarme, fue Reynolds quien lo hizo, deteniéndose unos instantes. Como estaba tan oscuro, no pude descifrar su expresión ni el significado de aquella mirada, si es que me estaba transmitiendo alguno. Me miró unos momentos y luego siguió caminando, dejándome solo, aterido de frío y atado.


¡Qué situación tan terrible! Ojalá hubiera tenido un reloj para ver lo deprisa que conseguía liberarme… Me habría venido muy bien para contar la historia más tarde. Sí, afronté el desafío con una cierta confianza, pues contaba con muchas ventajas, que el señor Pearson no se había tomado la molestia de considerar. Primera: durante la guerra, me habían capturado muchas veces y siempre había escapado cuando había querido. Segunda: con seguridad, Pearson no había apresado nunca a nadie y mucho menos a alguien con mi historial de fugas. Tercera: no creía que el universo estuviera ordenado de manera que él pudiera derrotarme tan fácilmente.

Así pues, cuando estuve seguro de que me habían dejado solo y de que nadie vería mis acciones, empecé. El primer paso consistió en poner las manos delante de mí y eso lo conseguí con facilidad, aunque en absoluto la misma que diez o quince años antes, cuando era joven y más flexible. Sentado en el suelo, puse el lazo de mis brazos debajo de las nalgas, doblé las piernas y, tensando considerablemente los hombros, levanté los brazos hacia arriba. Noté un desagradable estallido y, por un momento, temí haberme dislocado algo, lo que habría sido una buena lección para mi arrogancia, pero fue simplemente la tensión de unas articulaciones agarrotadas por falta de uso. Di un último empujón y me encontré las manos delante.

Cuando se captura a alguien, si uno quiere asegurarse de que no escapará, aconsejo vivamente atarle los pulgares porque son elementos valiosos a la hora de desatarse. Además, al atar las cuerdas, hay que asegurarse de que las muñecas queden lo más juntas posible. Si el prisionero es listo, mantendrá las muñecas lo más separadas que pueda sin llamar la atención sobre este hecho. Aquello no era nuevo para mí por lo que, cuando empecé a concentrarme en las cuerdas, estas ya estaban bastante sueltas y manejables. Si no me hubiesen amordazado, todo habría resultado más fácil pues podría haber utilizado los dientes, pero la cuerda estaba lo suficientemente floja como para permitirme girar la muñeca derecha hacia el cuerpo, y utilizar el pulgar y el índice en la muñeca izquierda. No me proponía soltar la cuerda, puesto que el nudo estaba muy bien hecho. En vez de eso, tiré de ella, aflojándola todo lo que pude. Entonces, la agarré con fuerza y tiré hacia arriba con la muñeca derecha y hacia atrás con la izquierda. La cuerda me excorió la piel, pero enseguida quedó por debajo de los nudillos, la parte más ancha de la mano. La experiencia me ha enseñado que incluso la cuerda más prieta puede moverse poco a poco, si no toda a la vez, pero en este caso un gran tirón resolvió el asunto y la cuerda se escurrió.

Con las manos libres, me quité la mordaza de la boca y el resto de la cuerda de la otra muñeca. Los tobillos no representaron mayor dificultad, ya que solo necesité quitarme las botas para librarme de las ataduras. Antes de calzármelas de nuevo, saqué de su interior mi útil juego de pequeñas ganzúas y empecé a concentrarme en el cerrojo de la puerta de hierro. Hacerlo no entraña ninguna dificultad y la oscuridad no es impedimento, ya que la manipulación del cerrojo se hace mediante el tacto y el sonido. Al cabo de un momento, oí un clic y noté que la cerradura cedía.

Estaba satisfecho de mí mismo, y con razón, pero todavía quedaba un gran obstáculo ante mí. La puerta. Volví a guardar las ganzúas en las botas y traté de abrirla empujando, pero no se movió. Cargué contra ella con el hombro y reverberó, pero no se movió. Me tumbé boca arriba y traté de empujar con los pies, pero no sucedió nada. Pearson había dicho que se necesitaban dos hombres como mínimo para desplazarla y parecía que era verdad.

Hice una pausa para estudiar la situación. No todo estaba perdido, por supuesto. Por la mañana, vería mejor en qué entorno me encontraba. Quizá oiría a gente caminando en las proximidades y podría gritar. Si era necesario, podía volver a poner el candado y, cuando Pearson y Reynolds regresaran, fingir que seguía atado. Si lograba convencerlos de que abrieran la puerta, tendría a mi favor el factor sorpresa.

Esas eran mis opciones, pero ninguna de ellas me resultaba aceptable porque, más que desear simplemente la libertad, la deseaba de inmediato. Tenía trabajo que hacer y, si no conseguía salir de allí, tal vez Duer lograse controlar el Banco del Millón. Si lo lograba, en el peor de los casos se haría con el Banco de Estados Unidos y, en el mejor, provocaría un pánico financiero. Necesitaba salir de aquella jaula y no se me ocurría cómo hacerlo sin la ayuda de otra persona, como mínimo. Atrás habían quedado los días en los que podía esperar la repentina y fortuita aparición de Leónidas.

Me senté en el suelo y pensé que me convenía disfrutar de la situación antes de que la jaula empezara a inundarse. Lo repasé todo y, aunque estaba seguro de que no había olvidado ninguna posible vía de alcanzar la libertad, me obligué a revisarlo todo una y otra vez. Fue en lo único que pensé y todavía le daba vueltas cuando vi tres siluetas que emergían de la oscuridad. Una era alta y corpulenta, y otra bastante menuda -una mujer, imaginé- y no los reconocí por completo hasta que estuvieron a un paso de distancia. Eran Reynolds, el irlandés de la Cámara Legislativa y la señora Joan Maycott.

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