Capítulo 30

Ethan Saunders


Nunca me han gustado los largos desplazamientos por carretera. El movimiento del carruaje impide la lectura o cualquier otro entretenimiento y deja poco que hacer, como no sea conversar con desconocidos. Sin embargo, la categoría de los desconocidos que viajan en el coche nunca es muy elevada. A cambio, uno debe soportar constantes vaivenes y un progresivo e inmisericorde dolor de nalgas, combinados con bruscos zarandeos y empujones. En invierno, cuando es preciso cerrar las ventanas para resguardarse del frío, hiede a cuerpos sudorosos, a mal aliento, a ajo, a cebolla y a calzones sucios. Y, por encima de todo, están el olor a madera vieja húmeda, a lana y cuero mojados, y las inevitables flatulencias. Es una experiencia desagradable.

Por lo menos, las carreteras estaban despejadas. No había nevado con intensidad desde hacía varios días y la precipitación caída en la King's Highway había sido bien pisada por anteriores coches expréss. El que nos transportaba era un vehículo típico de tales menesteres: un carruaje largo, cerrado, con capacidad para nueve viajeros, dividido en cuatro bancos con cortinas de cuero que podían correrse para ofrecer una mínima simulación de intimidad. Carecía de espacio para el equipaje, de modo que debíamos llevar delante de nosotros las catorce libras que nos habían adjudicado a cada uno. Los cuatro caballos que tiraban del vehículo llevaban buena marcha, pero aun así había poco que hacer, aparte de contemplar el paisaje.

Tener a Leónidas a mi lado hacía que el tiempo transcurriera más agradablemente, ya que me proporcionaba alguien a quien cuchichear comentarios despectivos acerca de nuestros compañeros de viaje. Y no tardé mucho en descubrir que, por lo menos, podía sacar algún beneficio del trayecto, pues resultó que, como solía suceder en aquel recorrido, casi todos los pasajeros del expréss eran especuladores que viajaban por negocios. Uno de nuestros compañeros, un hombre alto de ojos pequeños y diabólicos que miraban por debajo de unas cejas tupidas, me preguntó a qué me dedicaba. Me pareció buena idea echarle un cebo y le conté que iba a Nueva York a poner en orden la hacienda de un primo fallecido recientemente. El hombre me hizo algunas preguntas respecto a cuánto dinero me había dejado mi primo y si tenía algún interés en invertir en algún fondo o proyecto pero, salvo esto, no desperté gran interés entre los demás pasajeros.

Pronto, aquellos especuladores se olvidaron de nuestra presencia y empezaron a hablar entre ellos con toda libertad. La conversación se centró principalmente en el precio de los bonos del gobierno al seis por ciento. En general, estaban de acuerdo en que Duer se mostraba muy seguro de la bajada de los títulos y en que sus agentes los vendían en corto significativamente en Filadelfia. Más allá de esto, gran parte de los comentarios se referían a lo baratos que se podían conseguir préstamos en el Banco de Estados Unidos y en el Banco de Nueva York. Esto hacía lógico invertir en aquellos títulos, pero uno de los principales problemas de hacerlo parecía ser que Duer se aplicaba tanto en venderlos a la baja que solo un tonto compraría cuando debería vender.

Para asegurar que su línea de crédito continuaría abierta si se producía una restricción por parte de los dos grandes bancos, Duer se había involucrado en un proyecto para fundar un nuevo banco en Nueva York, que se llamaría el Banco del Millón.

Leónidas y yo apenas nos atrevimos a cruzar una mirada. Yo no demostré ningún interés especial y me limité a preguntar cuánto tiempo llevaba gestándose aquel plan.

Uno de los especuladores, un hombre con una verruga en la nariz, se volvió hacia mí.

– Si tiene interés en invertir en los nuevos bancos, venga a visitarme en Nueva York. Puedo hacerle de agente en cualquier inversión que elija.

– Antes de invertir un dólar, tendría que saber más.

– Lo único que tiene que saber es que, si se lo piensa, otro ocupará su lugar. Y lo hará muy a gusto. El interés en los bancos ha crecido tanto que los inversores hablan de una «bancomanía». Le prometo que encontrará muy razonables mis comisiones, pero el Banco del Millón abre el próximo miércoles, de modo que si desea beneficiarse de esta oportunidad, tiene que actuar muy deprisa.

El hombre me entregó su tarjeta y fingí leerla con interés. Otro de los especuladores se volvió y me comentó:

– Será mejor que se asegure de que le están diciendo la verdad. Si no actúa deprisa, tal vez pierda la oportunidad. Sin embargo, quizá la urgencia no sea una razón suficiente para invertir.

– ¿Por qué no?

– El Banco de Estados Unidos nació bajo el asesoramiento del secretario del Tesoro, que es un hombre muy capaz, y tanto el Banco de Nueva York como el Banco de Norteamérica han resistido la prueba del tiempo. En cambio, estos nuevos bancos solo son negocios pensados para hacer dinero para los primeros inversores, sin pensar en las perspectivas futuras de la institución, que, en vista de tal negligencia, no pueden ser muy boyantes. Siga mi consejo y actúe con cautela.

El hombre de la verruga se volvió a su colega.

– Oiga, es muy desconsiderado por su parte espantarme un cliente. Es muy feo hacerle una cosa así a un hombre que comparte su coche.

– ¿Acaso él no lo comparte también? -replicó el otro.

El de la verruga consideró la pregunta unos instantes.

– Tal vez, pero yo he actuado para hacer dinero tentándolo. Usted ha intervenido para no ganar nada disuadiéndolo. Esto… esto es casi peor que el vandalismo.

– Hay quien lo llamaría integridad -apunté.

– Quien diga tal cosa no ha trabajado a comisión en su vida -sentenció el hombre.


Viajamos a buena marcha y llegamos a última hora de la tarde a la orilla del Hudson del lado de Nueva Jersey, desde donde completamos nuestro trayecto en transbordador. Llegamos cuando ya había caído la noche y nos envolvió al instante el bullicio de Nueva York. Yo había vivido varios años en la ciudad al terminar la guerra y siempre me había gustado, sin que llegara a considerarla mi hogar. Estaba llena de gente frenética que apenas se tomaba la molestia de hablar con desconocidos aunque, una vez empezaba uno a hablar con un neoyorquino, no era más capaz de hacerlo callar que de detener el fluir de un río. Siempre he sentido aprecio por Filadelfia, que en muchos aspectos es una ciudad más agradable para vivir, pero no puedo dejar de deplorar que la capital del país ya no sea Nueva York, que siempre me ha parecido, por su intensa actividad, el mejor lugar para ser sede de la nación. Con sus modas internacionales, sus excelentes locales de comidas, sus diversiones y su variedad, es la que posee un sabor más europeo de todas las ciudades del país. Por sus calles se oye hablar más de un centenar de lenguas distintas y el puerto está siempre, incluso en invierno, lleno de naves cuyos mástiles forman un auténtico bosque.

Fatigados y necesitados de descanso, nos dirigimos de inmediato a la taberna de Fraunces y procedimos a alquilar una habitación. Después de lavarnos y refrescarnos, bajé a la taberna, una sala espaciosa y bien iluminada, donde di cuenta de un plato de jamón cocido y pan, acompañado de dos botellas de su mejor vino.

Cuando terminamos de cenar, le dije a Leónidas que haríamos bien en ponernos manos a la obra con nuestro trabajo.

– Iremos a ver a Duer -dije-. Siempre ha estado en el centro de todo esto y tal vez pueda decirnos dónde encontrar a Pearson.

– ¿Qué le hace pensar que le dirá algo?

– Se lo pediré educadamente -respondí, encogiéndome de hombros.

A continuación, alquilamos un carruaje y viajamos a una localidad de la isla de Manhattan más al norte, un pueblo llamado Greenwich, donde se alzaba el hogar palaciego de Duer, una casa con el porte regio de una mansión del viejo mundo. Sabía que nuestro viaje podía fácilmente ser en vano, pues un hombre de la importancia de Duer podía estar en cualquier otra parte, atendiendo negocios o actos sociales, pero tuvimos suerte y lo encontramos en casa. El criado se mostró reacio a dejarnos entrar, pero recurrí a mencionar el nombre de Hamilton, lo cual resultó ser una contraseña efectiva, sobre todo porque la esposa de Duer era prima de la señora Hamilton. Leónidas se quedó en las cocinas para averiguar lo que pudiera y yo fui conducido a una confortable estancia que servía de estudio, donde me ofrecieron un refrigerio.

Finalmente, se abrió la puerta y reconocí la figura delgada y estirada del señor Duer de nuestros breves encuentros en Filadelfia. No había rastro del misterioso señor Reynolds, pero esta vez lo acompañaba un individuo altísimo, un hombre de ojos grandes y hundidos, nariz ganchuda y labios finos que parecían carentes de sangre. El pelo, del color de la tierra, le clareaba considerablemente por delante, pero le colgaba suelto y largo por detrás. Como he dicho, era alto, aunque tenía el cuerpo enjuto y encorvado, con los hombros caídos y redondeados, y parecía jadear entrecortadamente.

– ¡Ah, capitán Saunders! -dijo Duer-. Lamento no haberme presentado a nuestra cita en Filadelfia, pero me alegro de que haya venido a visitarme aquí, aunque es un gesto bastante desmedido. Habría bastado con escribirme una carta, ¿no cree?

– Mis asuntos particulares recomendaban una visita.

Mantuve un tono de voz agradable, pero le sostuve la mirada con determinación.

– Sí, sí. Pero ¿dónde están mis modales? -gritó al universo-. ¿Dónde los tengo? Capitán, le presento a mi socio -continuó, señalando con un gesto a aquel hombre, que cada vez me parecía más un espectro-. El señor Isaac Whippo es una especie de factótum a mi servicio. Me resulta indispensable en mi trabajo.

Pensé que el factótum haría una reverencia o mostraría algún reconocimiento ante la gentileza de su patrono pero, en lugar de ello, se limitó a quitarse una pelusa de la manga, no excesivamente limpia, como si mi presencia no mereciera un ápice de su interés.

Duer me indicó que tomara asiento y así lo hice, aunque Whippo permaneció de pie, al principio acechando cerca de la puerta y luego plantado junto a la ventana, con la vista fija en la oscuridad del exterior como una mascota mimada que ansia la libertad para aliviarse.

Duer alzó las manos a la altura del rostro, juntó las puntas de los dedos, apuntando a lo alto, y me miró fijamente por encima de ellas.

– Sí, bueno, todo esto es un poco redundante. Supongo que debo responder preguntas, pero no veo que deba hacerlo dos veces.

– ¿Dos veces?

– Sí. Ese pequeño judío, Lavien, ha estado aquí hoy mismo. ¿Ahora tengo que hablar con usted también?

– ¿Lavien? ¿Cómo ha podido presentarse antes que yo? Tomé el coche expréss inmediatamente después de verme con él.

– Ha venido montado a caballo, creo. Es mucho más rápido que el expréss.

– ¿Y ha tenido usted una agradable charla con el señor Lavien?

– No. Ese individuo no me agrada.

– Entonces, podría tener esa agradable conversación conmigo. A diferencia del señor Lavien, yo no trabajo para el gobierno, ni para Hamilton. Estoy aquí por mi cuenta. Supongo que Lavien tenía mucho interés en recibir información respecto al banco.

Yo me refería al Banco de Estados Unidos, pero Duer me interpretó mal.

– Sí, y le he dicho que no tengo ninguna relación con ningún nuevo banco. No pienso invertir en el Banco del Millón y compadezco a quien lo haga. Está condenado al fracaso.

– He oído que está usted íntimamente vinculado a ese Banco del Millón -dije.

– Eso es una rotunda falsedad -replicó él-. Alguien se vale de mi nombre. Me entristece decir que sucede con frecuencia. Una desafortunada consecuencia de mi reputación es que, cuando se relaciona mi nombre con un proyecto, a menudo se toma por señal de éxito inevitable. Así pues, se da el caso de gente que, para generar interés entre el público general, hace correr la voz de que he puesto buena cara a su empresa. Me temo que así haya sucedido en esta ocasión. Cualquiera que ponga dinero en el Banco del Millón perderá, con certeza, su inversión.

– ¿Y qué hay del Banco de Estados Unidos? ¿El señor Lavien le ha preguntado al respecto?

– ¿Qué me había de preguntar? -Duer continuó mirándome por encima de las puntas de los dedos, lo que me dificultó estudiar su rostro como me habría gustado.

– ¿Si existe alguna clase de peligro para el banco, tal vez?

– No sea absurdo. El banco ya es un monolito. Nada puede perjudicarlo.

– ¿Ni siquiera el Banco del Millón?

– Sería como si un ratón atacase a un león.

Decidí plantear mis preocupaciones directamente y ver qué sucedía a continuación.

– ¿Debo deducir, de lo que usted dice, que no tiene planes contra el banco nacional, ni interés en verlo tambalearse o incluso caer?

– Qué idea tan ridícula. ¿Por qué habría de desear que cayera? Ese banco cuenta con todo mi aprecio.

– ¿Cuenta con él? ¿Cómo, exactamente? Los títulos del banco y los del gobierno están íntimamente relacionados y he descubierto que sus agentes están vendiendo bonos del gobierno en corto. Está jugando a que el precio de las acciones baje, ¿no es eso? Según lo entiendo, su situación sufriría considerablemente si el precio subiera. Me parece, por tanto, que lo que realmente apreciaría es ver una depresión de nuestra economía.

Por fin, movió las manos para agitar los dedos en un gesto despectivo.

– Tendrá usted excelentes talentos, no lo dudo, pero no sabe casi nada de finanzas. Whippo, ¿le parece el capitán Saunders un hombre de finanzas?

Whippo volvió lentamente su cabeza cadavérica hacia mí.

– No me lo parece.

– Mire, señor -añadió entonces Duer-, no debe usted concebir este asunto como una representación teatral, con un héroe y un villano. Un agente a mi servicio puede vender corto o no hacerlo, como él prefiera, pues es mi agente, no mi sirviente. Puede participar en transacciones ajenas a mis deseos, o incluso contrarias a ellos. Que lo haga no significa que actúe según mis órdenes. Soy un hombre importante y muy influyente. Preferiría que no dijera usted en público que vendo corto títulos y valores.

– Sin embargo -repliqué-, en el exprés de Filadelfia oí a un grupo de especuladores que afirmaba precisamente eso.

Duer se rió por lo bajo y se volvió a Whippo.

– Dice que oyó a un grupo de especuladores -murmuró. A continuación, se volvió hacia mí-: ¿Ha venido a verme para relatarme unos comentarios ociosos que ha escuchado en un coche? ¡No puede hablar en serio! Esto no es asunto suyo, ¿me equivoco?

Para mi sorpresa, el especulador había tomado el control de la conversación con la tenacidad de un terrier y no tenía intención de soltarlo.

– Bien, respecto a la realidad del asunto -continuó Duer-, yo no digo a mis agentes qué comprar y qué vender cuando se dedican a sus propios asuntos. No me incumbe. Respecto a lo que hago yo, prefiero reservármelo y le pido que también se guarde sus suposiciones para usted. Cualquier rumor que extendiera podría ser muy perjudicial para mis finanzas y, por extensión, para el propio país.

– Usted ha estado intentando hundir los precios -afirmé-. ¿Cómo puede decir que lo hace por el bien del país?

– Me temo que esta confusión tiene origen en su escaso conocimiento de los mercados. Supongamos que, efectivamente, estoy jugando a que el valor de los títulos descenderá. ¿Me convierte eso en enemigo del gobierno? Creo que no. Los precios cambian continuamente y, si he de suponer que descenderán en este momento, eso no significa que desee que bajen, ni que espere que se mantengan bajos eternamente. Se trata solamente del flujo y reflujo del mercado y no es más que lo que Hamilton espera; de hecho, es lo que desea. ¿Por qué su banco ha puesto tan baratos los créditos, si no es para que podamos comprar y vender e intentar adivinar el resultado final? Decir que hago mal uso del mercado por intentar predecirlo es como decir que un barco maltrata el océano por surcarlo.

Sinceramente, no supe dónde terminaba la bravata y la invención y dónde empezaba la verdad. Aquello no era la guerra, donde los secretos tienen que ver con cosas tangibles como movimientos de tropas, composición de los ejércitos y planes de batalla. Ese era el mundo de las finanzas, en el que incluso la naturaleza de la verdad puede torcerse con la más ligera brisa. No insistí en el tema porque pensé que no sacaría nada más de escuchar las ficciones de Duer.

– Entonces -dije, como si fuese una consecuencia natural de lo que precedía-, ¿qué puede decirme de Pearson?

Duer se permitió un leve frunce del entrecejo y una minúscula mueca de disgusto.

– ¿Jack Pearson? ¿Qué quiere de él?

– Querría que me hablara de su animosidad contra él.

– ¿Animosidad, dice? -Duer ya volvía a sonreír-. No sé a qué se refiere.

– Se comenta que usted es enemigo suyo. Que las dificultades financieras que experimenta en la actualidad son obra suya. Que usted y Pearson están trabados en una especie de duelo a muerte y que él ya se perfila como el claro perdedor.

Duer se levantó con movimientos lentos, meditados. Ahora tenía el rostro contraído, como si experimentara dolor. Whippo observó esto con cierta alarma, como si yo estuviera utilizando un hechizo invisible para causar daño a su patrón, y dio un paso hacia mí.

– ¿Quién le ha dicho eso? -exclamó Duer.

– Son comentarios que he oído -contesté despreocupadamente y apuré el vino-. ¿Tiene más de este clarete? Está espléndido.

– El señor Duer le ha hecho una pregunta -dijo Whippo. Su voz era grave y resonante, pero transmitía la vaguedad de los perpetuamente aburridos.

– Sí, lo he oído. Pero yo también he hecho una. Sobre el vino. -Le entregué mi copa a Whippo-. Sírvame un poco más, si hace el favor.

Duer hizo un gesto de asentimiento a su asistente y, aunque el largo rostro del tal Whippo era una máscara de resentimiento -ojos entrecerrados, labios apretados, aletas de la nariz temblorosas-, se dirigió al aparador e inclinó la botella, llenando la copa casi hasta el borde.

Cuando tuve el vino en la mano, sonreí como un pachá satisfecho.

– Mucho mejor así. Ahora, haga el favor de sentarse, señor Duer. Malo es que este Pantagruel suyo me amenace, pero no puedo hablar con usted de caballero a caballero mientras siga ahí plantado, delante de mí.

Duel, deseando tal vez recuperar la apariencia de calma, volvió a su asiento. Tomé un sorbo de vino.

– Bien -dije a continuación-, ¿qué me preguntaba?

– Maldita sea, estúpido borracho, ¿dónde ha oído que yo estaba contra Pearson? ¿Quién le ha dicho tal cosa?

– Ah, sí, Pearson.

Para que el lector no crea que estaba ebrio, realmente, debo señalar que buena parte de mi comportamiento era una artimaña calculada. Que me creyeran mucho más bebido de lo que estaba convenía a mis propósitos.

Vacié la copa hasta que pude sostenerla cómodamente en la mano sin derramar una gota. Mientras lo hacía, pensé qué mentira me serviría mejor a mis intereses. Era evidente que Duer y su factótum consideraban terrible que corrieran rumores de aquella naturaleza. No podía contarles que había interceptado mensajes codificados entre dos partes a las que no conocía. Al propio tiempo, no quería decirles que había oído comentarios al respecto en una taberna o en el coche exprés, pues con ello los alarmaría y, si bien causar alarma era un dardo que tal vez quisiera sacar de mi aljaba más adelante, todavía no estaba dispuesto a hacerlo. De momento, deseaba tranquilizarlos.

– La esposa del caballero -dije, finalmente-. Cuando vi a la señora Pearson en la casa Bingham, expresó cierta preocupación acerca de la naturaleza de los asuntos de su marido con usted.

Duer exhaló un suspiro. Whippo relajó los puños.

– Las esposas son dadas a hablar de lo que no entienden -dijo Duer-. Creen que saben más que sus maridos y consideran que cualquier nueva empresa resultará ruinosa.

– ¿Cuál es, pues, la naturaleza de sus negocios con Pearson?

– No puedo contarle eso -dijo Duer-. Los negocios que hiciera con ese hombre son cosa del pasado, ya se lo he dicho. No tengo más conocimiento de sus dificultades actuales que lo que escucho, como cualquiera.

– ¿Y dónde está Pearson ahora?

– No tengo idea -aseguró él-. Lo creía en Filadelfia, pero supongo que no debe de ser así, ya que ha venido usted a buscarlo aquí.

– ¿Y dónde estuvo cuando desapareció por primera vez?

– Tampoco tengo idea de eso.

– ¿Tiene planes inmediatos de hacer nuevos negocios con Pearson? No tiene que explicarme la naturaleza del asunto, solo la fecha.

– Sería tonto si hiciera negocios con un hombre arruinado… -Duer sonrió.

– Entonces -murmuré, poniéndome en pie-, no le haré perder más tiempo.

Leónidas se reunió conmigo en el coche y emprendimos el accidentado camino de regreso a Nueva York en la oscuridad de la noche. Era un carruaje cerrado, pero tenía una ventanilla por la que podíamos observar al cochero y me fijé en que este se volvía repetidas veces a mirarnos. Desde que iniciamos el viaje, Leónidas y yo solo hablamos de asuntos triviales, pero me pareció que el cochero estaba pendiente de todo lo que decíamos.

– ¿Qué ha averiguado? -preguntó Leónidas por último, visiblemente impaciente con mi silencio.

Señalé al cochero con un rápido gesto de cabeza y luego dije:

– Oh, nada de importancia. El hombre estaba poco comunicativo, pero no importa. Siempre sé cuándo alguien oculta algo y él no lo hacía. ¿Y tú? ¿Has sabido algo por los sirvientes?

Sospeché que había algo que quería contarme, pero moví la cabeza en un levísimo gesto de negativa. Leónidas comprendió la señal y respondió que no había averiguado nada.

Cuando llegamos a la taberna de Fraunces, descendimos del carruaje, pero a continuación me volví al cochero.

– ¿Cuánto le ha ofrecido?

– ¿Señor?

– El hombre de Duer. Le ha ofrecido dinero para que le informe de todo lo que decíamos. ¿Cuánto?

El cochero se encogió de hombros; lo habían descubierto y no tenía intención de negarlo.

– Me ofreció un dólar.

Le puse en la mano unas monedas de los fondos que Cynthia me había dado.

– Aquí tiene dos. Informe a ese hombre que no he dicho nada, que solo le he hecho detener el coche para vomitar en la cuneta.

El cochero asintió.

– Gracias, señor -murmuró.

Leónidas y yo entramos a calentarnos junto al fuego.

– ¿Se ha enterado de algo importante? -me preguntó-. ¿Qué planes tiene Duer? ¿La intriga consiste en la venta de títulos en corto?

– Me parece que no -contesté-. Duer anda metido en algo que él considera muy astuto, pero no creo que se trate de vender acciones del banco en corto.

– ¿Cómo puede saberlo?

– Porque, cada vez que he hablado de ello, su discurso se ha hecho teórico, con comentarios del tipo: «que un hombre haga tal cosa…», o «lo que pueda hacer mi agente…». Defiende lo que no niega ni reconoce estar haciendo. Me habló de ello de la manera más evasiva y, por lo tanto, no podía ser más evidente que esperaba convencerme de que su objetivo era negociar acciones en corto. Intentaba conducirme hacia una cosa y, por deducción, alejarme de otra.

– ¿De qué?

– No estoy seguro -dije, sacudiendo la cabeza-. ¿Y tú? ¿Has averiguado algo en las cocinas?

– Es posible -respondió Leónidas-. Los criados están preparándose para un acontecimiento importante. Todo debe estar dispuesto para el miércoles a primera hora de la mañana: carruajes y comida para un buen almuerzo. Antes, muy temprano, se servirá un abundante desayuno en la casa. Todo se ha tratado y planificado con la mayor urgencia, pero nadie sabe de qué se trata.

Di una palmada en la mesa.

– ¡Oh, pobre señor Lavien! -exclamé-. Ahora le llevamos la delantera, pues sabemos lo que intenta hacer Duer, y cuándo.

– ¿Lo sabemos?

– ¿No recuerdas lo que nos contaron los hombres del coche exprés? El Banco del Millón abre el miércoles. Duer se propone reunir a sus agentes en la casa para un último repaso de la estrategia y, a continuación, mandarlos a acometer la salida al mercado de las acciones del banco. Considera vital que el mundo no tenga fe en el Banco del Millón porque, si no me equivoco, se propone tomar el control del banco el primer día. Tenemos hasta el miércoles, pues, para descubrir por qué. Debemos averiguar si se trata de una maniobra financiera más o si está relacionada con oscuras tramas en Filadelfia.

Leónidas me lanzó una mirada radiante.

– Debe de ser muy satisfactorio -comentó- saber que ha conservado tan bien sus antiguas facultades.

– Bueno, ya se sabe… -contesté modestamente, pero me satisfizo más de lo que podía expresar que se hubiera dado cuenta.

– Sin embargo, ¿cree que fue acertado pagarle al cochero como lo hizo? Bien podría informar de su soborno a Duer.

– Si le cuenta a Duer lo que nos oyó hablar, pensará que no sé nada y que nunca lo descubriré. Dejará de tomarme en serio.

– ¿Y si le cuenta a Duer que le pagó para que mintiese?

– Entonces -respondí-, habremos perturbado el avispero y podremos ver las consecuencias. Siempre es mejor estar envuelto en un caos que hayas fabricado tú mismo, Leónidas. No sabemos casi nada y nos enfrentamos a fuerzas poderosas, pero mientras reaccionen a lo que nosotros hacemos, llevaremos ventaja.

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