Ethan Saunders
Yo había acariciado la esperanza de verla; no era una expectativa realista, pero entraba en el terreno de lo concebible. Sin embargo, al descubrirla allí, no se me ocurrió otra respuesta que quedarme mirándola, paralizado, y luego apartar los ojos, y a continuación volver a mirar. Su vestido, azul celeste con dibujos de espirales amarillas, realzaba su figura, espléndida todavía, con el escote generoso y las mangas justo por encima del codo, dejando a la vista su piel blanca finísima. Llevaba los cabellos recogidos en un moño alto a la moda y, encima, un recatado sombrerito con unas plumas amarillas enhiestas y una cinta azul, a juego con el vestido, que le caía en ondas desde la cintura.
Ya la había visto de gala otras veces, desde luego, aunque cuando era más joven se la veía menos estirada, menos formal; entonces llevaba los vestidos de una jovencita adorable, sencillos pero elegantes, y no complicados encajes de origen europeo. En esa época era una joven damita dulce y encantadora, con un pie todavía en la adolescencia, pero ahora se había convertido en una mujer adulta, de belleza glacial y dominante.
Lavien se acercó a ellos, llegó a tres pasos y, entonces, se volvió hacia mí.
– No hablaré con él aquí -declaró.
– ¿Por qué no?
– No puede hacerlo aquí. De momento, es suficiente con que haya vuelto. Si anduviera huido, no habría venido a esta casa. Pearson ha regresado y eso es lo único que importa. Si me disculpa…
Tras esto, se alejó apresuradamente para evitar, me dio la impresión, que los Pearson lo vieran. Al llegar al otro lado de la sala, se acercó a Hamilton y le cuchicheó algo al oído.
Con Cynthia presente en la estancia, no pude seguir prestando atención a los movimientos de Lavien. Ella no me vio. Jacob Pearson, en cambio, sí. Alzó la vista, me sostuvo la mirada y se volvió, impaciente por hablar a su esposa. Hacía muchos años que no lo veía, pero no me costó el menor esfuerzo reconocerlo. Era seis o siete años mayor que yo, tal vez, aunque el tiempo había sido menos amable con él de lo que yo me hago la ilusión de que ha sido conmigo. Había encanecido y alrededor de sus ojos habían aparecido las arrugas. En sus mejillas se habían formado profundos surcos y tenía los dientes -los que aún conservaba- amarillentos. A pesar de todo ello, mantenía parte de la apostura que había poseído una década antes y, aunque era claramente mayor que Cynthia, los dos juntos no tenían el aspecto cómico de algunas parejas en las que hay una gran diferencia de edad entre el marido y la mujer.
Pearson me miró y advertí algo turbio en sus ojos pardos, inyectados en sangre y de aire cansado. Lo observé mientras él fingía no haberme visto y alargaba la mano -insólitamente grande y surcada de unas abultadas venas- para asir del brazo a Cynthia, hundiendo aquellas uñas amarillas en su carne. Vi que su piel blanca se volvía aún más blanca, primero, y luego roja. Cynthia palideció, cerró los ojos un momento y asintió brevísimamente.
Me hallaba demasiado lejos para oír lo que le decía pero, por la mueca cruel que se formó en sus labios, tuve la certeza de que le había mascullado cosas terribles. Supe que el alma de Pearson estaba corrompida por una negrura que me asustó. Es fácil mirar al hombre que se ha casado con la mujer que amas y ver solo cosas malas, pero lo mío no eran meros prejuicios. Sabía lo que estaba viendo y lo aborrecí.
Me descubrí a punto de saltar hacia él y comprendí al instante que, de no haberme contenido, de no haber restablecido la comunicación con mi propia mente, me habría echado encima del individuo y lo hubiera tirado al suelo a empujones.
Por un instante, imaginé que el salón lleno de políticos y dignatarios se complacería de ver a aquel hombre pasar por tal humillación, pero enseguida me di cuenta de que, para complacerse de tal escena, todo el mundo debería saber que Pearson era un desalmado. A quienes no estuvieran informados les parecería, sencillamente, que me gustaba agredir a la gente y, en tales circunstancias, todos se volverían contra mí, sin duda.
Antes de que ninguno de los dos me viera acercarme, di media vuelta, tomé una copa de vino de la bandeja que pasaba un camarero y la apuré con cólera. A continuación, fui a hacer lo que me salía mejor: poner las cosas en marcha.
¿Alguien piensa que es fácil encontrarse a solas con una mujer hermosa y conocida, a espaldas de su marido, en una reunión tan pública? ¿Alguien cree que, rodeado de decenas de invitados y de casi otros tantos criados chismosos, uno puede llevar a una mujer aparte, a una salita privada, como si tal cosa? No, no le resultaría fácil a un hombre corriente; por lo menos, eso sospecho, aunque no sé con certeza cómo conducen sus asuntos tales hombres.
He aquí cómo conduje yo el mío: hice que Leónidas pidiera a uno de los criados de la señora Bingham que informara a la señora Pearson de que se la requería con la mayor urgencia en la biblioteca. Funcionaría, me dije. Todo quedaría protegido tras el velo de la supuesta ignorancia de los negros, en la que cada criado o sirvienta afirmaría que solo había transmitido lo que había dado por cierto.
Mandé el mensaje y me dirigí a la biblioteca a esperar la llegada de la dama. De pie junto a la chimenea, hojeé un volumen sobre la pasada guerra hasta que se abrieron las puertas y una Cynthia Pearson de expresión preocupada entró precipitadamente.
Cuando me vio, se detuvo en seco y no dijo nada. A continuación, abrió la boca y, sin duda, habría soltado una exclamación de sorpresa, pero recordó que las puertas estaban abiertas y, en lugar de decir nada, procedió a cerrarlas. Creo que fue una suerte que lo hiciera. Aquello le dio tiempo para pensar, o tal vez para dejar de pensar y para permitir que su corazón y el recuerdo de las emociones pasadas, si no eclipsara, por lo menos alcanzase a competir con otros impulsos más propios de un reptil.
– ¡Dios mío! -musitó.
Cerradas las puertas, dio tres o cuatro pasos decididos hacia mí, pero se detuvo bastante más lejos de la distancia habitual entre dos personas que conversaran y extendió las manos al frente como si se dispusiera a cantar un aria italiana.
– Me han dicho que viniera por un asunto urgente…
– Y le han dicho la verdad -dije.
Observé en sus ojos azules un destello cargado de intención, aunque no supe qué significaba, y Cynthia me dio la espalda y se encaminó hacia las puertas de nuevo con el mismo paso decidido. Antes de abrirlas, se volvió hacia mí.
– Le pedí que no se pusiera en contacto conmigo. Le supliqué que no lo hiciera. No es posible que lo hayan invitado a esta casa. Anne no lo haría nunca sin informarme. Debe irse.
– ¿Qué importa eso? Todo lo sucedido se basaba en la inexplicada ausencia de su esposo, pero ha vuelto.
– Regresó anoche y no me ha dicho una palabra de dónde ha estado, solo que había hecho un viaje de negocios. Intenté informarle de que ese hombre del gobierno, Lavien, lo andaba buscando y que había venido otra gente a contarme cosas terribles…
– ¿Los hombres que la advirtieron de que no hablara conmigo?
Cynthia asintió.
– No sé qué sucede con mi marido. Ignoro quién me amenaza, pero conozco mi deber, aunque sea para con quien no lo merece. ¿Por qué me ha hecho acudir aquí de una manera tan inapropiada? ¿Qué quiere de mí?
– Cynthia, tú me pediste ayuda. Que te hayan obligado con amenazas a retractarte de tu petición no me libera de mi deber.
– ¿Le ha dicho alguien que se dirija a mí con esa familiaridad?
– No -reconocí-. Se me ha ocurrido a mí solo.
– ¿Y qué espera conseguir, capitán Saunders? -dijo ella, meneando la cabeza.
Sí, ¿qué? No lo sabía, en realidad. ¿Quería una disculpa, una explicación, o un regreso a los días en que era joven y tenía tanto por delante?
– Quiero saber por qué te casaste con él.
Al momento, se sonrojó y sus labios dibujaron un delicado círculo. No sé qué esperaba Cynthia, pero no era aquello. La observé mientras respiraba profundamente para serenarse y paseaba la mirada por la biblioteca hasta fijarla en una botella de vino. Se sirvió un vaso y luego, para mi sorpresa, llenó otro para mí.
– Fue hace más de diez años Ya no eres un niño. ¿No puedes pasar página?
– ¿Arrinconar el amor es señal de madurez? -Acepté el vino con suma gratitud.
– Sí -dijo ella-. Lo es.
Lo soltó con tal rencor, que me sentí estúpido y avergonzado de haberla puesto en una posición tan delicada, y me dispuse a decírselo así. No sabía qué hacía allí, en aquella casa, en aquella ciudad. No sabía por qué no había sido capaz de vivir mi vida desde el final de la guerra, pero no sería tan vil como para arrastrar a mi tristeza a aquella dama, a aquella desconocida.
Cuando la miré, dispuesto a presentarle una tibia disculpa, vi que algo había cambiado en ella; se había ablandado, roto tal vez. Tenía la cabeza gacha, con la barbilla apuntando al pecho y una mano alzada sobre el rostro. Lloraba y unos gruesos lagrimones se deslizaban despacio por sus mejillas. Se restregó un ojo con el revés de su delicada mano.
– Te marchaste, Ethan. Te marchaste y yo entendí por qué. No podías soportar que tu deshonra me salpicara. No sé si fue un acto de nobleza o de egoísmo, o si se puede distinguir una cosa de otra alguna vez, pero me encontré sola. Tú te habías ido y mi padre había muerto. Jacob fue bueno conmigo, no quería nada a cambio y era… era como un padre para mí. Me llevaba tantos años que ni siquiera me di cuenta de que su interés se volvía algo más que paternal y ya estaba tan acostumbrada a depender de él que, cuando me propuso matrimonio, me pareció inevitable.
– A mí, Pearson no me parece paternal, sino cruel -repliqué. No debería haberlo dicho, pero había bebido mucho y no tenía ganas de controlarme.
Ella apartó la mirada.
– Me avergüenzas.
– Lo siento -dije yo.
– No, no lo sientas. No debes lamentarte nunca, después de lo que has soportado. Dios mío, Ethan, ¿qué te has hecho? No tenías que dejar que te dominara el sentimiento de culpa.
– Ya sabes el motivo. No podía soportar el coste de desvincularme.
– Yo habría podido. Tú te convenciste de que sacrificarte por una gran causa era lo correcto, lo loable, pero ¿te detuviste a pensar en los que sufrirían tu decisión? ¿Pensaste en lo que tu nobleza me costaría a mí?
Di un paso más hacia ella.
– Tienes que dejarle, Cynthia, antes de que sea demasiado tarde.
– ¿Dejarle? ¿Cómo voy a dejarle? ¿Tengo que coger a mis hijos y echarme a la calle sin un penique? Y entonces, ¿qué? ¿Me instalo a vivir contigo en tu casa de huéspedes y me convierto en una mujer deshonrada?
– Cynthia…
Ella calló un instante. Luego, continuó:
– Lo siento. No debería dar rienda suelta a mi indignación contigo, pero estoy atrapada y rabio como un animal en una trampa. No puedo irme, luego debo quedarme.
No tuve valor para decirle que su esposo, cuyo dinero era el único motivo de consuelo para ella, probablemente estaba arruinado.
– No puedes pensar que me resigno a abandonarte a ese malvado -dije por fin.
– Llevo con ese malvado desde hace mucho. Llegas demasiado tarde para rescatarme. Eres impulsivo, pero ya no puedes hacer nada.
– No estoy dispuesto a dejarte, Cynthia.
– Tienes que marcharte. Aunque…
– Aunque, ¿qué?
– Aunque antes de hacerlo, tienes que volver a verme.
Cynthia dejó el vaso vacío y abandonó la biblioteca.
Cuando me reincorporé a la reunión, intenté encontrar sentido a nuestra conversación. ¿Qué quería Cynthia de mí? Tal vez ni ella misma lo sabía. De igual modo, yo apenas sabía qué quería de ella. ¿Un coqueteo? No podía pedirle que comprometiera así su posición. Cynthia no era la bonita esposa de algún desconocido hacendado o comerciante. Era una dama destacada, amiga íntima de la mujer más conocida y amada de la ciudad. Por su amistad con Anne Bingham, ya que no por sí misma, todos los ojos estaban puestos en ella y el riesgo que correría sería demasiado grande.
No lejos de donde me encontraba, Cynthia no mostraba en su expresión radiante el menor indicio de que hubiera llorado. De hecho, en aquel momento se reía muy efusivamente con un corrillo de gente, entre la que estaba el bruto de su marido. Este escuchaba ávidamente a su lado -esta vez sin muestras de crueldad- y sonreía ante tal o cual comentario, atreviéndose de vez en cuando a soltar una áspera risotada que sonaba a un restregar de hojas secas.
No vi rastro de Lavien -ni de Hamilton, dicho sea de paso-, lo cual me pareció estupendo. Deambulé por la sala conteniendo las ganas de tomar otra copa de vino. Creo que habría sucumbido a la tentación, pero levanté la vista y observé a un hombre que me pareció familiar, rollizo y de rostro encendido; me sonó al instante, aunque no supe decir de qué. Continué estudiándolo, fijándome en sus ojillos y en su nariz roma -todo tan porcino-, pero tal vez ni así lo habría reconocido de no ser por la muchacha que estaba a su lado. Ella también tenía el mismo aire porcuno, aunque más juvenil y menos rollizo, y lucía una abundante cabellera amarilla. Era la muchacha de mi reloj robado. Y aquel hombre, su dueño.
Me acerqué a él, hice un saludo y saqué el reloj del bolsillo.
– Señor -le dije-, el otro día vi que se le caía esto en la calle. Intenté alcanzarlo para devolvérselo, pero lo perdí de vista. Lo he llevado conmigo desde entonces con la esperanza de encontrar a su dueño.
El hombre me cogió el reloj moviendo sus gruesos dedos con sorprendente suavidad.
– Vaya, pensé que no volvería a verlo más. Debo preguntarle su nombre, señor, para saber a quién debo dar las gracias.
– Ethan Saunders, a su servicio. -Hice otra reverencia.
– ¿Qué? ¿El traidor?
Debió de arrepentirse al momento de sus palabras, pues su rostro, ya sonrojado, adquirió un tono púrpura.
– No soy ese Saunders -dije con un nuevo saludo-. Ese hombre y yo solo compartimos el mismo apellido.
El quería seguir conversando, pero me resistí y, excusándome, continué deambulando por el salón. A unos pasos de mí, a solas en aquel momento, Jacob Pearson contemplaba de mal talante un retrato colgado en la pared. Como tenía poco que perder, lo abordé, probablemente con más osadía que claridad mental.
– ¡Vaya, si es Jacob Pearson! -exclamé-. ¡Cielo santo, cuántos años han pasado!
Pearson se volvió y sonrió automáticamente. Al momento, la sonrisa se difuminó y enseguida reapareció, esta vez completamente falsa.
– Señor, me temo que estoy en desventaja. Su rostro me resulta familiar, pero no consigo ponerle nombre.
Fue una mentira bien ejecutada, debo reconocérselo.
– Soy Ethan Saunders. Nos conocimos durante la guerra.
Pearson paseó la mirada por la sala hasta encontrar a Cynthia, que estaba enfrascada en una conversación con su amiga, la señora Bingham, y con otra mujer, absolutamente deslumbrante, a la que no conocía. Las mujeres fingieron bastante bien, en mi opinión, que no estaban observándonos a mí y a Pearson juntos.
– Sí, claro -dijo y me soltó la mano-. Me contaron que había muerto. ¿O fue que lo habían expulsado del ejército con deshonor?
– Lo segundo -respondí-. Pero basta de hablar de mi ignominia. Dígame, señor Pearson, ¿dónde estuvo usted la semana pasada?
– ¿Por qué todo el mundo quiere saberlo? No hace ni diez minutos, el propio Hamilton me incomodaba con sus preguntas. No veo por qué ha de importarle a nadie. ¿No le gusta lo que oye? Peor para usted, entonces, porque tengo por costumbre decir lo que pienso. Pues ¿de qué le sirve a un hombre alcanzar rango y distinción, si tiene que morderse la lengua?
– No se me ocurre ninguna razón.
– ¿Y qué hace usted aquí, en cualquier caso? ¿Es posible que un hombre como usted haya sido invitado aquí? Tengo que preguntarle al señor Bingham qué se propone con ello.
No vi la necesidad de responder a esa amenaza tácita. Si Pearson deseaba lanzarme un desafío, lo aceptaría sin la menor duda.
– Ha habido numerosas especulaciones respecto a su ausencia -comenté-. Se hablaba de sus propiedades en Southwark y de su interés en el Banco del Millón. ¿No podría despejar alguna incógnita sobre el asunto?
– Supongo que mi mujer se ha ido de la lengua. Permita que le diga una cosa -añadió, al tiempo que posaba una de sus manazas en mi hombro. El contacto no me gustó-: En una esposa se debe buscar algo más que la mera belleza. Este es el consejo que le doy.
Se me hizo un nudo en el estómago ante aquella mención a su mujer. No podía dejar pasar aquello sin responder.
– Tiene unas manazas extrañamente grandes -le dije-. Es como si se las hubiera aplastado una gran roca. Me perdonará por hablar sin tapujos, pero a mí también me gusta decir lo que pienso. Porque, ¿de qué le sirve a un hombre caer en el deshonor, si tiene que morderse la lengua?
Me repasó de arriba abajo con la mirada, moviendo su nariz afilada como una cuchilla.
– Creo que esta conversación ya ha puesto a prueba mi paciencia suficientemente. Ahora, debo ir a buscar al señor Duer.
Se alejó y se me ocurrió que no había visto a Duer desde nuestra conversación. Me pregunté si era posible que él no quisiera ver a Pearson. Duer no parecía sentir ningún interés ni respeto por él, pero Pearson había hablado de ir a buscar al especulador como quien se refiere a un amigo. La respuesta tendría que esperar y, de momento, ya que estaba allí, emplearía el tiempo en contemplar abiertamente a Cynthia.
La observé mientras hablaba con la señora Adams, la esposa del vicepresidente. Mi breve conversación con ella no había hecho sino confirmar lo odioso que era Pearson y lo desdichada que debía de ser la vida de Cynthia a su lado. Ella tenía razón, por supuesto, en que no podía llevármela sin más, pero tampoco podía abandonarla. Tendría que concebir alguna alternativa y tendría que hacerlo pronto, porque cada día que pasara con él sería una tortura para mí.
– Parece usted sumido en profundos pensamientos, señor…
Levanté la mirada y encontré a la mujer que había visto con Cynthia y Anne Bingham. Llevaba un vestido mucho más sencillo que el de Cynthia, más holgado, con las mangas más largas y el escote más cerrado. La tela era de un rojo pálido, sencilla, pero le quedaba maravillosamente. Era una belleza castaña de ojos grandes, penetrantes en su intensidad gris, como nubes que amenazaran con una nevada.
Junto a ella se encontraba un hombre de mi edad que, aunque no muy alto ni distinguido y a pesar de su calva incipiente, conservaba un porte admirable. Aquel era un hombre del gusto de las mujeres y al que también gustaban las damas. Tenía una especie de elegancia y distinción que no pude por menos que aprobar.
– Capitán Ethan Saunders, a su servicio -me presenté a los dos.
– Un placer conocerlo, capitán -dijo el hombre-. Coronel Aaron Burr, aunque supongo que ahora debe darme el trato de senador.
– Ah, sí -dije yo-, el senador Burr. He leído mucho sobre usted en los periódicos. Se ha ganado usted todo un enemigo en nuestro secretario Hamilton, en Nueva York.
Mi interlocutor se echó a reír.
– Hamilton y yo somos amigos desde hace muchos años, pero él es un federalista de pies a cabeza y Nueva York es cada vez más republicana y antifederalista. No obstante, a mí me gusta pensar que los hombres pueden ser rivales políticos y mantener una amistad personal.
– Me encantan los optimistas -comenté-. ¿Y esta es la señora Burr?
– La señora Burr no se encuentra aquí, en estos momentos. Me temo que apenas acabo de conocer a esta encantadora dama, pero me tomaré la libertad de presentarle a la señora Joan Maycott.
La saludé con una inclinación de cabeza.
– Ahora que está en buenas manos -dijo el senador a la dama-, tengo que pedirle que me disculpe, pues debo ir a hablar con algunos de mis colegas en el Senado. Espero que nos volvamos a ver, señora Maycott.
Se despidió y me dejó con la mujer, y no puedo decir que no me complaciera. La señora Maycott tenía una mirada vivaracha que sugería que había de ser buena compañía. Y había más. Poseía una especie de autoridad, un vigor en su presencia física, que me recordó, a su manera femenina, a los más reconocidos y triunfantes genios militares. Por extraño que resultara decirlo, no había conocido nunca a nadie, hombre o mujer, que me recordara tan inmediatamente al propio Washington.
– Sí que parecía tener la cabeza en otra parte, señor.
– Soy un hombre pensativo -respondí.
– ¿Tenía algo que ver con el señor Pearson? Disculpe que se lo pregunte, pero lo he visto conversar con él. ¿Es un buen amigo suyo?
– Lo conozco desde hace mucho -respondí-. ¿Es amigo de usted?
– Tengo amistad con su esposa -contestó ella.
– Entonces, sabrá que había desaparecido.
– Oh, él me ha contado que ha estado en Nueva York. Pero quizá no debería habérselo dicho. Me ha dado la impresión de que no desea que se sepa.
– Entonces, creo que ha frustrado usted sus intenciones. Una pena para él.
La mujer se rió.
– Me gusta acompañar mi superficialidad con una dosis de ingenio. ¿Pearson no le cae bien?
– A mí me encanta el ingenio y puedo soportar la superficialidad, pero ese hombre me parece cruel y eso no lo aguanto -respondí.
– Me da la impresión de que tal vez conoce también a su esposa desde hace mucho…
Si lo hubiera hecho otra persona, el comentario quizá me habría parecido de una impertinencia intolerable, pero había tal inteligencia y encanto en su manera de pronunciar aquellas palabras, que disculpaban cualquier incorrección.
– La señora Pearson y yo somos viejos amigos. -Me volví para mirar de frente a aquella belleza y ella me sostuvo la mirada con todo descaro. Allí tenía tal vez, pensé, un ameno consuelo a mi confusión con Cynthia-. ¿Vive usted en Filadelfia, señora Maycott?
– Vivo aquí, aunque viajo mucho.
– Le gusta viajar… ¿con el señor Maycott, quizá?
Ella volvió a mirarme directamente a los ojos, como si lanzara una acusación.
– El señor Maycott murió, caballero.
– Le expreso mis condolencias, señora.
– Eso no es más que una frase hecha.
– Señora Maycott -dije a mi extraña interlocutora-, no puedo evitar la sensación de que usted cree que ya nos hemos conocido antes, o de que espera que yo tenga algún conocimiento de sus circunstancias.
– No creo que sea así, caballero. No obstante, el señor Duer me ha contado que se interesa usted por los asuntos de Jacob Pearson y que lo hace por encargo de Hamilton. ¿Es cierto eso?
No me detuve. No esperé ni un instante a responder, pues no quise mostrarme sorprendido de que la mujer hubiera hablado de mí previamente, o de que conociera mis actividades. Decidí actuar como si fuese la cosa más natural del mundo.
– ¿Conoce usted al señor Duer?
– Hay tanta gente aquí… -respondió ella-. Una puede conocer a cualquiera. Pero debo preguntarle, en vista de que existe tanta consternación respecto a las políticas de Hamilton, si es usted un seguidor entusiasta de estas.
– Yo no trabajo para Hamilton, ni con él, aunque mis intereses pueden cruzarse con los suyos.
– Dígame, capitán, ¿tiene alguna opinión formada sobre el impuesto al whisky?
– No soy amigo de poner tasas -respondí, eliminando de mi voz toda inflexión. No obstante, dejé la copa en una mesa cercana y escruté la sala en busca de Lavien. La desaparición de Pearson y la tasa del whisky estaban relacionadas, de eso no cabía duda, sobre todo en vista de que mi indagación sobre el asunto había encontrado la oposición del gigante calvo del Oeste, el hombre cuya tarjeta de presentación era aquel whisky de calidad superior. No sabía si el vínculo con la amenaza contra el banco estaría allí, pero apenas me preocupaba tal amenaza. Solo me importaba que aquella mujer parecía estar diciéndome que sabía algo acerca de la desaparición de Pearson y que, por lo tanto, tenía una relación con la seguridad de Cynthia.
– Creo que tenemos mucho en común, señor -dijo ella-. Los dos estamos atrapados en unos sucesos que nos superan y debemos tomar decisiones que, si hemos de hacer lo correcto, a veces resultan desagradables.
– ¿Y en qué sucesos está usted involucrada, señora? -inquirí, esbozando una sonrisa.
Ella se inclinó hacia mí y susurró:
– Ahora no puedo hablar de eso. Aquí, no. Es demasiado pronto y hay demasiada gente -recorrió la estancia con la mirada y, en efecto, William Duer nos estaba observando con mucho interés-. ¿Querrá usted encontrarse conmigo otra vez? ¿Le he dado suficiente motivo para hacerlo?
– Un hombre nunca necesita muchos motivos para desear reunirse con una dama hermosa.
– No sé si soy vulnerable a los halagos -dijo ella, sin aspereza.
– ¿Hacemos un esfuerzo por averiguarlo? -pregunté yo.
– Eso suena de lo más agradable.
– ¿Cuándo volveremos a hablar?
– ¿Tiene algún compromiso para pasado mañana por la noche?
Respondí con una reverencia.
– Estoy a su disposición.
– Me alegro mucho.
Una vez más, Jacob Pearson se acercó a nosotros, en esta ocasión a solas, mientras Cynthia seguía de conversación con la bella señora Bingham al otro lado del salón. La señora Maycott alargó la mano y lo agarró por la muñeca.
– Señor Pearson -le dijo-, ¿sería una imposición que trajera a un querido amigo a cenar, pasado mañana?
Pearson me miró y no pudo contener su sorpresa, pero pareció dominarse enseguida.
– Puede traer a quien guste, por supuesto. Menos al hombre aquí presente. A él, no puedo aceptarlo en mi casa.
– Muy gracioso -respondió ella-. En efecto, es el capitán Saunders. Los dos esperamos con impaciencia el momento de acudir a la velada. -Sin un instante de pausa, la señora Maycott me tomó del brazo y se me llevó-. ¿Lo ve? No hay nada más fácil de conseguir.
– No estoy seguro de que allí me sienta bien acogido… -comenté.
– Y yo no estoy segura de que eso nos importe a ninguno de los dos. En cambio, yo tendré el placer de causar consternación a un hombre que me desagrada y usted, la oportunidad de seguir indagando en sus asuntos. Al final, los dos saldremos de la casa satisfechos.