Capítulo 33

Joan Maycott


Otoño e invierno de 1791


De regreso en casa de Pearson, mientras su esposa intentaba caminar sin hacer ruido en el piso de arriba, yo me senté con él en la biblioteca. Me sirvió una copa de vino y me acomodé en un sillón mientras él lo hacía en el sofá, frente a mí. Yo tenía que interpretar un curioso papel, en parte niña, en parte espectadora, en parte seductora, y de pronto me sentí inquieta, pendiente de los ruidos que llegaban de la calle, del tictac del reloj de la estancia, del lejano ladrido de un perro. Di un sorbo al vino para enrojecer los labios y empecé.

Hablé del Banco del Millón, describiéndolo como uno de tantos que intentaban capitalizarse aprovechando la nueva locura del público por los bancos, sí, pero también mucho más. Si se daban las circunstancias adecuadas, podía convertirse en la institución financiera más poderosa del nuevo país. Solo necesitaba un liderazgo atrevido. Requería personas dispuestas a ver los tiempos en que vivían, tiempos de posibilidades ilimitadas en los que los hombres osados y astutos podían modelar el destino.

Pearson, que se imaginaba uno de tales hombres y que, efectivamente, me contemplaba los labios colorados del vino, estuvo pendiente de cada palabra mía, por lo que le dije que creía que un grupo de inversores relativamente reducido podía intentar hacerse con toda la oferta inicial de acciones, si lograba reunir dinero suficiente; a continuación, le sugerí que imaginara qué podía hacer una camarilla si, de pronto y con una inversión relativamente pequeña, se encontraba en posición de control de un banco.

Él dejó de mirarme los labios el tiempo suficiente para preguntarme cómo podría suceder tal cosa.

Le expliqué que, a mi modo de ver, un nuevo banco podía utilizar la euforia inicial que seguía a su apertura para apoderarse de otro más establecido, como el Banco de Nueva York o incluso -si eran hombres de verdadera audacia- el de Estados Unidos.

El señor Pearson apuró su copa y se sirvió otra. Durante un largo instante, miró por la ventana con aire ausente mientras movía los labios en silencio, como si mantuviera una larga y algo polémica conversación consigo mismo. Por fin, después de ganar, aparentemente, la discusión, se volvió hacia mí.

– ¿Y dice que ha decidido no plantear esto a Duer?

– No quiero forzarlo recurriendo a nuestra amistad. Él me pide consejo, sí, y valora mi opinión, pero no me parece correcto ofrecerme a dirigir sus asuntos.

– Seamos sinceros, señora Maycott. Ese no es el motivo, ni mucho menos. Creo que va siendo hora de que sea franca conmigo.

– ¡Señor! -protesté, preguntándome qué había hecho para ponerme en evidencia. ¿Me había vuelto demasiado laxa en mi impostura? ¿Tener un éxito tras otro me había llevado a bajar la guardia?-, si tiene alguna reserva acerca de lo que le cuento, es muy libre de hacer caso omiso de ello. Le recuerdo que fue usted quien quiso hablar conmigo.

Pearson soltó una risotada estentórea que sonó forzada, casi desquiciada.

– Usted me lo cuenta porque entiende cómo son las cosas. El éxito de Duer no es más que chiripa, pero yo he tenido que edificar mis logros ladrillo a ladrillo. Él no es más que un especulador, pero usted reconoce a un hombre con visión cuando lo tiene delante.

En aquel momento, sentí que pisaba terreno resbaladizo, de eso no cabía duda, pero al menos no era yo el objeto de su suspicacia. Disimulé el sonido de mi suspiro de alivio.

– Me une una buena amistad con el señor Duer y tengo el mayor respeto por sus éxitos.

– Por supuesto, por supuesto. -Volvió a reírse, aunque esta vez no sonó tan perturbado, y levantó la mano, agitándola en el aire-. Sin embargo, cada hombre tiene un talento diferente y no todos pueden ser visionarios. No todo el mundo alcanza a ser tan osado como para ver lo que resulta invisible a los demás.

– En esto tengo que darle toda la razón. ¿Puedo deducir, pues, que usted considera que lo que le he contado podría ser factible?

– Creo que sí. Solo requiere de un hombre que posea los medios y la ambición necesarios.

– Requiere algo más, por supuesto. Requiere capital, y en este país solo hay un puñado de hombres que tengan el suficiente para embarcarse en un proyecto así. Y, si entiendo bien cómo están las cosas, solo hay uno que cuente con los medios precisos y que pudiera estar dispuesto a intentarlo.

– Hablaré con Duer.

Como yo conocía muy bien el valor de un efecto teatral, dije entonces:

– En ese caso, no debe mencionar mi nombre. Yo no le planteo directamente al señor Duer lo que pienso porque temo que no me tome en serio, pero si usted le revela que la idea procede de mí, tal vez se pregunte por qué no he confiado en él. Tiene que ser un secreto entre nosotros.

– Pero ¿qué gana usted si yo me llevo el mérito por su idea?

– Gano la satisfacción de sentirme perspicaz.


Varios días después, mientras compartimos mesa en la taberna de la City, Duer me expuso lo que él creía que era el plan de Pearson. Su tono de voz era extrañamente neutro y me pregunté si acaso había caído en una trampa. ¿Sabría Duer que había estado engañándolo? Sin embargo, ya no podía echarme atrás y le escuché mientras me describía en toda su gloria directa y contundente, desquiciada, la intriga del Banco del Millón que yo misma había perfilado.

– ¿Cree que se puede hacer? -me preguntó.

Fingí reflexionar profundamente sobre lo que acababa de oír y respondí por último:

– Sí, creo que sí.

Duer se frotó las manos y comentó:

– El problema será cómo desanimar a Pearson de intentar dirigir el asunto. La idea es brillante, pero ese hombre no sabría desarrollarla. Que se le haya ocurrido a él antes que a mí solo se debe a la más extraña de las casualidades.

– No tiene de qué preocuparse, señor Duer -le aseguré-. A Pearson le gusta dárselas de brillante, pero eso no es más que un farol y él lo sabe. Usted le hará hacer lo que quiera, convenciéndolo de que está haciendo lo que él quiere cuando, en realidad, lo sigue a usted como si lo llevara tirando del hocico. No tiene más que halagar su orgullo y él le proporcionará todo lo que necesite.

Duer me sonrió.

– Es usted una aguda observadora de la naturaleza humana. Detestaría sobremanera que fuese mi enemiga.

Tomé un sorbo de té sin decir nada. Tras la espalda de Duer, el señor Reynolds me dirigió una mueca de su rostro surcado de cicatrices y no pude evitar preguntarme si aquel individuo no habría estado influyendo en Duer, convenciéndolo de que dudara de mí. Por supuesto, solo era cuestión de tiempo que Reynolds o las circunstancias le demostraran a Duer que había cometido una estupidez al ser tan franco conmigo, pero estuve casi segura de que el momento no había llegado todavía.

Загрузка...