Joan Maycott
Primavera de 1789
Nos dijeron que teníamos que limitar nuestras pertenencias a lo estrictamente necesario. Las carreteras, explicaron, no eran aptas para carros o carretas y todo lo que precisáramos nos sería entregado cuando llegásemos a Libertytown. Lo vendimos casi todo y nos llevamos algo de ropa, las herramientas de Andrew y algunos objetos queridos, como los libros, aunque no tantos como me habría gustado.
Nos reunimos en Filadelfia, desde donde nos guiarían el señor Reynolds y dos hombres más, montados a horcajadas en unos caballos viejos, lentos y desarrapados, de ojos reumáticos y con llagas rojas e hinchadas que sobresalían del pelaje como rocas en marea baja. Con la reata de mulas que llevaban nuestro equipaje, viajamos a su indolente paso por caminos de tierra que a veces eran anchos y estaban limpios y otras no eran más que un asomo de abertura en el bosque, a veces tan blandos y cenagosos que había que ayudar a los animales para que no tropezasen. En los lugares peores, tuvieron que poner maderos para que el camino fuese transitable y en los empinados caminos que cruzaban los montes Alleghenies, las bestias corrieron a menudo el peligro de desplomarse por la pendiente.
Sin contar los guías, éramos veinte. Reynolds iba vestido con ropa más burda que la primera vez que lo habíamos visto, confeccionada con tela hilada en casa y sin teñir, y se tocaba con un sombrero de ala ancha que llevaba calado hasta los ojos. En nuestro salón, Reynolds había parecido un caballero rural que se había asilvestrado, la suerte de arcilla tosca que el experimento americano había moldeado en forma de respetabilidad republicana. Ahora se nos revelaba como algo mucho menos amistoso. No nos mostró familiaridad ni cordialidad y actuó como si no recordase nuestros previos encuentros. Los esfuerzos de Andrew para conversar con él encontraban por respuesta rudos ladridos y, a veces, yo lo descubría mirándome con una fría intensidad depredadora. La cicatriz que tenía en el ojo, y que yo había considerado una prueba de su entrega revolucionaria, ahora me parecía mucho más la marca de Caín.
De los otros dos hombres, Hendry tendría unos cuarenta años, era esbelto, tenía la voz aguda, la nariz larga, los ojos estrechos, los labios finos y una cara que parecía hecha para llevar gafas, aunque no las utilizaba. En el atuendo, Reynolds se asemejaba a un granjero curtido, pero Hendry parecía la parodia de un rústico de obra de teatro campestre. Y sin embargo, supe que aquella forma de vestir era la auténtica del hombre de la frontera: un gorro de piel de mapache, unos calzones de ante y una prenda llamada camisa de cazador, una suerte de túnica de gamuza con flecos que le llegaba hasta los muslos. A algunos hombres, aquella vestimenta les quedaba masculina, incluso heroica, pero en Hendry, con su cara de zorro, se veía absurda.
En Nueva York o en Filadelfia y con otra ropa, habría podido pasar por un erudito pobre. En aquel territorio virgen, no me parecía más que una criatura vulgar y astuta, cruel y despiadada, y más maloliente que cualquier otra clase de hombres. Como la mayoría de la tribu del Oeste, no aprobaba, o todavía no conocía, los usos de la cuchilla de afeitar, pero en su cara mezquina solo crecían, aquí y allá, unos afloramientos de pelos rubios y, claramente visible debajo de sus ralas cerdas, tenía una piel en el más lamentable de los estados, que le proporcionaba un aspecto enrojecido y sarnoso.
Aquello debía de causarle mucha incomodidad porque se rascaba casi sin cesar, a veces con un interés ausente y otras con la furia repetitiva de un gato al que le pica la oreja.
El tercero de ellos, Phineas, no era más que un muchacho, o lo que en otros ambientes más civilizados habríamos calificado de tal. Contaba quince o dieciséis años, calculé, y tenía el pelo rubio, la piel quemada del sol y una cara estrecha en forma de pala. También vestía una indumentaria fronteriza pero, debido a su demacrada constitución, era como si nadase dentro de aquella camisa de cazador, que le llegaba tan abajo que casi parecía una falda.
Phineas se encariñó conmigo enseguida. Tal vez veía en mí a una madre o quizá notaba que yo lo miraba con compasión. Cada día, cabalgaba una porción del camino a mi lado y, si no hablaba, disfrutaba de aquel silencio en compañía. A la hora de las comidas, se aseguraba de que a mí me tocase una ración superior y, a menudo, reservaba el lugar más blando y seguro para que me sentara. Miraba a Andrew con indiferencia, pero sin hostilidad. Para Phineas, era como si mi marido no existiera.
De los colonos, once eran americanos y el resto, franceses. Andrew había aprendido un francés pasable durante la guerra y se enteró de que aquellas personas habían navegado desde París, atraídas por los agentes de William Duer, para que se establecieran en las tierras de la Pensilvania occidental. Estos peregrinos franceses nos dieron la primera causa auténtica para desconfiar de la veracidad del señor Reynolds. Este nos había dicho que todos los habitantes de Libertytown eran veteranos. ¿Quiénes eran, entonces, aquellos franceses? Nos había contado que las cosechas que crecían en sus fértiles tierras les habían permitido vivir con desahogo, pero ¿de dónde salía el dinero? Si no había carreteras aptas para carros o diligencias, ¿cómo llevaban las cosechas al mercado? No las podían enviar hacia el Este sin que se estropearan y tampoco las podían mandar hacia el Oeste porque los españoles no permitían tráfico americano en el Mississippi.
Durante los primeros días de nuestro viaje, Reynolds escuchó nuestras preguntas sin dar respuestas. Se limitó a emitir gruñidos, encogerse de hombros o sacudir la cabeza. Cuando llevábamos ya una semana o más de camino, empezó a dar muestras de que su reserva era, para él, el colmo de la paciencia y las maneras. En una ocasión en que le pregunté sobre los medios para transportar mercancías, miró a Andrew y le espetó:
– Y esta zorra, ¿no se calla nunca?
Andrew, que caminaba a mi lado, a pocos pasos del caballo de Reynolds, irguió los hombros cuanto pudo.
– Señor -le dijo-. Desmonte y repítame eso a la cara.
Phineas, el chico, se alejó, pero Hendry soltó una risilla aguda que, asombrosamente, parecía el ladrido de un perrito.
– No me desafíe, Maycott -dijo Reynolds-. Usted vivirá y morirá a mi antojo, así que mantenga la boca cerrada. Y esto va por partida doble para esa mujer de usted. Es bonita, sí, pero, por Dios, ¿no cierra nunca el pico?
– ¡Señor! -gritó mi marido con su voz más autoritaria. Yo no dudaba de que, durante la guerra, ese tono habría hecho detenerse incluso al oficial de mayor rango, pero aquí no significaba nada. Mientras gritaba, Hendry pasó cabalgando a su lado y le dio una fuerte patada en la espalda, justo debajo del cuello. Andrew se precipitó hacia delante y cayó al suelo.
Hendry soltó otro estallido de aquella risa aguda, un caballo relinchó y luego se hizo el silencio. Los caballos se habían detenido, las mulas estaban quietas y los colonos se arremolinaron en torno a nosotros. Me arrodillé al lado de Andrew para asegurarme de que no estaba herido y a mi alrededor solo oí el interminable canto de los pájaros. En otro momento se me habría antojado melódico pero, de repente, se había tornado cacofónico, la música inquietante del caos, la orquesta del infierno. Andrew alzó los ojos y me miró. La mejilla le sangraba por un corte que tenía dos dedos debajo del ojo izquierdo, pero era un rasguño superficial y se le curaría enseguida. La herida que había recibido en su orgullo era otro asunto. Lo miré a los ojos y sacudí la cabeza. El honor demandaba que no dejase pasar la afrenta, pero yo le exigí que sí. No podía derrotar a aquellos hombres y, en el caso de que lo hiciera, ¿qué?
Nos quedaba un mes o más de duro viaje. El orgullo y la reputación eran lujos que ya no nos podíamos permitir.
– Escúcheme -gritó Reynolds. Levantó el rifle hacia el cielo, sujetándolo por el cañón como si fuera un cruel general arengando a sus bárbaras tropas. En su ira, la cicatriz que le cruzaba el ojo se había vuelto rosa como el interior de una fresa-. Ya no están en el Este. Han dejado atrás la tierra de los buenos modales y de la justicia. Aquí, la única ley que existe es la fuerza y, mientras viajen en este grupo, esa ley es mía. Si yo quiero llamar furcia a esta mujer, furcia será mientras yo lo diga.
Quitó el seguro de la llave de chispa de su rifle y apuntó a Andrew. Luego, se volvió y apuntó a uno de los colonos franceses.
– No me importa quién de ustedes viva o muera -dijo-. No es asunto mío. Mataré a uno de estos franceses para dejar clara mi postura, a menos que usted -miró a Andrew- se ponga en pie y empiece a caminar y no vuelva a mirarme en los próximos días. Hasta que lleguemos a Pittsburgh. Así que, arriba, y no vuelva a abrir el pico.
¿Cómo podía un hombre soportar tamaña humillación? Creí imposible que Andrew fuese a tragarse el orgullo y la rabia para salvarse él mismo, pero lo hizo para salvar al desconocido. Se levantó y, con la mirada al frente, echó a andar. Cuando lo hizo, toda la comitiva se puso en marcha. Le pasé el brazo por el hombro pero él no reaccionó. No creo que hubiese podido articular una palabra.
Reynolds puso de nuevo el seguro en el rifle y lo bajó. Hendry cabalgó a nuestro lado, riéndose en voz baja como si recordara un chiste de un pasado lejano. Por fin, se rascó el sarpullido de debajo de la barba y dijo:
– La próxima vez que se desmadre, Maycott, lo lamentará. A Reynolds quizá le guste matar franceses, pero yo creo que preferiré joderme a su mujer.
No esperó respuesta sino que siguió adelante, dejándonos sumidos en el silencio y viendo cómo Phineas miraba furioso a Hendry durante el resto de la jornada.
Por lo menos, temamos buen tiempo. Hicimos el camino con el primer estallido de la primavera y el sol, coronado por unas inofensivas nubes algodonosas, calentaba pero no abrasaba. Por la noche, el frescor resultaba más vivificante que incómodo y no había demasiados mosquitos. A veces llovía, pero un poco de agua no nos hacía ningún daño y nunca se prolongaba lo suficiente para que las carreteras, que ya eran muy malas, quedaran intransitables.
Mucho más inquietante era la disposición de nuestros guías, que empuñaban siempre el rifle, manteniéndolo tieso y a punto como los músculos de una bestia agazapada y dispuesta a saltar. Constantemente, reconocían el lindero del bosque por si había algún peligro, pero no explicaban nunca qué forma cobraría este. ¿Osos, panteras, indios? Uno de los franceses intentó preguntárselo a Hendry, pero este le dijo que cerrara aquella boca de franchute.
Un día seguía al otro con tediosa monotonía y, aunque el recuerdo del conflicto de Andrew con los guías no se había borrado, la herida se hizo menos pungente. De vez en cuando, Reynolds o Hendry le dirigía algún comentario trivial a mi marido, quizá para que creyera que todo había quedado olvidado.
Cuando llevábamos tres semanas de viaje, una tarde, empezamos a preparar el campamento para pasar la noche en un claro lleno de hierba. Nos sentamos, acurrucados junto a una pequeña hoguera que danzaba bajo la fuerte brisa, y comimos lo que los guías habían cazado durante todo el día -un guiso de liebre, ardilla y pichón- y unas gachas hechas con harina de maíz. Rara vez conversábamos con los otros colonos; de igual modo, Andrew y yo, que tan a menudo nos pasábamos días y noches en tranquila charla, ahora nos hablábamos con menos frecuencia cada vez.
Mientras comía, levanté la mirada y vi que de entre los árboles salían una mujer india y una niña. Los guías empuñaron las armas y creí que Hendry las iba a matar, pero Reynolds se lo impidió.
– No seas idiota -le dijo, mostrando los dientes como un animal y Hendry bajó el arma, esbozó una sonrisa casi desdentada y escupió tabaco en el suelo, cerca de un francés, su mujer y el hijo de ambos.
Las dos indias se acercaron con cautela. La adulta cojeaba y llevaba un harapiento vestido de pieles de animales que quizá hubiera sido bonito, pero que en esos momentos estaba manchado y andrajoso y, como descubrimos al acercarnos, apestaba. La niña, que no tendría más de diez u once años, llevaba una camisa de algodón que debía de haber sido blanca, pero que entonces tenía el mismo color que todas las cosas sucias. Había sufrido quemaduras y le faltaba toda la ceja derecha. En su lugar tenía solo una horrible costura roja.
Quizá la mujer hubiese sido una india regia, pero las circunstancias la habían degradado. Tenía la cara sucia, manchada de barro, y la expresión endurecida debido, no me cupo ninguna duda, a la violencia sufrida, ya que tenía el labio inferior partido como si le hubieran dado un puñetazo. No se necesitaba mucha imaginación para ver que aquellas pobres vagabundas habían viajado a través del caos y tal vez lo llevaban a su estela. Andrew debió de pensar lo mismo porque me tomó la mano y me la apretó con fuerza.
Cuando las indias se encontraban a unos diez pasos del campamento, la mujer se llevó la mano a la boca, haciendo una seña que indicaba comer. Me fijé en que había perdido varias uñas y que le sangraba el pulgar por un corte.
Aunque podríamos haber apartado para ellas una ración suficiente de nuestra comida, a Reynolds la caridad se le daba tan mal como echar alas y salir volando.
– Seguid caminando -dijo, blandiendo el arma ante aquellas pobres criaturas.
– No podemos permitir que alejen a esas desgraciadas -me susurró Andrew.
La escena me revolvió el estómago. Andrew estaba ansioso por reparar su honor, aunque solo fuera a sus propios ojos, y yo sabía que no se quedaría callado mientras los guías ahuyentaban a aquellas refugiadas. Sin embargo, me daba perfecta cuenta de que Andrew no podía desafiarlos en aquel asunto. Nada de lo que dijera los persuadiría y solo conseguiría que decidiesen ser más crueles.
– Ellas saben lo que se hacen -dije, agarrándome a un clavo ardiendo-. Nosotros no sabemos nada de indios.
– Sabemos de seres humanos -replicó mi marido, imperturbable-, y estos están necesitados.
Empezó a ponerse en pie pero, antes de que pudiera hacerlo, le di un empujón en el hombro que lo sentó y yo me levanté. Andrew no tuvo tiempo de protestar, pues yo ya me había alejado unos pasos en dirección a Reynolds.
– Quizá podríamos ser caritativos y darles un poco de comida.
Hendry soltó su desagradable risa y las venas del cuello empezaron a hinchársele.
– Es lo que hacen los cristianos -proseguí sin distraerme, mirando a Reynolds.
– Pero ellas no son cristianas -replicó este-. Le pagarían la generosidad con sangre.
Phineas, el muchacho, asintió con su joven cabeza, enseñó los dientes y, con el dedo, hizo el ademán de apretar el gatillo. Unos mechones de su pelo correoso le cayeron sobre los ojos, pero no los apartó.
– Incluso esa chiquilla quemada nos mataría si tuviera la oportunidad -dijo Reynolds-. Eso es lo que hacen.
– ¿Cómo puede estar tan seguro de que no están bautizadas? -pregunté.
Los dos hombres se echaron a reír de la manera en que los adultos se ríen de las preguntas peregrinas que hacen los niños. Phineas agachó la cabeza, como si aquel asunto, en cierto modo, lo avergonzara.
La mujer se señaló el cuello y volvió a hacer el gesto que significaba comer. Entonces vi que llevaba un collar, unos huesos delicadamente tallados en filigrana que parecían el estallido de una estrella. La india dijo algo y su manera de hablar no me pareció la de una salvaje. Cuando vi que Andrew ladeaba la cabeza hacia ella, advertí que hablaba en una suerte de francés chapurreado, que no necesité que nadie me lo tradujera.
– Dice que cambiará sus joyas por comida -expliqué-. No creo que tenga nada más de valor.
– Pues yo creo que tiene algo más -dijo Hendry-. Algo que yo cambiaría.
– Calla -dijo Phineas, sorprendiendo a todo el mundo.
– ¿Qué? ¿No quieres esas bonitas joyas? -le dijo al muchacho.
– Calla -repitió Phineas-. Mátalas y basta.
– Preferiría esperar a que hagan algo que no me guste y, entonces, matarlas -dijo Hendry-. Pero quizá le quite esa cosa tan bonita que lleva colgada del cuello.
– ¿Será usted tan vil de quitarle lo único de valor que posee y que puede cambiar por unos bocados, cuando a nosotros nos sobra comida? -exclamé.
– ¡Maycott! -gritó Reynolds-. Haga sentarse a su mujer. ¡Ha vuelto a desmadrarse!
No le di a Andrew la oportunidad de replicar porque cualquier palabra suya habría resultado incendiaria.
– Aunque ellas sean salvajes -dije-, nosotros somos cristianos. Tenemos que darles de comer. Y si no le gusta, mátenos.
Andrew palideció y comprendí cuál era su temor: que lo humillaran una vez más y que no le quedara otro remedio que defender su honor. Sin embargo, a Reynolds mis palabras no parecían haberlo alterado. Cogió un hueso de conejo y le quitó la carne hervida. Luego, tras las debidas consideraciones, aquel Solón del Oeste asintió, completadas sus cavilaciones.
– ¡Crédulos idiotas! -profirió-. Que se queden, pues, pero la responsabilidad de lo que suceda es de ustedes.
Con un gesto, les indiqué a las dos indias que se sentaran. Comprendimos que no les darían comida y que Andrew y yo tendríamos que compartir con ellas nuestras raciones. Algunos de los otros colonos también lo hicieron, pero la mayoría se abstuvieron ya que no querían enfrentarse a Reynolds poniéndose de nuestra parte. Las indias se sentaron junto a nuestra hoguera, encorvadas sobre la comida que les habíamos dado y mirando a todas partes sin parar, como animales cautelosos. Comieron con las manos, manchando la pitanza de sangre y barro. A la mujer le faltaban dos dedos de la mano izquierda y la herida parecía reciente, pues la tenía en carne viva.
Yo había creído que Phineas era un chico sensible, pero observaba a las indias desde las cercanías del campamento con la mano en la empuñadura de la pistola, sin apartar los ojos de ellas, esperando alguna amenaza que no llegaba nunca a manifestarse.
Andrew intentó entablar conversación con las nativas, pero la mujer no dijo nada más y la niña, si sabía hablar, en nuestra lengua o en la suya, no dio muestras de ello. Comieron pichón -fue lo que les gustó más- y budín de maíz y, cuando terminaron, se alejaron unos cincuenta pasos de los demás, se enroscaron en el suelo y se durmieron sin más dilación. Andrew no me comentó nada sobre lo que yo había hecho por las indias -y por él- pero, cuando nos acostamos, me abrazó, yo lo abracé y dormimos juntos cual pareja de enamorados, como no habíamos hecho desde que nos habíamos puesto en camino hacia el Oeste.
Dos disparos en rápida sucesión me despertaron por la noche. Sonaron distantes, pero reconocí el sonido. Me senté y miré a mi alrededor. El fuego seguía ardiendo y no se había despertado nadie. Me convencí de que lo había soñado pero, por la mañana, supe que no era así. Cuando abrí los ojos, las indias habían desaparecido. Reynolds y Hendry actuaron como si no hubiese sucedido nada y no hicieron comentario alguno pero vi que Hendry llevaba la espléndida joya de hueso colgada del cuello.
– Lo hizo el chico -dijo, mirándome de reojo. En sus ojos entrecerrados había un brillo de placer malvado-. Las despertó, se las llevó y lo hizo. Como dijo ayer Reynolds, los responsables de lo que sucediera eran ustedes.
Se alejó riendo como si hubiera contado el mejor chiste del mundo.
Andrew y yo decidimos no hablar del incidente y yo cabalgué al lado de Phineas. La insinuación de que había matado a aquellas dos indias a sangre fría me aterrorizaba, pero también me fascinaba. ¿Qué impulsaría a un muchacho, me pregunté, a cometer un crimen tan espantoso?
– Me han dicho que les hiciste daño a las visitantes -comenté tras un rato de silencio. Yo había ya observado que, en el Oeste, las conversaciones a menudo empezaban después de un respetuoso período de silencio.
– No voy a hablar de ello.
– A mí podrías contármelo -dije, esperando que mi cara reflejase un cariño que no sentía.
Phineas calló y me pareció mejor no insistir. Sin embargo, al cabo de una hora de que yo hubiese sacado a relucir el asunto, me sorprendió rompiendo su silencio. En un tono plano y monótono, como un oráculo cuya boca no es más que el instrumento de un espíritu remoto, me explicó que desde los siete u ocho años había vivido en un asentamiento situado a unas veinte millas de Pittsburgh, la gran metrópoli de la Pensilvania occidental, como el señor Duer la había descrito.
– No es Filadelfia -me dijo Phineas-, pero es grande, lo más grande que había visto antes de viajar al Este. Tal vez tenga mil habitantes.
Su padre y él viajaban a Pittsburgh cinco o seis veces al año y Phineas se había criado aprendiendo a observar el terreno, las hojas de los árboles y el cielo. Era un rastreador, como demostraba cada día que nos hacíamos a la carretera. Cataba la tierra y olfateaba el aire, mitad ser humano, mitad animal; mitad hombre blanco, mitad indio.
Un día, emprendió un viaje no solo con su padre, sino también con su madre, su hermano pequeño y su hermana mayor. La madre y el hermano pequeño estaban enfermos -tenían fiebre y vomitaban- y necesitaban un médico. El único que había en cientos de millas estaba en Pittsburgh, o eso pensaban. No obstante, cuando llegaron a la ciudad, supieron que lo habían matado hacía tres semanas en una discusión sobre cuál era el mejor aliño para un pato asado.
No tenían dinero para quedarse en la población ni siquiera una noche y, con la mujer y el niño enfermos, volvieron al bosque para regresar a su cabaña. Sin embargo, no habían recorrido ni tres millas cuando un trío de guerreros indios les tendió una emboscada. Era finales de otoño, pero el tiempo se había vuelto cálido; era lo que llaman el «verano indio», porque es en este período cuando los indios salen a guerrear por última vez hasta que vuelva la primavera. Por ello, aquellos hombres iban casi desnudos, llevaban la cabeza rapada y afeitada con motivos salvajes, y la cara y el cuerpo, cubiertos de unos símbolos demoníacos debido a los cuales parecían criaturas del infierno. Y debían de serlo porque, en apenas un momento, uno de ellos cortó la cabeza al padre de Phineas. No bien completada aquella atrocidad, otro guerrero agarró a la madre del muchacho y la obligó a presenciar cómo su compañero agarraba al hijo pequeño por el pie, lo volteaba por encima de su cabeza y lo estampaba de cráneo contra un árbol. Solo entonces se apiadaron de ella y la degollaron.
Un guerrero agarró a Phineas y otro a su hermana, tapándoles la boca con la mano. A la sazón, Phineas tenía nueve años y su hermana, once. Habían presenciado la muerte de sus padres y de su hermano pequeño y no les permitían llorar de pena y de terror. Mientras uno de los indios sostenía a la hermana, otro empezó a cortarle la ropa con un cuchillo de aspecto fiero, largo y curvo, que reflejaba la luz del sol. El que sujetaba a Phineas, extasiado con aquella orgía de violencia, relajó la fuerza con que lo agarraba y el muchacho consiguió pisarle los mocasines. Era un golpe fútil que no podía dañar al poderoso guerrero, pero bastó para que este lo soltara. Phineas quedó libre y huyó hacia el bosque, dejando atrás los cadáveres de sus padres y de su hermano y a su hermana en manos de los monstruos, donde debía de seguir. Eso, suponiendo que no la hubieran quemado viva, como tienen por costumbre a veces.
El chico regresó a Pittsburgh y contó lo ocurrido y unos hombres armados de pistolas y odio contra los indios salieron al bosque. La idea de que los indios podían ser criaturas humanas con alma, capaces del bien y del mal, está considerada una patraña romántica. Todo el mal que el hombre blanco ha hecho a los indios se ha olvidado, pero cualquier crimen que los indios cometen contra los blancos, les queda grabado en el alma. Estos hombres odian a los indios con una pasión que, si no se siente, no puede comprenderse, y si les surge la oportunidad de matar a un indio, no la pasan por alto. La historia de Phineas era de las que desataban sus pasiones más brutales. Soltaban maldiciones, culpando no solo a los salvajes sino también a las gentes del Este, que no gastaban dinero en la protección del Oeste. No les quedaba más remedio, decían, que tomarse la justicia por su mano.
En el bosque, los hombres de la partida no encontraron nada, ni siquiera los cadáveres, pero se les había encendido la sangre y no iban a quedarse de brazos cruzados. En lugar de matar a los malhechores que habían cometido aquellos crímenes, dieron media vuelta y, seguidos de Phineas, se dirigieron a una pequeña cabaña situada a las afueras de la ciudad, llena de indios evangelizados, siete en total, entre ellos niños pequeños. Los indios no se resistieron. No tenían armas con las que luchar, pero los blancos los encerraron dentro de la casa y le prendieron fuego. Mientras la vivienda era pasto de las llamas, Phineas oyó que sus voces se elevaban en un cántico, pidiéndole al Señor que los llevara a casa.
Phineas me contó esta historia sin inflexiones en la voz, ni emoción alguna. Sonaba vacía y hueca como una vieja leyenda, como el relato de la infancia de un desconocido que no guardase ninguna relación con sus propias experiencias. Cuando terminó, apartó el rostro. Al principio creí que era por vergüenza, pero enseguida advertí que se trataba de algo más visceral. La historia había sido como la flema que se aloja en los pulmones. Hay que expectorarla y, cuando ya ha salido, no se vuelve a pensar en ella.
– Anoche, ¿mataste a esas indias? -pregunté al cabo de mucho rato.
– No voy a dejar nunca vivo a un indio, si tengo la posibilidad de matarlo. Voy a ser un gran exterminador de indios, como Lou Wetzel. ¿Ha oído hablar de él? Es el hombre que ha matado más indios en el Oeste.
– ¿Es eso lo que realmente deseas? -pregunté, sin saber qué más decir.
– El deseo no es lo que cuenta. Soy así. Ahora que sabe lo que he hecho, ya no querrá ser amiga mía, pero es inevitable. Por ahora. Pero ya verá, ya. El Oeste te cambia. No te deja ser cristiano. Si soy como soy, es porque el Oeste me ha hecho así. Y usted será lo que el Oeste haga de usted.
Estábamos llegando al final de la etapa del día y él enseguida se dedicó a montar el campamento. Dejé al pobre chico y volví junto a Andrew, que no preguntó nada sobre lo que había dicho el muchacho. Ni yo se lo conté: callé y pensé en el horror en que se había convertido nuestra vida. Habíamos cambiado lo poco que teníamos por un pasaje al infierno y no tenía respuesta para la pregunta que me rondaba en la cabeza sin cesar: ¿qué he hecho? No quería que Andrew se preguntase lo mismo.
Por lo que respecta a Phineas, nunca más volvió a ser amable conmigo. A decir verdad, se volvió hostil, incluso agresivo. Antes, me miraba como a una madre; a partir del incidente, actuaba como los otros hombres, que me miraban el cuerpo con hambriento interés. Si yo caminaba demasiado despacio, me lanzaba una mirada furiosa. Si tropezaba, me señalaba y se reía. Empecé a tenerle miedo y mantuve la distancia. Los hombres eran enemigos y podía odiarlos, pero la juventud de Phineas hacía que su dureza me resultase mucho más aterradora.
Diez días después, tras unas jornadas cargadas de tensión y de miedo pero sin incidentes destacables, llegamos a Pittsburgh, aunque lo hicimos con grandes dificultades. No pudimos entrar a la ciudad sin más, puesto que el camino estaba impracticable debido a unas enormes montañas de carbón, por lo que, para recorrer las últimas millas, personas y animales y todas las pertenencias nos apelotonamos en una gran barcaza que bajó por el Monongahela, impulsada por unos hombres fornidos, musculosos y barbudos, casi Codos descamisados, que hundían unas grandes pértigas en el cauce del río para que aquel pesado vehículo se moviera.
El paisaje era escarpado y hermoso a la vez, ciertamente sublime en la indómita majestuosidad de sus colinas onduladas y sus densos bosques. La ciudad propiamente dicha era harina de otro costal. Antes incluso de que la barcaza amarrara en el muelle, ya vi que llamar ciudad a Pittsburgh era como llamar festín a un trozo de pan duro y una corteza de queso seco. No era más que un claro lodoso con cabañas de madera de las formas más irregulares e impensadas, todas cubiertas de polvo de carbón. En ella no había calzadas, solo pasajes llenos de barro que, según los fundadores de la ciudad, eran reparados con regularidad cuáquera. La gente tenía un aspecto más salvaje que civilizado. Los más afortunados vestían unas prendas hiladas en casa y de unos modelos que estaban en boga hacía cinco años, aunque a mí me alivió ver incluso las enaguas de satén o los chalecos bordados más pasados de moda. Los demás, si eran hombres, vestían pantalones de ante y camisas de cazador, y las mujeres, unas burdas faldas de arpillera. Todos los hombres llevaban barba y eran ariscos, y a un número desproporcionadamente alto de ellos les faltaba un ojo. Las mujeres, por su parte, a menudo eran deformes o jorobadas, con la cara estropeada por la intemperie y las manos rígidas y artríticas como garras de demonio. Raro era el ciudadano que tenía la mitad de la dentadura y todos los habitantes, como los edificios, iban cubiertos de polvo de carbón.
Avanzamos penosamente por las enfangadas calles de Pittsburgh observando en atónito silencio las destartaladas casas, más tiznados de hollín a cada paso que dábamos. Sabíamos que aquel iba a ser, a partir de entonces, nuestro sueño. Aquella sucia y fangosa cuadrícula de toscas cabañas llegaría a parecemos, cuando las semanas se volvieran meses y los meses, años, una gloriosa metrópoli. ¿Cuánto tiempo tendría que pasar para que aquella decrepitud se nos antojara comparable al esplendor de Nueva York? ¿Cuánto tiempo, hasta que nos durmiéramos imaginando lo que haríamos cuando llegáramos a aquella ciudad maravillosa?
Duer dispuso que nos alojáramos por separado con distintos habitantes de la ciudad para pasar la noche. Por la mañana, nos llevarían a nuestras parcelas. A Andrew y a mí nos dieron un espacio en el suelo -que no era más que tierra apisonada- de una deplorable cabaña, un poco más grande que las demás pero repleta, fría y maloliente como una curtiduría. Compartimos aquel espacio, que se me antojó algo mejor que la tienda de campaña de un explorador, con una pareja y sus tres hijos y, además, con dos cerdos que entraban y salían de la casa a su antojo. Tenía una sola habitación, aunque en ella había una cama para los adultos y otra para los chicos, y los escasos muebles eran piezas toscas, hechas de barriles y embalajes y troncos cortados. Aquella noche, la cena consistió en un estofado de maíz indio y patatas, acompañado de la carne correosa de la vieja vaca lechera que acababan de matar. Solo tiempo después supe que nuestros anfitriones eran una de las familias más importantes del lugar.
La cena no se sirvió con agua, vino o té, sino con licor, una suerte de ron occidental del que yo no había oído nunca hablar. El marido, la mujer e incluso los niños lo bebieron como si fuera un dulce néctar, pero yo apenas conseguí tragármelo. Me supo a veneno ardiendo en llamas pero Andrew, disfrutando tal vez con la distracción de algo nuevo y que no resultaba amenazante, lo paladeó como si fuera un costoso vino rosado.
– ¿Cómo está hecho? -preguntó-. ¿Con qué variedades? ¿Cuánto tiempo ha envejecido?
– ¿Envejecido? -se extrañó nuestro anfitrión.
– Sí -dijo Andrew, que tenía algunos conocimientos, adquiridos en su juventud, acerca de cómo se hacía el vino-. ¿Tiene que envejecer como el vino o no?
– Esto envejece desde que lo ponemos en la jarra hasta que lo bebemos. En realidad, no le da tiempo a envejecer. Por aquí, no tenemos dinero, ¿sabe? ¿De dónde iba a venir? No hay carreteras que lleven al Este y los malditos españoles no nos dejan utilizar el río. Si quiere comprar algo, lo compra con whisky. Quiere vender algo, le dan whisky a cambio. Este es nuestro dinero, amigo, y nadie se toma la molestia de convertir dinero en otro dinero más bonito. No se gana nada con ello.
Sin embargo, sí que podía ganarse algo. Andrew lo vio de pronto; todavía no del todo claro, pero creo que ya en aquel momento cobró forma en su cabeza una idea. Ahora sabía cómo hacían negocios los habitantes del lugar y se le ocurría que existían oportunidades para un hombre dispuesto a actuar de un modo algo distinto. No había fabricado whisky en su vida, ni había pensado nunca en hacerlo. Sin embargo, ya vislumbraba la empresa que pondría en marcha y que haría conocido su nombre en la vecindad de los cuatro condados.