Ethan Saunders
Fuera hacía un tiempo de perros, lluvioso y frío, y aunque yo no había salido de la casa de huéspedes dispuesto a morir, las cosas habían cambiado. Después de beber más de la cuenta de aquella exquisitez de la frontera, el whisky de centeno del Monongahela, me había invadido una serena resolución. Un hombre llamado Nathan Dorland andaba buscándome, muy resentido, y preguntaba por mí en todas las posadas, locales de comidas y tabernas de la ciudad, sin esconder en absoluto su intención de darme muerte. Tal vez me encontrara aquella noche; si no, lo haría por la mañana o al día siguiente, pero no tardaría más. Era inevitable que diera conmigo, porque yo estaba decidido a no resistirme a la marea de la opinión general, que se inclinaba por que debía morir. Había resuelto someterme y desde hace mucho tiempo estoy convencido de la conveniencia de mantenerse fiel a un plan, una vez firmemente establecido.
Es un principio que cultivé durante la guerra. De hecho, lo aprendí observando al mismísimo general Washington. Eso fue en los primeros días de la guerra de la Independencia, cuando Su Excelencia aún creía que podría derrotar a los británicos en una batalla campal, al estilo de las europeas, enfrentando nuestras milicias indisciplinadas y mal equipadas al poderío de los soldados regulares británicos. Lo que Washington buscaba entonces era la victoria militar decisiva; de hecho, en esos primeros tiempos consideraba que esta era la única clase de victoria que merecía la pena. El general solía invitar a sus oficiales a cenar con él; bebíamos clarete, comíamos pollo asado y tomábamos sopa de tortuga y nos contaba cómo haríamos retroceder a los casacas rojas hasta Brooklyn, de modo que aquel desgraciado conflicto habría terminado antes del invierno.
Eso fue durante la guerra. Ahora estábamos a principios de 1792 y yo me hallaba en el bar de El León y la Campana, en esa parte de Filadelfia que, eufemísticamente, denominaban Helltown, la ciudad del Infierno. En este escenario deshonroso, apuré mi whisky con agua caliente mientras esperaba a que la muerte me encontrara. Bebía dando la espalda a la puerta porque no tenía ningún deseo de ver venir a mi enemigo y porque El León y la Campana era el local menos seductor -y los había realmente repulsivos- de todo Helltown. El aire estaba cargado del humo de tabaco barato de las pipas y el suelo, de simple tierra, se había enfangado con la lluvia helada de fuera, las bebidas derramadas, los esputos y los escupitajos de tabaco de mascar. Los bancos bailaban desequilibrados sobre los surcos y caballones recién formados en el suelo y, de vez en cuando, los parroquianos ebrios tropezaban y caían al fango como árboles talados. Cuando esto sucedía, tal vez un compañero de juerga se dignaba agacharse y volver al caído boca arriba para que no se ahogara, pero no había ninguna seguridad de que lo hiciera. Los amigos que uno hacía en Helltown no eran los más recomendables.
Se reunía allí una curiosa mezcolanza: pobres, prostitutas, desesperados, criados huidos de sus amos por una noche, por un mes o para siempre. Y junto a esta gente estaban, lanzando los dados sobre superficies desiguales o inclinados sobre una mano de cartas extendida encima de un tapete descosido, los caballeros con sus finos trajes de lana, sus medias blancas y sus hebillas de plata relucientes. Estos habían acudido a observar y a codearse con la pintoresca chusma y, la mayoría de ellos, a jugar. Era el ánimo que reinaba en la ciudad, ahora que Alexander Hamilton, aquel pasmoso bufón, había inaugurado su gran proyecto, el Banco de Estados Unidos.
Como secretario del Tesoro, había transformado el país, de faro y guía republicano para la humanidad, en un paraíso para especuladores. Diez años antes, de un plumazo, a mí me había transformado de patriota en proscrito.
Saqué del bolsillo un reloj, en aquel momento mi única posesión de valor si no contaba a mi esclavo, Leónidas. A pesar de las decisiones que habían prevalecido entre los juiciosos redactores de nuestra Constitución, yo nunca había concebido del todo a Leónidas como una propiedad. Era un hombre, y mejor que cualquiera que haya conocido. No encajaba conmigo que tuviera un esclavo, sobre todo en una ciudad como Filadelfia, cuya reducida población de negros propiedad de alguien no pasaba de unas decenas y donde se podía encontrar cincuenta negros libres por cada esclavo. Yo no podría jamás vender a Leónidas, por muy acuciante que fuese la necesidad, porque no me parece correcto comprar y vender seres humanos. Por otra parte, aunque no era culpa suya, Leónidas valdría en una subasta el equivalente a cincuenta o sesenta libras en dólares y siempre me había parecido una locura emancipar semejante suma.
Así pues, en términos prácticos, el reloj era en aquel momento mi único objeto de valor; un hecho lamentable, dado que se lo había quitado a su legítimo propietario apenas unas horas antes. Su brillante esfera me indicaba que eran las ocho y media. Dorland habría terminado de cenar -tarde, como era la moda- hacía más de dos horas y habría tenido tiempo suficiente para reunir a sus amigos y venir a buscarme. Podía llegar en cualquier momento.
Devolví al bolsillo el reloj que había robado en Chestnut Street. Su propietario era un orondo comerciante, pomposo y engreído, que estaba hablando con otro pisaverde como él en mitad de la acera y no me había prestado atención cuando había pasado rozándolo. Yo no había planeado quedarme con el reloj, ni tenía por costumbre dedicarme a vulgares raterías, pero la ocasión había resultado muy tentadora y no me había parecido que hubiese ningún motivo para no birlárselo y desaparecer por aquella calle abarrotada, en la que resonaban los bastones de banqueros, cambistas y comerciantes. Vi el reloj, vi que podía robarse y vi cómo hacerlo.
Aun así, si aquello hubiera sido todo, habría dejado pasar la ocasión. Pero entonces oí hablar al hombre y fueron sus palabras, no mi necesidad, lo que me empujó a coger lo que no era mío. Aquel hombre, aquella bola de sebo que parecía un oso corpulento de trasero gordo, embutido en un traje azul de terciopelo arrugado, comentaba que había sido invitado a una reunión en casa del señor William Bingham, la semana siguiente. Esto era todo lo que sabía de él: que un hombre que simplemente hacía dinero, un mero tendero glorificado, había sido invitado a codearse con la mejor sociedad de Filadelfia; de hecho, de todo el país. Y yo, que lo había sacrificado todo por la Revolución, que había arriesgado la vida a cambio de menos que nada, era poco más que un mendigo. Por eso le quité el reloj y desafío a cualquiera a reprochármelo.
Ahora que era mío, examiné la pintura del interior de la tapa: era el retrato de una joven de aún no veinte años, de rostro rollizo como el del dueño del objeto, con una mata de cabello rubio y unos ojos separados y muy abiertos, como si estuviera en un estado de asombro perpetuo mientras posaba. ¿Una hija? ¿La esposa? Poco importaba. Le había robado a un desconocido algo de valor sentimental para él y, ahora, Nathan Dorland venía para vengar tales ofensas, demasiado numerosas para enumerarlas.
– Bonito reloj -comentó Owen, detrás de la barra. Era un hombre alto, de cabeza larga y estrecha con la forma de una de esas jarras de peltre en las que tomaba la cerveza, y cabellos trigueños que se rizaban como la espuma-. Piezas como esa pueden ayudar bastante a saldar una deuda -añadió, y extendió una de sus manos carnosas, cubiertas de aceite, suciedad y sangre de un corte reciente en la palma, al que no prestaba atención.
Me encogí de hombros y respondí:
– No me cabe duda, pero tienes que saber que el reloj es recién robado.
El tabernero retiró la mano y la restregó en el sucio delantal.
– No se lo tome a mal, pero debo mandarle a que lo venda ahora, antes de que lo pierda jugando.
– Si fuera a convertir este reloj en metálico, no utilizaría el dinero en algo tan efímero como una deuda de taberna. -Empujé mi jarra vacía hacia él y añadí-: Otra, por favor, muchacho.
Owen me miró un instante, con aquel pichel que tenía por rostro contraído de indecisión y los labios fruncidos. Era un hombre joven, que aún no había cumplido los veintidós, y sentía una profunda veneración, casi religiosa, por aquellos que habían luchado en la guerra. Dado que vivía en un rincón de Helltown y se movía entre círculos sociales de poca monta, no había oído nunca contar cómo había terminado mi carrera militar y yo no veía que fuese a traerme ningún provecho facilitarle una información que conduciría a desilusionarlo.
En lugar de ello, le contaba otros detalles. El padre de Owen murió en la batalla de Brooklyn Heights y, más de una vez, yo le había regalado al tabernero la historia de cómo había conocido a su padre aquel día sangriento, cuando era capitán de un regimiento de Nueva York, antes de que se descubrieran mis auténticas capacidades y dejara de vérseme en el campo de batalla. Aquel día conduje a mis hombres y, cuando le contaba la historia a Owen, mi voz se llenaba del fuego de los cañones, de los estertores de agonía y del húmedo crujir de la bayoneta británica al penetrar en la carne patriota. Recordaba cómo, en el caos de la ignominiosa retirada, le había dado pólvora al honorable padre de Owen. Mientras volaban en torno a nosotros las balas de mosquete, entre la sangre y las extremidades arrancadas de cuajo, con el aire cargado de humo acre y perseguidos por los británicos que nos aplastaban con furia imperial, yo me había detenido a ayudar a un miliciano voluntario y habíamos compartido un momento de camaradería revolucionaria que desafiaba nuestras diferencias de rango y posición. El relato hacía que siguieran fluyendo las copas.
Owen agarró mi jarra, echó en ella una buena medida de whisky de una botella destapada y agua caliente de un cazo arrimado al fogón y volvió a dejarla delante de mí con un estruendo considerable.
– Más de uno diría que ya ha bebido bastante -comentó.
– Más de uno, sí -asentí.
– Y más de uno diría que abusa usted de mi generosidad.
– ¡Bastardos impertinentes!
Owen volvió la cabeza y yo abrí el reloj una vez más y lo dejé sobre el mostrador, donde pudiera ver el avance de las manecillas y el retrato de aquella muchacha que significaba tanto para el comerciante. A mi derecha, se sentaba el esqueleto ambulante de un hombre envuelto en un gabán andrajoso que cubría una vestimenta notoriamente sucia. Iba sin afeitar y sus ojos desagradables, alojados entre el ralo pelo castaño de la cabeza y el vello oscuro y tupido de las mejillas, lanzaban miradas a hurtadillas al objeto. Yo había visto entrar al individuo una hora antes; se había acercado al mostrador, le había entregado unas cuantas monedas a Owen y este, a cambio, le había dado un sobrecito de papel. Owen cerró rápidamente la venta de aquel polvo verdusco que llamaban mosca española y que poseía cualidades afrodisíacas, aunque el hombre, con su polvo mágico en la mano, pareció que se contentaba con sentarse a la barra y echarnos miradas a mí y a mi reloj.
– Mucho observa usted mi reloj, caballero.
El hombre movió la cabeza en gesto de negativa:
– No lo miraba.
– Lo he visto, caballero. He visto cómo fijaba en él sus ojos codiciosos.
– No es cierto -dijo él, con la vista clavada en su bebida.
– No disimule, caballero. Usted codicia mi reloj -dije y lo sostuve en el aire por la cadena-. Cójalo, si tiene valor. Quítemelo de la mano aquí, donde puedo verlo, en lugar de acechar en la oscuridad como un ladrón descuidero.
El tipo continuó mirando el fondo de su jarra de peltre como si esta fuera una bola de cristal y él, un mago. Owen le cuchicheó un par de palabras y el huesudo mirón se retiró a un rincón de la barra, dejándome en paz. Era lo que yo siempre prefería.
Las manecillas del reloj avanzaron. Era extraño cómo uno podía ponerse de tan mal talante. Unos días antes, apenas, yo consideraba el afán de venganza de Dorland una vaga diversión. Ahora, me alegraba dejar que me matase. ¿Qué había cambiado? Habría podido mencionar muchas cosas, muchísimas decepciones, fracasos y luchas, pero sabía que no debía hacerlo. Había sucedido aquella mañana, cuando salía de mis aposentos y, a media manzana delante de mí, había visto de espaldas a una mujer que se alejaba rápidamente. Desde la distancia, entre el bullicio de peatones, había distinguido un gabán de color miel y, encima de él, una mata de cabellos dorados sobre la que se asentaba un sombrero de ala ancha, muy formal aunque poco práctico. Por un instante, guiándome solo por el color del pelo, por la manera en que le colgaba el gabán de los hombros y por cómo sus pies pisaban los adoquines, creí que era Cynthia. Me convencí, aunque solo fuese durante unos segundos, de que al cabo de tantos años y aunque casada con un hombre muy distinguido, Cynthia Pearson había sabido que ahora vivía en Filadelfia, había dado con mi paradero y había acudido a verme. Tal vez, reconociendo lo impropio de su conducta, se había acobardado en el último momento y había vuelto sobre sus pasos, pero había querido verme. Todavía me añoraba como yo a ella.
Aquella certeza absoluta, irreductible, de que se trataba de Cynthia duró apenas un momento y a continuación, con igual rapidez y la misma intensidad, me golpearon la decepción y la humillación. Naturalmente, no era ella. Por supuesto, Cynthia Pearson no había venido a llamar a mi puerta. La idea era absurda y el hecho de que, al cabo de diez años, estuviera tan dispuesto a creer lo contrario demostraba lo vacía que encontraba mi triste existencia.
Cuando Owen regresó, cerré el reloj y lo guardé antes de apurar la jarra.
– Ten la bondad de ponerme otra -le pedí.
Owen se inclinó hacia mí meneando la cabeza, con su nariz de asa de jarra borrosa a la luz de los candiles.
– Apenas se tiene usted sentado en el taburete. Váyase a casa, capitán Saunders.
– Otra. Si he de morir esta noche, quiero hacerlo bien borracho.
– Yo diría que ya lo está -dijo una voz a su espalda-, pero sírvele otro trago, si él quiere.
Era Nathan Dorland. No necesitaba mirar, pues conocía la voz.
Owen entrecerró los ojos con aire de irritación, pues Dorland no era una figura que impusiera: ni alto, ni corpulento, ni confiado, ni dominante.
– Salvo que sea amigo del capitán Saunders (y me parece que no lo es, a juzgar por su aspecto), yo diría que esto no es de su incumbencia.
– Me incumbe, sí, pues tan pronto este canalla haya terminado de beberse ese trago, tengo intención de llevármelo fuera y enseñarle un concepto llamado justicia, con el que no está muy familiarizado.
– Y, en cambio, conozco muy bien el de injusticia. Qué irónico -dije.
– Ignoro qué querellas tiene usted con él -continuó Owen-, aunque conozco lo suficiente al capitán como para estar seguro de que le ha dado motivos, pero aun así no le causará usted daño. Aquí, no. Si se siente agraviado por él, debe retarlo a duelo, como un caballero.
– Ya lo he hecho y él ha rehuido el desafío -respondió Dorland, gimoteando casi como un chiquillo.
– Los duelos se libran a una hora tan temprana… -le dije a Owen-. Resulta tan bárbaro…
Owen se volvió a Dorland.
– Ya lo ha oído. No tiene ningún interés en pelear y usted debe respetar eso. Este hombre es un héroe de la guerra y tengo una deuda con él por mi padre. Defenderé su derecho a pelearse o no con quien él quiera.
– ¡Vaya héroe! -bramó Dorland-. Supongo que se pasa la vida narrando historias del tiempo que estuvo con Washington, pero debe de haberse olvidado de contar esa en la que fue expulsado del ejército por traición. ¿No la conoce? Pregúntele a él, si lo duda. La carrera militar del capitán Saunders terminó de forma deshonrosa y, con respecto al padre de usted, sepa que a todos los taberneros de Filadelfia les ha contado que combatió con su padre, su hermano, su tío o su hijo. Aquí, nuestro amigo, ha repartido pólvora a tantos hombres condenados que es como el ángel de la muerte.
A Owen le brillaban los ojos a la luz de la lumbre y me encogí de hombros, pues Dorland me había pillado. Nunca me escabulliría de una falsedad, pero me pareció despreciable mentir respecto a una mentira.
– Estuve en Brooklyn Heights, en cualquier caso -dije-. Es posible que viera a tu padre y, no importa lo que puedas oír de mí, Owen, te prometo que jamás fui un traidor. Jamás.
Mis palabras solo sirvieron para que Owen se pusiera más lloroso. Se volvió a Dorland y le dijo:
– Márchese. No quiero problemas. Y usted tampoco.
– ¿Cuánto le debe Saunders? -en la voz de Dorland capté la desenvoltura que da la riqueza-. Pagaré su deuda.
Owen no dijo nada, de modo que hablé yo:
– Casi once dólares -dije. No era verdad. Debía menos de seis pero, si Dorland iba a pagar por matarme, que Owen sacara provecho de ello, por lo menos.
Oí a mi espalda la música del metal contra el metal y, a continuación, una bolsa aterrizó sonoramente sobre el mostrador.
– Ahí van tres libras británicas -anunció Dorland-. Casi quince dólares. Ahora, Saunders viene conmigo.
Hice un gesto de asentimiento a Owen.
– Me ha llegado la hora. Gracias por las bebidas, muchacho.
Me levanté del áspero taburete de madera y el local se zarandeó y se puso patas arriba. El suelo se vino hacia mí y los taburetes de la barra echaron a volar como pájaros sobresaltados. Reflexioné un instante sobre el peligro de beber tanto rato sin levantarse: a menudo, cuesta saber con exactitud lo bebido que está uno, si no hace ningún movimiento nuevo para comprobarlo. Y, a continuación, creo que me desplomé inconsciente.
La lluvia fría que caía con fuerza me despejó lo suficiente para que no estuviera dormido durante mi propio asesinato. Me dolían las sienes del exceso de whisky y de un puntapié que consideré bastante cruel administrar a un hombre ya caído. Un golpe muy desconsiderado. Un dolor agudo me penetró en las costillas, producto, supuse, de las patadas que recibía en los costados. Sin embargo, en estas encontré menos maldad. ¿Qué cabe hacer con un enemigo caído, si no es patearlo en las costillas? La cabeza, en cambio…, eso no es juego limpio.
Noté en la boca el sabor metálico de mi propia sangre y del hollín de la nieve sucia, que se amontonaba contra mi rostro. La sangre tenía que ser mía, pues no recordaba haber mordido a nadie. Aparté el rostro, entumecido, de la nieve fría y vi que el callejón estaba empapado de lluvia, fango y estiércol de caballo. También tenía mojados los pantalones y, aunque no podía estar absolutamente seguro, era probable que me hubiera orinado encima.
Si esto último trascendiera, no cabría atribuirlo a las consecuencias del miedo. Creo que merece la pena insistir en ello: yo había decidido que la muerte sería un resultado aceptable y no era que estuviese decidido a mostrarme filosófico, sino que ya me lo tomaba con filosofía. Vida o muerte, no tenía una predisposición clara por una o por otra. No; si me había orinado encima, tenía que ser porque uno de los puntapiés había hecho impacto en mi vientre y me había comprimido la vejiga llena. Nada salvo anatomía, filosofía natural, mecánica humana. En los libros hay diagramas que lo explican.
– Levántese. Es usted una vergüenza.
Los pies dejaron de dar golpes. Bajo la intensa lluvia, el rostro de Nathan Dorland adquirió un brillo espectral a la luz de la fina raja de luna que asomaba entre la capa de nubes de carbón. Tenía las facciones contraídas de rabia y, a pesar de su aspecto rechoncho y de su papada, enseñaba los dientes, lobuno y malhumorado a la vez, en una mueca áspera e incisiva. La nariz era demasiado larga, a modo de zanahoria, y el mentón demasiado débil, y tenía los dientes cariados y bolsas bajo los ojos. La naturaleza, igual que yo, había sido poco amable con él. No tuve sensación alguna de victoria en tomarse libertades con la bella esposa de un hombre feo pero, si lo hubiera conocido antes que a la mujer, me habría contenido, pues no soy insensible.
Conseguí incorporarme con movimientos lentos y torpes y, mientras intentaba hacerlo, me resbaló la mano en una pila de mierda. Un clavo suelto -oxidado, a juzgar por las asperezas de su superficie- me hizo un corte en la palma de la mano. Cuando me hube puesto en pie, me quedé doblado por la cintura, incapaz de enderezarme. Se me había caído el sombrero en algún punto entre la taberna y el callejón, y la lluvia fría me bañaba el rostro, limpiando de sangre mi labio partido.
Eran cuatro: Dorland y sus tres amigos, todos ellos de su edad -tal vez diez años mayores que yo- y todos igual de rollizos, de incómodos con su cuerpo y de ignorantes en el arte de la guerra. No eran hombres que hubiera de temer, pero yo estaba borracho, ellos me superaban en número y, lo más importante, no me quedaban ganas de lucha.
Dorland levantó la mano y uno de sus compañeros puso en su palma una bayoneta militar.
– En otros tiempos, los hombres portaban espada al cinto, pero nuestra época ha declinado. -Cambió la manera de empuñar el arma, sopesándola en la mano, y se acercó a mí. Sus amigos lo imitaron; dos de ellos estaban tan próximos a mí como el propio Dorland, mientras que el tercero se mantuvo a cierta distancia-. ¿Tiene algo que decir antes de que ponga fin a su vida?
– Dorland -respondí con un carraspeo-, me desagrada profundamente haberme convertido en el hombre que soy. No solo estoy bebido en este momento, sino perpetuamente. Hace media década que no tengo una fuente de ingresos estable y soy un adicto pertinaz al juego, de modo que el dinero que robo, pido prestado o, en alguna rara ocasión, gano honradamente, se me va de las manos tan pronto llega. Visto ropas viejas y harapientas y, con frecuencia, ofensivas al olfato. Y, sobre todo, creo que durante el ataque he perdido el control de la vejiga y me he meado encima.
– ¿Y cree que eso me llevará a perdonarle la vida? -preguntó Dorland-. ¿Cree que su patético estado contendrá mi mano?
– No, solo quería dejar constancia de la clase de hombre que su mujer admitió en la cama.
Por un instante, a pesar de la oscuridad, el rostro de Dorland brilló, blanco como una segunda luna, antes de volver a desaparecer en la negrura. Yo había visto muchos rostros contraídos de ira. Había matado hombres que tenían tal expresión, pero eso era la guerra y esto, ahora, era un asesinato, algo que incluso yo consideraba un crimen demasiado ruin.
Había querido sacarlo de sus casillas, por supuesto. Había querido sellar mi destino, pero, incluso después de mofarme de su dignidad y de insultarlo delante de sus amigos, me veía capaz de alterar el curso de los acontecimientos. Me bastarían unas cuantas palabras, unos comentarios bien escogidos que apelaran a su misericordia, para que aquellos hombres se sintieran importantes y magnánimos. De peores había salido, pues tenía un particular talento para ello. Este talento había sido el motivo de que Fleet, mi mentor durante la guerra, me escogiera para trabajar con él; y era lo que me había enseñado a refinar.
La bayoneta se alzó y me esforcé en mantener los ojos abiertos. Ojalá la muerte me hubiera llegado a manos de los británicos diez o doce años antes, cuando tal vez habría podido morir como un héroe. Ahora, estaba muy deteriorado, pero así era el mundo, al fin y al cabo: una serie de cosas que no resultaban tan buenas como querríamos. Esperé el golpe, dispuesto y decidido aunque temeroso del dolor, pero no llegó. En su lugar, escuché una voz que decía:
– ¡Quieta esa mano, señor! No querrá cometer un asesinato delante de testigos, ¿verdad?
Allí, a menos de cinco pasos de nuestra pequeña trifulca, se recortaba la silueta enorme de un hombre, difuminada en la oscuridad tras las cortinas de lluvia. Estaba plantado encima del soporte roto de un barril, envuelto en una capa que se agitaba al frío viento y debajo de la cual tenía los brazos levantados como si empuñaran un par de pistolas, protegidas de la lluvia.
Yo reconocí la voz, pero Dorland, no; de igual modo, solo yo sabía que aquel hombre no podía ocultar debajo de la ropa ninguna pistola de verdad.
– Esta es una cuestión de honor y no le incumbe, señor -replicó Dorland.
– Si fuera una cuestión de honor, como dice, se habrían citado al lado del Schuylkill al amanecer -dijo mi defensor-. Aquí solo veo a cuatro hombres que se disponen a matar a un quinto y no veo el menor honor en ello.
Dorland resopló y se protegió los ojos de la lluvia.
– ¿Cuánto me costará librarme de usted? -preguntó al desconocido.
El pobre Dorland, convencido de que su dinero podía con todo, no sabía juzgar a un enemigo en absoluto, medir su valor y sus medios. No; Dorland era producto de la nueva nación de Hamilton, que se levantaba a la sombra del Banco de Estados Unidos, y su aire desafiante procedía de la riqueza, de la absoluta seguridad de que esta lo hacía superior a cualquier bala de plomo, a toda proeza marcial. El individuo que aparentaba empuñar las armas bajo la lluvia torrencial no era, para él, más que un objeto que podía comprarse y venderse. Como su esposa, pensé yo. ¿Cómo se llamaba? Sally, Susan, o algo parecido. Una mujer encantadora. Con los labios rojísimos.
De repente, las nubes se rompieron, la lluvia amainó y salió una luna llena que bañó con su luz toda la escena, incluido a mi rescatador, que nos sacaba la cabeza a todos los demás, imponente y diabólico.
– Pero ¡si es un hombre solo! ¡Y no es más que un negro! -exclamó uno de los amigos de Dorland.
– Me perdonaréis -interrumpí yo-, pero en realidad somos dos.
La rectificación tal vez habría impuesto más respeto a mis adversarios de no haberla hecho mientras vomitaba en mis propios zapatos.
– Cuente como quiera, pues -dijo Dorland-. En cualquier caso, los superamos en número. Somos cuatro contra dos.
– ¿Está seguro? -intervino Leónidas en tono muy socarrón.
– ¿Qué demonios dice?
– Digo que me mire cuando hablo. Sí, aquí; eso es. ¿Qué, un negro no merece su atención? Digo que ha contado mal. -Yo no alcanzaba a verle el rostro a Leónidas, pero conocía su tono de voz. Hablaba despacio, atrayendo la atención de Dorland con un propósito. Había sucedido algo-. Somos tres contra usted solo.
No había sido así un momento antes y, sin embargo, por imposible que pareciese, lo era ahora. Yo no había visto llegar al tercer hombre, ni me había percatado de lo que hacía (por supuesto, la lluvia caía con fuerza y yo estaba aturdido del dolor, de la sangre que me subía a la cabeza y de vomitar) y, si no hubiera llegado a conocerlo más adelante, a ver de lo que era capaz, si solo lo hubiera conocido por aquel único lance, habría creído que se trataba de un espíritu, de un fantasma infernal al que no ataban leyes humanas. No estaba y, de pronto, lo descubrí plantado a mi lado. Pero había más: los tres compañeros de Dorland se hallaban ahora en el suelo.
Uno se revolcaba en el fango, agarrándose la entrepierna. Otro se llevaba la mano al cuello. El tercero yacía de espaldas, con los ojos abiertos y la bota del desconocido pisándole el pecho. El hombre empuñaba una daga fina, de hoja no muy larga, pero no dudé un instante de que en sus manos era un arma mortífera.
Contemplé al individuo, que permanecía inmóvil con sus anchos hombros en un gesto de estar preparado, como un resorte a punto de saltar. Era un hombre de constitución ligera y bien proporcionado, pero algo corto de estatura y, más extraño que eso, lucía barba. A la escasa luz del callejón no podía estar seguro, pero me pareció que tenía la piel atezada, como la de un pescador de la India.
Tan desconcertado como yo, Dorland sacudió la cabeza ante el panorama. Soltó la bayoneta y retrocedió, enseñando las manos para demostrar que no habría más jugarretas por su parte.
– ¡Suéltalo! -dijo, viendo a su amigo retorcerse bajo la bota del recién aparecido.
Sin embargo, ya no estaba en posición de negociar. Sin retirar el pie del pecho del caído, el desconocido había alargado el brazo, lo había agarrado por el cuello y lo atraía hacia sí como una rana atrapa un insecto con la lengua. En un instante, lo inmovilizó contra la pared con el codo izquierdo mientras, con la mano zurda, le agarraba la diestra. La del desconocido blandió la daga y aplicó el filo de la hoja contra el pulgar de Dorland.
– Sentirás una punzada caliente -masculló-, y después un dolor agudísimo.
Yo no conocía en absoluto a aquel hombre, pero había actuado con tal eficacia y rapidez que no pude sino suponer que se proponía en serio cortarle el pulgar a Dorland y eso no podía permitirlo. Sí, Dorland era un estúpido y sí, había considerado apropiado matarme, pero no era, ni mucho menos, el primero al que se le ocurría tal cosa. Y yo le había hecho daño, realmente. Lo había injuriado y luego me había negado a enfrentarme con él en duelo. Que perdiese el pulgar en un callejón de Helltown me parecía más de lo que se merecía o, por lo menos, más de lo que yo deseaba cargar en mi conciencia.
– Será mejor que lo deje marcharse -dije al barbudo.
– No lo creo -respondió este-. Es probable que regrese para intentarlo otra vez.
– Debo insistir en que lo suelte -repliqué, esta vez con más firmeza-. Ya que ha venido en mi rescate, querría pensar que tengo algo que decir al respecto.
El barbudo apartó de un empujón a Dorland, quien retrocedió trastabillando, pero no cayó.
Tal vez fue la oscuridad, pero el rostro del desconocido me pareció frío, casi espantosamente inexpresivo. Ni antes había estado sediento de sangre, ni ahora se mostraba decepcionado. Había considerado que el mejor proceder era mutilar a Dorland y lo habría hecho si yo no hubiera insistido en lo contrario. Ahora, con Dorland ya lejos, retiró el pie del pecho de su amigo y se apartó unos pasos de sus víctimas, que no parecían estar tan malheridas como para no ponerse en pie con esfuerzo. Aquellos eran caballeros petimetres sin agallas para una pelea callejera bajo la lluvia y en el fango. La breve experiencia de violencia y dolor les había resultado suficiente.
– Se acabó -dije-. Lárguense de aquí.
Dorland me dirigió la mirada.
– No dé por terminado nuestro asunto, Saunders -dijo, dispuesto, por lo visto, a darle la razón al desconocido.
– ¿Este encuentro no le parece decisivo? -repliqué y me puse a vomitar una vez más.
– Es usted repulsivo.
Me limpié los labios con el revés de la mano.
– Pues es sabido que las mujeres me encuentran encantador.
Dorland dio un paso hacia mí pero uno de sus amigos, el que había recibido el golpe en el cuello, lo detuvo. Dorland recogió la bayoneta caída y escapó rápidamente con sus compañeros.
Leónidas saltó de su pedestal, levantando una rociada de barro frío al caer, y me rodeó los hombros con el brazo, pues se dio cuenta de que me mantenía en pie con gran dificultad.
– Vamos a secarlo y hacerlo entrar en calor -me dijo-. Luego, le presentaré a este caballero y tendremos una buena charla los tres.
La frialdad del desconocido me irritaba, pero sabía reconocer a un buen luchador cuando lo tenía delante y le debía un agradecimiento.
– Estoy en deuda con usted -le dije.
El hombre sonrió -fue el primer signo que observaba de que tenía algo parecido a un sentimiento humano- y la suya fue una sonrisa ancha, abierta, agradable, pero también extrañamente falsa. No parecía insincera, exactamente, sino que más bien tenía el aire de ser una reacción tardía, algo que debía acordarse de hacer cuando se relacionaba con seres humanos de una manera que no implicaba violencia.
– Ha sido un auténtico placer -dijo y no tuve ninguna duda de ello.
Con el desconocido unos pasos por detrás, tal vez para asegurarse de que nuestros enemigos no intentaban una emboscada de última hora, Leónidas me condujo de vuelta, renqueando, al León y la Campana. Ocupamos una mesa cerca del fuego, atrayendo no poca atención. Mi esclavo se despojó de la capa, la colgó a secar y se quitó el sombrero, dejando a la vista una cabeza redonda de cabellos muy cortos. A continuación, sacó las pistolas y comprobó la pólvora. La visión de aquel negro grande examinando armas de fuego hizo que unos cuantos parroquianos nos miraran con aprensión. Los blancos de Filadelfia se sienten más confiados con los negros que los de climas más cálidos, pero la imagen de un africano musculoso y de anchos hombros comprobando sus pistolas no resulta nunca reconfortante. Con todo, nadie se atrevió a decir una palabra: en parte, porque no resulta aconsejable ser grosero con un hombretón armado, pero también porque había algo en el semblante de Leónidas que mitigaba las sospechas. Negro como la medianoche, pero más guapo que Oroonoko, poseía una dignidad natural y, si había un solo negro en el país que uno quisiera ver con pistolas cebadas en las manos, ese era él.
– Así que llevabas armas, realmente -comenté-. Pensaba que estabas fingiendo.
En su boca se dibujó un ligerísimo asomo de sonrisa.
– Me habría disgustado mucho tener que disparar a través de la ropa. Esta capa está tan bien cortada…
– ¿Por qué llevas pistolas? -quise saber.
– Algo tengo que hacer con mi dinero, ya que no se me permite comprar la libertad.
A menudo, no tenía necesidad de sus servicios y le permitía emplearse de estibador en los muelles. Había ahorrado lo suficiente para comprar la libertad a buen precio, si yo decidía permitírselo, pero me parecía una crueldad antinatural exigirle a un hombre convertido en esclavo, sin que hubiera hecho nada por merecerlo, que tuviese que pagar por su libertad.
Mientras me secaba y dejaba que el dolor me inundara y cristalizara, Leónidas fue a buscar más whisky para mí, pues los sucesos de la noche habían dejado en mi interior un vacío que requería llenarse, y pronto. Me acercó la jarra y se sentó a mi lado.
Entretanto, el desconocido mantuvo una pantomima de anonimato. Se quitó la capa y la colocó cerca del fuego, se sacudió el sombrero en el antebrazo y se frotó las manos.
– Le doy las gracias de nuevo -le dije-. No le había pedido que interviniera pero, de todos modos, ha sido muy amable…
El hombre asintió y tuve la clara impresión de que estaba cansado de agradecimientos.
– Tiene suerte de que llegáramos tan oportunamente -dijo Leónidas-. Parecía totalmente derrotado.
Lo miré a los ojos. Esa idea de que no se puede mirar a los ojos a alguien y mentir es, por supuesto, una absoluta falsedad. Podría mirar a Jesucristo a los ojos y decirle que soy Juan el Bautista y, si alguna vez se presentara la oportunidad de hacer algo tan improbable, seguro que lo intentaría, solo por ver cómo salía.
– Unos minutos más y hubiera puesto las cosas en su sitio. De todas maneras, siempre agradezco una ayuda oportuna.
Leónidas se volvió hacia el desconocido.
– Le presento al señor Kyler Lavien.
– Lavien -dije-. ¿Qué clase de apellido es ése? ¿Es usted francés?
El hombre me sostuvo la mirada con cierta firmeza y sin parpadear.
– Soy judío -respondió.
Supongo que el tal Lavien estaría preparado para soportar algún comentario poco amable, pero no lo oiría de mis labios. No tengo nada contra los judíos. No tengo nada a favor de ellos, desde luego, pero tampoco en contra; no tengo nada contra nadie, sea papista, presbiteriano, luterano, metodista, menonita, moravo, milenarista o mahometano. No tengo nada contra los miembros de ninguna religión, salvo los cuáqueros, a los que desprecio por su santurrona palabrería pacifista, su apego a las propiedades y por su hablar anticuado y solemne.
– ¿Y qué asunto tiene conmigo? -le pregunté.
– Esa es precisamente la cuestión, ¿verdad? -dijo Leónidas. Al hablar, miró significativamente a Lavien y me di cuenta de que desconocía por completo unos hechos en los que debería haber tenido un papel esencial. Lavien carraspeó.
– Me hallaba a la puerta de la posada en la que se aloja, señor, pues por mor de mi trabajo había seguido a alguien a sus aposentos, cuando este buen hombre salió en busca de usted.
– ¿A quién siguió y cuál es su trabajo? -indagué-. Me duele demasiado la cabeza para respuestas enrevesadas. Hable con franqueza, señor.
– Estoy empleado al servicio de un viejo conocido suyo, el coronel Alexander Hamilton. Ahora, lo sirvo en su cargo de secretario del Departamento del Tesoro.
A pesar del dolor, la ebriedad y el aturdimiento general, noté que mis sentidos se agudizaban. Había sufrido una década de ignominia por culpa de Hamilton y, ahora, aparecía su hombre para salvarme de un marido vengativo. No tenía sentido.
– ¿Qué quiere Hamilton de mí? -pregunté.
– No es eso lo que debe preguntar -dijo Leónidas-. Pregúntele a quién siguió hasta su casa.
– Basta de este desatino -intervine-. Cuénteme lo que no me cuenta.
– Por mi cargo al servicio del Departamento del Tesoro -dijo Lavien-, seguí hasta su residencia a una dama que deseaba transmitirle un mensaje.
– ¿Y qué? A las mujeres les gusta mandarme mensajes. Soy buen corresponsal.
– La dama de la que hablo -continuó Lavien-, creo que es conocida de usted, aunque no ha hablado con ella desde hace muchos años. Se trata de la señora Cynthia Pearson.
Todo el dolor, toda la confusión y el malestar desaparecieron y vi el mundo ante mí con agudo detalle, con ángulos marcados y colores definidos. Cynthia Pearson, con quien un día me quise casar, la hija de Fleet, mi difunto y muy maltratado amigo, traicionado, como lo había sido yo, por el propio Hamilton. Hacía diez años que no hablaba con ella. La había visto, sí, fugazmente por la calle alguna vez, pero no le había dirigido la palabra. Se había casado con otro, por su riqueza -creo- y nuestros caminos se habían separado para siempre. O eso creía, pues Leónidas y aquel hombre me decían ahora que aquella misma tarde había acudido a mi casa.
– ¿Para qué? -dije a Leónidas, articulando las palabras despacio y metódicamente, como si andándome con cuidado al hacer la pregunta pudiera ayudarlo a dar una respuesta más lúcida-. ¿Por qué motivo vino a verme?
Leónidas me sostuvo la mirada y respondió en el mismo tono que había empleado yo. Llevaba conmigo casi desde que me había separado de Cynthia y entendió la importancia de la pregunta. Comprendió lo que debía de significar para mí.
– Tiene algo que ver con su marido.
Moví la cabeza. Nunca había pensado que Cynthia Pearson supiese siquiera que yo vivía en Filadelfia, y ahora se presentaba en mi casa, de noche, para hablarme de su marido.
Viendo mi confusión, Leónidas tomó aliento y añadió:
– Cree que su esposo, y probablemente ella y sus hijos también, corren algún peligro. Anoche vino a verle, Ethan, para suplicarle su ayuda.