Capítulo 46

Ethan Saunders


Estaba oscureciendo, pero eso no importaba, no podía importar. Cabalgaríamos toda la noche, a paso de tortuga si era necesario, con tal de llegar a Filadelfia antes de que empezaran las transacciones. Avanzamos deprisa, aferrándonos al último segundo de luz y dejando atrás una violencia en la que no me permitía pensar, convencidos de que podríamos llegar a la ciudad antes del alba. Las carreteras estaban transitables y no parecía que fuese a llover o a nevar. Llegaríamos a tiempo y Hamilton podría obrar la magia que fuese necesaria para calmar al gentío de la taberna de la City. Era demasiado tarde para evitar algunos daños en Nueva York, pero podía enviar agentes allí y a otros centros financieros con la orden de comprar para detener la hemorragia.

Pensé en lo que haríamos, no en lo que habíamos hecho. No quería recordar a los rebeldes del whisky despedazados por la granada de Lavien, ni la ejecución de Isaac Whippo, ni a la encantadora Joan Maycott, que había planeado muertes y conspirado para arruinar a la nación. Intenté no pensar en esas cosas y casi lo logré. Pensé sobre todo en el frío, en la incomodidad y en la noche que se nos echaba encima. Cuando se puso el sol, aminoramos el paso y nos turnamos para llevar la antorcha a fin de que nos iluminara el camino.

Cabalgamos en silencio. El frío nos azotaba y nos dejaba ateridos. Nos dolían los brazos de sujetar las riendas y de sostener la tea y teníamos las piernas rígidas y doloridas. La piel de la cara interna de los muslos me ardía y me escocía, pero seguimos adelante. No saqué el reloj, no quise hacerlo. Cabalgaría lo más rápido que pudiera y eso bastaría. Saber si íbamos bien o mal de tiempo no cambiaría las cosas.

No creo que me quedase dormido, exactamente. Mi mente, sin embargo, divagó mientras avanzábamos con paso lento, deliberado y cuidadoso. La noche era oscura como la boca del lobo y no parecía tener final, hasta el punto de que llegué a pensar que nos quedaríamos cabalgando eternamente en aquella negrura fría y desolada. Y entonces, hacia el este, vi el primer tono rosado del alba.

Llevábamos horas sin hablar y, entonces, Lavien se volvió hacia mí y dijo:

– Llegaremos al despacho de Hamilton hacia las siete. Lo hemos conseguido, Saunders. Hemos hecho todo lo humanamente posible por llegar y eso tendrá que bastar.

Seguimos cabalgando y, cuando salió el sol, apretamos el paso. Al cabo de dos minutos, ya estábamos trotando y, a los cinco, pasamos al galope. En la carretera aparecieron señales de que nos aproximábamos a una población: cabañas de granjeros, establos, cuadras y una taberna en la que deseé, deseé con toda el alma, que nos detuviéramos a tomar un té y un ponche caliente y a comer el pan recién hecho que perfumaba el aire. Era un deseo abstracto, pues lo que realmente quería era completar el trabajo, pasar la información a Hamilton y luego descansar. Comer y beber hasta hartarme y después tumbarme y dejar que el sueño me venciera y no despertar en veinticuatro horas o más. Luego buscaría a Cynthia. Y después, sin ningún apremio, con los conspiradores en desbandada, revolcándose en la inmundicia de sus propios planes fracasados, les daría caza uno a uno y me aseguraría de que se hiciera justicia con ellos.

Cabalgamos deprisa, inclinados hacia delante en la silla, sin notar el dolor, el frío o la fatiga. El viento helado y el matraqueo de los cascos de los caballos repicaban en mis oídos, pero me sentía alborozado y aturdido. Me volví hacia Lavien.

– ¿Sabe una cosa? En medio de toda esta locura…

Eso fue todo lo que dije, porque en aquel momento se desató la confusión, el cielo se volcó de costado y el suelo giró como un torbellino en dirección a mi rostro, que se estampó en él con fuerza y deprisa. Me rechinaron los dientes, y la boca y la nariz me sangraban. Sentí el dolor más terrible, el que se experimenta después de un porrazo en la cabeza.

No oí el disparo que abatió mi caballo, pero sí el siguiente. Debió de sonar un segundo después del que me había derribado, pero yo ya estaba en el suelo, confundido y notando que el dolor empezaba a extender por mi cuerpo sus tentáculos exploradores. Se produjo un segundo estampido y Lavien salió despedido de su caballo, que se encabritó y le cayó encima.

Pensé en lo estúpidos que habían sido disparándome a mí primero, pero no parecía importar, al menos de momento. Entonces recordé que contaban con un tirador de primera, un hombre que había luchado con Daniel Morgan, y advertí que no nos habían disparado a nosotros, sino a los caballos. No podía ser una casualidad. El día antes, habíamos matado a cinco de sus hombres y, en cambio, ellos procuraban que siguiéramos vivos. Pero entonces se me ocurrió que no tenían manera de saber lo sucedido. Nadie podía haber viajado más deprisa que nosotros. Si la noticia iba a llegar, todavía no lo había hecho.

Lavien estaba en el suelo a unos quince pasos de mí y el caballo le había caído encima de la mitad inferior del cuerpo. A su alrededor había un charco de sangre, del animal, supuse, pero él no se movía. Lavien yacía en el lodo de la King's Highway, tal vez muerto o agonizando. Decidí acercarme a él y estaba intentando despejarme la cabeza cuando oí la voz:

– ¿Puede ponerse en pie? -preguntó.

No supe si estaba allí desde hacía rato, diez pasos detrás de mí, o se había acercado mientras yo yacía aturdido. Bajo el resplandor del sol no lo reconocí, pero vi que era un tipo grande, que cabalgaba como un guerrero anciano sobre su montura. Era el irlandés.

– Le he preguntado si puede ponerse en pie.

– Lavien está herido -respondí. Me levanté despacio y comprobé que sí, que podía ponerme en pie. Me sentía aturdido y la cabeza me dolía. Pedí a Dios que me diera algo o alguien en que apoyarme, pero no quise decírselo al irlandés. Me enjugué la sangre de la nariz con la manga. Me sangraba, pero no la tenía rota.

– Está herido -repetí.

– Ya nos ocuparemos de él -respondió el irlandés. Era Dalton.

Debía de haber otros hombres, unos hombres que utilizaron el resplandor del sol y de mi propia desorientación en mi contra, pues una capucha me cubrió la cabeza y noté que unas ásperas manos me agarraban y empezaban a atarme las muñecas a la espalda. Esas manos me movieron de modo que me quedé de espaldas contra un árbol y me obligaron a sentarme. La sangre de la nariz me caía en un reguero sobre los labios.

Oí voces a lo lejos. Decían: «Tiene la pierna rota» y «Necesitaremos una camilla» y «A casa». Oí el acento irlandés de Dalton y oí a otro hombre que parecía escocés. Pensé que aún era temprano y, que si llegábamos a Filadelfia a las diez o las once, quizá todavía podríamos salvarlo todo, aunque no sabía cómo podíamos hacerlo. Estaba atado, aturdido y encapuchado. Lavien, al parecer, se había roto la pierna, ¿y quién era yo, sin Lavien? Una mente sin cuerpo, un brazo sin puño.

El tiempo pasó, no sé si despacio o deprisa, pero sentí su torturante y dolorosísimo paso. No temía por mí, pues aquella gente nos quería vivos o, al menos, no tenían la intención de matarnos. Sin embargo, ¿qué era la vida para mí? Habíamos hecho todo aquello porque Lavien creía, creía con todas sus fuerzas, que la supervivencia del país dependía de que llegáramos a Filadelfia a tiempo de que Hamilton tranquilizara los mercados. Había dejado de lado su humanidad y había matado a un hombre indefenso porque creía que, si no llegaba lo antes posible a Filadelfia, la ruina de Duer sería la chispa que encendería la destrucción de aquel nuevo y frágil país. Simplemente, no podía permitir que me retuvieran, ni quedarme pasivo mientras triunfaban las fuerzas de la destrucción.

Al final, noté que unas manos me ponían en pie. Eran unas manos suaves y capté el aroma floral de la carne femenina.

– Vamos, capitán Saunders -dijo la señora Maycott-. Por aquí.

– Lavien -gruñí. Tenía sed pero no le iba a pedir bebida.

– Está herido -dijo-. Le ha caído el caballo encima de la pierna, pero Dalton asegura que es una fractura limpia. En la guerra aprendió algo de cirugía y también en el Oeste. Ya le ha entablillado el hueso y dice que se curará bien. Lo han llevado de regreso a la casa.

– ¿Qué casa?

La señora Maycott me condujo y la seguí despacio, atreviéndome a confiar en su guía.

– Está a media milla de aquí, junto al río. Es preciosa, por cierto.

– ¿Qué quieren de nosotros?

– Como nuestros hombres de Nueva York no han conseguido detenerlos, tendremos que hacerlo nosotros. Lo único que queremos es que sean nuestros invitados -dijo-. Hasta esta noche, por ejemplo, en que ya será demasiado tarde para Hamilton. Entonces podrán marcharse.

Yo callé y eso pareció no gustarle.

– Había dos grupos cuyo objetivo era detenerlos. Cinco hombres en total. ¿Cómo han podido dejar atrás al señor Whippo y a los demás?

– No los hemos visto. -Sacudí negativamente la cabeza-. Debemos de haberlos adelantado sin darnos cuenta.

– Tal vez hayan adelantado a los hombres de Whippo, pero ¿qué hay de Mortimer? Su compañero y él tendrían que haberlos interceptado en Nueva Jersey.

– Pues no los hemos visto. -Sacudí la cabeza de nuevo.

– Bueno, pues supongo que ya aparecerán -suspiró-. De momento, vayamos a la casa.

No repliqué. No había nada que decir.

Caminamos y caminamos, y luego el terreno, sembrado de traiciones en forma de piedras y malévolas raíces de árboles, dio paso a un camino de gravilla. Nuestros pies crujieron sobre ella unos minutos y después Joan Maycott me hizo subir un tramo de escaleras y oí el sonido de una puerta que se abría. Subí otro tramo, seguido de otro más. Husmeé el aire, tratando de descubrir algo de mi entorno, pero no percibí nada más que la humedad de la capucha y mi propia sangre.

Me percaté de que se abría otra puerta y, a continuación, me obligaron a sentarme en una silla. La puerta se cerró, oí que accionaban el cerrojo y, finalmente, me quitaron la capucha.

Me hallaba en una habitación pequeña, sin más muebles que la silla en la que estaba sentado. Las marcas en el suelo y en las paredes indicaban que la sala había contenido previamente otros muebles y tapices que habían desaparecido. No pude por menos de preguntarme si los habían quitado por mí, por miedo de que convirtiera una silla o un cuadro en un arma letal.

Ante mí estaba Joan Maycott, muy atractiva con su vestido rosa pálido y un corpiño blanco. Sonrió y tal vez fue por el sol que se colaba por la ventana, pero vi las arrugas que rodeaban sus ojos. Por primera vez, me pareció una mujer que había dejado atrás la juventud.

– Oh, qué sucio va… -Me limpió la cara con el pañuelo. El tejido tenía un tacto duro, áspero y caliente.

– Así que se trata de esto -dije-. Esto es lo que ha perseguido todo este tiempo. Quería arruinar a Duer y me enredó para que la ayudara.

– Duer es malvado -replicó mientras me limpiaba la sangre del labio superior con toques suaves-. Merece la ruina.

– ¿Y el banco?

– El banco es un instrumento de opresión -dijo-. Sus valores se desplomarán con el inminente pánico y ya no volverán a recuperarse. Hamilton creó el impuesto sobre el whisky para financiar el banco sin pensar ni un instante en el daño que hacía. Y que todavía hace.

– ¿Y qué hay del país? -inquirí-. ¿No ha pensado en eso?

– He pensado en poco más, capitán Saunders -dijo-. Soy una patriota, como usted. El país empezó con un destello de brillo, pero mire lo que ha pasado. Nuestro gobierno hace oídos sordos al sufrimiento de los vasallos humanos, y un pequeño grupo de hombres ricos decide las políticas nacionales. En el Oeste, la gente muere, sí, señor, muere por culpa de esta codicia. Mi marido no luchó en la Revolución para esto. Y me temo que usted tampoco. Y ahora yo lucho para cambiar esas cosas.

– ¿Y si del caos surge algo peor?

– Entonces, el mundo tendrá que seguir esperando la llegada de un gobierno justo -respondió-. Mejor la anarquía que una nación injusta disfrazada de faro de la igualdad. Eso sería peor que la tiranía.

– Bien -dije-. Esto es ciertamente interesante y ha salido muy airosa de la discusión. Me pregunto si no se le ha pasado por la cabeza desatarme y si podría darme algo de comer y beber. Si voy a ser su prisionero, me gustaría tener, al menos, ciertas comodidades.

– Le pediría que me diera su palabra de que no cometerá ninguna maldad, pero creo que no se sentiría obligado a cumplirla. ¿Qué opina usted?

Al principio, pensé que esa pregunta iba dirigida a mí, pero entonces noté que hablaba con alguien que estaba detrás de mí y a quien yo no había visto todavía.

– El capitán Saunders es un hombre de honor, pero de una especie única. No se considerará atado a la palabra dada si cree que incumpliéndola hace un bien mayor.

El hombre se acercó y se detuvo al lado de Joan Maycott, donde podía verlo. Era Leónidas.


Verlo allí no podía sorprenderme, sobre todo después de que hubiese querido engañarme con una caja de jerez para que me lanzara a una expedición empapada en alcohol camino de la frontera del Oeste. Aun así, me inquietó su presencia.

– Le ruego que nos conceda unos minutos -le dijo a la señora Maycott.

La mujer asintió y salió de la habitación. Cuando se hubo marchado, Leónidas sacó un cuchillo y cortó las cuerdas que me ataban las manos. La libertad de movimientos me sentó de maravilla y me froté las muñecas.

– Esta vez te ha tocado a ti liberarme -dije.

– Usted me hizo esperar más de lo que me habría gustado. Es hora de que le devuelva el favor. -Contuvo una sonrisa y, pese a la locura de las circunstancias, no pude por menos de alegrarme de volver a verlo pues entendí que, aunque me había traicionado, no había roto nuestra amistad.

– Dios mío, Leónidas, ¿por qué te has unido a esa gente?

– Por dinero -respondió-. Y por la promesa de libertad.

– Pero ¡si ya eres libre! -grité.

– Sí, pero yo no lo sabía. Ethan, ¿no oye sus propias palabras? ¿De qué me sirve ser libre si yo y el mundo no lo sabemos? Tengo una mujer, tendré una familia, y debemos tener libertad. La señora Maycott me ha ofrecido dinero suficiente para vivir libremente y me prometió que a usted eso no le perjudicaría en absoluto.

No dije nada, pues no podía perdonar ni condenar.

– No tiene que preocuparse por el señor Lavien -añadió-, porque he hablado con él y se encuentra bien. Es una fractura limpia y se curará. Ni siquiera tendrá fiebre. Ninguno de los dos sufrirá ningún daño. Lo que dice la señora Maycott es cierto.

– Todavía queda tiempo -dije-. Podrías dejarme marchar.

– No, Ethan, no lo dejaré. Aparte del dinero, creo en la causa. Es mejor pegar fuego al edificio que permitir que se sostenga sobre unos cimientos podridos.

– ¿Podría al menos beber algo? -pregunté tras un suspiro.

– No espere una botella de cristal. -Salió de la estancia y volvió a los pocos minutos con un pellejo de vino y un vasito de peltre-. A Lavien ni siquiera se lo daría, pero creo que usted no puede hacer mucho daño con esto.

– No había pensado nunca que bebería vino en peltre.

– Es whisky -anunció-. Beba todo el que quiera. Cuanto más borracho esté, más tranquilos nos quedaremos nosotros.


Lo que Leónidas había dado a entender me sentó mal, pero aun así me serví un trago. Sin embargo, al cabo de pocos minutos, oí ruidos fuera de la habitación, lo cual me distrajo del esfuerzo de excusar mi inacción. La puerta se abrió y esperé ver a Leónidas, a la señora Maycott o quizá a Dalton, pero era Lavien.

Se sostenía sobre una pierna y la otra la llevaba entablillada y envuelta en un grueso vendaje. Utilizaba un rifle largo como muleta y, bajo la sombra de la barba, su tez se veía pálida, pero los ojos le brillaban de dolor y, pensé, del placer que le daba no prestar atención a este.

– ¿Está preparado para salir? -me preguntó. Torció los labios en una mueca de burla o tal vez respingó de dolor.

Tardé unos instantes en encontrar las palabras adecuadas.

– Debo decir que estoy conmovido de que se haya tomado la molestia de rescatarme.

– Es que creo que no podré bajar la escalera sin ayuda -dijo, con una especie de encogimiento de hombros. Su voz era tranquila, como si discutiera algo de importancia, pero advertí su mirada en mí, apremiante y desesperada, y noté algo más, algo más grande, intenso y ardiente. Aquel, comprendí, era el lugar y el momento de Lavien. Era una bala de cañón disparada hacia Filadelfia y no había pared, cuerpo humano, ni fuego capaz de detenerlo.

Me puse en pie, salí al pasillo y el júbilo y el asombro se desvanecieron. Allí, en el suelo, yacía un hombre pálido y ensangrentado, con unos ojos abiertos como platos en un rostro de expresión desvaída. No lo había visto nunca, pero era un hombre de aspecto tosco y que, en vida, debía de haber sido atractivo. Ahora tenía el cuello cortado y, por primera vez, me fijé en el cuchillo que Lavien llevaba al cinto.

– Dios, ¿quién es ese? -pregunté en voz baja.

Lavien ni lo miró, pero ¿por qué iba a hacerlo? Yo solo podía hablarle de un hombre.

– Un tirador. Lo llamaban Jericho. Probablemente fue el que disparó a nuestros caballos. Ahora ya está muerto. Vámonos.

– ¿Y cómo vamos a salir de aquí? ¿Qué haremos con los rebeldes del whisky?

Su mirada se endureció y se volvió más sombría al tiempo que sus labios enrojecían de expectación.

– Mataremos a todo aquel que se nos oponga.

– Espere -susurré. De repente, tuve la sensación de que no conversaba con un hombre, sino con una tormenta desatada.

– Yo no voy a matar a Joan Maycott. Y Leónidas está con ellos.

– Ya lo he visto -asintió-. Aprecio a Leónidas pero, si se opone a mí, lo mataré.

– Por Dios, señor Lavien, ¿merece la pena? ¿Tantas muertes solo para salvar el banco de Hamilton?

– ¿Cuántas veces debo decirle que no se trata del banco? -replicó-. Se trata de evitar las algaradas, el caos, los derramamientos de sangre y otra guerra fratricida. Este país es un castillo de naipes y no costaría mucho que se viniera abajo. Y, ahora, vamos.

Avanzó por el pasillo a la pata coja, apoyándose en el rifle y, sin embargo, iba más deprisa que yo. Llegamos al primer tramo de escaleras. Miré hacia el segundo rellano, no vi a nadie y se lo dije a Lavien.

– Creo que están todos abajo -dije-. Oigo voces lejanas.

Lavien asintió.

– Por cierto, ¿de quién es esta casa? ¿Dónde estamos? ¿Quién los ayuda?

– He oído decir que estamos a las afueras de Bristol -respondió.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Allí no, por favor. ¿Por qué allí?

– La casa de Bristol. Pearson hizo correr la voz de que la había vendido, pero no es así. Han estado aquí desde que se marcharon de Filadelfia. Cynthia y los niños probablemente también estén aquí. Por el amor de Dios, tenga cuidado con lo que hace.

Lavien asintió y noté al instante que él ya sabía que aquella era la casa de Pearson o lo sospechaba. Simplemente había preferido no decírmelo.

Bajamos los peldaños despacio, de uno en uno. Lavien se sostenía apoyando la culata del rifle en el siguiente escalón y balanceándose hasta llegar a él. Lo hizo una y otra vez en absoluto silencio, sin permitir siquiera que crujiese la madera. Al final llegamos al descansillo del primer piso. Delante teníamos el tramo hasta la planta baja; a la izquierda, una pared de la que colgaba un gran retrato de un puritano, y a la derecha, un pasillo con dos puertas a cada lado y una al fondo. Mientras estábamos allí, la puerta del fondo se abrió y apareció un hombre de entre cincuenta y sesenta años, barbudo, de pelo cano y dotado de una extraña elegancia. Lo reconocí de inmediato. Era el escocés que había conocido en la taberna de la City.

Al vernos, puso unos ojos como platos de sorpresa y terror. Desde detrás, Lavien se impulsó y dio un salto enorme con su pierna buena, cayendo sobre ella de nuevo y utilizando el rifle para mantener el equilibrio pero, no sé cómo, impidiendo que golpeara el suelo. En dos pasos imposibles, saltó sobre el individuo y lo agarró por el gaznate, presionándolo contra la pared al tiempo que sacaba el cuchillo.

Me apresuré a alcanzarlo.

– Detenga esa sanguinaria mano -le susurré lo más fuerte que osé.

No le veía la cara, por lo que no supe cómo respondió, pero me obedeció.

– Dijo que no matara a la mujer ni a Leónidas. De este tipo no mencionó nada.

– No tenemos que matarlos, solo huir de ellos. No son enemigos, Lavien, sino patriotas; patriotas confundidos, tal vez, pero hacen lo que hacen por su amor al país y, si puedo evitarlo, no les causaré ningún daño.

– No tengo tiempo -dijo jadeante y exasperado-. No tenemos tiempo para andarnos con subterfugios o astucias. Solo queda tiempo para la violencia. -Eso fue lo que dijo pero, de todos modos, no mató al pobre hombre. Siguió estrechándole el cuello hasta que la tez se le puso púrpura debajo de la barba canosa, pero no utilizó el cuchillo.

El corazón me latía con tanta fuerza que notaba las palpitaciones en la clavícula. Cerré los puños de rabia y traté de pensar en algo para salvarle la vida a aquel hombre, aquel intrigante que había ido contra mí durante semanas. La cabeza, que notaba blanda y esponjosa, no respondía a mi reclamo. Tenía que haber algo, me dije, y sin saber lo que iba a decir, me lancé a hablar. Eso siempre era lo mejor.

– ¿Se acuerda, Lavien, de cuando mantuvimos aquella primera conversación en su casa? ¿Recuerda que me contó cómo me había descrito Hamilton?

– Dijo que podía convencer al diablo de que le vendiera el alma a usted -asintió.

– Entonces, déjeme hacerlo.

– Pero no dijo que pudiera hacerlo a toda velocidad -siseó Lavien.

– Déjeme intentarlo, maldita sea. -Sentí un leve asomo de optimismo pero también de terror porque, si me brindaba aquella oportunidad, no sabía cómo aprovecharla.

Bajó el cuchillo y aflojó la fuerza con que sujetaba al escocés.

– ¿Ha oído todo esto o estaba demasiado ocupado pensando que lo mataban? -le pregunté.

El tipo asintió vigorosamente, lo cual, por conveniencia, decidí que significaba que había escuchado.

– Bien, pues. Le acabo de salvar la vida, hombre. Eso, normalmente, vale algo. ¿Le parece a usted que lo vale?

– Sí -respondió el escocés-, pero no traicionaré a mis amigos.

– No, no se trata de ninguna traición, se lo prometo. Solo queremos una forma de salir de aquí. Es lo único que queremos.

– Es una traición porque correrán a contárselo a Hamilton.

Meneé la cabeza, desesperado por encontrar qué más decir.

– Es demasiado tarde para eso -continué-. Es demasiado tarde, pero este hombre, este hombre con una barba como la suya, solo que más oscura por su juventud, va a ser padre ahora mismo, su mujer va a dar a luz al primero de sus hijos y tenemos que apresurarnos. Supongo que no querrá ser el responsable de que no esté a su lado cuando nazca. No será capaz de una vileza tal, ¿verdad?

– Si quiere convencer al diablo de que le venda el alma tendrá que hacerlo mejor -dijo el escocés. Era comprensible. El mío había sido un esfuerzo débil pero, dado que él sabía que intentaba engañarlo, nada que no fuese un esfuerzo débil serviría.

– De acuerdo, pues -le dije a Lavien-. Será mejor matarlo.

– Espere -jadeó, levantando los brazos, tal como yo había previsto-. Los ayudaré. La puerta delantera está cerrada, pero tengan mi llave. -Metió la mano en el bolsillo, sacó una robusta llave de latón y me la dio-. Están todos sentados en la sala trasera, junto a las cocinas. No los oirán.

– Buen hombre, este escocés -dije, dándole un empujón para meterlo en la alcoba. Por la parte de dentro de la habitación había una llave, la saqué y lo cerré desde fuera. Supongo que podía perjudicarnos de algún modo, golpeando el suelo o algo así, pero me pareció que lo habíamos asustado bastante.

– Mucho mejor que matarlo, ¿no cree? -Me volví hacia Lavien.

– Hemos tardado demasiado -masculló, y luego hizo un gesto con la cabeza para indicarme que siguiera adelante. Tenía que ver si había alguien en la escalera. Bajé sin hacer ruido y llegué a la puerta principal. A la derecha había una sala; detrás, una suerte de habitación privada y, más allá, las cocinas. Oí voces procedentes de la parte trasera de la casa.

Volví junto a Lavien con aquella información y él asintió.

– Cuando salgamos de la casa, hemos de ir a la izquierda y encontraremos los establos. No he visto señales de criados, tal vez porque Pearson ya no puede permitírselos, así que no habrá ningún problema para llegar a las cuadras. Entonces, solo nos quedará cabalgar lo más deprisa que podamos hasta Filadelfia.

– ¿Cómo va a llegar a Filadelfia con la pierna rota?

– Haré todo lo que pueda. Sin embargo, si el dolor me deja inconsciente, tendrá que terminar la misión usted solo.

Lo observé con atención. Tenía una expresión plácida, pero distinguí al instante la máscara que llevaba para disimular el dolor.

– Es usted un hombre aterrador -le dije.

El trecho hasta el pie de la escalera fue espantoso porque allí éramos muy vulnerables, pero conseguimos bajar relativamente deprisa y sin apenas hacer ruido. Lavien descansó apoyado en el pasamanos mientras yo me dirigía a la puerta. Las ventanas de la salita adyacente daban al oeste y en el vestíbulo no había ventanas de ningún tipo, por lo que, con su papel pintado de tonos oscuros y los suelos sin alfombrar, estaba sumido en penumbra. Aun así, una vez hube sacado la llave que me había dado el escocés, no tuve que probarla para advertir que era demasiado grande para aquella cerradura. El latón destelló como un ojo parpadeante en la oscura habitación. Nos había engañado.

– Me parece que esta vez ha ganado el diablo -comentó Lavien.

– Mejor matar a todo el mundo por si nos la está jugando. Puedo intentar abrir la cerradura con una ganzúa. No es tan rápido como una llave, pero…

Me agaché, dispuesto a quitarme la bota y sacar mi juego de ganzúas cuando vi a alguien por el rabillo del ojo.

– Oh, ¿por qué va a tomarse esa molestia? -dijo una voz que me sonó familiar y, antes incluso de identificarla, un escalofrío me recorrió la espalda. En algún lugar de mi conciencia supe que los acontecimientos habían tomado otro rumbo y que ahora eran más peligrosos e imprevisibles. Durante un fugaz instante, me negué a mirar, como si, no viéndolo, fuese a evitar aquel encuentro, pero el instante pasó y volví la cabeza. Allí, en lo alto de la escalera, estaba Jacob Pearson. Sin embargo, tenía a su esposa delante de él, por lo que Lavien, si hubiera querido, no habría podido eliminarlo lanzándole el cuchillo. Le pasaba el brazo por la cintura, estrechándola de aquel modo que yo también había experimentado, y tenía la otra mano tras su espalda. Cynthia tenía los ojos muy abiertos y vidriosos y, pese a la distancia que nos separaba, vi que los tenía enrojecidos de llorar. Pearson no tuvo que anunciarlo para que supiera que la encañonaba por la espalda con una pistola.

Cynthia me miró y vi en sus ojos todas las esperanzas y expectativas que depositaba en mí. Yo la sacaría de aquello y la protegería. No sabía cómo, pero lo haría.

– Sin duda, se considera usted muy listo, pero lo he derrotado en anteriores ocasiones y volveré a hacerlo -dijo Pearson.

– ¿Va a involucrar a su esposa y a sus hijos en esta violencia? Es mucho más miserable de lo que creía.

– Los niños están a salvo -replicó-. Están con mi hermana. Y mi esposa… Bueno, ella no merece ninguna consideración. Le gustará saber que ha intentado escapar varias veces, seguramente para marcharse con usted y vivir en la pobreza y el adulterio, y convertir a mis hijos en objeto de escándalo. Creo que no es arriesgado afirmar que Cynthia no sabe lo que le conviene.

Ella me dedicó una triste sonrisa y supe lo que significaba. Cynthia intentaba ser valiente y estar preparada por si surgía alguna oportunidad. Yo trataría de que así fuera.

– Después de que escapara de la prisión de debajo del muelle -prosiguió Pearson-, decidí matarlo a la primera ocasión, pero ahora no tendré que hacerlo. Creo que el gran irlandés se hará cargo de ello cuando sepa lo que le ha hecho a su hombre. Ojalá hubiese matado al otro, pero tendremos que conformarnos con uno. Esa zorra, la viuda, nos hizo jurar que no le haríamos daño a usted a menos que nuestra vida corriera peligro, pero no creo que Dalton cumpla ahora la palabra dada. ¡Eh, Dalton, irlandés! ¡Venga enseguida!

Oí pasos que corrían hacia nosotros y miré a Lavien con ferocidad. Si iba a aprovechar la oportunidad con Pearson, tendría que hacerlo en aquel momento.

– Quieta esa mano -le dije-. Si le hace daño a ella, lo mataré.

Lavien no reaccionó, pero tampoco esperaba que lo hiciera.

En aquel momento, Leónidas entró en el vestíbulo, entrecerrando los ojos para acostumbrarse a la penumbra, ya que venía de las bien iluminadas salas de la parte trasera de la casa.

– ¿Qué es esto? -quiso saber.

– He llamado al irlandés y no a ese negro asqueroso, aunque la diferencia es muy poca -dijo Pearson-. Trae al irlandés. Han matado a Richmond. Supongo que Dalton querrá vengarse.

Leónidas puso una cara que parecía que acabase de enterarse de la muerte de su padre y abrió los ojos horrorizado.

– Oh, Ethan, ¿por qué lo ha hecho? Dalton es un buen hombre, pero no tolerará esto.

No iba a defenderme a mí mismo, ni siquiera para decir que en esta ocasión no había sido Ethan Saunders quien había empeorado una situación ya mala de por sí. Las cosas se resolverían o yo moriría, pero no permitiría que mis últimas palabras fuesen un parlamento lleno de equívocos.

La señora Maycott entró en el vestíbulo, seguida muy de cerca por Dalton. La estancia estaba ahora atestada de gente. Éramos cinco en un espacio donde solo dos o tres estarían cómodos. Pearson obligó a Cynthia a bajar medio tramo de escaleras, pero entonces se detuvo.

Dalton nos miró de arriba abajo y sacudió la cabeza, sin molestarse en disimular que disfrutaba con la situación.

– Están decididos, eso hay que reconocerlo. Y ahora, volvamos a sus habitaciones. ¿Dónde están Skye y Jericho? Necesitaremos su ayuda.

– A Skye lo han encerrado en una alcoba -espetó Pearson-. Y han matado a Richmond. Lo han asesinado a sangre fría.

Dalton palideció y los labios, que se quedaron exangües de repente, le temblaron como si fuera un niño. A continuación, su expresión se endureció y se tornó aterradora en su crueldad. Sufrió una segunda metamorfosis y se transformó en algo horrible y fiero, algo que quería venganza. Dio un paso al frente y se detuvo.

– ¿Es verdad eso? -preguntó en voz baja. Al ver que no obtenía ninguna respuesta, repitió la pregunta con un bramido-: ¿Es verdad?

Fue como el fuerte y sonoro rugido de un león trastornado. Entonces, sacó dos pistolas cargadas de la chaqueta, las blandió en el aire, como si no supiese qué hacer a continuación, y se volvió hacia nosotros.

– No, Dalton -dijo Joan, interponiéndose, pero él la apartó de un manotazo en el pecho y la mujer se tambaleó hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó de rodillas.

Leónidas sacó su pistola y apuntó a Dalton.

– Dispare y es hombre muerto -le dijo.

– Por el amor de Dios, Leónidas, si vas a matarlo hazlo antes de que me dispare, no después, pero suplico que nadie dispare a nadie. Miren, si tienen ojos. Ese hombre de la escalera apunta con una pistola a su esposa. Es él quien dice que hicimos daño a su amigo. No es verdad. Es cierto que encerramos a Skye, pero no lo hemos herido. El mismo se lo dirá. -Le lancé a Joan la llave de la habitación de Skye-. Vaya, ábrale y pregúnteselo. ¿Por qué íbamos a matar a un hombre y a dejar al otro con vida? Eso no lo haríamos. Si este hombre, que es un ladrón y un embustero famoso, dice que el amigo de ustedes está muerto, es sin duda porque él mismo lo ha matado.

No sé si me creyeron pero aquello nos serviría para ganar tiempo, que era lo máximo a que podía aspirar en aquel momento.

– Guarde el cuchillo -le indiqué a Lavien, solo moviendo los labios. Para mi asombro, obedeció, aunque tuve la certeza de que, si quería, volvería a sacarlo en cuestión de segundos. Por ahora, sin embargo, iba a darme la oportunidad de comprarle el alma al diablo.

Me agaché y ayudé a Lavien a ponerse en pie, apoyado en su pierna buena. Por más dolor que hubiese sufrido, no parecía más incapacitado que antes. Le tendí el arma y creo que hizo un alarde utilizándola de muleta y nada más.

– No niego que queremos escapar -le dije a Joan-, pero así es el juego. Ustedes hacen su jugada y nosotros, la nuestra. Eso es todo. Pero este hombre -añadí, señalando a Pearson- ha tomado como rehén a su esposa, que es lo más vil que una persona puede hacer. Mató al amigo de ustedes sin otro motivo que echarnos la culpa a nosotros.

Lavien se volvió hacia Dalton y sacó el cuchillo que llevaba al cinto. Aquello significaba que sería el objetivo del primer ataque, porque un hombre no puede apuntar a dos enemigos a la vez. No perdí un instante y alargué la pierna hasta golpear la buena de Lavien, que cayó al suelo sobre la mala. No imagino el dolor que sintió, pero no hizo ruido, aunque torció el rostro de padecimiento o tal vez de la sorpresa. O quizá de alivio, pues, mientras caía, Dalton disparó la pistola, la cual emitió un estampido atronador y llenó la pequeña estancia de humo negro y olor acre. La bala surcó el aire en el lugar que Lavien habría estado y fue a incrustarse en la puerta delantera. Hubo un segundo disparo, un instante después del primero, y volaron astillas de madera y el sol irrumpió en aquel lúgubre vestíbulo al tiempo que la puerta se descolgaba de las bisagras. Aquello, por lo menos, era un pequeño golpe de suerte, si vivíamos para aprovecharlo.

Me acordé de aquella noche en Helltown, una noche que ahora se me antojaba lejana en el tiempo, en la que decidí dejarme matar por Dorland. Allí plantado en aquel frío y sucio callejón de Helltown, había reflexionado que tal vez podía convencerme de seguir viviendo, pero había contenido la lengua. En esta ocasión no callaría. El aire olía a pólvora y los ojos me escocían del humo. A mi espalda, se abrió una puerta y el sol se coló en aquella reunión nuestra tan violenta. Aquello terminaría con más muertos, probablemente. En la estancia había demasiada gente por la que sentía afecto, tal vez las únicas personas en el mundo que me importaban, y no permitiría que fuese así.

– ¡Alto! -grité-. ¡Deténgase! ¡Dejemos de lado la violencia!

Con la otra pistola, Dalton apuntó a Lavien, que estaba postrado en el suelo, y yo me interpuse directamente.

Hasta aquel momento, Cynthia había permanecido muda como una estatua y yo apenas me había atrevido a mirarla. Ya se había disparado un arma y seguramente no sería la única. No permitiría que el miedo hiciese mella en mi determinación. Entonces, Cynthia habló y su voz, aunque temblorosa, tenía una suerte de claridad que me asombró.

– Es verdad, Dios mío, es verdad. Yo sabía que era cruel, pero nunca pensé que pudiera matar a un hombre a sangre fría. Se acercó al amigo de ustedes y este no sospechó nada.

¿Había habido alguna vez alguien tan enamorado como yo en aquel momento? Desde la caída de Eva, ¿había disfrutado un hombre tanto con las mentiras de una mujer?

– Calla -le dijo Pearson con un bufido-. No es cierto -añadió, volviéndose a los demás, pero Cynthia había dicho la más convincente de las mentiras y su esposo tuvo el infortunio de sonar absolutamente falso, por más que dijera la verdad.

– Suelte a la dama -le dijo Leónidas, apuntándolo con su pistola.

– Pero si mienten… -dijo.

– Si no apunta a una mujer con una pistola, lo que diga será más creíble.

– Es mi esposa. Puedo hacer con ella lo que me venga en gana.

– Suelte a la dama -dijo Joan con voz dura y airada. Sin saber cómo, Cynthia, encañonada por su esposo al borde de la escalera, se había convertido en la persona más importante para todos los reunidos. No lo eran el muerto del piso de arriba, ni los dos prisioneros que intentaban escapar, ni la puerta abierta a la libertad que había a nuestra espalda.

Pearson la soltó y Cynthia corrió escaleras abajo en dirección a mí. Nuestros ojos se encontraron y ella, durante un brevísimo instante, asintió y supe que aquel era el momento en que tenía que ponerse a prueba. Tenía que ser la mujer que siempre había querido ser, o me fallaría. Me atreví a sostenerle la mirada durante un largo e importante momento y esperé que bastara para que ella comprendiera.

– Zorra estúpida -le espeté-. Todo es culpa tuya.

Cynthia retrocedió un paso y la expresión de dolor en su rostro era tan real, o parecía tan real, que casi me rompió el corazón.

– Lo siento, Ethan.

– Te dije que no saliera nadie herido. Te lo dije.

– No pude impedírselo. -Cynthia sacudió la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Intenté detenerlo, pero no pude, Ethan. Lo intenté. Tú deberías haber estado allí, pero no fue así y yo sola no pude.

– Oh, calla esa boca -dije-. No tenía que haber confiado nunca en ti.

Dalton ya había oído suficiente y se volvió hacia Pearson. Si, por lo general, no soporto ver que se ataque con alevosía a hombres desarmados, en aquel caso podía hacer una excepción. Dalton se lanzó escaleras arriba, agarró a Pearson por las axilas y lo levantó en volandas como si pesara lo mismo que un bebé. A continuación, apretó los codos y arrojó a Pearson -que tenía la boca abierta de un terror demasiado profundo como para emitir ningún sonido- volando por los aires contra la pared que separaba el vestíbulo de la sala. Se golpeó con ella con un intenso y doloroso crujido, se revolvió ligeramente y aterrizó con los pies contra una estrecha silla y la cabeza vuelta hacia nosotros, aunque ladeada en un ángulo forzadísimo.

Cynthia emitió un gemido y se tapó la boca. Leónidas murmuró entre dientes. Dalton se tomó unos instantes para admirar su obra y luego subió corriendo los dos tramos de escaleras. Una vez arriba, oí que se lamentaba.

– Siento que haya terminado así -dije, volviéndome a Joan-. Son ustedes buena gente, con sentido del honor, y no dudo que han sufrido injusticias. Ojalá no nos hubiésemos enfrentado nunca.

– Demasiada sangre derramada… -La señora Maycott sacudió la cabeza.

– Las cosas no tendrían que haber ido así. -Me acerqué a ella-. Usted está por encima de todo eso. Muy por encima. Imagine lo que habría conseguido si se hubiese dedicado a crear en vez de destruir. -Le acaricié la cara-. Imagine lo que podríamos hacer usted y yo juntos, Joan. Sí; usted y yo hemos de unirnos.

– Ethan, ¿estás loco? -Cynthia se acercó a toda prisa-. Me prometiste que te unirías a mí. Me juraste que me amabas.

– ¡Qué estúpida! -exclamé riendo-. ¿Cómo podría amar a alguien como tú?

Leónidas soltó una sonora carcajada y empezó a dar palmas.

– Debo decir que estoy francamente impresionado. Es imposible que haya ensayado esto y, sin embargo, le ha salido fácil y natural.

– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Joan.

– Lo he visto cientos de veces -volvió a reírse Leónidas-, pero nunca con tanto en juego. Es Ethan Saunders haciendo de Ethan Saunders, cuando las mentiras y las ideas falsas y las pretensiones absurdas salen de su boca; todos lo hemos visto. Pero ahora observo y veo sus motivos. Incluso yo, a quien no tenía que haber engañado, fui víctima de sus mentiras. ¿No echan en falta a alguien?

Pues claro que sí. No me había dado cuenta de cuándo se había escabullido Lavien porque había procurado no mirarlo, con la esperanza de que, si era invisible para mí, también lo fuese para todos. Joan Maycott corrió a la puerta y salió a la luz del día. Yo la seguí, dispuesto a taparle la boca si trataba de llamar a Dalton, pero no lo hizo. Se quedó en el umbral, callada y confundida. Lejos, en la distante King's Highway, se distinguía una figura solitaria, torpe y desmañada, a lomos de un caballo gris, cabalgando tan deprisa como Paul Reveré, para salvar a un país que ni siquiera era su tierra natal. No creí que fuera a haber nunca baladas que recordasen aquella cabalgadura, pero, ¡ah!, qué meritorio, qué glorioso fue. Y todo había sido posible gracias a mis acciones, lo cual no podía por menos de agradarme.


Cynthia se desplomó una vez más en mis brazos. Estaba temblorosa, lo cual no me sorprendió. Había presenciado más violencia en pocos minutos de la que presencian la mayor parte de mujeres en toda su vida. A su esposo, por inmundo que fuera, lo habían matado ante sus ojos, lo habían matado con falsas excusas y debido a las propias maquinaciones de ella. Los días que tenía por delante no le resultarían fáciles, pero me proponía estar a su lado y ayudarla cuanto pudiese.

Joan Maycott, por su parte, parecía mucho menos conmocionada.

– Lo había subestimado, capitán Saunders. Y a usted también, Cynthia. Pensaba que no era más que una víctima, pero veo que es lo bastante lista como para merecer al capitán. -Sacó un reloj y lo consultó-. Su amigo aún podría salvar el banco.

– La veo mucho menos aturdida de lo que esperaba -comenté.

– Aun cuando Hamilton pueda salvar el banco, la ruina de Duer es un hecho que no tiene remedio y su caída será un golpe terrible. Habrá caos y cundirá el pánico, y el plan hamiltoniano tal vez no se hunda, pero quedará desacreditado. Yo tenía cuatro objetivos, capitán Saunders: destruir el banco, destruir a Hamilton, destruir a Duer y enriquecerme. Aunque el banco sobreviva, la carrera de Hamilton terminará y, con el desplome del mercado por culpa de los bonos al seis por ciento cuyo valor estaba hinchado, yo sacaré pingües beneficios con los míos al cuatro por ciento, cuyo valor subirá. Por cierto, señora Pearson, su esposo poseía muchos. Le aconsejo que los venda en el momento en que suban por encima de la paridad. No estarán así mucho tiempo.

– Sabe llevar bien la derrota -le dije a Leónidas.

– ¿Y ustedes? ¿Qué tal llevarán la victoria? -preguntó ella-. ¿Tienen la intención de detenerme junto con mis hombres?

– No -respondí-. Lavien tal vez opinaría de otro modo, pero se ha marchado y no creo que Leónidas lo permitiera. Por mi parte, no quiero verla más conspirando contra la nación, pero tampoco quiero verla en la cárcel.

– Usted y Cynthia pueden tomar los caballos que quieran del establo, pero les ruego que se marchen -asintió Joan.

– Pero si esta es la casa de la señora Pearson -le espeté.

– Tal vez no sea momento de andarse con muchos remilgos -intervino Leónidas. En el piso de arriba seguía el cadáver del hombre de Joan Maycott y había cinco muertos más en King s Highway. Se enteraría de ello enseguida y yo ya no estaría allí.

– De acuerdo. Nos marcharemos y permitiremos que usted escape.

Cynthia, pálida y temblorosa, se aferró a mí mientras salíamos de la casa. No miramos atrás para saber lo que hacían Leónidas, Joan o Dalton a continuación. Nos dirigimos a los establos, encontramos unos caballos que nos gustaron y cabalgamos al galope para alcanzar a Lavien, que iba bastante lento, luchando con su pierna rota. Dejé a Cynthia cabalgando con él y me adelanté para llegar a Filadelfia, transmitir a Hamilton la noticia y que él obrase hábilmente y deprisa, y salvara a la nación. Gracias a mí.

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