Ethan Saunders
Tras haberle dado a Hamilton el tiempo necesario para que surtiera efecto la magia que se llevaba entre manos, regresé a mis aposentos en casa de la señora Deisher, donde encontré a la corpulenta dama alemana dispuesta a recibirme y deseosa de hacerlo. Cuando su muchacha me franqueó el paso, la casera se abrió paso con sus inmensos pechos entre la criada y la puerta y me los plantó delante.
– Señor Saunders… Capitán Saunders, quiero decir, le pido perdón. La culpa del malentendido es mía, pero ese hombre del gobierno lo ha dejado todo claro. ¿Tiene hambre? ¿Quiere que le prepare algo de comer?
– No se preocupe por la comida -le dije-. En cambio, lo que sí necesito con urgencia es lavarme y cambiarme de ropa, pues no he podido acceder a prendas limpias desde hace más de un día.
– De nuevo, debo pedirle perdón, capitán. -La mujer se ruborizó-. Ahora mismo le enviaré a mi Charlotte con las aguas para el baño.
Le sonreí con benevolencia porque en ese momento éramos buenos amigos. Entre nosotros las cosas fluían con facilidad y en nuestro corazón no había más que amor.
– Ah, una cosa más, señora Deisher. Antes de que se marche, ¿tendría la bondad de contarme por qué eligió precisamente esa noche para echarme de casa?
– Solo fue una ocurrencia, una terrible y estúpida ocurrencia -respondió con un leve respingo-. Perdóneme, por favor.
– La perdonaré -dije sonriendo, pero con una voz glacial- si me dice la verdad.
– Oh, yo nunca miento -replicó, agachando la cabeza.
– Señora, ya ha visto las buenas relaciones que tengo con el gobierno. Si no me responde a lo que le pregunto, haré que la arresten por espiar para un país extranjero, Francia, digamos, porque la idea de una espía alemana es absurda, y la expulsarán del país para siempre. Y, como recompensa, tal vez me den su propiedad. ¡Leónidas! Voy a dictarte una carta: «Querido secretario Hamilton: Tengo que informarle de algo que me preocupa enormemente, la presencia de una espía…».
– ¡Basta! -gritó ella-. Se lo diré, pero no debe divulgarlo. Ese individuo prometió que me haría daño si no cerraba la boca.
– Si me lo cuenta todo -insistí-, la protegeré con mi vida.
– Era un hombre de aspecto muy poco civilizado -dijo-, con la barba canosa y el pelo largo. Dijo que se llamaba Reynolds. Me pagó veinticinco dólares y aseguró que incendiaría mi casa si no hacía lo que ordenaba.
– ¿Dijo quién era o por qué deseaba que yo me marchara?
– No -la mujer sacudió la cabeza-, pero le creí. Me pareció el tipo de hombre capaz de pegar fuego a una casa.
Yo asentí. Luego, añadí:
– Tenga la amabilidad de darme los veinticinco dólares. Creo que me los he ganado.
– Ya los he gastado -replicó ella.
– Pues déme otros veinticinco.
– No los tengo.
– Tal vez los podría descontar de lo que usted le debe -propuso Leónidas.
No era lo mismo que tener veinticinco dólares en el bolsillo, pero no me quedaría más remedio que conformarme.
– Acepto las condiciones -dije, volviéndome hacia la señora Deisher-. Y ahora, no nos olvidemos de mi baño.
– No tiene ningún sentido -dijo la mujer, sacudiendo la cabeza muy erguida.
– ¿El qué?
– Ese Reynolds dijo que lo echara porque así lo quería el secretario Hamilton, pero debía de ser mentira porque ha sido el propio secretario Hamilton quien me ha pedido que lo readmita.
Percibí algo, como un perro nota un olor familiar en el aire. Leónidas se volvió enseguida, pero yo lo miré y le dirigí un levísimo movimiento de cabeza. Hace mucho tiempo que aprendí que, cuando alguien tropieza con algo importante inesperadamente, lo que debe hacer es no llamar la atención sobre ello.
– Qué interesante -comenté, por decir algo-. Y ahora, el baño.
No podría hacer más progresos hasta que me quitara la suciedad acumulada de mis tribulaciones.
Finalmente, pude librarme de la mugre y la humillación de las dos últimas noches. El agua caliente fue un bálsamo y la ropa limpia me sentó tan bien como una noche entera de sueño. Una vez limpio, pedí a Leónidas que me afeitara y estuve en condiciones de mirarme en el espejo colgado encima de la chimenea. A decir verdad, no quedé del todo insatisfecho. Tenía la cara un poco contusionada, con moratones y unas cuantas heridas, que tardaban más en curarse que cuando era joven; sin embargo, como ahora iba limpio y aseado, parecían indicar una pelea entre hombres y no desesperación y ruina.
En vista de que ya podía disfrutar de la paz de mi habitación, me senté en una silla mullida junto a la ventana, a la luz cada vez más tenue del atardecer. Al otro lado de la estancia, Leónidas guardaba los instrumentos de afeitar. Cuando terminó, se sentó en una de las sillas y me dirigió una mirada muy expresiva.
– Quizá sea hora de que medite sus próximos pasos -dijo-. ¿De veras quiere perder el tiempo tratando de encontrar al señor Pearson?
– Pues claro que quiero encontrarlo.
– Ethan, debería pensar en esto. -Se inclinó hacia delante con aquel aire serio tan suyo-. Ahora tiene poco dinero y entiendo que siente afecto por la señora Pearson, pero sentir afecto por ella no significa que tenga que sacrificarse en su recuerdo. Si el señor Lavien no desea su ayuda, tal vez tenga el asunto casi resuelto.
– Para empezar, yo no daría nunca la espalda a un antiguo compromiso.
– No estoy muy seguro de eso -dijo con mucha amargura-. Le he visto hacerlo.
Yo no estaba dispuesto a que me arrastrara a otra conversación sobre su emancipación.
– Y para colmo, he sido agraviado personalmente. Unos hombres han intentado intimidarme y perjudicarme, haciendo que me echaran de mi casa. No puedo volver la espalda a todo eso. Y quien más me asombra es Hamilton. Todos estos años he creído que había sido él quien había querido arrumar mi reputación divulgando que había cometido una traición, y lo he odiado por ello. Ahora, parece que estaba equivocado y resulta que Hamilton es un tipo decente y que ha llegado incluso a decir que valora mis habilidades.
– ¿Y qué?
– ¿No lo ves? Si encuentro a Pearson, si supero a Lavien en su propio juego, Hamilton volverá a ponerme al servicio del gobierno. Seré útil de nuevo, Leónidas. No puedo permitir que se me escape de las manos esta oportunidad.
– ¿Cómo va a superar a un hombre como el señor Lavien, que tiene también unas habilidades impresionantes, es más joven que usted y cuenta con el apoyo y el poder del gobierno?
– Lo que tenemos que hacer, creo, es no ir detrás de lo obvio, sino centrarnos en líneas de investigación que sean exclusivamente nuestras. ¿Qué sabemos que Lavien no sepa?
– De entrada, no sabemos lo que sabe porque no nos lo dice.
– Pero podemos partir de ciertas hipótesis. Supongamos, primero, que Lavien y Hamilton no saben nada del irlandés, no saben nada de la nota de la señora Pearson y se me antoja que también ignoran que hay un tipo llamado Reynolds que se hace pasar por uno de los suyos. Lavien lleva una semana buscando a Pearson, pero no parece haber avanzado mucho. Supongo que lo está haciendo de la manera habitual, hablando con la familia, los amigos y los socios comerciales, pero este método no le está dando ningún fruto. Tenemos que hacerlo a mi manera, Leónidas: sigamos el viejo método de Fleet y Saunders, y ya veremos quién encuentra primero a ese hombre.
– Y eso, ¿qué significa? -quiso saber.
Saqué mi reloj robado y miré qué hora era.
– Vayamos a ver a Hamilton otra vez. Tengo una pregunta importante que formularle.
– No le gustará. -Leónidas sacudió la cabeza.
– Lo sé -dije-. Precisamente por eso, tenemos que encontrar antes un periódico. Para persuadir al secretario de que sea amable, necesitaremos algo.
– Un periódico… -repitió.
Me puse en pie y agarré el sombrero.
– No tuviste el privilegio de estar en mi compañía mientras servía a la nación, Leónidas.
– No, pero he oído historias -dijo, dando a entender por su tono de voz que eran bastante aburridas. Debí de interpretarlo mal.
– Pues es tu día de suerte. Ahora podrás, por fin, ver cómo se resuelven los asuntos.
Me había sorprendido lo pronto que me había recibido Hamilton aquella primera mañana, pero no me sorprendió que aquella tarde nos hiciera esperar más de una hora. Nos sentamos en un vestíbulo, a la entrada de la oficina principal, que era, a su vez, la antesala de su santuario. De él entraban y salían funcionarios de aspecto nervioso que evitaban nuestra mirada. Cuando accedimos a los edificios del Tesoro era de día, pero el tiempo estaba gris y nublado y casi se hizo de noche mientras esperábamos que Hamilton nos atendiera. Dos negros jóvenes cruzaron el vestíbulo con candiles y velas; al pasar por delante de Leónidas, lo saludaron con la cabeza y él hizo lo propio. ¿Se conocían, o era solamente porque pertenecían a la misma raza?
Por fin, un empleado nos hizo pasar al despacho del secretario del Tesoro, en el que la oscuridad tenía una naturaleza más hosca y agobiante. Hamilton estaba sentado tras el escritorio y se agazapaba sobre su trabajo como un oso en su caverna.
– No esperaba verlo tan pronto -dijo, alzando la vista.
– Y me parece que no le complace que así sea. En cualquier caso, no le haremos perder el tiempo. Una pregunta rápida y nos marcharemos.
– Creo que lo dejé muy claro -dijo-. No quiero que investigue la desaparición de Pearson.
– ¿Y qué lo lleva a pensar que es eso lo que estoy haciendo?
– Solo hay que verlo. Parece un perro en una cacería.
– Solo una pregunta -dije.
– No, Saunders. No me apunto a sus juegos. Puede esperar aquí todo el tiempo que quiera, pero no voy a responder a sus preguntas. -Se concentró en sus papeles y empezó a escribir.
– Imaginaba que diría eso -repliqué-. Leónidas, por favor, dame ese periódico que te he pedido que trajeras. Como imaginaba que tendríamos que esperar, vine con algo para leer. Es la National Gazette, que usted me mencionó la otra vez.
Hamilton levantó la mirada. Quedó claro que no le había gustado que leyera un diario cuyo único objetivo era atacarlo.
– Me entusiasma este periódico -dije-. Y también su editor, el señor Philip Freneau. Un tipo listo. Ahora que lo pienso, tengo una idea excelente para un artículo. Toma nota, Leónidas, voy a dictarte una carta: «Apreciado señor Freneau: Tal vez no esté al corriente de este pasmoso hecho pero, al parecer, Alexander Hamilton ha empleado a su hermanastro judío para que investigue los misteriosos tratos de un conocido caballero de Filadelfia». -A continuación, me volví a Hamilton y le dije-: Sé que eso del hermanastro es falso, pero atraerá su atención. Que él averigüe el resto. Ya sabe lo escrupulosos que son esos periodistas con los datos.
– ¡Basta! -Hamilton descargó una palmada sobre el escritorio-. No se atreverá.
– Solo una pregunta, coronel. Será mucho más fácil de ese modo.
– ¡Maldita sea, Saunders! ¿De qué se trata?
– Se trata de Fleet y de su hija. Creo que usted es una persona que lo entenderá. Siempre se ha dicho que es todo un caballero con las mujeres.
– Si usted lo cree… -masculló él, entrecerrando los ojos de ira.
– No estoy diciendo que sea usted un sinvergüenza, como sus enemigos gustan de calificarlo. Lo que quiero decir es que entiende las viejas costumbres. Un caballero siempre debe hacer lo adecuado para proteger a una mujer, sobre todo a una mujer que, aunque sea de una forma casual, está bajo su protección. Mientras crea que existe el riesgo de que Cynthia Pearson corra peligro, intentaré protegerla. Y usted, prepárese para un largo asedio.
Sacudió la cabeza y se hundió ligeramente en la silla.
– Muy bien. Si de ese modo se marcha.
– ¿Ve? Nada más simple que eso. Mi pregunta es muy sencilla: ¿Le dice algo el nombre de Reynolds?
Yo esperaba una negativa, o una ocultación o una confusión genuina, pero no había previsto en absoluto lo que ocurrió a continuación. Hamilton se puso en pie de un salto, volcando a su espalda la pesada silla. Incluso a la insuficiente luz de la sala, vi que había enrojecido.
– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Cree que puede agotarme la paciencia?
Crucé una mirada con Leónidas, que estaba tan desconcertado como yo. Con Hamilton aparenté calma, lo mejor que se puede hacer siempre con un hombre enfurecido.
– No quiero decir nada, coronel. El hombre que pagó a mi casera para que me desahuciara dijo que se llamaba Reynolds. Solo quería saber si lo conoce. Me parece que sí.
Hamilton me miró unos instantes, parpadeando, y luego miró a Leónidas. Se dio media vuelta, levantó la silla y se sentó de nuevo. A continuación, sacudió unas motas de polvo del escritorio.
– No me suena ese nombre. No me dice nada.
– Exacto -dije-. Lo mismo que he pensado yo, porque su ignorancia del nombre explica de manera efectiva su explosión de cólera. Bien, enviaré la carta al señor Freneau. Tal vez pueda averiguar algo al respecto, si se lo pido.
– Oh, siéntese. -De repente, Hamilton parecía cansado-. Se lo diré, pero tiene que prometerme que no hará pesquisas. Y no quiero que venga a mi oficina y me amenace cada vez que quiera formularme una pregunta.
– Desde luego -respondí, sabiendo perfectamente bien que necesitaba la información, cualesquiera que fuesen las condiciones. Ya me preocuparía más adelante de la trascendencia de estas.
– Como es un lector tan asiduo del diario del señor Freneau -dijo Hamilton-, seguro que le suena el nombre de William Duer.
– Sí, de la guerra. Suministraba al ejército, ¿no es así?
– Exacto -respondió el coronel-. También fue mi secretario durante los primeros meses de mi cargo en el Tesoro; sin embargo, por encima de sus impulsos patrióticos, Duer siempre buscaba una mejor oportunidad. El y yo éramos buenos amigos, pero ahora las cosas se han tensado entre nosotros. No me gustaba la manera en que cumplía con sus deberes cuando era mi secretario y, a veces, también mostraba un carácter grosero. Como usted sabe, el Banco de Estados Unidos se creó el verano pasado y desde entonces el precio de las acciones ha aumentado astronómicamente. Duer invirtió en abundancia, pero su inversión no se convirtió solo en una señal, sino también en un síntoma. Es tan rico, invierte tanto dinero y sus decisiones suscitan tanto interés, que sus movimientos no solo reflejan el mercado, o tienen un moderado efecto en este, sino que lo moldean y definen directamente. Cuando compra, todo el mundo compra. Cuando vende, todo el mundo vende. Intente comprender lo que le digo. La nuestra es una economía única, distinta de todas las demás en la historia del mundo, por dos razones. En casi todas las naciones, el comercio está centralizado. En Londres, en París, en Amsterdam. En nuestro país, por el contrario, uno está acostumbrado a considerar su estado una entidad autónoma y la principal razón de ello es que el comercio está descentralizado: en Nueva York, Filadelfia, Boston, etcétera. La otra razón es que el país es nuevo y el número de participantes importantes, muy reducido. Un hombre, un solo actor, puede alterar la forma del mercado, si está atento.
– O distraído -comentó Leónidas.
– Sí -asintió Hamilton-. Me temo que Duer obra de las dos maneras. Ese hombre, ténganlo presente, ejerce una influencia superior a la de cualquier otro hombre en la historia de las finanzas, tal como las conocemos, y utiliza su desmedida influencia para manipular los precios a su conveniencia, haciendo subir el valor de las acciones del banco. Planeó subir el precio al límite y luego venderlas con un enorme beneficio, hundiendo con ello su valor. Antes de que las cosas se nos fueran tanto de las manos, yo denuncié que el precio de compraventa de las acciones del banco estaba inflado y al hacerlo, el mercado cayó, lo cual le costó a Duer una considerable cifra de dinero. Se enfadó mucho conmigo.
– Siga -dije.
– Ese Reynolds trabaja para Duer. Quizá haya tratado de vengarse de usted para hacerme daño a mí.
– Coronel, usted y yo llevábamos diez años sin hablarnos. ¿Por qué iba a utilizarme para hacerle daño?
– Tal vez haya sacado conclusiones. De usted sabe por la guerra. Tal vez pensó que yo lo contrataría para que trabajara en mis investigaciones, como la referida al señor Pearson. Ha querido contrariarme para vengarse.
Callé unos momentos para que el silencio obrara su efecto.
– ¿Así que Duer está enfadado con usted por un incidente ocurrido el pasado verano y ahora decide molestarme a mí como venganza?
– Como venganza -dijo Hamilton- o solo para demostrarme que todavía tiene poder. En cualquier caso, es mi teoría. Ahora, lo que tiene que hacer usted es dejar este asunto en paz y yo me ocuparé de que no vuelvan a importunarlo.
– Muy amable por su parte, pero ¿sabe una cosa? Me gustaría hablar con Duer directamente. Supongo que lo puedo encontrar en la taberna de la City, con los otros especuladores.
– Duer vive en Nueva York -suspiró Hamilton-. A Filadelfia solo viene a hacer negocios, pero no ha estado por aquí desde hace unas semanas. Creo que tiene algún negocio en Nueva York que le absorbe toda la atención. No hay nada que pueda usted hacer y, además, este asunto no guarda ninguna relación con Pearson. Le pido que lo olvide.
– Pues claro. -Me puse en pie-. No merece la pena viajar a Nueva York solo por eso y tengo otras cosas que hacer, además de dar caza al hombre de Duer. Lamento haberlo molestado. Buenas noches, coronel.
Salimos del despacho y pasamos por delante de los funcionarios apostados fuera.
– No habrá creído una palabra de lo que ha dicho, ¿verdad? -me preguntó Leónidas.
– Por supuesto que no -respondí-, pero seguir presionándolo no nos habría aportado ninguna ventaja. No quería decirnos más y no lo habría hecho. Solo habríamos conseguido enojarlo. De momento, tomaremos lo que nos ha dado y veremos adonde nos lleva.
Leónidas iba a añadir algo, cuando sonó un atronador rugido dentro de la oficina de Hamilton.
– ¡Maldita sea! -gritó el secretario del Tesoro. Siguió a la exclamación un ruido de cristales haciéndose añicos. Varios funcionarios levantaron la vista, titubearon con aire inquieto y volvieron a ocuparse de sus papeles.
Por nuestra parte, nos apresuramos a salir y nos dirigimos a nuestro siguiente destino.
El Pérfido Caballero era una taberna decididamente jeffersoniana, situada en lo alto de las Northern Liberties. Se trataba de un decrépito local de Coats Street, cerca del Public Landing, frecuentado por trabajadores llenos de rabia personal disfrazada de irritación política. Eran de los que leían en voz alta la National Gazette de Freneau, abucheaban a Hamilton cada vez que se mencionaba su nombre y vitoreaban todas las referencias a Jefferson. De hecho, en un rincón de la taberna habían acordonado una esquina para peleas de gallos, en la que se enfrentaban en aquel momento uno robusto, musculoso y de brillantes y resplandecientes plumas negras, llamado Jefferson, y otro esquelético, débil y pálido, llamado Hamilton. Cada vez que el gallo grande atacaba al pequeño, la multitud jaleaba y lanzaba vivas a la libertad y gritos contra las imposiciones.
Se trataba, en otras palabras, de una taberna absolutamente dedicada a los hombres de mentalidad republicana demócrata, que creían que el proyecto americano ya había quedado manchado por la corrupción y la venalidad. Eran hombres que veneraban a George Washington como si fuera un dios, pero que estaban dispuestos a maldecirlo por haber admitido a Hamilton en su círculo íntimo. Estos hombres se habían manifestado con algaradas en contra de la ratificación de la Constitución sin haberse tomado la molestia de leerla, eso en caso de que supieran hacerlo. Lo único que sabían era que uno de los suyos, un tipo llamado John Wilkes, había proclamado que las libertades corrían peligro y, mientras hubiera cerveza, siempre estaban dispuestos a responder a la llamada.
No era aquel un local público de los que yo frecuentaba con asiduidad, pues siempre he preferido tabernas donde pueda jugar y beber en silencio o charlar tranquilamente con quienes quiero hablar, y donde no tenga que aplaudir cuando un hombre al que apenas conozco da voz a un resentimiento que yo nunca supe que tuviera.
El dueño, sin embargo, era un viejo conocido, aunque no exactamente un amigo, y yo tenía unas esperanzas razonables de obtener cierta ayuda de él. El irlandés con el que había topado a la puerta de la Cámara Legislativa había dicho que pertenecía a la facción de Jefferson, y si bebía en Filadelfia, probablemente lo hiciera en El Pérfido Caballero. No hacía tanto frío ni llovía como las noches anteriores y, dado que la taberna no era un lugar donde un negro se sintiera a gusto, le dije a Leónidas que me esperase fuera. Empujé la puerta de madera y entré en aquella sala de techo bajo que apestaba a tabaco, a humo de leña y a las salchichas que se asaban en los fogones. Los hombres formaban pequeños grupos, sentados alrededor de mesas bajas con los pies hundidos en el barro del suelo. La conversación, que unos segundos antes era ruidosa, bajó de volumen cuando entré y todos los presentes me miraron. El Pérfido Caballero era la suerte de lugar que los foráneos intentaban evitar.
Me acerqué enseguida a la barra, donde un hombre de una estatura extraordinariamente baja limpiaba jarras, subido a una caja. Yo lo conocía por Leonard Hilltop, un tipo seco con la piel tan arrugada que parecía piedra labrada, y unos ojos huecos y oscuros con unas marcadas venitas rojas que se veían incluso a la escasa luz de la taberna. En su juventud, había formado parte de una red establecida en la Filadelfia ocupada que pasaba información, a menudo a mí. No habíamos trabado amistad, pero nos conocíamos y entre nosotros había una confianza y un respeto indiscutibles.
– Seguid con vuestra bebida, bardajas -gritó el hombrecito-. Tranquilos, es buen tipo.
Los hombres hicieron lo que les decía el bodeguero y, de repente, el espacio se llenó con el murmullo de las conversaciones.
– Bueno -dijo Hilltop-, esta ha sido mi primera mentira de la noche.
– Esperemos que sea la última -repliqué.
– ¿Qué ocurre? -dijo con un bufido-. ¿Debe tanto dinero en las otras bodegas de la ciudad que ahora tiene que venir a beber aquí? Un poco arriesgado, ¿no cree? Es posible que los parroquianos no conozcan su cara, pero sí su nombre y lo que se cuenta de usted. Si yo les dijera quién es, lo harían pedazos, como a ese pollo federalista -movió la mano en dirección a la pelea de gallos.
– Entonces, es una suerte que pueda confiar en usted -dije-. En cualquier caso, usted conoce la verdad. Mi reputación la ensuciaron los federalistas. Usted mismo me lo dijo hace muchos años. Dijo que había sido Hamilton quien me había denunciado. Eso fue exactamente lo que oyó, ¿verdad, Hilltop?
– Dios, no me acuerdo -respondió-. Hace tantos años… Eso fue lo que oí. Todo el mundo lo decía.
Yo no confiaba en que lo recordara, pero no perdía nada con preguntar.
– En cualquier caso, estoy seguro de que podría invitar a una copa a un patriota maltratado. Tal vez del más americano de los elixires, al que llamamos whisky de centeno de Monongahela, esa bebida de hombres de la frontera, horriblemente gravada por el nefasto Hamilton. Un solo vaso me serviría.
– Como usted diga. -Hilltop hizo la mueca del hombre que ha perdido a las cartas y debe aceptar la derrota. Vertió una cantidad generosa del whisky en un vaso y me lo tendió. Lo caté y descubrí que era asombrosamente parecido al que me había dado el irlandés.
– Es bueno, este whisky. -Dejé el vaso en la barra.
– Sí, el mejor que existe.
– ¿De dónde lo saca?
– Tengo mis fuentes -sonrió.
– ¿Es su fuente un irlandés arisco de cabeza calva y como de cuero?
Si lo hubiera derribado de su taburete no lo habría sorprendido más y aquel era, ciertamente, mi objetivo. Podría haber planteado la cuestión despacio, tanteando al hombrecillo como una lengua que busca la ubicación precisa de una muela que duele, pero me pareció absurdo. Hilltop era un tipo suspicaz y me pareció mejor optar por ir al grano.
Durante la guerra, Hilltop había ayudado a espías, pero él no lo era y no tenía otro aprendizaje que el de esperar que lo que hacía pasase inadvertido y aquello, bastante a menudo, lo ponía en práctica con crudeza. Noté que desviaba los ojos hacia una mesa a la que estaba sentado un hombre solo, un tipo de unos cuarenta años, de pelo oscuro y calva incipiente y cara aplastada con una boca grande que le daba aire de rana. Estaba encorvado sobre un trozo de papel, pluma en mano, y no alzó la cabeza. A continuación, Hilltop miró hacia la chimenea, cerca de la cual dos hombres, sentados y enfrascados en una conversación, trataban de aparentar que no me habían visto. Observé toda la escena sin que Hilltop o los demás lo notaran. En realidad, durante los minutos siguientes fui colocándome en la barra de modo que pudiera mirarlos constantemente sin que ellos lo advirtieran.
– ¿Qué sabe de él? -me preguntó Hilltop.
– Sé que ustedes dos se conocen -dije-, ya que enseguida ha sabido de quién le hablo. Me gustaría intercambiar unas palabras con él y preferiría de veras que no supiera que voy a presentarme.
– ¿Qué? ¿Trabaja de nuevo para Hamilton? -me preguntó Hilltop-. ¿Después de todo lo que le ha hecho?
El comentario estaba tan cerca de la verdad que resultaba incómodo; no podía permitirme el lujo de creer que, en aquella charla, yo era el único listo.
– Tengo asuntos particulares con él.
– Hace tiempo que no veo a ese hombre por aquí -dijo Hilltop-. Unos meses atrás, me vendió una docena de barricas de este whisky y me alegró mucho poder hacerme con esta mercancía. No ha vuelto por aquí, pero oí hablar de él hará unas dos semanas.
Hilltop había atraído mi atención, pero no tanto como él creía porque, pensando que su inteligencia me había cautivado, hizo una leve señal con la cabeza a los dos hombres sentados junto al fuego. Uno de ellos, el más alto y joven de los dos, le dio algo al otro, bajo y viejo; a continuación, se puso en pie y salió de la taberna. Me enojó tener que dejarlo marchar pero, como solo podía enfrentarme a uno, creí que era mejor hacerlo con el que se había quedado después de recibir lo que fuese aquello.
– No lo he visto personalmente -decía Hilltop-, pero hace una semana, un parroquiano dijo que lo vio salir de una casa de huéspedes de Evont Street, cerca de la esquina con Mary, en Southwark. No sé si el irlandés vivía allí o había ido a visitar a alguien, pero ese hombre dijo estar seguro de que era él. Yo esperaba encontrarlo para comprarle más whisky de ese.
– ¿Sabe quién es? -inquirí-. ¿Cómo se llama? ¿A qué se dedica?
– No dijo tanto. -Hilltop sacudió la cabeza-. Pero el impuesto sobre el whisky de Hamilton seguro que le ha hecho mucho daño.
El impuesto del whisky había sido aprobado por el Congreso como simple medida de recaudar fondos para el Banco de Estados Unidos. ¿Qué mejor manera de que el erario aumentara sus ingresos, se había argumentado, que gravar un artículo de lujo -y, además, nocivo- que gustaba a tantos? Que los hombres que malgastaban su tiempo bebiendo mucho pagaran el crecimiento económico de la nueva nación. La aplicación de esta tasa había causado un intenso resentimiento entre los republicanos demócratas a los que les gustaba, casualmente, pasar el tiempo bebiendo whisky.
El hombre bajo y viejo al que el joven le había dado algo de importancia se puso en pie y se dirigió hacia la puerta.
– Déjeme que le sirva otro, Saunders -dijo Hilltop, que debía de haber notado mi interés en su parroquiano-. Será mejor que el primero, se lo garantizo.
Resultaba tentador, pero le di las gracias y le dije que enseguida volvería para tomármelo. Me dirigí hacia la puerta. El hombre no me quitaba ojo de encima y habría sido imposible salir sin que me viera. Abrió la puerta y salió corriendo. Yo también eché a correr y un tipo corpulento me salió al paso inmediatamente, pero lo esquivé, más por suerte que por destreza, y salí al frío de la noche.
Leónidas estaba alerta y solo tuve que señalarle al hombre que corría para que se lanzara tras él a la carrera. Miré a mi espalda y comprobé que, aunque los bebedores de El Pérfido Caballero habían probado a cerrarme el paso dentro del local, no estaban dispuestos a aventurarse en la noche para entrometerse en un asunto que no los concernía. Al ver que nadie nos seguía, redoblé mis esfuerzos. Noté un pinchazo en el costado, pero continué adelante, no porque creyera que podía alcanzar a Leónidas, sino porque no quería haberme rezagado demasiado cuando le diera caza.
Tomaron por Saint John en dirección a Brown Street, donde el hombre dobló al oeste. Cuando llegó a la esquina de Charlotte, Leónidas dio un gran salto, se abalanzó sobre él, y el fugitivo cayó de bruces al suelo con los brazos extendidos. Yo llegué a la escena justo a tiempo de ver que el desconocido intentaba meterse algo en la boca. A la luz de los faroles no vi bien de qué se trataba, pero era algo pequeño y brillante. Ocupado como estaba en inmovilizarlo, Leónidas no reparó en ello, por lo que, a pesar de que yo estaba todavía a unos diez pasos de distancia, me dolía el costado y temía vomitar el whisky que había bebido, hice acopio de fuerzas y corrí a pisar la muñeca del hombre.
Mi acción surtió efecto porque abrió la mano y de ella cayó una bolita de plata, del tamaño de una uva grande. Yo no había visto ninguna de la guerra pero supe de inmediato lo que era y me estremecí de terror. Cualquiera que fuese el embrollo en el que me había metido, cualquiera que fuese la trampa en la que había caído Cynthia Pearson, se trataba de algo mucho más peligroso de lo que había imaginado.
Acababa de hacerme con la bolita cuando los acontecimientos se precipitaron de una manera pasmosa. Leónidas se desplomó hacia delante, emitiendo un sonoro gruñido. El hombre al que inmovilizaba se puso en pie y huyó corriendo por Charlotte Street y yo me vi rodeado de nuevo por Nathan Dorland y sus amigos.
Allí estaban Dorland y los mismos tres hombres que me habían atacado a la puerta de la taberna de Helltown. No sabía cómo me habían encontrado pero, probablemente, nos habían seguido hasta El Pérfido Caballero.
Tras una rápida mirada a Dorland y a sus hombres, casi todos los cuales iban armados, guardé la bolita de plata en el bolsillo y me agaché para ver si Leónidas estaba herido. Lo habían golpeado en la cabeza con la culata de una pistola y sangraba, aunque no abundantemente. Empezó a moverse, se frotó la testa y luego se levantó, despacio y con cuidado, como un gran monstruo saliendo de su guarida bajo tierra.
– ¿Quién me ha pegado? -su voz era tranquila pero estaba colmada de una amenaza callada y latente.
– ¿Qué? ¿Vas a volverte contra un hombre blanco? -preguntó Dorland-. Considérate afortunado de que no te haya pegado un balazo.
– Espere -dije.
– El tiempo de espera ha terminado -replicó Dorland-. En esta ocasión, no tiene a nadie que le rescate, Saunders. Está acabado.
Yo no quería estar acabado. Tenía la obligación de proteger a Cynthia Pearson y la posibilidad de redimirme, de volver a servir a mi país. Tenía la bolita de plata en el bolsillo y no sabía qué intrigas contenía. Tenía un importante trabajo por delante y ya no podía permitirme aquellos juegos con Dorland. En otro momento, su rabia y su inepta sed de venganza me habían divertido porque yo tiraba de los hilos y él bailaba a mi son como una marioneta. Ahora, se interponía en mi camino y aparecía cuando yo prefería estar tranquilo y relajado. Leónidas había salido malparado y la próxima vez, si yo lograba escapar y había una próxima vez, tal vez lo matarían. Estaba todo esto y había algo más. Se trataba de lo que la señora Lavien me había dicho la noche anterior: que me había convertido en un ser indigno, pero que cada nuevo día traía consigo la promesa de un camino nuevo. Sus palabras reverberaban ahora como un acero frío contra mi piel, haciéndome sentir alerta, despierto y aterrorizado. Fue por todas estas razones por lo que me volví hacia Dorland y le dije lo que le dije:
– Caballero, reconozco que lo he agraviado y luego lo he ridiculizado por ese agravio. Le pido disculpas, aunque sé que una disculpa le dará poca satisfacción. A cambio, le ofreceré algo que usted lleva tiempo deseando. Nos batiremos en duelo, según el código de honor, en el lugar y a la hora que usted elija. Acepto su desafío, Dorland.
– Vaya, hombre -dijo uno de sus amigos.
– No lo habría imaginado nunca -dijo otro, casi al unísono. Dorland, sin embargo, alzó la mano para reclamar silencio.
– ¿Se mofa de mí?
– Ya no. Eso se ha terminado. No seguiré poniendo en peligro a mis amigos.
– No le creo, Saunders. -Dorland sacudió la cabeza-. Y aunque le creyera, es demasiado tarde. El honor ya tuvo su oportunidad, ahora ha llegado el momento de un final ignominioso.
– Eso no puede decidirlo usted -intervino Leónidas-. Tiene que hacer honor al código.
– Un negro asqueroso no me da a mí lecciones sobre honor -replicó Dorland.
– Entonces, reciba lecciones de mí -dijo uno de sus amigos-. Saunders ha aceptado el desafío. No puede negarse a enfrentarse a él en el campo del honor.
– Pero si no tiene honor… -dijo Dorland.
– Eso no importa -declaró otro de sus amigos-. Ha aceptado el desafío.
– Debe usted hacerlo -intervino el tercero.
– ¡Un momento! -exclamó Dorland-. Se supone que estaban conmigo en esto. Macalister, usted juró que me ayudaría.
– Porque él no quería batirse en duelo -dijo el primer hombre que había hablado. Era el que me había pateado el costado en el callejón de Helltown-. Usted me pidió que fuera su padrino y accedí. Ahora él dice que acepta y usted tiene que batirse.
– Pero es un veterano de guerra -dijo Dorland, a quien la cara rechoncha le temblaba-. No tengo ninguna posibilidad ante él.
– ¿Quiere decir que no acepta el duelo? -inquirió Macalister.
– Acabemos con él aquí y ahora -propuso Dorland.
Y entonces ocurrió la cosa más asombrosa: el que se llamaba Macalister se alejó y los otros lo siguieron. Dorland los llamó, pero se marcharon sin mirar atrás. Un momento antes eran cuatro y, de repente, Dorland se había quedado solo con Leónidas y conmigo en aquel callejón oscuro.
– Bien -dije-, creo que esto es lo que se llama un contratiempo.
Leónidas dio un paso hacia él y Dorland salió corriendo como una exhalación. No sé cuándo se dio cuenta de que nadie corría tras él.
En la guerra, ocurría a menudo que comunicaciones de vital importancia tenían que cruzar líneas peligrosas. Para conservar el secreto del mensaje, se recurría a varios métodos. Podía estar escrito en código, podía llevarlo un correo discreto o podía esconderse. Pero ¿qué ocurre cuando el correo es capturado, como sucede a veces? Un sistema es llevar el mensaje, escrito con letra muy pequeña en un papel diminuto, dentro de una bolita de plata. Si el correo era capturado, se tragaba la bolita y, cuando los británicos lo soltaban (porque no llevaba nada más encima que lo incriminara), podía llevar a cabo el desagradable trabajo de recuperarla cuando más le conviniera.
Me atemorizó que las personas involucradas en aquella trama, fuera la que fuese, utilizaran tales métodos. ¿De quién tenían miedo? ¿Qué debían comunicarse que precisara tanto secreto?
No me atreví a abrir la bolita en público pero, cuando Leónidas y yo regresamos a mis habitaciones, lo hice y saqué el papelito de dentro. Rezaba lo siguiente:
Yhpjr gh yhu d G. Dtxl, wrgr yd vhjxp ñr suhylvwr. Xwlñlfh vkv frpwdfwrv sdud frpiluodu txh Kdo pr vrvshf d pdgd. Vl pr uh hpwurohwh, hñ EHX fdhud hp odubr.
– Esto no quiere decir nada -murmuró Leónidas.
– Está en clave -le expliqué-, en una clave muy fácil. Es obvio que se trata de un código César, así llamado porque se dice que lo inventó el propio Julio César. Cada letra sustituye a otras. Si descifras una, sueles descifrarlas todas.
– ¿Y cómo se hace? -preguntó.
– Buscando características comunes en los escritos -respondí-. Con tiempo, los códigos César siempre pueden descifrarse, debido a lo cual su valor es limitado. Sin embargo, este se puede descifrar más fácilmente que la mayoría. Las personas que lo han cifrado son menos listas de lo que imaginan y han cometido una serie de errores. En nuestro idioma, hay un número limitado de palabras que pueden invertirse y convertirse en otra. Fíjate, por ejemplo, en es y se. Y mira esto: una palabra de una sola letra. Tiene que ser una vocal o una «y». Y todas estas palabras terminan con dos letras idénticas. Es probable que la uve sea una ese o una de. Tráeme un lápiz y un papel. No necesitaré más para descifrar el código.
Con pluma, tinta y papel a mi disposición, empecé a organizar mi clave, comparando las palabras que creía que podía descifrar con las que no y sustituyendo las letras mientras lo hacía. Era un trabajo tedioso y el whisky me nublaba la visión, pero continué bebiendo de todos modos. Pronto quedaron unidas las piezas del rompecabezas y vi el mensaje. Apenas daba crédito a lo que leía y, no obstante, allí estaba:
Vengo de ver a D. Aquí, todo va según lo planeado. Utilice los contactos para confirmar que Ham no sospecha nada. Si no se entromete, el BEU caerá en marzo.
Miré la nota sin atreverme a pensar en su significado.
– ¿Qué es el BEU? -preguntó Leónidas, de pie detrás de mi-. ¿Quién es D.?
Yo tenía mis sospechas con respecto a D. (¿sería Duer?), aunque todavía era muy pronto para saberlo seguro. Lo del BEU, en cambio, era otra historia. Era la institución que estaba en la mente y en los labios de todo el mundo. Era lo que había elevado a Hamilton a un poder inimaginable y lo había convertido, según algunos, en un demonio inconfesable. Era lo que, en mi opinión, para bien o para mal, definía nuestro momento en el tiempo, del mismo modo que la Revolución había definido el mundo hacía media generación: el Banco de Estados Unidos. El papel que tenía en la mano lo cambiaba todo, porque no se trataba de un caballero desaparecido, ni de un irlandés agresivo. Cynthia tenía razón. Lo que le hubiera ocurrido a su marido guardaba relación con el banco, pero era una relación más siniestra de lo que yo había llegado a imaginar. Allí había una trama, una auténtica conspiración para destruir el banco de Hamilton. Era una trama que, para bien o para mal, alteraría el futuro del gobierno de la nación.