Capítulo 13

Ethan Saunders


La noche anterior no había sido tan abstemio con la bebida como cabría desear de un hombre en proceso de reformarse. A pesar de ello, me levanté temprano con una impaciencia que no había conocido en años. Me esperaba una jornada fuera de lo común porque tenía cosas que hacer. Hacía años que no me sucedía. Había tenido cosas que necesitaba hacer, o que tenía obligación de hacer, o que era mejor que me encargara de hacer, pero normalmente eran asuntos de esos que «si no los hago hoy, ya los haré mañana». Había puesto a buen recaudo el mensaje robado, escondido en un segundo volumen huérfano de Tristam Shandy, y tenía la bolita de plata sobre mi mesa como un monumento a todo lo que había cambiado en mi existencia. Me sentía vivo y vibrante y tenía cosas que hacer, cosas monumentales que me proponía llevar a cabo.

Para empezar la búsqueda de William Duer, era de suma importancia que pasara por la taberna de la City. Tenía la impresión de que Duer estaba en el centro de todo. Había sido su hombre, aquel misterioso Reynolds, quien se había ocupado de que me expulsaran de mi alojamiento. Hamilton lo había calificado de buscapleitos y la nota que había recuperado la noche anterior parecía aludir a él. Desde luego, la «D.» podía referirse a otro, pero no me lo pareció. Hamilton me había asegurado que Duer no se encontraba en la ciudad, pero yo no confiaba en que hubiera sido sincero en este punto, teniendo en cuenta que la mera mención del nombre de Reynolds le provocaba una reacción furibunda.

Sin embargo, faltaban todavía varias horas para que empezaran las transacciones en la taberna, por lo que, antes de dirigirme allí, decidí visitar la dirección que me había proporcionado Hilltop. Así pues, a las diez, Leónidas vino a buscarme a mis aposentos y juntos nos encaminamos al sur, hacia la posada de Evont Street. El trayecto desde el corazón de Filadelfia hasta Southwark fue como presenciar, aceleradamente, cómo un rostro joven se marchitaba con la edad. Las casas de ladrillo rojo, al principio majestuosas y bien atendidas, se convertían, una bocacalle más allá, en viviendas desvencijadas y descuidadas. Un par de calles después, pasaban a ser casas de madera y, algo más allá, estas eran ya poco más que chabolas. Los estirados comerciantes, los especuladores frenéticos y los cuáqueros ricos daban paso a obreros pobres, a papistas y presbiterianos, a curiosos forasteros llegados de Polonia, Rusia y otras tierras lejanas, y a negros libres que pregonaban ostras y sopa de pimienta en sus carritos. Entre estos últimos, alguno llevaba la misma ropa sencilla que uno podía ver en un blanco, pero había mujeres que se cubrían la cabeza con pañuelos de brillantes colores y curiosos estampados, vestigio de sus orígenes salvajes.

Leónidas continuó mirando al frente, pero me pareció que conocía a más de una de aquellas personas y me dio la extraña impresión de que no le gustaba que lo vieran conmigo. De hecho, estábamos a menos de tres bocacalles de nuestro destino cuando un muchacho negro de catorce o quince años, vestido con unos gruesos calzones verdes de lana y un sobretodo andrajoso, se acercó a él a la carrera.

– Hola, León, ¿este es tu amo? -inquirió el chico con una voz un tanto monótona.

– Lárgate -le dijo Leónidas en un susurro.

El muchacho se volvió hacia mí.

– Eh, hombre blanco, ¿por qué no lo libera como le prometió? -me preguntó el mocoso.

Leónidas hizo un gesto para ahuyentarlo y el chico, afortunadamente, escapó corriendo.

Evont Street era una calle amplia y transitada, pero sin pavimentar y, por lo tanto, llena de nieve sucia, barro y deposiciones de animales. Los cerdos andaban a la ventura y lanzaban gruñidos hostiles al paso de los carruajes. La casa de huéspedes -mal conservada, con la pintura desconchada y las maderas astilladas- estaba en la esquina y la fachada daba a Mary Street, una calleja mucho más tranquila, pero esto no le proporcionaba, ni mucho menos, un aire de lugar pacífico y reposado. Era un establecimiento miserable para gente miserable y tenía las ventanas condenadas con tablones y un visible agujero en el techo.

Acudió a nuestra llamada la mujer de la casa. Se trataba de una criatura macilenta de unos treinta años, muy avejentada, canosa y con profundas bolsas bajo unos ojos que delataban su profundo recelo. Sus tres hijos, de corta edad, estaban detrás de la falda de la madre y nos observaban con una expresión vacía, ovejuna.

– Buscamos a un irlandés que tal vez se aloje aquí -dije-. Alto, calvo, con bigote pelirrojo.

– Aquí no vive nadie así -respondió la mujer.

– Entonces, ¿no lo ha visto nunca? -insistí.

No dijo nada y tuve la clara impresión de que intentaba tomar una decisión. Leónidas avanzó un paso y se situó a mi altura.

– ¿Lo ha visto, señora Birch? -preguntó. La expresión de la mujer no llegó a iluminarse, pero se hizo un poco menos agria.

– No te había reconocido ahí atrás, León. Entonces, ¿es este? -inquirió, señalándome.

– Sí, es él.

La mujer me lanzó una mirada crítica.

– ¿Ha visto a ese hombre? -insistió Leónidas-. Es importante.

– Sí que lo he visto. Se presentó aquí buscando al dueño de la casa, pero hace tiempo que no viene y así se lo dije.

– ¿Y quién es su casero? -intervine.

– Diga, mejor, quién era: un canalla llamado Pearson. El tipo perdió la propiedad y eso casi me cuesta mi medio de subsistencia. Menos mal que el nuevo dueño permite que me quede con el mismo alquiler.

Estuve a punto de dar un paso atrás, de la sorpresa.

– Acláreme eso, por favor. ¿Pearson era el dueño de la casa, pero ya no es suya?

– La vendió. Y muy deprisa, como si tuviera urgencia en hacerlo -dijo la mujer.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Leónidas.

– Hace dos semanas se presentó el nuevo propietario, me dijo que la casa era suya y me contó que Pearson ha estado liquidando sus propiedades.

Un asunto como aquel podría investigarlo mejor en el centro de la ciudad, tal vez en la propia taberna de la City. Me extrañaba que aquella mujer conociera los pormenores de las finanzas de Pearson, pero me pareció interesante que él estuviera vendiendo sus propiedades.

– ¿Qué hay del irlandés? -inquirí.

– No sé si debo decirle nada -contestó ella-. Pearson ya no es mi casero, pero aun así no es un hombre con el que convenga enemistarse.

– Un momento, por favor, señora Birch -intervino Leónidas. Se adentró en la casa con ella y los oí cuchichear unos instantes. En cierto momento, la oí exclamar, «¡Desaparecido!», en voz alta y jubilosa, pero no alcancé a entender nada más.

Cuando volvieron, Leónidas me anunció sin inmutarse que la señora Birch aceptaba contármelo todo por un chelín británico.

– Yo no tengo dinero. Págale tú, Leónidas, ten la bondad.

El se llevó la mano al bolsillo, pero la mujer lo detuvo.

– ¿Te lo devolverá?

– Muy probablemente, no.

– No olvides que me he reformado -apunté.

– Muy probablemente, no -repitió Leónidas.

– Entonces, no me pagues nada -dijo ella-. No quiero aceptar dinero de ti.

Miré a Leónidas y comenté:

– ¿Por qué todo el mundo te trata tan bien?

– Porque yo los trato bien -respondió.

– Fascinante -murmuré, y lo era. Me volví a la mujer y añadí-: Ahora que hemos resuelto esos fastidiosos asuntos de dinero, ¿puede contarme lo que deseo saber?

– Pearson utilizaba una de las habitaciones de la casa -explicó la señora Birch-. Dejó de alquilármela cuando vio que yo misma no conseguía huéspedes para ella. Se la quedó para ciertos asuntos de naturaleza delicada y, aunque a mí no me importaba mucho que sucedieran aquellas cosas bajo mi techo, tampoco estaba en posición de quejarme, usted me entiende.

– ¿Trajo aquí a una mujer? -pregunté-. ¿Faltó a sus votos maritales?

La mujer soltó una carcajada.

– Ese hombre inventó nuevas maneras de faltar a sus votos maritales, como usted lo llama. Solo vino aquí con una muchacha; Emily Fiddler, se llamaba. También se lo conté al irlandés, porque venía buscándolo. Le dije: «Pearson no vive aquí, ni siquiera se aloja aquí; solo emplea la habitación para traer a su chica especial».

– ¿Y qué tiene de tan especial esa Emily Fiddler?

Una sonrisa afligida cruzó el rostro de la mujer.

– Debería conocerla para entenderlo -dijo.


La señora Birch nos encaminó a una casa, cerca de German Street. Era un lugar bastante mejor que la posada de la que veníamos; estaba en mejores condiciones y no destilaba tanta desesperación y decadencia. Cuando vio que observaba el edificio, Leónidas comentó:

– Supongo que Pearson no ha sido nunca dueño de este.

Llamamos a la puerta y la criada, tras escuchar nuestra petición, me condujo (sin Leónidas, a quien mandó a la cocina) a un saloncito, donde me recibió una mujer de treinta y pocos años, no carente de atractivo. Tenía el cabello oscuro, unos ojos grandes de color esmeralda y unos labios de un rojo inusual que destacaban en su pálida tez. Era un poco regordeta, quizá, y tenía una nariz un poco demasiado fina, pero diez años antes debía de haber resultado espectacular.

– Busco a la señorita Fiddler.

– Soy yo -respondió ella con el tono encantador de una dama que domina la situación-. ¿Lo han enviado a mí?

– En realidad, así es -dije.

– Entonces, no tengo inconveniente en que hablemos. Haré que nos sirvan un té.

Noté algo raro en su voz entre cansada y ansiosa, como la del pregonero de una feria ambulante, que me puso en guardia. La habitación, que hasta entonces me había parecido perfectamente encantadora, tomó ahora un aire menos agradable. Los muebles, finos, eran también muy viejos y no se hallaban en su mejor estado: la madera presentaba golpes, la tapicería estaba raída y los cojines, muy rozados. Unas cortinas de color rojo chillón, con cordones de chintz dorado, cubrían las ventanas. Tuve la extraña sensación de que éramos niños jugando a ser adultos.

– Señorita Fiddler -empecé a decir-, me envía una tal señora Birch, que hasta hace poco era arrendataria de un tal señor Jacob Pearson. Me han informado de que usted lo conoce.

Ella me dedicó una sonrisa. Muy lasciva, me pareció.

– Desde luego. Lo conozco bien. Siempre ha sido un buen hombre con el que hacer negocios.

– ¿De verdad? -pregunté.

– ¿Y usted también quiere hacerlos?

De haber estado menos acostumbrado a los encantos femeninos, sin duda me habría sonrojado, de lo picante que sonó la pregunta.

– Yo me ocupo de los asuntos de la chica en cuestiones monetarias -continuó la mujer-, pero en último término no puedo influir en ella, en lo que hace a preferencias. Entiéndame, señor Saunders, usted es un hombre atractivo, pero también trae magulladuras en la cara y eso tal vez la asuste. Al final, el acuerdo debe complacerla, o no habrá negocio. También debo decirle que, para indemnizar a todas las partes, el dinero debe cambiar de manos en mi casa, pero el negocio, llamémoslo así, debe llevarse a cabo en otra parte. Debe usted tener un lugar donde llevarla.

Un hombre con menos mundo habría preguntado de qué demonios estaba hablando exactamente, pero yo siempre he considerado mejor dejar que estas cosas se desarrollen a su aire.

– ¿Puedo conocerla?

– Desde luego -asintió ella e hizo sonar una campanilla.

Yo ya había dado por supuesto que, si bien aquella dama podía ser una señorita Fiddler, no era la señorita Fiddler con la que Pearson tenía una relación. Imaginé que la mujer era una pariente -una hermana mayor, una prima o una tía- que actuaba de alcahueta de la joven.

Al cabo de un momento, entró en el salón una muchacha muy bonita que parecía una versión en joven de mi anfitriona. Tenía el mismo pelo oscuro, los mismos ojos del color de la brillante hierba estival, los mismos labios rojos y la tez nívea, la misma nariz demasiado fina. Como la dama, ella también tenía cierta tendencia a la gordura, pero la llevaba bien, pues su peso se localizaba perfectamente en las zonas precisas en los que a un hombre le gusta que lo acumulen las mujeres. Llevaba un vestido blanco sencillo con un escote generoso que dejaba a la vista sus senos. Hizo una reverencia, sin decir nada, y miró al vacío con una especie de sonrisa algo divertida, como si el vacío fuese un espectáculo perpetuo representado para su entretenimiento.

Me puse en pie y correspondí a su saludo.

– Usted debe de ser Emily. ¿Puedo hacerle unas preguntas?

Ella sonrió, pero no respondió. No advertí nada rudo o desafiante en su silencio, sino más bien una especie de ausencia sin más complicaciones. La criada entró con el servicio de té en un carrito desvencijado que chirriaba y traqueteaba, produciendo un efecto a la vez cómico y ominoso.

– ¿Puedo hacerle unas preguntas acerca del señor Jacob Pearson? -pregunté a la muchacha.

Ella repitió la reverencia, pero la dama se movió en su asiento como si también ella se sintiera incómoda. Despachó a la criada con un gesto de la mano y, volviéndose hacia mí, me preguntó:

– ¿El señor Pearson le ha hablado mucho de Emily?

– Solo me ha comentado su gran belleza -respondí rápidamente-. Y no exageraba.

– Tiene usted buen gusto, señor. Sus preguntas, diríjamelas a mí.

La muchacha dijo entonces algo que sonó como «peaso». Tenía una voz mucho más ronca de lo que esperaba y el sonido era grave y nasal, triste y apagado como el quejumbroso mugido de una vaca.

– ¿Disculpe? -dije, volviéndome hacia ella. Se dibujó en su rostro una gran sonrisa.

– Peaso -insistió.

De repente, caí en la cuenta de lo que sucedía y maldije mi estupidez por no haberlo advertido antes.

– ¡Dios mío, la muchacha es simplona! -exclamé.

La señorita Fiddler no respondió a esta vehemencia.

– Pensaba que lo sabía. Sí, nació así y, cuando sus padres murieron el año pasado y la dejaron a mi cuidado, no sabía qué hacer con ella. Pero, como puede ver, es muy guapa y no protesta de sus deberes. -Se inclinó hacia delante y, como si me hiciera una confidencia, añadió en un susurro-: Al contrario, disfruta con ellos. No me resultará usted uno de esos hombres que se atreven a sermonearme, ¿verdad?

Había en todo aquello una falta de humanidad tal, que incluso a mí me parecía diabólica, pero aquel no era momento de sermones inútiles. Estaba cerca de averiguar algo y, de pasada, también me sentía a un tiempo eufórico y horrorizado de descubrir que el marido de Cynthia era aún más bestial de lo que habría imaginado.

Respondí a la dama:

– No me gusta juzgar a los demás. Lo que para un hombre es una monstruosidad, para otro es diversión. Por mi parte, señorita Fiddler, estaría encantado de acostarme con una idiota, resultaría inmensamente entretenido y todo eso, pero no es a esto a lo que he venido. Se trata de un asunto del gobierno y, sinceramente, espero que, cuando vuelva para informar de mis averiguaciones al Presidente y a sus consejeros, solo tenga información de interés para él y no sea necesario que le hable de la gente que no ha querido colaborar. Usted me entiende, supongo…

La mujer asintió, esta vez con gesto más sobrio.

– Veo perfectamente qué anda buscando usted. -Con un gesto, indicó a Emily que saliera y añadió-: Hágame sus preguntas.

– ¿Ha venido por aquí un irlandés alto y calvo, que buscaba a Pearson?

– Sí, vino, pero no tenía nada que contarle. Como le he dicho antes, los negocios no se hacen nunca aquí, por lo que Pearson, salvo nuestro primer encuentro, no ha sido nunca invitado en mi casa. Así se lo conté a ese irlandés y se marchó casi al momento.

– Casi -dije.

– Me pidió si podía dejarme una carta para un amigo -dijo-. Me dio cinco dólares por la nota y dijo que recibiría otros cinco cuando llegara el legítimo destinatario a recogerla.

– El legítimo destinatario soy yo -dije.

– Lo dudo -replicó ella, riéndose-. Hasta este momento, usted ni sabía que la carta existía.

– Señorita Fiddler -dije-, supongo que no pondrá usted objeciones a entregar esa carta a unos representantes del gobierno de Estados Unidos.

– Claro que no, si todavía la tuviera en mi poder -replicó ella-. Pero hace tres días que entregué la carta al último caballero que vino en su busca.

– El último caballero… -repetí.

– Un joven delgado y con barba que también dijo trabajar para el gobierno. Lavien, creo que se llamaba. ¿Es colega de usted?

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