Capítulo 7

Ethan Saunders


Se hizo de noche y Cherry Street se llenó de gente mediocre, vestida con ropa mediocre, que se dirigía a sus mediocres ocupaciones charlando e intercambiando sus más que mediocres opiniones. Caminaban con una precisión obsesiva, evitando el barro, la porquería, los montones de nieve, las pilas de estiércol y los grupos de animales -pollos, vacas, cabras, cerdos- que eran conducidos de acá para allá por unos cuidadores enfurruñados que blandían sus varas. Haciendo caso omiso de la negrura de las chimeneas que se cernían sobre ellos, escupiendo hollín, los apresurados transeúntes se abrían paso a empellones y chocaban unos con otros, de regreso a casa para llegar a la cena, enfrascados en unas conversaciones tan cotidianas que yo apenas los entendía. ¿Cuándo arreglaré este cojín? ¿Qué le ha parecido esa pieza de jamón? No, la otra. ¿Ha tenido un momento para hablar con Harry sobre esa partida de bacalao salado?

No condeno a esas criaturas por llevar unas vidas insignificantes y por discutir los asuntos que la componen, pero su pequeñez me entristeció. Sí, yo había caído en desgracia, pero ¿y qué? ¿No había vivido a tope? En una vida tan plena no caben las preocupaciones insignificantes y triviales de la vida doméstica. Aquel era el paliativo que aplicaba cuando pensaba en cómo el destino me había robado a Cynthia tantos años atrás. A la sazón, yo ya sabía que con ella no tendría nunca conversaciones sobre cojines y bacalao salado. Los hombres que habían vivido como yo, con polvo, sangre y muerte, no estaban hechos para las comodidades de la paz hogareña.

Mezclado con el aire cargado de hollín, se captaba el aroma de los fuegos de los hogares, de las sopas y de las carnes asadas, y recordé que no había comido nada desde el desayuno. Aquella zona, en la intersección de Cherry con la Tercera, cerca del lugar donde se ubicaba la casa de culto judía, era donde Lavien me había dicho que se había instalado, conque fui a buscarlo. Vi a una bonita judía y pensé que, si me hubiese encontrado en mejores condiciones, le habría preguntado a ella; sin embargo, andrajoso como estaba, sucio y apaleado y cubierto con un triste sombrero robado, temí asustarla. En cambio, encontré a un vendedor ambulante israelí que empujaba su carro de panecillos y le pregunté si conocía a un hombre llamado Lavien. Me indicó una casa con una chillona puerta roja en un callejón, a media manzana de distancia, y añadió, con un marcado acento extranjero, que tal vez lo encontraría allí.

Llamé a la puerta de la estrecha casa de dos pisos y enseguida apareció una criada. Era anciana y fea, y despedía ese olor inconfundible y desagradable de los viejos; sin embargo, la mujer se creyó con derecho a juzgarme a mí.

– Vete -dijo, con un gesto despectivo de la mano-. No tenemos nada para ti.

– ¿Cómo sabe que no tienen nada para mí si no sabe quién soy? -le pregunté.

– Vete con tu cháchara a otro lado. Hoy ya hemos dado limosna a suficientes mendigos.

De repente, apareció una mujer detrás de ella y fue como el sol naciente en un cielo negro. Era una hebrea muy bonita, con una cara ancha y redonda, los ojos grandes y negros, y las cejas arqueadas.

– Disculpe, señora -dije, dirigiéndome a aquella criatura nueva e infinitamente más agradable-, pero soy un conocido del señor Lavien y me gustaría hablar con él.

– Es un mendigo, señora -dijo la criada-, y un borracho, fíjese en cómo huele.

He aquí, pensé yo, una mujer con la que, obviamente, nadie había querido casarse. Era perfectamente comprensible que ningún ser humano hubiese pedido nunca su mano ajada y mezquina. Aquella vieja papanatas me había tratado de una manera indigna. ¡Qué vergüenza!

En cambio, la señora demostró que era mucho más sagaz.

– No es un mendigo -replicó, y luego, volviéndose hacia mí, añadió-: ¿Conoce usted a mi marido?

– Sí, señora; le ruego que disculpe mi apariencia, pero las cosas se me han complicado desde hace unas horas y su esposo conoce, en parte, lo que ha ocurrido.

– Déjalo pasar -le dijo a la criada-. Iré a buscar al señor Lavien.

La casa era estrecha -como tantos edificios de la ciudad, porque las casas de Filadelfia pagaban impuestos según su anchura-, pero bastante profunda. La sirvienta me llevó por un vestíbulo bien amueblado, con una hermosa alfombra y varios retratos de buena factura, hasta un salón muy lleno de libros para tratarse de una casa tan modesta. Me senté en una silla con el respaldo algo bajo, pero bien acolchada, y la mujer me dejó allí sin ofrecerme ningún refrigerio, lo que se me antojó una descortesía.

Lavien andaba cerca, al parecer, y no tenía ningún interés en impresionarme haciéndome esperar. Apenas había tenido tiempo de estudiar el papel de las paredes, verde pálido con pequeños lunares rosa, cuando el hebreo me recibió y tuvo la amabilidad de invitarme a una copa de madeira. La paladeé con fruición -era excelente- y nos sentamos.

– Le sangra la cabeza -me dijo.

– ¿Abundantemente?

– No, solo un poco.

– Entonces, no importa -me encogí de hombros-. Iré al grano, señor. Necesito que me proporcione treinta dólares. Y quizá otros veinte, para estar más tranquilo. Si, necesito que me dé cincuenta dólares.

– No puedo disponer de esa suma -no se esforzó demasiado en disimular que mi petición le divertía-. Tengo un buen sueldo, pero no soy rico.

– Pensaba que todos ustedes, los del Tesoro, eran ricos.

– Veo que ha prestado oído a las mentiras divulgadas por ese truhán de Jefferson -dijo con un bufido.

– ¿No será usted uno de esos hombres tan cegados por Hamilton que están en contra de Jefferson? -inquirí.

– Jefferson es un mentiroso y un villano y, en mi opinión, un enemigo del estado.

– ¿Enemigo? Yo tenía entendido que era secretario de Estado -apunté-. Una confusión muy común, supongo.

Entrecerró los ojos y su expresión se volvió algo sombría. Sospeché que intentaba calibrar mi sinceridad, mi nivel de entusiasmo por Jefferson y sus seguidores republicanos. Lavien se me antojó un hombre de esos que siempre miden las opiniones de los demás, que buscan sus puntos fuertes y sus debilidades. Era de esos que no pueden entrar en una estancia sin fijarse en la ubicación de cada puerta, sin controlar las ventanas por las que huir en caso de apuro y las mesas que podría volcar para protegerse de las balas. Yo conocía a esa clase de hombres, pues había vivido la guerra haciendo todas esas cosas.

– Hamilton ha tenido motivos para lamentar que Washington ponga su confianza en manos de ese hombre -dijo-. El general se arrepentirá de ello muy pronto. Jefferson se nos ha opuesto en todas las ocasiones. Y no se detendrá ante nada.

– Quizá Hamilton quiera oposición -comenté.

– No puede defender a Jefferson. En su miserable periódico incluso insulta a Washington. Dice de él que está viejo y que sufre debilidad mental.

Yo lo sabía, y me molestaba que Jefferson no hubiese cometido la insensatez de meterse con la reputación de Washington.

– Eso no debería ocurrir -admití.

– Pero, a pesar de todo ello, capitán Saunders, ¿usted está en contra de los grandes logros de Hamilton? ¿Se opone a la ley de Arrogación, por la que el Gobierno federal asume la deuda de los estados? ¿Un soldado como usted se opone a que se paguen las deudas que contrajeron los estados durante la guerra? ¿Y a la ley de Banca? ¿Cree que es un error para una nación tener una banca de la que poder retirar fondos en tiempos de crisis?

La Ley de Banca. La norma que el Congreso había aprobado para que Hamilton pusiera en práctica su proyecto favorito: el Banco de Estados Unidos. La nota de Cynthia decía que la desaparición de su marido, el peligro que corrían ella y sus hijos, tenía algo que ver con el nuevo banco. Mejor que me tomara aquello con calma, pensé, y que no demostrase demasiado interés. Me limitaría a escuchar.

Lavien habló muy despacio, pero cada sílaba cayó como un martillazo. Todo el mundo sabía que Jefferson odiaba a Hamilton y sus políticas federalistas, pero Hamilton y sus partidarios estaban mucho más callados. Supongo que contaban con la ventaja del éxito, dado que Washington se ponía de su parte tan a menudo, y el Congreso, aunque a regañadientes, había aprobado sus proyectos convirtiéndolos en leyes. Hamilton y sus seguidores no tenían necesidad de vomitar veneno en la prensa del modo que lo hacían los jeffersonianos porque, a diferencia de estos, estaban redactando leyes y diseñando políticas. Pero si Lavien era la medida de algo, parecía que los partidarios de Hamilton estaban tan llenos de resentimiento como los de Jefferson.

– A mi manera, me opuse a la Ley de Banca -dije. En realidad, tenía el claro recuerdo de haber estado en una taberna maldiciéndola con coloridos adjetivos.

– Lamento saberlo -Lavien sacudió la cabeza-, pero no creo que este sea el momento más apropiado para hablar de política. ¿Qué le ha sucedido, capitán Saunders?

– Mi casera me ha puesto de patitas en la calle de improviso -respondí, relatándole los acontecimientos de la noche anterior e insinuando que mi desahucio tal vez estuviese relacionado con su investigación.

– Esa herida nueva que tiene -dijo, señalándome la cabeza-, ¿guarda alguna relación?

– Es muy probable -respondí, aunque, de momento, no quería hablarle del irlandés. Cuando me contase lo que sabía, decidiría si compartir mi pequeño depósito de datos.

– Es lo que le dije anoche -aseguró, pues tal vez había notado mi escepticismo-. El señor Pearson lleva desaparecido varios días, quizá una semana, y me gustaría dar con él. Y, antes de que lo pregunte, le diré que no puedo contarle el motivo. Me está prohibido compartir información relacionada con mi investigación con personas ajenas a ella. Tendrá que hablar con el coronel Hamilton.

– ¿Todo lo que hace lo lleva con tanto secretismo, o solo esto?

– Eso tampoco puedo decírselo -replicó sin ironía.

– Debe usted saber que no quiero conocer secretos de Estado. Yo solo indago sobre Pearson. Si no me dice por qué lo busca, dígame al menos si cree que su familia corre peligro.

– ¿Peligro? -repitió-. No, no creo.

– Pero ¿no lo sabe seguro?

– Hay tan pocas cosas de las que uno pueda estar seguro… -respondió, sacudiendo la cabeza.

Traté de disimular mi frustración llenando de nuevo la copa. Aunque era un hombre pequeño, moreno y barbudo, Lavien me caía simpático y, si bien poseía algunas habilidades significativas, no se me antojaba un espía de gran talento. Era listo, sin duda, y tenía cierta audacia, pero ¿contaba con la suerte de inteligencia expansiva, la curiosidad y la amplitud de miras necesarias para ser de los mejores del oficio? Yo dudaba de ello.

– Me pregunto si no hay cosas de las que podría estar más seguro -dije- si condujera sus asuntos de una manera distinta o si contara con la ayuda de más experiencia.

De repente, todo me quedó claro. Fue como una visión: Lavien y yo trabajando codo con codo, sumando su curiosa capacidad física y mi talento como espía. Yo, supongo, había bebido demasiado madeira y había tenido que afrontar el pasado de una manera demasiado inesperada. Llevaba mucho tiempo, años tal vez, sin pensar en volver al servicio activo pero, de repente, era como si lo tuviera al alcance de los dedos. Si me asociaba con Lavien de igual a igual, ¿no lavaría eso la mancha que había empañado mi nombre todos esos años? ¿No podría aparecer en mejores círculos sin que la gente susurrase y me señalase, y se diese a conversaciones incómodas? El encuentro con aquel hombre notable, al servicio de Hamilton, y mi contacto con Cynthia Pearson, que conseguía que todas las cosas parecieran brillantes y hermosas, me despertaron la inesperada idea de que podría ingresar de nuevo en la hermandad de los hombres respetables, que podría ser útil una vez más. Aquel pensamiento resultaba más embriagador que el vino.

– Me ha malinterpretado -dijo-. He jurado secreto sobre este asunto y sobre todos los asuntos relacionados con mi trabajo en el departamento del Tesoro. Lo siento, capitán Saunders. Entiendo que tiene un interés personal en esto, pero no puedo decirle gran cosa sin permiso expreso del coronel Hamilton.

– Pero él no le dará permiso nunca. Hamilton me desprecia.

Lavien se mostró desconcertado, como un niño al que acabaran de decir que no había dulces.

– Estoy seguro de que se equivoca. Le he oído hablar de usted y solo tiene palabras de halago. Me dice que fue usted un espía extraordinario.

No pude evitar pensar que Lavien mentía para engatusarme o con alguna otra finalidad engañosa.

– ¿Y qué más le ha dicho? -inquirí.

– Dice que era listísimo en sus tratos con la gente -sonrió Lavien-. Que, si quería, era capaz de convencer al mismísimo diablo de que le vendiera a usted su alma.

Aquellas palabras me sorprendieron. Al fin y al cabo, tal vez sí que Hamilton había hablado de mí. Y era posible que, efectivamente, lo hubiera hecho en aquellos términos lisonjeros. Sin embargo, aquello no cambiaba las cosas.

– De todos modos, me detesta.

– Le propongo que vaya a visitarlo y se lo diga usted mismo. Mientras tanto, capitán, si se entera de algo que me ayude a encontrar a Pearson, espero que me lo diga.

Pensé en la nota que llevaba en el bolsillo, la de Cynthia. Pensé en mi encuentro con el irlandés. Seguro que a Lavien le habría gustado saber aquellas cosas. Sin embargo, no se las contaría si él no estaba dispuesto a ayudarme. En realidad, cada vez se me antojaba más necesario que yo realizase mi propia investigación. Encontraría al condenado Pearson y protegería a Cynthia de los peligros que la acecharan.

– ¿Dónde aprendió a hacer esas cosas? -le pregunté-. ¿A moverse tan deprisa y en silencio?

Miró a un lado y a otro, una señal segura de que iba a inventarse algo pero, al final, sus palabras sonaron verdaderas.

– Estuve en Surinam, señor. En la revuelta de los cimarrones.

Yo no era hombre que me dejase impresionar fácilmente, pero aquello era algo importante. Se decía que los cimarrones, con su mezcla de sangre india y africana, se contaban entre los guerreros más feroces del mundo, implacables en su ansia de tierra y libertad. Vivían según un riguroso código de honor, pero cualquier hombre al que considerasen enemigo moriría y moriría con sufrimientos.

– Dios mío -susurré-. ¿Luchó contra los cimarrones? Habrá visto el mismísimo infierno en manos de esos salvajes impíos.

– No me ha entendido bien. Yo luché con los cimarrones, por su libertad. Y fueron ellos los que me enseñaron a hacer lo que hago.

Si me hubiese dicho que había luchado en el bando de la luna en su guerra contra el sol, no me habría quedado más pasmado. Era la primera vez que sabía de alguien que se había puesto de parte de los cimarrones. Era la primera vez que sabía de un blanco al que se le hubiera permitido vivir con ellos.

– ¿Y peleó al lado de esos salvajes oscuros? -conseguí decir.

– El color de su piel o su grado de civilización no me interesaban -replicó, categórico-. Solo las injusticias que sufrían.

No había nada que decir ante un hombre que ayudaba a una jauría de caníbales a degollar blancos. No obstante, yo no soportaba el silencio, por lo que me puse en pie y volví a escanciarme madeira. Apuré la copa de un trago y la llené de nuevo antes de sentarme otra vez.

– En cuanto a mis dificultades… -empecé a decir.

Lavien, que quizá deseaba cambiar de tema, me indicó que me callara con un gesto de la mano y me explicó que no tenía sumas de dinero que ofrecerme, pero que sería un honor para él invitarme a cenar y a hospedarme aquella noche en su casa. Le diría a su mujer que me preparase el desván. Si quería refrescarme con un baño, eso también podía arreglarse. Intentó que la propuesta sonase generosa y no un comentario poco amable sobre mi aspecto.

Acepté la oferta y me lavé lo mejor que pude.

Mientras, habían transformado el salón en un comedor, con una mesa montada a partir de sus diversas piezas. La vieja bruja de sirvienta la puso muy elegante, con una cubertería de plata y unos hermosos vasos. La sala estaba bien iluminada y la comida, sabrosa. Sin embargo, y a pesar de tanto refinamiento, Lavien se comportó como un patán, sentando a sus hijos a la mesa. Eran una bonita chiquilla de pelo rubio a la que calculé unos siete años y su hermano pequeño, que no tendría más de dos. Fue una cena al gusto hebreo, con extrañas especias y sabores, pero en absoluto desagradable o insulsa para un hombre de paladar abierto a nuevas sensaciones. El vino era extraordinario porque los judíos siempre tienen contactos para obtener buen vino. La charla fue muy animada porque la pequeña, llamada Antonia, era una conversadora de primera categoría y me obligó a que le contara largo y tendido algunas de mis aventuras en la guerra, interrumpiéndome a menudo para dar su opinión sobre todas las cuestiones políticas.

Me sorprendió que Lavien, que se me había antojado tan curtido y cruel, aislado de la sociedad humana por su pasado y sus habilidades, fuese una criatura tan distinta cuando estaba con la mujer y los hijos. Se mostraba sincero y apacible, y era evidente que disfrutaba en su compañía. En una ocasión en que su hija hizo un comentario desacostumbradamente maduro y vehemente, su mujer y él estallaron en sonoras carcajadas. Lavien había visto y derramado sangre, había dado caza al hombre blanco luchando con los cimarrones, debía de haber comido carne humana y, sin embargo, encontraba sosiego en la vida doméstica. La envidia que me produjo me dolió en el alma.

Después de cenar, cuando la esposa y los hijos se hubieron marchado, Lavien sirvió más vino y le pregunté cómo había sido que había llegado a ponerse de parte de los cimarrones y qué había hecho con ellos, pero se mostró poco dispuesto y dijo que ya me lo contaría en otra ocasión; no le gustaba hablar de ello y mucho menos en su propia casa. No obstante, me hizo un esbozo general de lo ocurrido.

– Cometí actos -dijo- de los que ahora me avergüenzo, aunque no me avergüenzo de la causa que los motivó. Creo que todos los seres humanos, sean africanos, indios o blancos, son iguales a los ojos de Dios y de la naturaleza. La desigualdad solo está en los ojos del otro. Yo me crié en las Antillas, en la isla de Nevis y, debido a los negocios familiares, visité Surinam. Allí fui secuestrado por los cimarrones, que quisieron utilizarme como rehén, o que tal vez me habrían matado por venganza. Sin embargo, los convencí de que yo pertenecía a una tribu distinta, despreciada por sus opresores como les sucedía a ellos, y, por una serie de circunstancias que no relataré, me quedé con ellos dos años y me uní a su causa, aunque al mismo tiempo trataba de atemperarla.

– Debió de ser difícil convivir con ellos -comenté.

– A veces lo era, pero no estaba siempre con ellos. En ocasiones me desplazaba a los asentamientos de los blancos, que no sabían nada de mi relación con los cimarrones, y allí me ponía al día de lo que ocurría en el mundo exterior. Y me cautivó todo lo que leía sobre el nuevo país de ustedes. Después de tanto tiempo en la jungla, supe que tenía que vivir en una tierra fundada sobre el principio de que todos los hombres son creados iguales, así que vine a Filadelfia, porque hay una numerosa colonia judía, y aquí conocí a mi esposa.

– ¿Y cómo fue que terminó trabajando para Hamilton?

– Después de haber hecho lo que hice con los cimarrones, no me apetecía dedicarme de nuevo al comercio aunque, al principió, viví de eso. Una vez que el gobierno se trasladó a Filadelfia, me presenté a Hamilton siguiendo una corazonada. Desde entonces, siempre me ha encontrado trabajo para servir al país, aunque esta es la primera vez que estoy directamente a sus órdenes.

– ¿Por qué Hamilton? -quise saber-. De todos los hombres, ¿por qué precisamente él? ¿Porque los dos son antillanos?

Todo el mundo sabía que Hamilton era un bastardo nacido en la isla de Nevis. Su madre había sido una meretriz francesa y su padre, el hijo pobre de una familia escocesa con más pretensiones que posibles.

– Fue algo más que nuestro vínculo geográfico. El primer marido de la madre de Hamilton -dijo Lavien- era mi tío, Johan Lavien.

Esto aún me sorprendió más que sus relaciones anteriores con los cimarrones.

– ¿Qué? ¿Hamilton tiene parientes judíos?

– No tuvieron hijos. -Lavien sacudió la cabeza-. Mi tío era un monstruo y su esposa hizo bien huyendo de él. Hamilton tiene todos los motivos del mundo para detestarme por mi apellido… y por mis facciones, supongo. Me han dicho que me parezco un poco a mi tío. Sin embargo, Hamilton ha sido siempre amable conmigo.

Todo aquello me resultaba increíble, pero no dije nada.

– Como Hamilton lo admira tanto -apunté-, tal vez podría acompañarme cuando vaya a hablar con él. Quizá usted logre persuadirlo de que me confíe sus secretos.

– No me gusta visitar a Hamilton en su despacho del Departamento del Tesoro. -Lavien sacudió la cabeza-. Prefiero otros lugares.

– Desde luego -sonreí-. A Hamilton siempre lo han incomodado sus orígenes humildes. No sería conveniente recordárselos al mundo y mucho menos exhibir a un judío casi pariente suyo delante de sus subordinados.

– No le gusta que le recuerden sus orígenes, eso es cierto, pero aquí convergen cuestiones más complicadas.

Tomé un sorbo de vino. ¿Cuáles podían ser aquellas cuestiones más complicadas? La bebida me nublaba la mente, pero aun así encontré la verdad en la espesura de la oscuridad.

– Jefferson no sabe nada de usted, ¿verdad? Y usted no va a visitar a Hamilton al Departamento del Tesoro porque no quiere que se sepa que trabaja para él o la suerte de trabajo que desempeña. Si los jeffersonianos se enterasen de que el sobrino judío del primer marido de la madre de Hamilton se mueve furtivamente por la ciudad, examinando con lupa los negocios de las familias pudientes, se mearían en los pantalones de júbilo.

– Capta usted el meollo de las cosas -dijo Lavien-. Es un talento nada despreciable.

– Un talento que usted podría utilizar.

– Si es la voluntad del coronel Hamilton, así será.

– Usted entiende que Hamilton me detesta, ¿verdad? Fue él quien expuso mi supuesta traición al mundo. Me prometió que los cargos contra mí serían secretos, pero le faltó tiempo para contárselo a todo el mundo.

– ¿Por qué dice todo esto? ¿Tiene pruebas para demostrarlo?

– Es lo que he oído y me lo creo.

– ¿Le dijo el coronel Hamilton que protegería su reputación? -me preguntó Lavien.

– Sí, y mintió.

– Si dijo que protegería la reputación de usted, lo habrá hecho. No sería el coronel quien lo difamó, señor y, a menos que tenga pruebas que lo demuestren, no lo creeré. El no hace esas cosas.

– Sabía que Jefferson tenía devotos, pero ignoraba que Hamilton también gozara de ellos.

– No soy devoto de nadie, pero conozco a ese hombre y tengo demasiado respeto por la verdad para dar crédito a una manifiesta falsedad cuando me topo con ella. Si lo desea, puedo utilizar mis recursos para poner en marcha una investigación completa de lo ocurrido a la sazón.

– Preferiría que el pasado siguiera siendo eso, pasado -dije, al notar que algo incómodo se retorcía en mi interior-. Lo hecho, hecho está.

– Bien, volvamos al presente, entonces -dijo-. Me pregunto si no tendría que enviar a alguien a buscar a Leónidas. Tal vez usted tema hacerlo, pero no veo razón para no hacerlo yo.

– Desde luego -repliqué, irguiéndome en la silla-. Le estaría muy agradecido. Muy honrado por su parte.

Lavien se excusó y cuando regresó, transcurrida tal vez media hora, dijo que había enviado a un chico de una cafetería cercana a Southwark con instrucciones de preguntar por un hombre de las características de Leónidas y que, si lo hallaba, se encontraría conmigo por la mañana en una taberna de las proximidades.

Cuando ya estaba ahíto de vino, le dije que deseaba retirarme y Lavien me deseó buenas noches, diciendo que a él todavía le quedaba trabajo por hacer aquella velada. Le aseguré que encontraría solo el camino a mi habitación y, cogiendo una vela, subí una escalera estrecha y empinada como la de la casa de un holandés. Cuando llegué al descansillo del segundo piso, la señora Lavien salía de la alcoba de sus hijos.

– He oído que Jonathan hacía ruido -dijo, como si fuese necesario que me diese una explicación-. Espero que la habitación le resulte confortable.

– Oh, sí, mucho -le dije-. No me importa que sea un desván y, para tratarse de una estancia de ese tipo, está amueblada con un estilo muy elegante. Sin embargo, hay una soledad en ella que no me gusta y no puedo por menos que pensar lo mucho más alegre que sería esa habitación con su compañía.

Miró delante y detrás y, luego, para mi satisfacción, subió los peldaños que llevaban al desván. Yo la seguí y mi única vela iluminaba muy poco, pero lo suficiente para ver sus hermosas formas bajo la atractiva falda amarilla. Tenía una presencia impresionante, una temeridad que me recordó a Cynthia Pearson tal como era tantos años atrás, cuando todavía se llamaba Cynthia Fleet.

Ahora también estaba con una mujer que anhelaba emociones, que disfrutaba con los placeres de lo ilícito. ¿Por qué no iba a complacerla? Sí, su marido me había hecho un favor, pero ¿no me lo había hecho también ella? ¿Y no sería mezquino por mi parte no devolvérselo? Se había comportado como una esposa honrada toda la velada, entregada al marido y a los hijos, y llevando la casa con empeño y buen humor, pero lo que Lavien no entendía -y entonces resultaba muy evidente- era que se trataba también de una mujer con unos deseos complejos.

Cuando llegamos a lo alto de la escalera, aunque mis sensaciones eran confusas por todo lo que había bebido, noté que la excitación despertaba en mí. El corazón me latía con fuerza y me palpitaban las venas del cuello. Cerré la puerta y dejé la vela en un pequeño escritorio que había en un rincón.

– Sí, veo que tenía razón -dije-, porque, con su presencia, esta habitación se vuelve más…

– Qué corrompido está usted, señor Saunders -dijo ella en voz baja, confundida e incluso algo triste.

Noté el pinchazo de algo funesto, no peligroso pero sí desagradable.

– ¿Disculpe?

– Ya me ha oído, señor Saunders -replicó en un tono frío y cortante que no me gustó nada-. Debe de tener el alma corrompida. Mi esposo y yo lo invitamos a nuestra casa, lo acogemos cuando necesita refugio y, en respuesta a nuestra amabilidad, pretende ofenderme. Me gustaría saber qué parte de su corazón, de su alma, está tan dañada para hacer algo semejante.

– Debo decirle que es «capitán» Saunders.

– El momento en que su rango me habría impresionado ya ha quedado atrás -dijo-, y mi rechazo no se debe a que lo hayan acusado de traición. Lo rechazo por su comportamiento aquí, esta noche. ¿Cree usted que su honor, la posibilidad de comportarse como un hombre honorable, es cosa del pasado y por eso mancilla el presente?

– ¡Y el futuro! -añadí con vivacidad.

– Entiendo que el ingenio es lo que lo ayuda a mantener la cordura, señor, pero tiene que dejarlo de lado o siempre será un miserable.

De repente, me sentí sobrio. Y objeto de una emboscada, debo añadir. Era cruel llevarme a una situación de vulnerabilidad como aquella para aprovecharse de mi naturaleza franca y abierta. Eso fue lo que me dije.

– Si ha habido algún malentendido entre nosotros… -farfullé.

– No ha habido ningún malentendido. No intente fingir que no ha ocurrido nada. ¿No tiene decencia?

Iba a replicarle con alguna agudeza pero, de repente, vi las cosas con una rigurosidad que habría preferido evitar.

– No -respondí-. A veces no la tengo.

Debió de captar algo en mi voz, pues incluso a la tenue luz de la vela vi lástima en sus ojos y la lástima era algo que no soportaba.

– Es usted un hombre muy triste, capitán Saunders, ¿no le parece?

– No me hable de ese modo. Si quiere, écheme a la calle, pero no me hable así.

– No lo echaré -dijo-, aunque creo que es precisamente lo que desea. Sí, lo que desea de veras es que lo eche, no que me entregue a usted. ¿Quién fue, capitán Saunders, la mujer que le hizo tanto daño? ¿Ocurrió recientemente, o hace tiempo? Hace tiempo, supongo.

– No actúe como si me conociera por dentro.

– ¿Cómo quiere que no lo haga, si usted es como un libro abierto?

– Lamento mucho haberla ofendido -dije. Miré alrededor como para recoger mis cosas, aunque no tenía nada que recoger-. Me marcho.

– Esta noche dormirá aquí y mañana por la mañana irá a ver a Hamilton.

– ¿Su marido le cuenta cosas de su trabajo?

– ¿Y por qué no iba a hacerlo? -se rió-. Usted, que ama a las mujeres tan bien, ¿no les habla de lo que hace?

Contemplé a aquella mujer. Lavien, con su barba y sus hombros delgados y su estatura corriente, se había casado con una poderosa criatura.

– Le estaría muy agradecido -dije- si no mencionara este incidente a su marido.

– Fue él quien me dio instrucciones acerca de cómo actuar cuando usted me abordase. -A la escasa luz de la lámpara sus ojos se veían negros y magnéticos-. Ha caído muy bajo, ¿no le parece? Quizá no le quede otra cosa que hacer que levantarse. Mañana será un día completamente nuevo, un día que todavía no está escrito, colmado de posibilidades. ¿Por qué no las utiliza?

Se volvió y la fuerza de su mirada se quebró, como una finísima varilla de cristal. Abrió la puerta y bajó la escalera. Yo la cerré, me senté en la cama y hundí la cabeza entre las manos. ¿Quién era aquella gente? Qué manera más rara de comportarse, aquellos Lavien… ¿Con quién me había involucrado?

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