Joan Maycott
Enero de 1792
Había pensado que iría sola y bien podía haberlo hecho. No se trataba de que no confiara en el hombre con el que iba a encontrarme. Por curioso que pareciera, se me había antojado una persona de lo más honorable. No era una cuestión de miedo, sino de poder. ¿Me haría más poderosa acudir sola y demostrar lo segura que me sentía, o era mejor ir con un hombre para demostrarle que en mi entorno había más gente de la que él había visto hasta entonces? Al final, elegí lo segundo. Aún no había llegado el momento -si es que llegaba algún día- de que supiese que éramos tan pocos. Apenas importaba, porque habíamos conseguido mucho y creía que lo conseguiríamos todo. Lo limitado de nuestro número nos daba agilidad y nos hacía adaptables pero, para alguien de fuera, podíamos parecer débiles.
En otras reuniones, él había conocido a Dalton y a Richmond, por lo que me llevé al señor Skye, que aceptó la tarea con solemnidad. Ya era de noche e íbamos sentados en nuestro coche de alquiler -le había encargado a Skye que alquilase el más sencillo que encontrase-, circulando por una calle tranquila de un barrio cualquiera. Era modesto, pero no pobre, y mucho menos peligroso. Era una de esas zonas de la ciudad en las que los hombres trabajaban duro por unos pocos dólares y cuidaban sus casas con orgullo.
Aún no habían dado las nueve, la hora de nuestra cita, y Skye y yo permanecimos sentados en la oscuridad. Tal vez se había sentado más cerca de mí de lo debido y capté su olor a cuero y tabaco y la dulce insinuación del whisky que todos ellos, los rebeldes del whisky, llevaban pegada al cuerpo.
– ¿Cuáles son sus lealtades? -preguntó Skye tras un largo silencio. Hablaba en voz baja, casi entre susurros, aunque yo no creía que tanta discreción fuese necesaria. Tampoco me parecía necesaria su pregunta y supuse que la formuló para tener algo de que hablar.
– Ahora mismo creo que es leal a sí mismo -dije-, lo que significa que, mientras le sigamos pagando, estará a nuestro servicio. No obstante, tenemos que cuidar de no presionarlo demasiado o de hacerle temer que cualquier cosa que haga perjudicará a alguien por quien siente afecto. Sospecho que, por más dinero que le ofreciéramos, no se avendría a hacer daño a esa persona.
– No, pues claro que no. De otro modo, usted no lo habría reclutado. Si confía en él es debido a sus limitaciones.
– Es usted sabio. -Me reí.
– Y usted, impresionante. Más impresionante de lo que se puede describir con palabras. -Noté que me tomaba la mano-. Joan, han ocurrido tantas cosas… A los dos, claro… No había imaginado nunca que pudiera dejar de lado el dolor que siente por la pérdida de Andrew. Y, sin embargo, es una mujer vibrante, vivaz, y yo sería un hombre raro si no me impresionara su coraje y liderazgo… Y, sí, su belleza.
Resistí el impulso de retirar la mano. No podía ofenderlo, avergonzarlo. También tenía que ser sincera y decirle que sus atenciones no carecían de atractivo. Skye era mayor que yo, pero se trataba de una persona encantadora, culta y atenta, y nunca se encrespaba con mi liderazgo. Andrew, a pesar de lo muchísimo que lo amaba, me trataba con una mezcla de admiración y tolerancia. Me admiraba y me seguía la corriente. Aunque me dolía admitirlo, Skye me comprendía mejor, en muchos aspectos, de lo que lo había hecho mi marido.
No me imaginaba, sin embargo, entregando el corazón a otro hombre. Cuando Andrew fue asesinado, me arrebataron algo y no quería que la armadura que me había creado quedase perforada. Y había más. No sabía lo que ocurriría, pero yo tenía que vivir sin ataduras. La gente que me rodeaba había transgredido todas las normas de la decencia humana a fin de denigrarme y a mí no me frenaría ninguna norma a la hora de desquitarme. Ni la lealtad, ni el afecto, ni el amor me impedirían hacer lo que debía. Y, por encima de todo, yo no lo quería porque no lo amaba de la manera que él me amaba a mí o creía que lo hacía. Yo deseaba su amistad, su lealtad y su afecto, pero no buscaba nada más.
– Ya sabe que no puede ser -le dije-. Usted está en mi corazón y yo en el suyo, pero no podemos llegar más lejos. Nos quedan demasiadas cosas por delante.
Me soltó la mano y, tras debatirse unos instantes por recuperar el control, preguntó:
– Y la venganza, ¿nos traerá felicidad?
– Es demasiado tarde para la felicidad. -Solté una seca carcajada-. La venganza no nos la traerá. Si he de ser sincera, creo que ni siquiera nos dará satisfacción. ¿Cómo iba a dárnosla? La venganza es la más vacía de todas las empresas, ¿no le parece? Días y semanas, años tal vez, para planearla y ejecutarla y luego, una vez llevada a cabo, ¿qué queda? Se prepara y se realiza con la misma meticulosidad que un artista crea su obra, pero no queda ninguna pintura o escultura o poema que den fe de ese trabajo. Solo deja la sensación y esta siempre será vacía.
– Entonces, ¿por qué lo hace? -preguntó-. ¿Es solo por el dinero que esperaba ganar?
– El dinero me gustaría -respondí-, pero no me motiva. Lo hago por la misma razón que usted, porque es mi deber. Después de haberlo tramado, de haber comprendido que puede hacerse y que debe hacerse, no llevarlo a cabo me destruiría.
– Pero llevarlo a cabo tal vez nos destruya a todos.
– Sí, es posible, pero es una clase de destrucción que puedo aceptar.
Descorrí un poco la polvorienta cortina del coche y lo vi salir de su casita. Si lo hubiera hecho unos minutos antes, me habría ahorrado aquella conversación con Skye, pero supongo que estuvo bien terminar con ella. Yo había rechazado a Skye, pero no lo había herido. Aquello lo tendría complacido durante un tiempo.
Por la ventana vi al hombre que se acercaba al carruaje con una fría determinación. Era un hombre que demostraba un dominio absoluto de sí mismo aunque tal vez experimentase unas emociones violentas. Sin embargo, su paso era tranquilo, como si yo estuviese allí para tener una cita que él esperaba con placer o, al menos, con satisfacción. Abrió la portezuela del coche y encogió su enorme cuerpo para montar en él. Nos saludó con la cabeza y se sentó enfrente de nosotros. Era un hombre atractivo con unos buenos dientes, tranquilo y de unos modales perfectos. En una nación nueva llena de hombres duros y maneras bastas, me resultaba irónico que en él encontrara a un caballero tan completo.
– Otro socio -comentó, mirando a Skye.
– Está conmigo -dije-, pero me abstendré de presentarlo. Prefiero evitar nombres, siempre que sea posible.
– Estoy seguro de que lo que dice es sensato -esperó unos instantes y luego añadió-: Supongo que era inevitable que viniera por mí.
– Te pagamos, y muy bien por cierto -repliqué.
– Y no me quejo, aunque había albergado la esperanza de que siguieran pagándome bien a cambio de no hacer nada.
– Debo decir que yo esperaba lo mismo, pero las cosas cambian -murmuré.
– ¿Y qué es lo que quiere de mí? -preguntó tras respirar hondo.
– Quiero informes regulares -respondí-. Que me los envíe todos los días. Quiero averiguar qué se trae Saunders entre manos, qué sabe y qué cree que sabe.
– No me gusta mucho -dijo.
– Tendrías que haberlo pensado antes.
– ¿Y si decido desafiarla? -inquirió.
– Eso no sería lo más prudente -terció Skye, inclinándose hacia delante.
Miré al hombre y sacudí la cabeza con un gesto coqueto y maternal a la vez.
– Es demasiado tarde para eso, ¿no crees? -pregunté-. Eres un hombre que cree en el valor de la palabra dada. ¿No es por eso que estás aquí? El capitán Saunders no lo hizo. Prometió emanciparte y no lo ha hecho. No merece tu lealtad.
– No -respondió entonces el esclavo llamado Leónidas-. No la merece. Y, sin embargo, me resulta tremendamente difícil separarme de él.
– Ya sabes quiénes somos -dije-, y sabes lo que hemos prometido. Nuestros enemigos son los mismos que los suyos, lo que ocurre es que no lo sabe. Y si lo engañamos es solo para incitarlo a actuar como lo haría si lo supiese todo.
– Haré lo que me pide -asintió-, pero si me parece que le harán daño, dejaré de ayudarlos. Si ese fuera el caso, se lo contaré todo a él y me convertiré en enemigo de ustedes.
– Eres más leal de lo que él merece, pero creo que descubrirás que nosotros también lo merecemos. Cuando todo termine, lo verás. Nos reconciliaremos.
Leónidas asintió de nuevo. Y sin pronunciar una palabra más, se apeó del carruaje.
Aparté la cortina y me cercioré de que volvía a su casa, porque quería estar segura de que no nos seguía. Skye me observó a mí y supongo que por eso no vimos al hombre que se acercaba por el otro lado del carruaje. Abrió la puerta y montó, ocupando el asiento de Leónidas antes de que quisiéramos darnos cuenta.
Reconocí el aroma casi antes que la cara y, en un instante, pensé en lo irónico que resultaba que, clasificando sus olores, estos fuesen casi los mismos que los de Skye: tabaco, whisky y pieles de animales. No obstante, había algo más. Aquel hombre olía a sudor rancio, a ropa que llevaba tiempo sin mudarse, a orina y a citas de callejón. Despedía el olor metálico de la sangre y la esencia indescriptible pero instantáneamente inconfundible de la amenaza.
Aunque estaba oscuro, distinguí la ancha cicatriz que le cruzaba la cara.
– Vaya, pero si son Joan Maycott y John Skye -dijo Reynolds-. Espero no interrumpir nada demasiado íntimo o importante. He oído hablar de usted, Skye.
– ¿Cómo nos ha encontrado? -preguntó mi amigo, alzando la voz de miedo y nerviosismo. A diferencia de mí, no había aprendido a disimular sus emociones. Cuando uno tiene que mantener el poder y la autoridad, no puede permitir que los sentimientos lo traicionen.
– Llevo tiempo siguiendo a esta dama amiga suya para descubrir qué se trae entre manos. No ha sido fácil y, si he de serle sincero, todavía ignoro qué están tramando. No he podido acercarme al coche lo suficiente y no he oído bien lo que decían.
– ¿Así que no ha descubierto nada en contra de mí? -pregunté-. Ahora, le agradecería que se apeara del coche antes de que le cuente al señor Duer cómo me ha tratado. No le gustará enterarse de su rudeza.
– ¿Duer? -Reynolds hizo un gesto despectivo con la mano-. Si usted se lo dijera, no querría saber nada más de mí, pero no se lo dirá. Desconozco qué planea, pero sé que no quiere que Duer se entere de que tiene encuentros secretos con el negrito de Saunders. Las cosas no son lo que parecen, Joan. En absoluto. Pero no me importa demasiado. Admiro a una mujer lista y bonita. Mi mujer es muy bonita, pero no es tan lista. En cambio, a Duer no lo admiro. No lo he admirado nunca, pero me paga, así que ya ve cuál es mi dificultad. Si tuviera algún… ¿cómo decirlo? algún incentivo para callarlo que he visto…
– ¿Qué tipo de incentivo? -inquirió Skye.
– Supongo que cien dólares podrían enterrar mi curiosidad.
– Por cien dólares quiero que su curiosidad quede enterrada para siempre.
– Para siempre serán ciento cincuenta. Un poco más. Con cien, solo obtendría un trato temporal.
– Concédame unos días para reunir el dinero y le daré lo que pide -dije. Aquello no me gustaba, pero no me quedaba otra alternativa-. Espero, sin embargo, que usted valga tanto como su palabra. Podemos tratar el asunto de una manera amistosa y llegaremos a acuerdos económicos siempre que nadie sea extremadamente codicioso. Si cree que esto es un pozo al que podrá recurrir una y otra vez, no se haga ilusiones. Tal como están las cosas, tendré que ocultar este trato a algunos de mis aliados, hombres que no están tan dispuestos a arriesgarse como yo. Y lo ocultaré, compréndalo, por el bien de usted.
– De acuerdo. Entendido -dijo-. Iré a visitarla en los próximos días. Buenas noches, señora. Y a usted también, Skye.
Se apeó del carruaje y ordené al cochero que se pusiera en marcha, no fuera a ser que recibiéramos más visitas.
– No se contentará con eso -dijo Skye-. Al menos, no por mucho tiempo. Para un hombre como Reynolds, para siempre no existe.
– No -dije-. Claro que no.
– Entonces, ¿por qué ha accedido?
– Porque espero que con ciento cincuenta dólares podamos comprar, como mínimo, algo de tiempo. Y cuando nos pida más, le daremos más. Si pide doscientos, o quinientos, se los daremos, siempre y cuando mantenga la boca cerrada.
– Tiene demasiado poder sobre nosotros -comentó Skye.
– No obstante, nosotros tenemos una ventaja. El no sabe que lo único que necesitamos es un poco más de tiempo. Tenemos que esperar que su codicia y el hecho de que se crea tan listo nos den el tiempo que necesitamos.
Entraba un nuevo año y me convencí de que Duer, Hamilton y el Banco del Millón no durarían más de unos meses. Ellos no lo sabían, pero el hielo se agrietaba bajo sus pies y pronto caerían todos en el olvido.
Duer descubrió que no deseaba quedarse sin mis consejos, por lo que alquiló para mí una serie de habitaciones en una casa de huéspedes de Nueva York, en la Broad Way. Cuando estaba en Nueva York, quería que yo también estuviese allí, aunque no viajábamos juntos. No me estaba permitido visitarlo en su casa, ni encontrarme con lady Kitty. Los cínicos debían de pensar que él y yo habíamos traspasado los límites de lo que se considera decoroso, pero ese no era el caso. Es posible que él me deseara, tal vez pensase incluso que me amaba -o amaba a la mujer que creía que era-, pero no quería romper sus vínculos matrimoniales. No insinuaba siquiera que anhelase algo así. Yo le proporcionaba algo más pero ni yo misma sabía qué. Tal vez no quería saberlo.
Pearson no era más que un hombre entre otros muchos -más de una docena, que yo supiese- a quienes Duer había estafado hasta dejarlos arruinados, pero ninguno de ellos lo sabía. Algunos de ellos creían ser el mejor amigo de Duer. No sabían que al cabo de unas semanas descubrirían que no tenían nada, que todo su dinero se había hundido en los sueños colosales de aquel. Duer hablaba de estas cosas, aunque no de una manera directa, y yo lo escuchaba y aliviaba su sentimiento de culpa hablándole de su grandeza y ambición, y convenciéndolo de que era, en el mundo de las finanzas, lo que Washington había sido en el campo de batalla. ¿No había tenido Washington que sacrificar a algunos de sus soldados para ganar la libertad? Pues claro que sí. Cuando los hombres participan en grandes estrategias, le dije, quizá lloran por los peones que sacrifican, pero tienen que sacrificarlos de todos modos.
– Su visión de magnificencia es demasiado grande para los hombres vulgares -le dije una vez-. En toda empresa gloriosa, en cualquier revolución histórica para lograr el poder, tiene que haber hombres que sufran por el bien de todos. Si tiene usted que demostrar a este país, al mundo, su visión de lo que puede ser la grandeza financiera, ¿desistirá de hacerlo solo porque unos hombres sin importancia resulten dañados? Quizá, visto desde fuera, tal sacrificio parezca noble, pero si de verdad está dispuesto a renunciar a su destino porque lo incomoda un poco, eso no sería más que egoísmo y cobardía. Y esos no son defectos que usted posea.
– Es usted muy sabia -asintió él.
– Y una vez haya logrado la victoria final, puede ser generoso con los que han resultado perjudicados porque fueron tan estúpidos que se echaron a dormir cuando lo que usted necesitaba era acción.
– Es cierto -dijo-. Ya me arrepentiré más tarde y los compensaré.
Que Duer planease ayudar después a los que estaba perjudicando ahora no me inspiró otra cosa que desprecio por él, pero no pude por menos de preguntarme si yo era mejor que aquel hombre. Al fin y al cabo, ¿no estaba dispuesta a permitir que Cynthia Pearson sufriera ahora y a ayudarla en el futuro?
Mientras tanto, y por más que Duer batallara con sus sentimientos de culpa, también se reía de los individuos como Pearson, unos hombres que estaban arruinados y no lo sabían. Sin embargo, Duer también estaba arruinado y tampoco lo sabía. Poseía cada vez más bonos al seis por ciento, pero había pedido prestado mucho más de lo que estos valían y seguía pidiendo créditos. Pedía créditos a los bancos y, cuando estos se los negaron, acudió a los prestamistas. Y cuando los prestamistas se negaron, recurrió a los pobres y a los desesperados.
– Es realmente maravilloso -dijo-. No puedo obtener el control de los bonos al seis por ciento ni de los bancos sin dinero en efectivo. ¿Y de dónde lo saco? Pues pido prestado a gentes humildes, comerciantes, tenderos y carreteros. Unos dólares de aquí y otros de allá a cambio de la promesa de unos intereses absurdos. No podré pagarlos nunca, pero eso es otra cuestión. Una vez los bancos sean míos, no habrá nadie que me pida responsabilidades. Tal vez se quejen de que los he engañado con los intereses, pero esa es otra historia. Y no soy un mal hombre, ¿sabe? Les devolveré lo que me han prestado, pero no más, creo.
Aquello era demasiado. Una cosa era engañar a los especuladores, hombres que sabían que tenían que realizar sus transacciones con los ojos bien abiertos. Si eran tan estúpidos que no veían lo que Duer estaba tramando, la culpa era solo suya. Tenían que ser devorados por la bestia a la que esperaban domar. Sin embargo, que recurriera a los trabajadores pobres, que los exprimiera para mantener a flote sus operaciones, era demasiado.
– Tiene que haber alguna alternativa -dije.
– Oh, no se preocupe -replicó-. Lo he planeado todo cuidosamente.
– Cuando se es el dueño de la economía, los hombres y mujeres que trabajan no pueden estar agobiados por las deudas. Serán un lastre para todo.
– Usted se preocupa demasiado, querida -comentó-. Y es toda bondad, algo que me gusta mucho, pero tiene que confiar en mí en este asunto. Los pobres no perderán sus céntimos y siempre podrán obtener unos cuantos más del mismo modo que obtuvieron los primeros. Lo único que deberán hacer es trabajar un poco más, eso es todo.
Esbocé una sonrisa a modo de asentimiento. ¿En qué punto, me pregunté, el silencio se convierte en complicidad? ¿En qué punto el enemigo del mal debe asumir la responsabilidad del daño causado en la batalla contra el mal? No lo sabía, ni me atrevía a pensarlo. Solo podía pensar en el pobre Ethan Saunders, al que había convertido en mi marioneta. Actuaría como yo quisiera sin saber que era lo que yo deseaba y se aseguraría de que Duer fracasara.
Fue durante este viaje a Nueva York cuando el propio señor Pearson vino a visitarnos. Cuando llegó, me encontró sentada con Duer en la sala de mis aposentos de la casa de huéspedes. Como supongo que no se lo esperaba, se sorprendió y se mostró incluso molesto de encontrarlo allí. Pearson creía que podía confiar en mí por completo, pero Duer siempre despertaba suspicacias, como tenía que ser. Al fin y al cabo, era un hombre que no merecía ninguna confianza.
Creo que mi casera no debió de decirle a Pearson que yo tenía compañía, pues entró en la sala con unos andares viriles, pero al ver que Duer empezaba a levantarse, su cuerpo se aflojó. Si no lo hubiese observado con atención, midiendo todas las señales de su estado de ánimo -porque ahora observaba a todo el mundo de ese modo-, quizá no lo habría notado, pero ahí estaba. Las comisuras de sus labios se torcieron, sus hombros se hundieron, dejó caer los brazos y se le doblaron levemente las rodillas.
Los dos hombres se saludaron. La mano enorme de Pearson envolvió la diminuta de Duer, pero tenía los ojos clavados en mí. En ellos había aire de súplica, pero no supe discernir qué quería de mí. Al principio, pensé que deseaba que despidiera a Duer, pero enseguida decidí que debía tratarse de otra cosa. Supongo que ni siquiera él mismo sabía lo que quería, pero por algún motivo creía que yo podría proporcionárselo.
– ¿Qué lo trae a Nueva York? -le preguntó Duer. Pearson era de Filadelfia hasta la médula y yo, ciertamente, no sabía que viajase a otras ciudades. Y más concretamente, creía que, cuando estábamos en Nueva York, Duer me consideraba suya en exclusiva. No quería compartirme y le habría sentado muy mal tener que hacerlo con un hombre tan por debajo de su categoría como Pearson, un hombre completamente arruinado en todo menos en el conocimiento de su propia ruina.
Los hombres volvieron a sus asientos y Pearson se sacudió los calzones en un gesto que era más una compulsión nerviosa que una respuesta al polvo de la calle que se hubiera pegado en ellos.
– Tengo dificultades en Filadelfia -respondió.
Hablé para hacerme cargo de la conversación en su nombre, para que creyera que me preocupaban sus problemas.
– ¿Qué ha ocurrido, señor? ¿Algo va mal?
– Yo les diré qué va mal -espetó, aunque no a mí, pues miraba directamente a Duer-. He vendido casi todo lo que poseo. He hecho todo lo que me ha pedido que haga y ahora mismo tengo una deuda de casi cien mil dólares. Lo único que tengo a mi nombre son esos malditos bonos al cuatro por ciento y pierden valor cada día que pasa. Habría sospechado algo deshonesto por su parte si no hubiese visto que muchos otros los compraban, aunque podía tratarse solo de más idiotas que seguían sus indicaciones. Los bonos no valen nada. Su valor es tal que bien podría utilizarlos para encender la chimenea. Y los hombres con los que he hablado dicen que su valor no aumentará nunca más, que ya llegaron hace mucho tiempo a una cota quimérica.
– Ya hemos hablado de esto, Jack -sonrió Duer-. Los bonos al cuatro por ciento no son nada. Considérelos así. Su deuda no es nada. Ya la devolverá.
– Tengo que devolverla ahora, Duer. Me prometió que, si hacía lo que me decía, usted cubriría mis deudas. He vendido mis propiedades, he pedido créditos al Banco de Estados Unidos…
– Y todo se solucionará -dijo Duer-, pero sabe que debemos esperar.
– ¿Debemos, en plural? -Pearson se puso en pie-. Solo soy yo quien espera, Duer.
Yo también me levanté, puse una mano en la muñeca de Pearson y le dije:
– Sé que un hombre como usted, que goza de gran reputación en el mundo de los negocios, no soporta tener unas deudas que no puede saldar, pero comprenda que el dinero está apalabrado. El señor Duer quiere utilizarlo para obtener el control del Banco del Millón. Una vez que el banco empiece a funcionar, absorberá el Banco de Estados Unidos. Es difícil, pero debe usted tener paciencia.
Pearson se mordió el labio como un niño y sacudió la cabeza, pero se sentó de nuevo, permitiéndome hacer lo propio.
– No se trata de paciencia -rezongó-. Mis acreedores me acosan. Me he marchado de Filadelfia porque allí la situación es demasiado agobiante.
– Eso no es nada -se rió Duer-. Mande una lista de esos acreedores a mi hombre, Whippo. Con el próximo coche exprés, enviaré mensajes explicando que yo lo avalo y que doy mi palabra de que saldará las deudas durante este trimestre. Nadie volverá a molestarlo.
Aquello era cierto. Una nota de ese tipo firmada por William Duer casi equivalía a dinero en efectivo. Una serie más de deudas que lo arruinaría.
– Eso resuelve de sobra el asunto con el panadero, el tendero y el sastre -replicó Pearson-, pero no creo que satisfaga a Hamilton.
– ¿Debe dinero a Hamilton? -inquirió Duer.
– No a él en persona -le espetó Pearson-. Debo al banco. Usted me instó a pedir un crédito y ni siquiera sé adonde ha ido ese dinero. Usted obró la magia con su lengua acaramelada y ahora ha desaparecido todo. Sin embargo, Hamilton ha enviado a su espía en nombre del banco. Al parecer, el banco ha restringido el crédito, reclama los préstamos y, como no he contestado a ninguno de los requerimientos, han contratado a un espía para que me vigile.
– ¿Ese tipo llamado Saunders? -pregunté.
– No. -Pearson sacudió la cabeza-. Hamilton tiene un espía nuevo, un hombrecito judío llamado Lavien, que es el mismísimo diablo. Tiene la tenacidad de un terrier. Un día me esperó seis horas en el salón de casa. Mis criados dijeron que se mostró más impasible que un guerrero indio. En sus ojos hay algo raro. Cuando lo conocí, me pareció que hablaba con una persona que hubiera estado en el infierno y hubiese apagado sus fuegos a escupitajos de desdén.
– A Whippo, mi hombre, dígale los nombres de sus acreedores -dijo Duer con una sonrisa burlona.
– ¿Y qué hay del hombre de Hamilton? -inquirí. Lo hice en nombre de Pearson, para que me creyera su aliada, pero también porque deseaba saberlo. No podía permitir que Hamilton y aquel espía nuevo terminaran con aquello antes de que asestáramos el golpe final.
– Estoy seguro de que no tiene ninguna importancia -respondió Duer-. Haga caso omiso de él.
– Creo que sería mejor -repliqué- que limitara sus estancias en Filadelfia hasta el lanzamiento del Banco del Millón.
– La semana próxima tenía previsto acudir a una reunión social en la casa de los Bingham.
– Vaya, por supuesto -dije-, pero no se quede mucho. Vaya y duerma en la ciudad una noche, dos a lo sumo, pero no permanezca más tiempo allí hasta que se inaugure el banco. Después, todo será más fácil.
Pearson salió de la sala y yo acompañé a Duer a la puerta a fin de tranquilizarlo. Ahora comprendía cómo debían hacerse las cosas. Yo no podría salvar a Cynthia Pearson por completo. Dudé de que pudiera salvar su casa y la gran riqueza de la que tanto tiempo había disfrutado, pero la salvaría a ella de la destrucción total.
No bien Duer se hubo marchado, me volví y encontré a Pearson en el vestíbulo, con los brazos extendidos a la espalda mientras una de las criadas lo ayudaba a ponerse la chaqueta. Una vez lo hubo hecho, le dio unas palmadas para sacudirla y se volvió hacia mí.
– No sé cómo puede confiar en ese hombre. Es el demonio.
– No, no lo es -dije en voz baja-. Es inteligente, pero tal vez carece de habilidad para explicarse.
No había mentira más grande que aquella, desde luego, porque Duer era un estúpido pero sabía muy bien lo que había que hacer para que los demás bailaran a su aire. Aquel había sido siempre su secreto. Sabía de finanzas lo mismo que cualquiera y menos que muchos.
– Usted sabe que lo aprecio, ¿verdad? -le pregunté en un tono dulce, pero no coqueto. Me odié a mí misma solo por la posibilidad de que, obrando de aquel modo, perjudicara a Cynthia, pero no permitiría que Pearson abandonara el plan, al menos de momento. Si se marchaba, otros tal vez lo seguirían y entonces Duer caería demasiado pronto. Tal vez Pearson no tenía por qué arruinarse con el lanzamiento del Banco del Millón. Encontraría la manera -a través de Saunders, quizá- de asegurarme de que no perdía hasta el último dólar en la operación pero, por ahora, necesitaba que siguiera involucrado en ella.
Mi pregunta pareció sorprenderlo. Se acercó un paso y me tomó la mano.
– Pues claro que sí, señora Maycott. Lo sé.
Detesté el desagradable tacto de sus manazas descomunales, que parecían impropias de un cuerpo humano. Sin embargo, sonreí.
– Creo que conozco a Duer mejor que nadie, ¿no le parece?
El siguió agarrándome la mano, pero habíamos pasado de lo amoroso a lo financiero y tal vez había olvidado que todavía me tocaba.
– Sí, creo que sí.
– Duer administra las informaciones a pequeñas dosis. Yo le diré lo que él no le cuenta. No venda sus cuatro por ciento, señor Pearson. Por más que baje el valor, por más dinero que pierda con ellos, no los venda. Volverán a subir. Se lo juro, rebotarán y, si espera, su paciencia se verá recompensada y no solo no será un perdedor, sino que además sacará beneficios. Duer no le cuenta esto a nadie porque no quiere que nadie interfiera en el plan, pero usted tiene derecho a saberlo.
– No sé cómo agradecérselo, señora. -Envolvió mi otra mano en su garra carnosa-. No solo ha tenido la bondad de calmar mis inquietudes, sino que también me ha demostrado que no he sido un idiota.
– Es nuestro secreto -dije, soltándome de una forma que espero que no resultase demasiado abrupta. Deseaba que se marchara y respiré aliviada cuando salió de la casa, aunque el alivio era ilusorio. Había corrido un riesgo. Había puesto en riesgo mi posición, la riqueza de mi banda de rebeldes del whisky e incluso el mismísimo plan, ya que, si Duer sospechaba por un instante que yo era algo más que una admiradora lista, me apartaría de su lado y, una vez eso ocurriera, no tendría ningún poder. Y, sin embargo, no me quedaba más alternativa. De mala gana, había hecho la vista gorda mientras Duer arruinaba a un especulador tras otro, incluso cuando mandaba a sus hombres a la calle para que arruinasen a sastres y tenderos, pero no le permitiría que destrozara a una esposa y madre con la que había trabado amistad. No lo haría y solo esperaba que mis amigos y yo no tuviéramos que pagar por mi lealtad.
De vuelta en Filadelfia, un descontento general se cernió sobre la casa de Elfreth's Alley. Al regresar de mi primera visita del año a Nueva York, encontré en la casa a Richmond y Skye -Dalton no estaba- visiblemente enfadados el uno con el otro.
– Pasa usted demasiado tiempo con Duer -me dijo Richmond.
Estábamos sentados en nuestra estrecha salita de la planta baja. En ella había un sofá y varias sillas. Skye me había traído un té y tomé unos sorbos, aunque ninguno de los dos me acompañó. Skye estaba sentado al otro lado de la estancia y observaba a Richmond, que deambulaba por la sala como un tigre enjaulado en una feria de pueblo.
– ¿Han olvidado por qué vinimos aquí? -pregunté-. Duer y Hamilton nos robaron el dinero que nos debían y nos mintieron. Nos lo cambiaron por miseria y privaciones en el Oeste. Luego, cuando convertimos en éxito esa miseria, nos expoliaron de nuevo, en esta ocasión bajo la forma de tasas impuestas a quienes no tenían dinero. Si paso tiempo con Duer, no es porque me encante estar en su vil compañía, sino porque quiero destruirlo y salvar de Hamilton a la nación.
– Unos dignos objetivos, los suyos -dijo Skye-, de lo cual me alegro, pero hay más, no lo olvidemos. No solo queremos vengarnos, también queremos una compensación por lo ocurrido. Nuestra Joan ha triplicado con creces nuestro patrimonio.
– Sí, pero ¿a qué precio? -declaró Richmond-. Está tan unida a Duer, que dudo de que ella misma sepa en qué bando está. Dígame, Joan, ¿le siguen importando el país y la justicia, después de triplicar nuestros bienes?
Si no lo hubiese conocido mejor, habría pensado que Richmond tenía celos, pero no se trataba de eso en absoluto. Siempre había sido un cínico y se había opuesto a cualquier proyecto que no fuera lamernos las heridas y buscar el mejor agujero posible donde escondernos. Me acusaba de lo peor porque temía lo peor.
– Me disculpará usted… -dijo Skye, poniéndose en pie.
– Siéntese, John, por favor -le indiqué en voz baja y, volviéndome a Richmond, añadí-: Sé que está harto de permanecer ocioso, pero ya llegará el momento de la acción y, si no llega, no habrá nada que hacer al respecto; en cualquier caso, de un modo u otro, todo terminará muy pronto. En marzo o abril habrá concluido, se lo prometo. Nos vengaremos, el impuesto sobre el whisky será abolido, y Hamilton y Duer serán destruidos. Entonces, nuestros caminos podrán separarse, si eso es lo que quieren, pero tendremos el dinero necesario para hacerlo. Sé que es difícil tener paciencia, pero hay que ser perseverantes. No nos queda otra alternativa.
Cuando un hombre está encendido, no hay nada que lo enfurezca más que una buena y sólida razón. Richmond agarró su chaqueta y abandonó la casa al momento. Tras unos instantes de silencio, Skye se acercó, recogió mi taza de té y salió de la sala para regresar al cabo de un momento con una botella de vino y dos vasos. Lo dejó todo en la mesa, llenó los dos vasos y se sentó frente a mí.
– Tendrá que darle algo que hacer a Richmond -dijo-. Se volverá loco y me hará enloquecer a mí. Siempre ha sido más bestia que hombre. No en el sentido de brutalidad que a veces clamos al término, pero está hecho para la acción, para la vida al aire libre y para cazar su propia comida. Pasar el día sentado en una casa intentando no llamar la atención no es vida para él.
– Tal vez todavía lo necesitemos -repliqué-, aunque rezo a Dios para que no sea así. Si llegamos a una situación crítica, nos alegraremos de tenerlo con nosotros y él se alegrará de sernos útil. Es inevitable que ahora esté nervioso esperando ese momento. Usted, John, no parece tener quejas.
– «También sirven los que son pacientes y esperan» -replicó, citando a John Milton-, y preparan la cena y limpian la casa. -Intentó esbozar una sonrisa.
Tomé un sorbo de vino y cerré los ojos. A mi espalda, el fuego ardía en la chimenea. Me gustó sentir el calor en la nuca. Había pasado todo el día en un carruaje y hallarme en un sofá confortable con un vaso de vino en la mano se me antojaba el colmo del lujo.
Sin embargo, solo disfruté de aquella paz unos momentos, pues alguien abrió la puerta enseguida, enérgica y ruidosamente. Me puse en pie de un salto sin saber qué esperar, pero temiendo que Duer nos hubiera descubierto o que Richmond estuviese de vuelta, más enfadado de lo que se había marchado.
Con la puerta abierta, el viento avivó las llamas hasta convertirlas en un infierno y arremolinó nieve procedente de la calle. En el umbral estaba Dalton, corpulento y vibrante. Bajo sus bigotes rojos se formó una amplia sonrisa.
– Esperaba que hubiese regresado, jovencita. Se están cociendo unas cuantas cosas interesantes.
– ¿De qué se trata?
Skye se acercó a Dalton, no por otra razón, me dije, que por hacer algo, algo que no estuviese relacionado con la incómoda conversación que estaba manteniendo conmigo.
– Se trata de ese tipo llamado Saunders -respondió-. Ahora, es seguro que está en el ajo.
– ¿A qué se refiere? -inquirí.
Dalton recobró la compostura, cerró la puerta y se acercó al tranquilizador fuego para calentarse las manos.
– ¿Sabe que Pearson ha huido de la ciudad?
– Lo vi en Nueva York -respondí-. Se esconde de los acreedores.
– Su esposa sospecha algo -asintió-. Mandó una nota a Saunders.
Sentí que algo cobraba vida en mi interior.
– ¿Qué clase de nota?
– ¿Cómo quiere que lo sepa? -preguntó a su vez.
– Consígala -dije-. Vaya a la casa de huéspedes y, si todavía no ha llegado, hágase con ella. Pague a la casera el dinero necesario para que se la entregue y mantenga la boca cerrada. Prométale más dinero por cada semana que nos ayude. Si cree que le daremos más, no nos traicionará.
– ¿Por qué quiere que Saunders no lo sepa todavía? -preguntó Skye-. Tarde o temprano lo descubrirá.
– Precisamente por eso -respondí y, dirigiéndome a Dalton, añadí-: Cuando pague a la casera de Saunders, diga que se llama Reynolds. Asegúrese de que la mujer oye el nombre y lo reconoce. Cuando Saunders lo sepa, porque lo sabrá, la tomará con Duer.
– Espero que sepa lo que se hace, Joan -dijo Dalton con un suspiro-. Si Saunders detiene a Duer demasiado pronto, lo que hemos hecho hasta ahora no habrá servido de nada.
– Tenemos que estar seguros de que podemos doblegar a Duer cuando necesitemos hacerlo, por lo que enviaremos a Saunders a husmear por ahí, pero lo encaminaremos hacia pistas erróneas. Eso pondrá nervioso a Duer y estará más dispuesto todavía a confiar en mí. Hemos estado pensando en utilizar a Saunders solo para evitar que Duer adquiera mucho poder demasiado deprisa, pero ahora veo que puede servirnos para bastante más. A través de Saunders manipularemos a Hamilton. Hemos de asegurarnos de que no se entera de nada antes de tiempo y de todo cuando nosotros queramos.
Los dos hombres se marcharon y me quedé sola en la casa. De pronto, me sentí tranquila y satisfecha. No sabía exactamente por qué, pero estaba segura de que lo tenía todo al alcance de la mano o pronto lo tendría.