Joan Maycott
Verano y otoño de 1789
El mísero campamento que habíamos construido aquel día resultó ser un pobre refugio, pero refugio al fin y al cabo, y aunque sufrimos varios aguaceros que lo dejaron casi inservible, la mayor parte de las veces no fue tan terrible. La ayuda de nuestros vecinos alivió nuestras necesidades. Aquella primera noche, el señor Dalton le tomó ya mucho aprecio a mi marido y resultó ser un buen amigo. Supimos que su compañero, el señor Jericho Richmond, era considerado uno de los tiradores con más puntería de la región y que en aquel período de adaptación habríamos muerto de hambre si no hubiese sido por sus regulares obsequios en forma de piezas de caza. Dos o tres veces por semana, a la caída del sol, los veíamos a los dos entrar en nuestro claro con una gran bestia sobre los hombros del señor Richmond o, si era demasiado grande, en una carreta. Nos trajeron ciervo y oso y, en una ocasión, un pequeño puma de pelaje muy brillante y un hermoso color tostado.
– ¿Son comestibles los pumas? -pregunté escéptica, mirando el animal abatido.
– El puma es bueno -respondió Jericho Richmond, a su manera lacónica y amable.
– ¿A qué sabe? -inquirí.
– Sabe muy parecido a los crótalos.
– ¿Cómo quiere que conozca el sabor de los crótalos? -Me reí.
Dalton respondió caminando hacia la espesura del bosque. Richmond lo vio alejarse y, cuando Dalton hubo desaparecido, me miró. Parecía no tener nada que decir pero su mirada era acusadora. Intenté trabar conversación -nada complejo, porque casi todo lo que dije eran especulaciones sobre lo que estaba haciendo el señor Dalton-, pero Richmond no habló, conque nos quedamos allí, Richmond tan callado e inescrutable como un indio y yo tan desconcertada que no sabía cómo excusarme. Y así estuvimos hasta que Dalton regresó al cabo de diez minutos con el cuerpo nacido de un crótalo colgando de la mano y su cabeza exánime sobresaliendo por encima del puño.
– Áselo al fuego -dijo, entregándomelo-. No lo hierva. Hervido queda demasiado duro y correoso. -Me guiñó un ojo mientras yo tendía la mano para agarrar aquella cosa.
Después, cuando examiné la serpiente, vi que no tenía ni un rasguño, lo cual, por lo que yo sabía, significaba que el señor Dalton había alargado la mano, la había asido por el cuello y la había estrangulado. No era Hércules en su cuna, exactamente, pero lo parecía tanto que me asombré.
Durante este diálogo, Richmond no dijo nada, pero sacudió la cabeza de un modo que me hizo pensar que me había inmiscuido en un desacuerdo entre ellos dos.
Dalton también nos ayudó mucho vendiéndonos los suministros que necesitábamos, incluidas las semillas para nuestra nueva cosecha y cuerdas para el desmonte de la tierra. También nos dio un cachorro de perro cazador para que lo criáramos y, lo más útil de todo, un viejo caballo de labranza llamado Bemis. Luego supe que a la bestia le habían puesto aquel nombre en honor de las escaramuzas de Bemis Heights, un encuentro crucial de la batalla de Saratoga, en la que tanto el señor Dalton como el señor Richmond habían servido a las órdenes del coronel Daniel Morgan. El señor Dalton nos había dicho que el señor Richmond era el tirador que había matado al general británico Simón Fraser, un disparo que había cambiado el devenir de la batalla y de la propia guerra, dada la influencia en la victoria de la entrada de Francia en la contienda. Era algo de mi país que me enamoraba; en una guerra con innumerables momentos cruciales, nunca había que mirar demasiado lejos para encontrar hombres que habían movido las palancas de las que dependía todo.
Con la ayuda ocasional de nuestros amigos, Andrew consiguió derribar ochenta árboles en tres semanas, por lo que corrió la voz de que íbamos a edificar una cabaña. Yo había pensado que la construcción de nuestro primer refugio había sido una gran reunión, pero hacer una cabaña se convirtió en un acontecimiento de un orden totalmente distinto. El señor Dalton había dejado claro que deseaba que todo el mundo ayudara y, como destacado destilador de whisky de la región y empleador de más de diez hombres -sus chicos del whisky, que vendían la mercancía-, sus deseos siempre eran órdenes. De una distancia de más de veinticinco millas, llegaron decenas de hombres para lo que iba a ser un frenesí de cuatro días de trabajo y diversión. Cuando concluyeron, teníamos una casa y teníamos amigos. La vivienda era rústica, y también la gente, pero la vida se nos antojaba mucho más fácil que al principio.
Gracias a las habilidades y al carácter industrioso de Andrew, y con la ayuda de nuestros nuevos amigos, conseguimos aumentar la comodidad de nuestra cabaña semana a semana. Aunque fuera de la casa había mucho trabajo, Andrew encontró tiempo para hacer una cama, una mesa de comedor con sillas y una mecedora razonablemente confortable y empezó a preparar un suelo de madera, aunque este sería un largo proyecto. Podía hacer muebles para la casa con tanta facilidad y tan deprisa que pronto comenzó a cambiarlos por otras necesidades: mantas, platos y tazas, un mantel incluso, y unas bastas servilletas de lino. Fueron tiempos difíciles pero tiernos. Nunca antes Andrew y yo habíamos pasado tanto tiempo solos, sin visitas ni distracciones, y estábamos encantados de refugiarnos el uno en el otro, algo que nos aliviaba de nuestro duro entorno. El mundo solo era un desafío desconocido, pero en nuestra cabaña encontrábamos la felicidad doméstica.
Ahora, los recuerdos de aquellas primeras semanas, en las que la tibieza de la primavera dio paso al calor del verano y nos pasábamos el día haciendo poco más que sobrevivir -o mejor dicho, intentando pensar cómo íbamos a sobrevivir-, se han vuelto confusos. Andrew desmontaba el terreno, una labor tan agotadora que temí que los llevara, a él y al caballo, a la muerte. Volcando todas sus fuerzas en la tarea, se dedicó a arrancar árboles jóvenes del suelo y taló una arboleda cercana de robles, abedules y sicómoros, dejando los troncos convertidos en tocones. Los árboles se resistían a ceder su tierra y, al final de la jornada, Andrew volvía a casa lleno de polvo y con las manos manchadas de sangre seca. Yo contemplaba la parcela y era incapaz de ver para qué habían servido sus esfuerzos.
Sin embargo, estos dieron resultado y, al final, hubo suficiente terreno despejado para cultivar un pequeño huerto. Yo me pasaba las mañanas cuidando el maíz y las verduras, con la esperanza de que crecieran suficiente y nos alimentaran en el otoño. En el Oeste, muchos plantaban al estilo indio, lanzando las semillas al azar en la tierra, a la espera de que un número suficiente de ellas germinara y creciera, pero Andrew y yo éramos más metódicos y labrábamos la tierra y sembrábamos en hilera a fin de que las plantas tuvieran espacio para respirar y crecer.
La compra de una vieja rueca -que necesitó una considerable restauración a manos de Andrew- me permitió hilar lino y mi aguja estaba a menudo ocupada en remendar la ropa o en confeccionar prendas nuevas con las pieles de los animales que cazaba mi marido. Apenas unos meses después de llegar al Oeste, con la barba, los músculos endurecidos, la piel enrojecida del sol y la indumentaria de pieles, Andrew se había convertido ya en un verdadero hombre de la frontera. Llegaba de noche, exhausto y hambriento, pero contento de comer la magra cena que yo podía proporcionarle, pan de maíz de nuestras reservas de harina y carne de los animales que él había cazado, a la que daba todo el sabor posible con la preciada sal, de la que siempre andábamos cortos de reservas. Los venados eran un manjar escaso, pues Andrew no tenía mucho tiempo para dedicarse a cazarlos, mientras que podía matar casi sin esfuerzo un pavo, un oso o incluso una serpiente de cascabel, que siempre estaban al acecho. Cuando íbamos al huerto, teníamos que estar atentos aunque, en una suerte de extraña compensación, en los bosques vivía una especie de pichón tan ajeno al peligro que, para capturarlo, solo había que acercarse a él y golpearlo con un bastón.
Esta era nuestra vida. Después de cenar, Andrew se tumbaba en nuestra rústica cama mientras yo encendía unas velas, de sebo de oso, que había aprendido a hacer con mis propias manos. Yo a veces hilaba o, si me sobraba una hora, hojeaba mi ejemplar del Diccionario Universal del Comercio y las Finanzas, de Postlethwayt, o el Estudio sobre los Principios de la Política Económica, de James Steuart. Incluso en medio de la soledad de aquellas tierras salvajes, yo seguía buscando inspiración para mi novela, que en aquel momento era poco más que los restos de unos personajes muertos que transitaban por su vida de ficción como fantasmas, vacíos y huecos, presentes pero incorpóreos. Pese al cansancio de mis huesos, sabía que aquel libro reposaba en algún rincón de mi ser, buscando solo el momento oportuno de salir a la luz, esperando a que se diera la alquimia adecuada entre la idea, el relato y el escenario. El Oeste, o quizá el plan por el que habíamos ido al Oeste, tenía algo para mí, aunque no podía decir exactamente qué. No podía nombrarlo pero estaba ahí.
Con bastante frecuencia, nos visitaban los que allí pasaban por ser nuestros distinguidos vecinos, aunque los más próximos vivían a media milla. Aquellas visitas eran a menudo una extraña mezcla de cortesía rústica y de esa curiosidad hostil con la que se suele tratar a los desconocidos.
El señor Dalton y el señor Richmond cenaban a veces con nosotros y noté que lo hacían no solo por el aprecio que le habían tomado a Andrew, sino también porque nuestra hospitalidad nos permitía recompensar, en la medida de lo posible, todos los esfuerzos que ellos habían hecho por nosotros. Dalton y Andrew hablaron largo y tendido del desmonte. El señor Richmond no era muy conversador, pero no parecía incómodo o resentido por el interés que el señor Dalton se tomaba en nosotros. Llegué a la conclusión de que el señor Richmond era simplemente un hombre taciturno, que rara vez encontraba en la rutina de la vida cotidiana circunstancias merecedoras de ser comentadas.
Mientras Andrew y el señor Dalton conversaban -de cómo nos había olvidado el Este, de si el gobierno de Nueva York (y después el de Filadelfia) no enviaba soldados para combatir a los indios y de que los planes de Hamilton en el Departamento del Tesoro destruirían a los pobres por favorecer a los ricos-, el señor Richmond me ayudaba en ocasiones a lavar y guardar los platos. A veces, yo hilaba o cosía y él venía a sentarse a mi lado y se limitaba a dar tragos de su whisky con aire de estar pensando en cosas importantes. En una ocasión, sin embargo, se volvió hacia mí y me dedicó una sonrisa de dientes careados.
– Andrew es un gran amigo de Dalton.
En aquel comentario había algo más que lo que decían las palabras, pero no supe qué.
– Me alegro de ello -me limité a responder-. Ustedes dos han sido muy bondadosos con nosotros.
Richmond calló unos instantes y luego dijo:
– Está muy bien tener un amigo como Dalton, pero no aprovecharse de él.
– Le aseguro, señor Richmond, que Andrew nunca…
– Sé que Andrew no lo haría.
Si me hubiese golpeado, no me habría quedado tan pasmada. ¿Me acusaba a mí de abusar de la amabilidad del señor Dalton? Me volví hacia él, pero meneó la cabeza como dando a entender que el asunto estaba agotado y, sin mediar palabra, salió de la habitación.
Una noche, estábamos sentados con el señor Richmond y el señor Dalton y, en esta ocasión nos acompañaba el señor Skye. Los cinco disfrutábamos de un preciado té y pan dulce de maíz después de la cena. Skye miró alrededor y se fijó en la mesita redonda contigua a la mecedora, donde estaba mi ejemplar de Postlethwayt. Aquello lo interesó de inmediato y, después de levantarse e inspeccionar la edición, le preguntó a Andrew cómo era que tenía aquel libro.
– No es mío -respondió-. A decir verdad, es demasiado aburrido para mí.
– Entonces, ¿es suyo, señora? -preguntó Skye-. ¿Le interesan la economía y las finanzas?
– Pues sí -dije, y noté que me sonrojaba. No quería revelar que era una escritora en ciernes y tuve la suerte de que no me pidiera más explicaciones.
– Entonces, tal vez tenga alguna opinión sobre las últimas noticias que acaban de llegar en un convoy de mulas desde el este -arqueó sus canosas cejas en gesto de curiosidad o tal vez de expectación-. Me he pasado la tarde leyendo los periódicos y no doy crédito a lo que he sabido.
– Cuéntenoslo -le pidió Andrew.
Sonrió, claramente complacido de ser él quien nos informara.
– El nuevo secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, ha nombrado un subsecretario que será su asistente inmediato y se convertirá en el segundo hombre más poderoso del Tesoro. Con la influencia que ese departamento está adquiriendo sobre George Washington y el gobierno federal, eso lo sitúa cerca de uno de los hombres más poderosos de todo el país. ¿Saben de quién les hablo? Todos los presentes lo conocemos.
– No tengo ni idea -respondió Andrew-, pero miren a Joan, creo que lo sabe.
Abrí la boca, pero todavía no dije nada. Se me antojaba imposible, pero solo había un hombre que cumpliese los requisitos que el señor Skye había mencionado, aunque al principio no me atreví a pronunciar su nombre en voz alta.
– No… -dije por fin-, ¿no será William Duer?
– ¿Y cómo lo ha adivinado? -preguntó Skye, asintiendo.
– No lo ha adivinado -intervino Andrew-. Ha sacado la única conclusión lógica. Yo no lo he hecho, pero entiendo cómo lo ha sabido. A fin de cuentas, es la única persona que todos conocemos y, cuando hablamos con él, nos contó de su vinculación cercana con Hamilton.
– Me pone malo pensar -dijo Dalton con una mueca de asco- que un hombre como Duer, que se ha ganado la vida estafando a los patriotas, ahora sea recompensado con tanto poder e influencia.
– Mirará por sí mismo -afirmó Skye-; Parece que su buen amigo Hamilton ha convencido al Congreso de que pague toda la deuda de los estados durante la guerra. Los pagarés que le dimos a Duer a cambio de las tierras se pagarán ahora a todo su valor.
– ¡Duer lo sabía! -exclamé-. Hamilton y él debieron de tramarlo. Han engañado a los patriotas para que les entreguen los pagarés y, cuando han logrado suficientes, han conseguido que el pueblo americano, con sus impuestos, pague esa deuda, con lo que ellos se han enriquecido. Es el abuso de poder más monstruoso e inimaginable.
– Así se hacen las cosas en Inglaterra -comentó Dalton-, pero aquí tendría que ser de otro modo.
– Pero no sucede así -replicó Skye-. Apenas importa qué principios sean más valorados en la mente de los hombres. Los hombres siguen siendo hombres y serán demasiado idealistas para mantener el poder y demasiado corruptos para no apoderarse de él.
– Sus críticas de la naturaleza humana son excesivamente duras -dijo Andrew-. ¿Para qué luchamos si este país no está destinado a ser mejor que aquel del que nos independizamos?
Dalton lo miró con una expresión tremendamente seria. Pareció que sus bigotes anaranjados se ponían tiesos, como las orejas de un gato.
– No hay que someterse a un mal amo porque el próximo tal vez no sea mejor. Hay que luchar y eso fue lo que hicimos. Luchamos por la oportunidad, amigo.
– Y ahora, ¿no lucharemos? -pregunté, levantando los ojos de mi labor-. ¿Ya ha terminado toda la lucha? Nos enfrentamos a Inglaterra porque nos oprimía, pero cuando se trata de nosotros mismos, cuando nuestro propio gobierno sitúa a hombres como Hamilton y Duer en una posición desde la que podrán destruir el alma de la nación, ¿qué tenemos que hacer? ¿Cruzarnos de brazos?
– No hay nada que hacer -murmuró Skye.
Yo no estaba tan segura. No sabía qué podíamos hacer para enfrentarnos a los intereses de la codicia y la crueldad que tanto terreno habían ganado, pero eso no significaba que no pudiese hacer nada. Pensé una vez más en mi libro y consideré que tal vez aquella novela -la primera novela americana, si lograba escribirla- podía ser un instrumento de cambio, o al menos participar en un movimiento de cambio, un movimiento de ciudadanos honrados que esperaban que su gobierno se mantuviera limpio de corrupción. Si aquellas noticias sobre Duer me habían consternado, a los demás les había sucedido lo mismo. Por todo el país, hombres y mujeres debían presenciar con horror cómo la corrupción se había infiltrado hasta el corazón de los políticos de Filadelfia. Alexander Hamilton, en otro tiempo hombre de confianza de Washington, había encaminado el país hacia la corrupción al estilo británico. Supe que tenía que encontrar mi voz y hacerlo pronto.
Salí a fregar los platos con esa idea en la cabeza. Los hombres, o eso creí, se quedaron dentro bebiendo whisky y haciendo hipótesis sobre los planes malvados que se urdían en el Este. Para mi sorpresa, el señor Skye había salido conmigo. Lo noté un poco incómodo, pero solo un poco. Andaba con las manos en los bolsillos y con un paso demasiado informal.
– Le he comentado a su esposo que sería mejor que saliese siempre acompañada a hacer las tareas domésticas -dijo con una leve tartamudez. Si no hubiese estado casada, por su tono había pensado que quería declarárseme.
– Lo hago a menudo -dije sin descortesía. Para estar en verano, la noche era fresca y corría una brisa ligera y agradable. El firmamento estaba completamente despejado y una delgada raja de luna creciente atenuaba el brillo de las estrellas sin eclipsarlas. El señor Skye y yo recorrimos juntos la corta distancia que nos separaba del arroyo y, una vez allí, dejé la bolsa de cacharros sucios en el suelo, me agaché en la orilla y metí el primer plato en el agua.
Él también se agachó a mi lado y lavamos platos un rato en silencio, hasta que me dijo:
– Antes no he querido molestarla. He visto que se ruborizaba cuando he hablado de su interés por los libros de economía. Si he cometido una intromisión, lo lamento mucho.
No lo lamentaba, sentía curiosidad. Si lo hubiese lamentado, no habría sacado a relucir el asunto, pero me pareció comprensible. Aun así, dudé un instante porque no quería hablar de mis ambiciones con cualquiera, pero intuí que el señor Skye era un hombre al que le interesaría mi proyecto y no se mofaría de él.
– Mi idea es escribir una novela -expliqué tras respirar hondo-. Tal vez sea la primera novela americana.
Estaba oscuro y no le veía la cara, pero aun así me pareció captar una expresión de interés y respeto.
– La primera, dice… Me temo que ya será un poco tarde para esto. Nuestro señor Brackenridge, de Pittsburgh, se ha propuesto lo mismo.
Sentí una punzada de decepción, pero no duró mucho. Hacía demasiado tiempo que había decidido escribir la novela y no lo había hecho. Era evidente que alguien con más determinación que yo triunfaría mientras que yo postergaba el proyecto.
– Bueno, para mí no es importante que sea la primera, pero sí que sea genuinamente americana. No sé qué libro tiene en mente el señor Brackenridge, pero estoy segura de que no pretendemos escribir la misma novela.
– He visto parte de ella -explicó Skye-. Es una novela picaresca, una suerte de Don Quijote americano, o tal vez un Smollett americano.
– Entonces, nuestros proyectos son muy distintos -repliqué y me pareció innecesario decir más.
– Si alguna vez necesita un par de ojos que le echen un vistazo, espero que cuente conmigo.
– Es usted muy amable -dije y volví a concentrarme en los platos. Al cabo de un momento, y al notar que mis palabras lo habían complacido, repetí-: Muy amable.
Andrew empezó a pasar mucho tiempo con aquellos hombres, que también lo ayudaron con el desmonte del terreno; bien, Dalton y Jericho, por lo menos, porque John Skye evitaba tales trabajos siempre que podía, aduciendo su edad y el dolor de espalda. En cambio, me ayudaba en la huerta o me hacía compañía en la casita y aliviaba mi aislamiento mientras preparaba la colación de la noche. Cenábamos los cinco juntos y pasábamos la velada bebiendo whisky y conversando; o, a veces, Andrew iba a casa de alguno de ellos. Luego, tan despacio que no lo noté, el desmonte de la tierra cesó por completo. Andrew se marchaba por la mañana y volvía a casa a la caída del sol. Con mucha frecuencia, olía a whisky, pero no parecía ebrio y a mí no me preocupaba que hubiese encontrado otra mujer. Aun así, había algo furtivo en su actitud, como si se llevase algo entre manos; algo de lo que no tenía que avergonzarse, pero que prefería no revelar. Aquello no me gustó, pero decidí no mencionarlo hasta que él estuviese dispuesto a contármelo.
En realidad, Andrew parecía feliz y satisfecho de sí mismo. Aunque se acercaba a la casa con una ligereza en el paso un tanto furtiva, no lo había visto tan contento en mucho tiempo. Yo me quedaba sola y echaba de menos la compañía de los hombres, sobre todo del señor Skye, pero no podía protestar. Era una mujer y mi presencia era prescindible siempre que hiciera mis tareas. Tendría que soportar la soledad mientras que Andrew disfrutaba de compañía.
Lo que le atraía, sin embargo, no era solo la compañía del señor Dalton y del señor Skye. A veces, pasaba la velada en la taberna La Senda India, donde las mujeres no eran admitidas. Allí, los hombres hablaban de las cosas que hacían la vida imposible a las gentes del Oeste, como, por ejemplo, que los políticos del Este quisieran que sometiéramos aquellas tierras, pero no nos proporcionaran ayuda para combatir a los indios. Hablaban del miedo a los agentes extranjeros -británicos, españoles, franceses- que recorrían Pittsburgh con el objetivo de crear malestar. Hablaban del nuevo gobierno en el Este, de su odio hacia Duer y de cómo todos debían plantarse firmemente a la puerta de Hamilton.
Y así fue como, ayudada por las ausencias de Andrew de la casita, empezó a cobrar forma mi novela, despacio al principio pero, al cabo, los personajes se congregaban a mi alrededor como polillas atraídas a la llama de mi mente. En aquel silencio, pasaba el día tomando notas, examinando los contornos de mi relato y, muy pronto, empecé el proceso de escribir, propiamente. Escribiría, decidí, una novela sobre nuestras experiencias, sobre los hombres malvados que engañaban a los patriotas para llenarse el bolsillo. Escribiría sobre los Duer, los Hamilton y los Tindall de este mundo y sobre un grupo de colonos del Oeste que decidieron vengarse de ellos. Tal vez fue la emoción de enfrentarme a esos hombres, aunque solo fuera sobre el papel, lo que hizo que mis palabras fluyeran como no lo habían hecho nunca.
Así pasaron dos meses y, cuando el verano empezó a dejar paso al otoño y el frío se posó sobre la tierra, Andrew me habló:
– ¿No te has preguntado nunca adonde voy todos los días? -quiso saber-. ¿Dónde paso las horas?
– Me lo he preguntado -respondí-, pero pensé que ya me lo dirías cuando te conviniese.
– No es propio de ti contener la curiosidad.
– Ni lo es de ti andarte con tanto secretismo -repliqué, pues me sentía algo dolida.
– Tú tienes tu novela -dijo-. No es necesario que me digas si va bien porque lo llevas escrito en la cara. ¿No ves en la mía que a mí también me van bien las cosas?
– Sí, me he percatado. -No pude contener una sonrisa.
– ¿Y tengo que decirte qué cosas son?
– No me tomes el pelo, Andrew. Sé que lo estás deseando. Dímelo si te apetece.
– Será mejor que te lo enseñe.
Así que recorrimos el escarpado camino que llevaba de nuestra casa a la gran cabaña de Dalton, que se hallaba a unas dos millas de distancia. La tarde era agradable y el aire transportaba el zumbido de los insectos. Paseamos en silencio y yo apoyé la mano en su brazo. En cierto modo, éramos felices. En cierto modo, en medio de nuestra ruina, cada cual había encontrado -yo, en mi escritura y Andrew, en su secreto- una parte de sí mismo que había echado en falta.
A la puerta de la cabaña de Dalton, en la que yo no había estado nunca, nos esperaba el hombretón, con el señor Skye a su lado. Ambos tenían el aire de niños que habían cometido una travesura malvada y propia de chiquillos. Detrás de la casa, Jericho Richmond trabajaba en los campos. Cuando vio que nos acercábamos, nos saludó con la mano, pero se secó la frente con la manga y volvió a concentrarse en su tarea. El señor Dalton me invitó a entrar, me indicó que me sentara en una silla cerca del fuego y me puso delante un vasito de whisky que yo empecé a llevarme a los labios.
– Ha venido a disfrutar de su whisky -dijo Skye, antes de que yo lo probara.
– No creo que la palabra exacta sea disfrutar -opiné-. Pero aquí forma parte de la vida.
Probé un trago y enseguida aparté el vaso de la boca, asombrada. Había tomado whisky otras veces, en cantidades que en mi vida anterior habrían resultado impensables, pero aquello era algo absolutamente distinto. A la luz del fuego vi que era más oscuro, de color ambarino, y más viscoso. Y su sabor no era solo el calor embriagante y dulce del whisky, pues en este había aroma a miel, a vainilla tal vez, a sirope de arce e incluso tenía la fragancia duradera de los dátiles.
– ¿Qué es esto? -pregunté.
– Para responder a su pregunta -dijo Skye-, para responderla del todo, primero debemos estar seguros de que comprende lo que es el whisky. ¿Sabe por qué hacemos whisky? ¿Somos simplemente unos bebedores empedernidos, unos viciosos que no pueden vivir sin su fuerte licor?
– ¿Va usted a instruirme?
– Oh, sí -sonrió-. Mire, he planeado mentalmente esta conversación y pretendo que vaya como yo deseo. Ahora, dígame, ¿sabe por qué elaboramos whisky?
– Porque es la única manera de sacar beneficio de nuestras cosechas.
– A una mujer que lee el Diccionario Universal del Comercio y las Finanzas se le escapan muy pocas cosas -comentó mi marido.
Bebí otro sorbo, tratando de descifrar sus complejidades.
– Cada cual cultiva su grano -continué-; pero, más allá de lo que necesita para consumo personal, con el excedente no se puede hacer nada. No hay buenas carreteras, por lo que el viaje al Este es demasiado largo y complicado y, a fin de cuentas, resulta demasiado caro transportar grandes cantidades de cereal. Tampoco se puede utilizar el Mississippi para ir al Oeste porque los españoles no lo permiten. Entonces, ¿qué hay que hacer? La respuesta más lógica es convertir el excedente de grano en whisky.
– Precisamente -dijo Skye.
– Para el whisky siempre hay mercado -proseguí-. En el Este es cada vez más popular, el ejército está sustituyendo el ron por el whisky y, si transportar grano es complicado, transportar whisky en barricas lo es mucho menos. Por eso, el whisky es un sustitutivo del dinero. En algún momento, servirá para cambiar por dinero en efectivo y servirá para el trueque.
– Y, en eso, su marido ha resultado extremadamente útil. -El señor Skye señaló a Andrew-. Enseguida advirtió que a la bebida se le podía dar más sabor. Esta es una economía de trueque pero, ahora mismo, todo el whisky que se produce tiene la misma consideración. No hay ninguno que sea más apreciado que los demás. Pero ¿y si pudiéramos destilar uno mejor que los existentes?
– Claro -lo interrumpí-. Introduce en el mercado un bien más escaso y que provoca un mayor deseo y obtendrás más por su mercancía.
– Ha dado en el clavo una vez más, señora -dijo Skye-. Bien, Dalton y yo llevamos en el negocio del whisky unos cuantos años y hemos pensado que Andrew, con su talento de carpintero, podría ayudarnos. Hace tiempo que sabemos que se obtiene un whisky de más sabor si se almacena en barricas que en recipientes de loza, pero la diferencia no es significativa. Más sabor, pero el sabor no es siempre bueno, y una abundancia de mal sabor no le añade mucho valor a la bebida. Además, las barricas son más difíciles de transportar y la madera absorbe parte del whisky, con lo que a uno le queda menos producto para vender.
– Pero, a veces -terció Dalton-, es deseable almacenarlo en barricas. Es difícil hacerse con grandes cantidades de jarras de loza. En cambio, la madera abunda. Si tienes un excedente, es mejor perder un poco guardándolo en barricas que no tener sitio donde almacenarlo. Cuando le contamos todo esto a su marido, él aportó otras ideas, no solo su cooperación.
– ¿Es eso cierto?
Mi marido sonrió algo avergonzado.
– Enseñémosle el alambique -propuso Dalton.
Salimos de la cabaña y fuimos a lo que Dalton llamaba el cobertizo, aunque era un edificio el doble de grande que la cabaña donde él vivía, una suerte de taller o almacén rústico. En él había abundantes recipientes, jarras y tubos que sobresalían los unos de los otros y cruzaban la estancia en una mareante confusión que recordaba una perdigonada de una escopeta. Las paredes estaban llenas de barricas de madera, unos pequeños fuegos ardían en unas calderas cerradas y de los cacharros salía vapor en unas pequeñas y breves bocanadas. Allí dentro, el olor era intenso y exuberante, un aroma dulzón y de podredumbre a la vez, combinado con algo menos agradable, como la basura mojada y la carne putrefacta. Seducía y repugnaba a la vez.
– El principio es de lo más simple -explicó Dalton-. Empezamos con una olla llena de maíz fermentado en agua, lo que nosotros llamamos el wash. A continuación, lo hervimos ahí, encima de ese fuego. Se tapa la olla con ese tubo que sale de ella, ¿lo ve? Ahí se recoge lo que se evapora, ya que lo primero que se quema es lo más fuerte, el espíritu, si quiere decirlo así. Precisamente por eso, los licores fuertes se llaman bebidas espirituosas.
– Entonces, la bebida que sale del tubo, ¿es whisky? -inquirí.
– No -respondió Skye-, eso es lo que llamamos «vino inferior», un primer destilado que volvemos a pasar por el alambique. De este segundo paso sale con diferentes graduaciones. Lo primero que sale, que llamamos foreshot, no es, digamos, bueno para beber. Es desagradable, fuerte y hediondo. Se añade una pizca de él al producto final para darle un poco de fuerza, pero nada más. Después de este foreshot viene la «cabeza», que puede beberse pero sigue sin ser buena. Y luego se obtiene el clear run, que tiene este aspecto…
Nos tendió una botella de cristal que contenía un líquido casi incoloro.
– Este es más como el whisky al que estoy acostumbrada.
– Sí, lo es -asintió Skye-. El sabor y el color del nuestro proceden de la barrica. Cuanto más tiempo pase en ella, más color y sabor obtiene, pero no solo se trata de eso.
– Me pareció -intervino Andrew- que podía extraerse más sabor de la barrica chamuscando su interior. Y así ha sido. Los whiskies con los que hemos estado experimentando en los últimos meses tienen más sabor que ninguno que hayamos probado antes.
– Y Andrew ha hecho más que eso -añadió el señor Dalton-. Ha modificado la receta y ha ajustado las proporciones de los cereales, añadiendo más centeno que maíz a la mezcla. Hemos nombrado a su esposo socio de nuestra destilería y, a menos que me equivoque, nos ha hecho ganar mucho dinero a todos.
Dalton cogió una botella del nuevo whisky de color tostado y nos sirvió un vaso a cada uno, con el cual brindamos por nuestro futuro. Habíamos venido al Oeste como víctimas pero, ahora, parecía que podíamos ser los vencedores. Era lo que creíamos en aquel instante, y lo que teníamos que creer, porque esa era la América por la que habíamos luchado, donde el trabajo duro y la inventiva debían triunfar. No sabíamos que en aquel momento, en el Este, Alexander Hamilton y su Departamento del Tesoro conspiraban para arrebatarnos todo aquello.