Capítulo 28

Ethan Saunders


Más tarde sería incapaz de decir qué me proponía hacer. Tampoco sé por qué se me permitió hacerlo solo. Salí de la posada de Clark a toda prisa y me pareció que no caminaba, sino que una magia desconocida me transportaba a la Cuarta con Spruce, a la casa de Pearson. Ni Lavien ni Leónidas me acompañaron. No les pedí que lo hicieran, pero creo que llegaron a la conclusión de que era algo que necesitaba afrontar por mí mismo, a mi manera, sin palabras de cautela o prudencia.

Más tarde, me recriminaría a mí mismo, no por lo que había ocurrido, sino por lo que hubiese podido suceder. No soy como Lavien, experto en proezas marciales, pero no le tenía miedo a Pearson. Tal vez debería habérselo tenido, pues aquel individuo había matado a sangre fría y yo no lo había hecho nunca. Tendría que haberme tomado tiempo -un par de días, quizás-, para meditar lo que quería y luego decidir cómo lo lograría. Ese habría sido el enfoque correcto, pero soy muy impaciente. Si me hubiese tomado un rato más para pensar -aunque solo fuese cinco minutos-, habría llegado a una única e inevitable conclusión. No podía permitir que Cynthia viviera con él ni un día más. No, ni una hora más. El tiempo de la cautela había terminado.

Al acercarme a la casa, vi que estaba silenciosa y tranquila. Era media tarde, demasiado temprano como para ver luces en las ventanas; por lo tanto, no sé qué podría haberle proporcionado a la casa un aspecto vivo, pero me dio la impresión de que faltaba algo. Me detuve un momento a pensar, no llegué a ninguna conclusión y seguí adelante.

No me tomé la molestia de llamar. Empujé la puerta delantera, descubrí que estaba abierta y entré. Solo había dado cinco pasos por el vestíbulo cuando fui abordado por un sorprendido sirviente. Tuve la tentación de agarrarlo, derribarlo y golpearlo, pero me contuve. Se llamaba Nate. De eso me acordaba. Y también recordaba que, como el resto de los criados, el hombre era leal a Cynthia.

– Capitán Saunders… -empezó a decir el criado, pero calló de inmediato. Yo no lo interrumpí con palabras, pero me vio la cara y percibió la rabia que me ardía en la piel. No imagino qué aspecto debía de tener.

– ¿Dónde está?

Me pareció que mis dientes mordían las palabras en el aire.

– Lo siento -respondió con voz temblorosa-. Es decir, si pregunta por el señor Pearson, no está aquí en este momento. Se encuentra de viaje. Estoy seguro de que si vuelve usted en otra ocasión…

– ¿Dónde ha ido, maldita sea? -Avancé un paso más y él retrocedió otro.

El pobre hombre se encogió. Trabajaba para Pearson, vivía con él día tras día y, sin embargo, se encogía ante mí. No me gustó. Yo no me sentía poderoso, ni dominante. Me sentía como una personificación de la rabia, alguien que no era yo mismo, pero no me importaba y creo que habría agredido al desdichado criado si las cosas no hubiesen cambiado de repente.

– No está aquí, Ethan.

Fue Cynthia quien habló. Estaba en el otro extremo del vestíbulo, de pie en la penumbra, en el espacio donde la oscuridad del vestíbulo no se encontraba todavía con la luz del salón. Media hora más tarde, los candelabros ya habrían estado encendidos, pero en esos momentos reinaba una luz crepuscular y Cynthia solo era una silueta de perfil.

– Se ha marchado. De nuevo.

Cerré y abrí los puños varias veces y seguí avanzando, pero Nate se interpuso en mi camino, lo cual se me antojó de una gran valentía, dadas las circunstancias. Cualquier otro día, en cualquier otro momento, no habría apostado un centavo por mis posibilidades contra un criado robusto como él, pero en aquel instante las cosas eran distintas y él lo sabía. Me temía y me cerró el paso.

– Mantenga la distancia, señor. No es usted el de siempre.

Tenía razón. Miré a Cynthia, que estaba detrás del individuo.

– ¿Adonde ha ido?

– No lo sé. No lo explicó, solo dijo que se marchaba y que no regresaría durante un tiempo. ¿Qué ha sucedido, Ethan?

No podía responderle. No sabía cómo hacerlo.

– ¿Otra vez a Nueva York?

– No sabía que fuese ahí donde estuvo la vez anterior.

Estuve a punto de decirle que era la señora Maycott quien me lo había contado, pero consideré que sería mejor callármelo.

– Tengo que encontrarlo. No puedo decirle por qué, todavía, pero debo encontrarlo.

– No sé adonde ha ido -Cynthia se adelantó un paso-, pero pareció… sugerir que pasaría bastante tiempo fuera. No esperaba volver pronto a casa. Hizo que su criado le pusiera varios trajes en el equipaje y partió horas antes del amanecer.

En el coche expréss de Nueva York, sin lugar a dudas. Ya no podía posponerlo más. Yo también tenía que ir a Nueva York. Encontraría a Pearson y entonces… Entonces, no sabía lo que haría. ¿Matarlo? No era mi estilo. ¿Llevarlo ante la justicia? ¿Con qué? ¿Con un solo testigo que, para colmo, era espía británico y que nos había contado lo que sabía bajo amenazas de tortura y mutilación?

– Cynthia… -empecé a decir y di un paso pero ella retrocedió.

– No, Ethan. Tiene que mantenerse al margen.

¿Imaginaba Cynthia que aquello me disuadiría? ¿Pensaba que me creería que lo decía por una cuestión de decoro? No me lo creí y, apartando al sirviente de un empujón, me planté a su lado.

Ella retrocedió, pero no escapó; la luz de la sala la iluminó y vi lo que quería ocultar. Había estado de perfil todo el tiempo, mostrándome el lado izquierdo de la cara, porque tenía el derecho lleno de contusiones rojas, púrpuras y azules. Pearson le había pegado en el ojo. Su marido le había puesto un ojo tumefacto como si Cynthia fuese un borracho de taberna.

No puedo decir que la rabia me invadiera de nuevo porque ya no me cabía más ira. En todo caso, mi furia se volvió más pura, más intensa y más fácil de encauzar y controlar. Lo encontraría y pondría fin a aquello. No sabía cómo, pero lo haría.

– Cynthia, debe usted dejar a ese hombre -le dije en voz baja y tranquila y absolutamente razonable. Estaba enloqueciendo de rabia, pero no permitiría que ella lo notara-. ¿Por qué la ha maltratado?

– Porque estaba enojado -respondió-. Ha estado enojado desde la noche que usted cenó con nosotros. Supongo que tenía buenas razones para estarlo, pero yo también. Sé que debo dejarlo, Ethan, pero no veo cómo. Es un monstruo, pero ya habrá usted visto lo que les ocurre a las mujeres que viven en la calle, sin dinero a su nombre. Y habrá visto lo que les ocurre a los hijos de esas mujeres. ¿No es mejor vivir con un enajenado que someter a mis hijos al escarnio y al maltrato de miles de desconocidos?

Me acerqué más. El secreto de sus contusiones había quedado revelado y ya no había razón para insistir en que mantuviera la distancia. Le tomé la mano, aunque sabía, y creo que ella también, que no me tomaría más libertades. Aun así, la calidez de su tacto me sorprendió, como si después de reencontrarla comprendiera por primera vez que era una mujer que vivía y respiraba, no solo un recuerdo animado. Era Cynthia, cuyos cabellos notaba deslizarse sobre la mano, cuyo rostro podía acariciar, cuyos labios podía besar. No era que pensase hacerlo, pero la pura verdad física de esa posibilidad me asombró.

– Cynthia, ¿qué quiere que haga? No puedo abandonarla a su suerte. Tengo que hacer algo para protegerla a usted y a sus hijos. Dígame qué y lo haré.

Ella volvió el rostro pero no trató de soltar la mano. Al cabo de un momento, me la apretó más fuerte.

– No se puede hacer nada -respondió.

– Sí se puede -repliqué.

– No -susurró. Se volvió de espaldas a mi y apartó la mano-. No, Ethan. No puedo permitir que hable así. No sé si se refiere a un duelo o a algo más inicuo, pero yo no se lo pido, ni lo apruebo. Lo odio, pero es el padre de mis hijos y no podría vivir pensando que he tenido algo que ver en ello.

– Yo no he dicho eso -le tomé de nuevo la mano-, pero seguro que existe una manera de que se libre de él sin tener que recurrir a lo impensable y la encontraré. Iré a Nueva York, le plantaré cara y resolveré el asunto.

– ¿Cómo? -quiso saber ella. Hablaba en voz baja y contenida. No me creía capaz de hacer una cosa así y, sin embargo, en sus ojos brillaba algo parecido a la esperanza.

– No tengo ni idea -respondí con una leve sonrisa-. Pero ya se me ocurrirá algo.

– Espere un momento, por favor. -Cynthia salió de la sala y, al cabo de unos minutos, regresó con un sobre-. Espero que no se sienta insultado ni crea que me tomo excesivas libertades, pero sé que sus medios son limitados. Tenga, aquí tiene algo de dinero para sus gastos.

– De usted no puedo aceptarlo -repliqué.

– Es dinero de él.

– Oh, en ese caso… -Cogí el sobre y me lo guardé en la chaqueta-. No lo acepto por codicia, ¿sabe?, sino por el placer de derrotarlo utilizando su propio dinero.


En algún momento desde que le tomé la mano hasta que salió a buscar el sobre, el criado de Cynthia desapareció, lo cual nos dio la intimidad que necesitábamos. No puedo decir, sin embargo, que la aprovecháramos demasiado. Comprendí que ella se sentía tan vulnerable que no era conveniente que yo le declarase mi amor y, por otro lado, creo que no necesitaba ninguna declaración para notarlo. Me deseó buena suerte y, tomándole las dos manos, le deseé lo mismo. No me atreví a hablarle de su padre, al menos de momento. Primero la libraría de su marido y luego le contaría lo que había descubierto. No soportaba la idea de que tuviera que vivir con Pearson, ni siquiera hablarle, sabiendo quién era y lo que había hecho.

No obstante, no se me ocurría cómo la libraría de su marido. Le había dicho la verdad. Yo no era un asesino y, pese a lo que Pearson le había hecho a Fleet, no podía matarlo a sangre fría. Si le pedía que se midiera conmigo en un duelo, me rechazaría, sin duda, como yo había rechazado a Dorland. Era raro el marido que aceptaba un desafío del admirador de su esposa.

Iría a Nueva York en el coche expréss que salía de madrugada. Averiguaría todo lo que pudiera sobre Pearson: en qué negocios andaba metido, qué relación tenía con Duer y con la conspiración contra el Banco de Estados Unidos. Y, no bien lo supiera todo, decidiría cómo convencerlo de que no maltratase más a su mujer. Tal vez bastaría con destruirlo a él y conservar al tiempo el dinero para su esposa.

Caminaba sin rumbo fijo cuando me asaltó un pensamiento. Consideré lo mucho más fácil que sería batirse en duelo; pensé en cómo lo había evitado con Dorland y cómo incluso este, que me había desafiado, parecía reacio a los duelos. Y entonces, de pronto, se me ocurrió una pregunta de no poca importancia. Si Dorland era reacio a los duelos, ¿por qué me había desafiado?

Las razones podían ser miles, por supuesto. Tal vez había pensado que su honor se lo exigía y quizá creía que yo no lo aceptaría, pero no me conocía muy bien. Solo sabía que había servido en la guerra, ¿y qué hombre, cobarde y tan reacio al duelo, se arriesgaría a enfrentarse con un individuo del que sabía que era un soldado?

Empecé a sospechar y, aunque tendría que haberlo dejado en paz a él y a su pobre mujer, no dudé en acercarme a la casa y llamar a la puerta. Cuando respondió el criado, le dije que tenía que hablar con el señor Dorland y que, en nombre del decoro, lo haría fuera de la casa en vez de dentro. Mi intención era ahorrarle a la mujer la incomodidad de verme, sobre todo en presencia de su marido.

Yo no creía que el hombre hiciese caso de mi llamada, pero se presentó y, aunque no parecía dispuesto a salir de la casa, se quedó detrás de su criado, que le sacaba una cabeza. Me miró y su cara carnosa se veía pálida.

– ¿De qué se trata, Saunders? ¿Por qué viene a molestarme a mi propia casa?

– Salga, Dorland, por el amor de Dios. No tengo ninguna intención de hacerle daño y lo que vengo a decirle solo puede oírlo usted. Nuestros asuntos no pueden ser tema de conversación de quienes ocupan los cuartos del servicio.

– ¿No es una treta? -preguntó.

– Le doy mi palabra de caballero.

– Usted no es un caballero.

– Entonces tiene mi palabra de truhán, lo cual, lo sé, supone una confusa paradoja que ahora no tengo tiempo ni ganas de desentrañar. Ahora, salga, concédame cinco minutos y no volveré a molestarlo más.

Creo que resultó decisiva mi impaciencia. Si me hubiese mostrado más hipócrita y menos apremiante, él tal vez habría obrado con más cautela a la hora de salir de su guarida. Mi poca disposición a utilizar una artimaña debió de ser una muestra de mi sinceridad. Tendría que recordar aquel truco para el futuro, decidí.

Salió con precaución al porche y se detuvo ante mí, a un par de pasos de distancia, lo bastante cerca para entablar una conversación y lo bastante lejos por si yo hacía, como él pensaba, algún movimiento repentino. Debió de confundirme con Lavien, para el que dos pasos no eran nada. En mi caso, solo dificultaban la conversación.

– Dorland, ¿por qué me desafió a un duelo? -inquirí.

– ¿Cómo puede preguntarme eso?

Gran parte de la rabia que aquel hombre había mostrado en nuestros encuentros anteriores, y de la que yo me había burlado, había desaparecido. Ahora solo parecía triste.

– No le pregunto por qué creía que tenía motivo, sino por qué decidió retarme. ¿Fue idea suya?

Tragó saliva, apartó los ojos y volvió a mirarme.

– Pues claro -respondió.

– ¿Quién lo convenció de que lo hiciera? -pregunté en tono amable-. ¿Quién le sugirió que me desafiara?

– ¿Tuvo que sugerírmelo alguien? -inquirió él, aunque con su actitud y sus gestos ya había respondido a mi pregunta.

– Me está haciendo perder el tiempo, Dorland, y pone a prueba mi paciencia. ¿Quién se lo recomendó?

– Jack Pearson -admitió-. Fue él quien me contó lo que ocurría entre usted y mi esposa, y quien me aconsejó retarlo a duelo. Dijo que usted nunca aceptaría y que entonces tendría libertad para vengarme como creyera conveniente.

Es extraño. Tendría que haberme indignado, pero aquel mismo día ya había descubierto que Pearson maltrataba a Cynthia y que había asesinado a mi mejor amigo, por lo que aquella noticia ya no podía enojarme más. En cualquier caso, me sentí victorioso, porque había encontrado aquel hilo de verdad en la urdimbre del universo y había tirado de él. La vida nos ofrece esos pequeños triunfos y hay que disfrutarlos cuando se presentan.

– Solo he empezado a barruntar la profundidad de la villanía de Pearson al engañarlo, Dorland. Tenía sus razones para librarse de mí, por eso le contó unas falsedades horribles sobre su esposa y lo incitó a atacarme. Piense en ello. Un hombre dispuesto a arruinar otra felicidad doméstica a fin de cometer un asesinato por persona interpuesta.

– Un momento -dijo Dorland, acercándose-. ¿Quiere decir que mi esposa y usted… esto… que usted y…?

– Oh, Dorland… Dígalo de una vez. ¿Qué si hemos estado juntos ella y yo? No, naturalmente que no. He hablado con ella en más de una ocasión y es encantadora, pero ¿cómo puede dudar usted de una dama tan buena como su Susan?

– Se llama Sarah -murmuró en voz baja, con la mente en otro sitio.

– ¿Qué me importa cómo se llame? -continué-. Tendría que prestar más atención a su bondad y menos a que prefiera que la llamen de un modo u otro.

Por suerte, Dorland no era tan hábil como yo a la hora de captar mentiras, ni vi razón para no ofrecerle a la dama aquel pequeño consuelo, ya que le había complicado la vida. Con un poco de esfuerzo, tal vez podría simplificársela.

– ¿Y por qué no lo dijo antes? -me preguntó.

– Porque usted me molestó -le dije-. Me amenazó con recurrir a la violencia y luego la perpetró. No vi razón para tranquilizarlo al respecto, pero me equivoqué porque he perjudicado a su esposa y ella no ha hecho nada para merecerlo. Fui un estúpido y lo lamento.

– Tengo que darle las gracias. -Se acercó aún más y me tendió la mano-. Ojalá me lo hubiese dicho antes, pero no puedo describir la alegría que esta noticia me proporciona.

Nos estrechamos la mano y Dorland entró en la casa a toda prisa, a ver a su bondadosa dama y a pedirle perdón de mil maneras. Lo único que podía esperar yo era que la señora fuese lo bastante lista como para no irse de la lengua y aceptar las disculpas.

Me volví para dirigirme a mis aposentos y prepararme para partir a la mañana siguiente en el coche expréss, que salía a las tres de la madrugada. Ahora tenía un nuevo dilema sobre el que cavilar durante el viaje. Antes incluso de conocer a Kyler Lavien, o de saber que había una conspiración contra el Banco de Estados Unidos, antes de todo eso, Pearson ya había tratado de matarme. Había llegado el momento de descubrir por qué.

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