Capítulo 34

Joan Maycott


Diciembre de 1791


La primera vez que reparamos en Ethan Saunders, que había de resultar un actor tan importante en los hechos que seguirían, el plan para adueñarse del Banco del Millón ya estaba en marcha. Desde que había trabado amistad con Duer, este y sus secuaces habían redoblado los esfuerzos para alcanzar una posición de control de los bonos al seis por ciento. Ahora, Duer tenía dos asuntos bastante importantes en marcha y una tarde, cuando me reuní con Pearson en su casa para hablar de ellos, fui yo quien planteó la cuestión por primera vez.

– En algún momento, estas actividades atraerán la atención de Hamilton, ¿no cree usted?

– Ah, eso no importa -respondió Duer-. Sabré ocuparme de él. Una palabra amable por mi parte y quedará satisfecho. Cuando se lo conoce, se aprecia enseguida que es más un can que un ser humano.

Duer y yo habíamos hablado en más de una ocasión de la necesidad que tenía Pearson de exagerar su propia importancia, pero Duer también era, con frecuencia, culpable del mismo pecado. Cuando surgía el nombre de Hamilton, aparentaba una intimidad con él y una capacidad de influirle de las que yo no había visto nunca la menor evidencia. Me preocupó este detalle, por encima de todo, pues si Hamilton descubría demasiado pronto las actividades de Duer, sería la ruina de este, pero el propio Hamilton saldría bien librado; tal vez no ileso, pero sí relativamente intacto.

– Creo que la señora Maycott tiene razón -intervino Pearson, oliendo la sangre de Duer. Ahora, estaba endeudado hasta el cuello debido a su participación en las maniobras de este e, imprudentemente, había tomado préstamos del Banco de Estados Unidos para continuar perdiendo dinero y que le quedara suficiente para invertir personalmente en la apertura del Banco del Millón. Se decía en la ciudad que incluso había empezado a vender parte de sus propiedades inmobiliarias y, si tales rumores eran ciertos, Pearson se encontraba en una situación más precaria de lo que yo pensaba y de lo que había sido mi intención. Si ahora se precipitaba en el abismo, no se me ocurría cómo salvaría a su esposa y a sus hijos, como no fuera dándoles directamente dinero del mío.

– La señora Maycott siempre es sensata -dijo Duer-, pero eso no significa que tenga razón.

– Hamilton lo ha invertido todo: su corazón, su alma, su reputación y su carrera, en el Banco de Estados Unidos y el sistema financiero americano -expuse-. No puedo creer que pase por alto unas actividades sospechosas solo porque tras ellas esté usted, William.

No llegué a decir lo que todos estábamos pensando, pero todos lo entendieron: durante la crisis que había seguido a la apertura del banco, Hamilton no había hecho caso del consejo de Duer, contrario a estabilizar el mercado, y había logrado calmarlo a expensas de los beneficios de aquel.

– Bien, ¿y qué puede hacer? -replicó Duer-. Puede pedir que paremos, pero no tiene ningún poder para imponérnoslo.

– Si conoce el plan con suficiente precisión, puede desbaratarlo -apunté.

– ¿Y cómo habría de enterarse de lo que planeamos? -preguntó Duer.

Fue Pearson quien pronunció el nombre, como si este fuese algo repulsivo, una píldora amarga que, alojada bajo la lengua, llenara toda su boca de un sabor vomitivo:

– Por Ethan Saunders.

– ¿Quién es? -pregunté. Hasta entonces, no había oído nunca aquel nombre.

– ¿Qué? ¿El Ethan Saunders de la guerra? ¿No lo expulsaron del ejército por traidor?

– Se licenció en circunstancias confusas, pero Hamilton prefirió no presentar una acusación oficial de traición. Era culpable y todo el mundo lo sabía, pero nadie se preocupó mucho del asunto. La guerra se acercaba a su final, pero Saunders era un protegido de Washington y de Hamilton, y no se me pasa por la imaginación que Hamilton no recurriese a él ahora. Lo he visto en la ciudad últimamente. Se ha vuelto bebedor y mujeriego, la clase de individuo que uno no puede tener delante sin sentir deseos de destruirlo.

– Entonces, parece improbable que Hamilton requiriera sus servicios -apunté.

Pearson me dirigió una larga mirada y debo admitir que me hizo sentir extraordinariamente incómoda.

– ¿Tiene que contradecirme siempre, señora? -preguntó.

– Estas cosas me conciernen -respondí, esforzándome por mantener un tono de voz calmado-. No hablamos de lo que tomamos para cenar la semana pasada, sino de lo que debemos hacer a continuación. No lo contradigo, señor Pearson, sino que participo.

– Sí, sí, es usted una mujer muy lista y todo eso -masculló él-. Pero debe recordar que yo soy un hombre y eso me hace más listo que usted. Usted, como mucho, es una muñeca de salón.

Duer se puso en pie y me miró como un chiquillo que necesitara ir a hacer sus necesidades y no supiera dónde.

– No quiero involucrarme en lo que debe de ser una disputa privada. Me disculpará un momento…

Viendo que me faltaban al respeto, lo único que deseaba Duer era ausentarse de allí para librarse de la incómoda situación.

Me obligué a dirigir una sonrisa agradable a Pearson. Mi expresión era radiante y llena de absoluta admiración y afinidad.

– No tenemos ningún desacuerdo -aseguré-. El señor Duer puede volver a sentarse y usted, señor, puede continuar. Aquí todos somos amigos.

Duer no me miró a mí, sino a Pearson y, viendo algo que le gustó, o que al menos le pareció conforme, retomó su asiento.

– Con su permiso -me dijo Pearson.

– Por supuesto -contesté con soltura.

Y, con esto, continuó como si no hubiera habido ninguna interrupción.

– Saunders no es el que fue, pero Hamilton recurrirá a él porque está aquí y porque tuvo fama de ser el espía más astuto de su tiempo. Yo estoy seguro de que no lo fue, pero es lo que se decía. Además, tiene una deuda con Hamilton porque este no presentó cargos contra él. Y Hamilton tendría que ser muy tonto para no emplear a un hombre que debe considerarlo el mayor de los benefactores.

– Entonces, ¿qué propone usted? -preguntó Duer, con un evidente esfuerzo por parecer relajado y natural. No quería que Pearson estallara también contra él.

– Me ocuparé de Saunders -dijo Pearson-. Resulta que hace menos de dos semanas lo vi salir de un local de mala fama con la esposa de un conocido mío. Un comentario susurrado al oído de ese hombre, Dorland, y él se ocupará de quitar de en medio a Saunders por nosotros. Y cuando haya huido o desaparecido de la manera que sea, Hamilton no tendrá ningún espía a su servicio. Si descubre nuestro plan, solo lo hará cuando sea demasiado tarde.

Cuando terminé de hablar con los caballeros, subí al piso de arriba y encontré a la señora Pearson en el saloncito. Estaba en el sofá, leyendo a los niños, que escuchaban con arrebatada fascinación un fragmento de El progreso del peregrino. Las llamas de la chimenea se reflejaban en su pálida piel y parecía brillar, casi.

Viendo que estábamos solas, Cynthia Pearson se levantó y cerró la puerta del salón, llenó dos copas de vino y se sentó en el sofá, cerca de mí para poder hablar en voz baja.

– Espero que no se molestará si le digo que he oído parte de lo que hablaba con los caballeros.

– Claro que no -le dije. Sin embargo, ella se mostraba todavía algo reticente a empezar.

– La envidio, señora Maycott, por la manera en que se mueve entre ellos como su igual. Es usted muy hermosa y, sin embargo, no la tratan como si fuese una muñeca. ¿Cómo hace para ganarse su respeto?

– Me lo gano exigiéndoselo -respondí.

– Yo no puedo exigírselo a mi marido -dijo ella, apartando la cara.

– Lo sé -dije pausadamente-. Sé cómo están las cosas aquí, Cynthia. No crea que no lo he observado. Y… y me propongo ayudarla.

Me miró con gran intensidad y no supe bien si era de sorpresa o de esperanza.

– Ayudarme, ¿cómo?

Moví la cabeza.

– Todavía no lo sé. No sé cómo, pero la ayudaré, Cynthia. Le doy mi palabra. Cuando esto termine, será para bien de usted y de sus hijos.

Ella continuó mirándome fijamente.

– ¿Qué ha de terminar?

– El negocio que tengo con su esposo y el señor Duer.

Cynthia me sonrió. Resultaba extraño. La señora Pearson era rubia y yo, morena; sus ojos eran de un azul clarísimo y los míos, de un verde intenso; sus facciones eran menudas y delicadas y las mías, marcadas y prominentes. Nadie habría dicho que nos parecíamos y sin embargo, por un instante, creí que estaba viéndome en un espejo. Reconocí aquella sonrisa, el absoluto cinismo que expresaba y su fría y penetrante percepción de la verdad.

– Usted les exige respeto, pero también los ciega con su encanto.

– No entiendo a qué se refiere.

Ella sonrió de nuevo, aunque esta vez me pareció que su gesto era más forzado.

– No sé qué anda haciendo con ellos, pero sé que no es lo que ellos creen. No, no diga una palabra. No quiero que me mienta y tampoco quiero que me diga la verdad, no vaya a ser que el señor Pearson me fuerce a contársela. No conozco al señor Duer y no tengo ninguna opinión de él, pero conozco a mi marido y no me entrometeré con usted.

Tragué saliva e intenté no mostrar ninguna reacción.

– ¿Era esto lo que quería decirme? -le pregunté.

– No -susurró ella. Apartó de nuevo el rostro, volviéndolo hacia la ventana; con su hablar susurrante y el crepitar del fuego, apenas la oía. Sin embargo, a pesar de todo, sus palabras llegaron hasta mí y, no sé cómo, lo hicieron con claridad-. He oído que mencionaban al capitán Saunders y deseo saber qué se decía de él.

– ¿Cómo es que conoce a ese hombre, de quien se dice que es un traidor?

– Lo conocí durante la guerra. No es cierto que fuese un traidor y era amigo de mi padre.

– ¿Y amigo de usted? -inquirí.

Cynthia asintió:

– Iba a casarme con él. -Volvía a mirarme, pero hablaba en voz tan baja que sus palabras eran casi indistinguibles de su aliento-. Las cosas salieron muy mal. Mi padre murió y Ethan… Ethan tuvo que huir. Lo acusaron de delitos que no podía haber cometido, pero el mundo lo consideró culpable y él no pudo soportar la idea de que la deshonra cayera también sobre mí. Yo nunca he creído, ni por un instante, que hiciera nada censurable. Ethan Saunders es el hombre más asombroso que he conocido nunca.

– Ahora mismo se encuentra en Filadelfia -dije.

– ¿Qué? -Cynthia abrió unos ojos como platos.

– Está en la ciudad y su marido se propone perjudicarlo.

– No lo permitirá usted, ¿verdad? -Me tomó la mano.

– Oh, no, no -respondí, meneando la cabeza-. Confíe en ello. No había oído hablar de Ethan Saunders hasta esta noche, pero parece la clase de hombre que merece protección.

Lo decía en serio. No conocía a aquel hombre y ya me agradaba, tal vez porque los dos habíamos sufrido a manos de un gobierno desagradecido. Al mismo tiempo, no podía evitar preguntarme si podría resultarme de alguna utilidad.


Debo reconocer que sentía muchísima curiosidad por aquel Saunders y también bastante optimismo respecto a lo que podía significar para nuestro plan. Mi hombre infiltrado entre los empleados de Duer en Nueva York se había demostrado vital, pero el resto de mi gente se había visto obligada a soportar meses de inactividad, a fiarse de mí mientras jugaba con Duer, con la esperanza de que supiera lo que estaba haciendo y con la preocupación de que, en lugar de socavar a nuestros enemigos, no estuviera haciendo otra cosa que reforzarlos.

Averiguar más cosas acerca de Saunders nos daría algo que hacer. De uno en uno, los chicos salieron a observarlo, a ver qué clase de hombre era, a comprobar si era una amenaza o una baza. Yo deseaba ardientemente verlo en persona, pero la mayoría de los lugares públicos que frecuentaba no eran la clase de sitios en los que yo podía esperar que pasaría inadvertida.

La primera vez que lo vi fue en el lago de los patos, una tarde de domingo fría y soleada. Skye había estado observándolo y, creyendo que no se movería de allí en un buen rato, mandó un chico a buscarme. Cuando llegué, lo observé desde lejos pasear por el perímetro del lago, mirando a las damas con interés depredador. Parecía especialmente atento a las señoras que paseaban en grupo sin acompañamiento masculino.

– ¿Qué opina de él? -me preguntó Skye.

– Que es muy guapo -respondí-. Y que está muy bebido. Dudo que pueda representar una gran amenaza para nosotros, pero no estoy segura de que vaya a ser de mucha ayuda.

– Será mejor cerciorarse -apuntó Skye.

– Siempre es mejor cerciorarse -asentí-. ¿Tiene a alguien próximo a él, alguien a quien podamos abordar?

– No muchos, pero creo que sí hay alguien… -dijo Skye.

– Entonces, es hora de que empecemos a pagar a ese alguien para que nos tenga informados.

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