Ethan Saunders
A la mañana siguiente, vistiendo una ropa pasablemente limpia después de haberla lavado en la jofaina y secado cerca del fuego, me deslicé discretamente escaleras abajo. Acababa de salir el sol y no tuve duda de que, si lograba evitar a la criada, podría escapar de la casa sin tener que soportar una incómoda conversación con sus moradores. El recuerdo de mi encuentro con la señora Lavien todavía me escocía, sensible como una herida recién abierta, no solo por la vergüenza de haber quedado en evidencia, de haber respondido tan despreciablemente a la amabilidad de mi anfitrión, sino porque tuve la impresión de que aquellas tonterías eran ahora, de algún modo, impropias de mí. Algo había cambiado. Mi nueva proximidad a la vida de Cynthia Pearson hacía que incluso a mí me pareciera improcedente aquella conducta y todavía resonaban en mis oídos las crueles palabras de la señora Lavien.
Mi plan era muy sencillo: conseguiría unas monedas de algún caballero despreocupado con el que me cruzara por la calle, desayunaría en una taberna y me encontraría con Leónidas según lo previsto. Cuando bebo, puedo volverme torpe, pero aquella mañana me moví con el sigilo de un gato en plena caza. Los tablones no crujieron bajo mi peso, ni los escalones gimieron mientras descendía por ellos. Aun así, cuando llegué a la planta baja, el señor Lavien se inclinó hacia delante en su silla del salón. Vio mi postura, con las manos extendidas para equilibrarme mejor y los pies apuntando hacia fuera para probar si los peldaños tenían alguna debilidad que me traicionara, y me recibió con una de sus sutiles sonrisas, vagamente rapaz. Yo había aceptado su hospitalidad, le había permitido darme de comer y de beber, y presentarme a su familia. Incluso lo había hecho salir en plena noche a buscar a mi esclavo. Y, a cambio de todo ello, había intentado seducir a su esposa y ahora lo encontraba ahí sentado, sonriéndome, como una serpiente a punto de lanzarse sobre un ratón arrinconado y paralizado.
– ¿Salimos a tomar un buen desayuno? -me propuso.
En una taberna cercana, repleta de trabajadores silenciosos a aquella hora temprana, tomé asiento junto a Lavien en una mesa mal situada, demasiado cerca de la puerta y lejos del fuego. El tomó pan y huevos en salmuera. Yo también di algún tiento al pan, pero me concentré sobre todo en la cerveza.
– Supongo que quiere hablar del incidente de anoche -dije y tomé un buen trago.
– ¿Cuál? ¿El de mi esposa? ¿Qué tiene que decir a eso?
– Mire -exhalé un suspiro-, le pido disculpas por haber intentado propasarme.
– No esperaba otra cosa de usted -dijo Lavien, encogiéndose de hombros-. Su reputación en estos asuntos lo precede y nunca hubo el menor riesgo de que hiciera nada que no fuese ponerse en una situación embarazosa, como veo que ha sucedido.
– ¿No le importa que pudiera haber seducido a su esposa?
– Claro que eso me habría importado. Pero no fue lo que sucedió. Usted sí que pensó que podría seducir a mi mujer, pero eso es otro cantar, pues en realidad no podía conseguir nada de ella.
– Está seguro de eso, ¿verdad?
– Conozco a mi mujer -afirmó él-. Y empiezo a pensar que también lo conozco bastante bien a usted. Todavía lo atenaza la comezón del desdoro que sufrió hace años y por eso sigue buscando nuevas deshonras. Sin embargo, podemos poner fin a eso. Cuando demuestre al mundo que su buen nombre fue mancillado tan injustamente, tendrá la oportunidad de empezar una vida nueva.
– Le dije que no quiero que hurgue en mi pasado.
– No dijo eso, sino que prefería dejar el pasado en paz.
– Entonces, ahora le digo que no lo haga.
El me estudió y, finalmente, volvió a hablar:
– Bien, ya veo…
¿Qué podía ver? ¿Qué podía saber? ¿Acaso había oído fragmentos de la historia, o tal vez Hamilton le había contado todo lo que sabía, aunque su versión de los acontecimientos estuviese sesgada y mal informada? En resumidas cuentas, se trataba de que, durante las semanas previas a la batalla de Yorktown, Fleet y yo nos encontrábamos estacionados con la compañía de Hamilton y acabábamos de volver de una serie de viajes entre el cuerpo principal del ejército y Filadelfia, visitando a nuestros contactos monárquicos por el camino. Estábamos sentados a la entrada de nuestra tienda, jugando a las cartas, cuando llegó a caballo a nuestro campamento un oficial al que no había visto nunca, un comandante de Filadelfia, que pidió permiso a Hamilton para registrar nuestras tiendas. Yo me mostré indignado por principios, pero Fleet se negó en redondo.
Fleet era alto y delgado, más serio de porte que lo era de carácter, con una cabeza llena de rizos blancos como algodón. Era un hombre nacido para espía. Tanto podía mostrarse serio y juicioso, como un padrazo al que le caía la baba por su Cynthia, o como el mejor compañero de copas que nadie podía desear. También podía ser estudioso, sobrio y preciso.
Aquella tarde, en el exterior de las tiendas, bajo el aire calmo, yo esperaba que Fleet me diría que soportara la indignidad con buen ánimo, que había poco que hacer y, por lo tanto, debía sufrirla sin queja. Sin embargo, aquel día no fue así. Fleet juró que aquel hombre, aquel comandante Brookings, se quedaría sin mano antes de tocar un solo objeto de su tienda. Finalmente, compareció el coronel Hamilton y, con su aire rígido y autoritario, decidió que, como el comandante tenía buena información para actuar como lo hacía, debía permitirle el registro, pero que él, Hamilton, supervisaría el asunto para asegurarse de que todo se llevaba a cabo como era debido. De hecho, incluso exigió que se nos permitiera estar presentes, aunque nos pidió que no habláramos.
La primera tienda en ser registrada fue la de Fleet y, cuando se descubrieron unos documentos sospechosos escondidos en el forro de su mochila, apenas pude dar crédito a lo que veía. Aquello tenía que estar preparado pues, aparte de que me resultaba impensable dudar de su lealtad, Fleet no habría ocultado jamás algo tan comprometedor en un lugar tan evidente. Con todo, la expresión de distante terror que vi en sus ojos me dejó incapaz de hablar.
Sin embargo, el asunto aún tenía que dar un giro más pues, cuando se procedió a examinar mi propia bolsa, aparecieron documentos de parecida naturaleza en el mismo escondite. Las apariencias podían llevarme incluso a dudar de Fleet, mi gran amigo, pero en esos momentos también me señalaban a mí y yo no tenía ninguna duda de mi inocencia. Con todo, me costó concentrar la rabia en aquel comandante Brookings, pues el hombre apenas parecía satisfecho de su descubrimiento. De hecho, mostraba una expresión de distante tristeza. Ni Fleet ni yo lo conocíamos y, por ello, era improbable que hiciera aquello por venganza personal.
Nos pusieron bajo vigilancia mientras Hamilton revisaba lo encontrado y, al cabo de unas horas, vino a vernos. Los documentos, dijo, eran cartas entre un anónimo americano y un agente británico en las que se insinuaba que habíamos estado vendiendo secretos de poca monta, sobre asuntos que no iban a tener consecuencias. A alguien ajeno, le parecería que nos habíamos dedicado a hacer dinero sin llegar a comprometer las posiciones de nuestras tropas, aunque habíamos estado cerca de hacerlo, sin duda.
Dado que el ejército estaba movilizado, continuó Hamilton, no podía permitirse la distracción del descubrimiento de una traición entre dos oficiales bien situados; por lo tanto, nos exigía que presentáramos nuestra renuncia. Los dos nos resistimos vehementemente, pero al final quedó claro que no teníamos alternativa y nos rendimos a nuestro destino.
Hamilton no me permitió examinar los documentos, por lo que no pude ver la caligrafía en que estaban escritos. Poco importaba eso, de todos modos, pues Fleet y yo éramos expertos en disimular la nuestra. Me resultaba inimaginable que Fleet hiciera algo tan vil como vender secretos, aunque fuesen inútiles, a los británicos. No necesitaba el dinero y, aunque hubiera hecho lo que decían, ¿por qué habría de esconder parte de las cartas entre mis cosas? Y, sin embargo, ¿cómo podían haber llegado allí, si no? ¿Era posible que fuesen de una época anterior de la guerra? Quizá eran de meses o incluso años antes. Yo no ponía cosas en el forro de mi mochila, pero tampoco tenía por costumbre comprobar si alguien había metido algo allí.
Me preocupó que Fleet apenas me comentara nada del asunto. Le planteé todas las preguntas más evidentes. Pregunté cómo creía que habían llegado las cartas a nuestra posesión, si alguien nos estaba haciendo aparecer como traidores. No respondió. En ningún momento me pareció un silencio culpable; simplemente, estaba tan pensativo que no decía nada. En ocasiones, lo había visto sumido en aquel estado de ánimo: cuando ordenaba un rompecabezas, o relacionaba hechos diversos, o descifraba un mensaje; entonces, no permitía que nada lo distrajera, a veces durante días. Necesitaba tiempo para pensar.
Por fin, Fleet abandonó el campamento sin hablarme. Mientras esperaba a que volviera, Hamilton vino a verme y me puso la mano en el hombro.
– Creo que debería saber una cosa, Saunders -dijo-. La guerra ha afectado mucho a Fleet, lo ha afectado en sus finanzas. Creo que está completamente arruinado.
Aparté la mano de mi hombro.
– ¿Y qué? Todos hemos sufrido.
– Usted y yo -replicó él, negando con la cabeza- entramos en esta contienda con pocas cosas de auténtico valor, pero Fleet era rico en Filadelfia. Ahora está prácticamente sin un penique.
– No; nunca permitiría que su hija pasara penurias -repliqué.
– Antes de la guerra, puso ciertas propiedades a su nombre en previsión de algo así, pero ha perdido su negocio. Solo digo que tal vez pensó que no estaba del todo mal hacer algo de dinero vendiendo secretos sin valor a los británicos. Quizá consideró que estaba en su derecho.
Estuve a punto de darle un puñetazo. Nada de lo que dijera podría convencerme de algo parecido y, sin una palabra, le di la espalda y me alejé. Sospeché que Fleet habría ido a Filadelfia para estar con su hija y, a la mañana siguiente, monté y partí con la intención de seguirlo. Sin embargo, pronto decidí que sería mejor dejar que pasara un tiempo antes de verlo, por lo que fui a visitar a mi hermana a Connecticut y me quedé allí un par de semanas.
Cuando, finalmente, llegué a Filadelfia, recibí la tremenda noticia de que Fleet había muerto. Cynthia estaba de duelo y la casa permanecía cerrada a casi cualquier visita. Su padre, me contó, había vuelto de la guerra convertido en otro hombre, casi irreconocible. Se había dado a la bebida de forma compulsiva, cosa impropia de él, y cuando andaba ebrio se volvía muy agresivo, aunque solo un poco más que cuando estaba sobrio. Al cabo de una semana conduciéndose así, lo había matado en una pelea de taberna un hombre que había huido. Y había algo más. La gente murmuraba que lo habían expulsado del ejército con deshonor.
Le conté todo lo que sabía, disimulando lo mejor que pude hasta qué punto las apariencias acusaban a su padre…, nos acusaban a los dos, en realidad. Prometí que encontraría al asesino de su padre, pero resultó imposible. No podía ir a ninguna parte sin que me señalaran con el dedo, entre la suspicacia y el odio. Nadie quería hablar conmigo ni responder a mis preguntas. No solo se decía que Fleet y yo éramos traidores, sino también que la acusación procedía de una fuente irreprochable, el propio Hamilton.
Por todo esto dejé a Cynthia. No podía pedirle que se uniera a alguien de mi mala reputación. Fleet había muerto y pronto se olvidaría que había llegado a estar complicado en el escándalo. Yo, en cambio, no podía ir a ninguna parte sin que me siguieran los rumores. Aquellas acusaciones le habían costado la vida a Fleet y habían destruido la mía. No se habían olvidado nunca, pero el tiempo había suavizado, por lo menos, el aborrecimiento que percibía contra mí. Y, en esos momentos, Lavien quería desenterrar todo aquello.
Lo miré fijamente, con expresión dura y fría.
– Usted no sabe qué es que lo tachen de traidor; por eso, no puede entender que no quiera que remueva el asunto.
– Claro que lo entiendo -replicó Lavien-. Usted ha proclamado su inocencia y yo lo creo. Y solo se me ocurre un motivo por el que no quiera desenterrar el pasado.
– ¿Y cuál es? -pregunté, aunque deseé no haberlo hecho.
– Que usted cree que su amigo, el capitán Fleet, era en efecto un traidor. Cree que él, su mejor amigo, el padre de la dama que es hoy Cynthia Pearson, con la que usted aspiraba a casarse, era quien vendía secretos a los británicos. Eso es lo que sabe, o lo que cree saber, y lo considera un secreto grande y noble que le permite revolcarse en su propio sufrimiento pues, cada vez que alguien lo señala como un traidor, sabe que soporta esta carga por amor: no una vez, sino dos.
No resultaba fácil ser desnudado de aquel modo por un hombre que era poco más que un desconocido, un extraño con el que estaba en deuda y al que había ofendido. Lavien había visto las cosas como eran realmente y lo había hecho en un santiamén.
– Déjelo -le dije-. Cuando Fleet murió, el mundo decidió olvidar su participación en esos asuntos y se permitió mencionar su nombre sin desdoro.
– ¿Y usted permite, por ella, que el suyo siga denigrado?
Asentí:
– Por ella y por Fleet. No digo que fuera culpable pero, si lo era, no importa. Solamente se vendieron secretos huecos, falsedades e información sin valor. Sea como fuere, Fleet era un buen hombre, un héroe que realizó cien actos valerosos por su país. No contribuiré ahora a que pueda decirse de él que fue un traidor.
– Se dice de usted.
– Yo estoy aquí para defenderme. -Me levanté-. Le he pedido que olvide el asunto. No diré más al respecto.
– Siéntese, capitán. Lamento que se sienta usted tan forzado en su voluntad y haré lo que me dice.
Me senté. Quería obligarlo a repetir su promesa de forma más solemne, pero en aquel momento vi entrar en la taberna a Leónidas. Le hice una señal de que se acercara y pidió pan, mantequilla y una cerveza pequeña. Yo terminé mi jarra y pedí otra.
Al cabo de un momento, Lavien se excusó, diciendo que tenía cosas que hacer, y me deseó buena suerte con Hamilton. Leónidas y él se estrecharon la mano y observé al hombrecillo mientras se marchaba. Cuando lo perdí de vista, informé a Leónidas de todo lo sucedido desde que nos habíamos visto por última vez: que la señora Deisher me había puesto en la calle, lo de la nota de Cynthia y el encuentro con el irlandés.
Leónidas escuchó y asintió, pero habló poco. Por último, hizo un comentario sobre el más prosaico de los asuntos:
– ¿Dónde piensa alojarse?
– Todavía no lo he decidido.
– No piense que se vendrá a vivir conmigo. No lo permitiré.
– Sería solo unos días.
– No.
– Eres realmente desagradable -dije yo-. No creía que lo fueras tanto.
– Debo tener un lugar que sea mío.
– Y yo debo tener un lugar.
– Eso es asunto suyo y yo no tengo nada que ver. Sin embargo, si tuviera a bien darme la libertad, como me prometió que haría, con mucho gusto le prestaría el dinero para recuperar sus cosas y alquilar unos nuevos aposentos.
– ¡Ah, este es el chantaje más vil que he visto nunca! -exclamé.
– ¿Piensa usted ser siempre mi dueño? No es usted un hombre para tener un esclavo, ni yo para serlo. No sé cómo tomármelo. Accedió a liberarme cuando cumpliera los veintiuno, que fue hace seis meses.
– Accedí a dejarte libre cuando tuvieras veintiuno. No dije nada de en qué momento concreto del año. Me gustaría que procuraras ser un poco paciente, Leónidas. Todo este comercio de favores es impropio de ti.
No podía liberarlo. Eso era lo que Leónidas ignoraba y no podía entender, aunque lo habría sorprendido el motivo: No podía darle la libertad porque ya lo había hecho. Sencillamente, se me había pasado informarle de ello.
En realidad, el olvido se había debido a una curiosa serie de acontecimientos. Una vez que Dorland empezó a buscarme, me preocupó el futuro de Leónidas. Le debía la libertad y consideré más seguro concedérsela sin demora. Con tal fin, acudí a un abogado y pagué diez dólares para redactar los documentos al efecto de declararlo hombre libre no ya a mi muerte, sino en aquel instante y de forma irrevocable. Leónidas, al que tenía allí sentado delante de mí en la taberna, era un hombre libre desde hacía casi una semana.
Si Dorland me hubiera matado, Leónidas habría conocido su situación entonces. Habría quedado libre tras la lectura de mi testamento, pero yo había acordado con el abogado que este hablaría con él y se aseguraría de que conociera que le había concedido la libertad antes de morir. Sin embargo, salí con vida del trance y, sin duda, no habría tardado en poner a Leónidas al corriente de lo que había hecho, pero entonces tuve noticias de Cynthia y, de pronto, hubo asuntos más complicados que requerían mi atención.
Si le revelaba a Leónidas que era libre, probablemente seguiría ayudándome, pero tal vez no quisiera; había tantas cosas de su vida que desconocía… Me habría gustado correr el riesgo de averiguar cómo reaccionaba y, si hubiera estado en juego simplemente mi vida, mi felicidad, lo habría hecho. Pero cuando Cynthia Pearson me dijo que estaba en peligro, no quise arriesgarme. Leónidas tendría que seguir creyéndose esclavo durante unos días o semanas más.
No fue esta, créase, una decisión fácil. Podía imaginar la alegría que me produciría levantarme de pronto en medio de aquella taberna e informarle de que ya lo había liberado y no tenía que seguir soportando su irritante insistencia en que hiciera lo que debía. Sin embargo, por mucho que anhelara ser franco con él en este tema, no me atreví. Y, con ello, no solo sacrifiqué el anuncio inmediato de la noticia de su libertad, sino también mis propias posibilidades de encontrar un lugar donde vivir.
Nos dirigimos a las oficinas del Tesoro, entre la calle Tercera y la esquina de Walnut. Leónidas todavía albergaba un visible resentimiento tras nuestra última conversación, pero yo ya tenía la cabeza en otra parte. A nuestro alrededor se apresuraban grupitos de hombres demasiado orondos para la ropa que llevaban. Walnut Street era el centro financiero de Filadelfia y, en los últimos tiempos, se había convertido en un lugar donde individuos astutos y despiadados podían, fácilmente, seguir engordando un poco más.
Hamilton había puesto en marcha su banco el verano anterior, mediante un ingenioso sistema de suscripción: certificados que no equivalían a acciones del banco, sino a opciones de compra de tales acciones. Los poseedores de los certificados podían más adelante, en cuatro plazos trimestrales predeterminados, adquirir las auténticas acciones del banco pagando la mitad del valor en metálico y la otra mitad en obligaciones del gobierno ya en circulación. Estas obligaciones -préstamos al gobierno al seis por ciento- no habían tenido mucho éxito en el mercado, antes bien habían atraído escaso interés, de modo que el método de Hamilton promovía su circulación, puesto que los propietarios de certificados necesitaban adquirirlos para cambiarlos por la plena propiedad de las acciones del banco. Además de reforzar un mercado para las obligaciones del estado ya existentes, el plan de Hamilton creó un frenesí en torno a las propias acciones del Banco de Estados Unidos; el acto de retrasar la gratificación alimentó la locura y, en cuestión de semanas, los especuladores ganaron dos o tres veces el valor de su inversión.
Luego, de la misma manera desquiciada en que había subido, el precio volvió a bajar y se hundió, creando pánico. Hamilton solo había conseguido salvar su banco gracias a que envió a sus agentes a las principales ciudades comerciales -Nueva York, Baltimore, Boston y Charleston, además de a Filadelfia- para comprar certificados y estabilizar el mercado. Muchos inversores incautos perdieron todo lo que tenían, pero algunos hombres avispados se enriquecieron aún más.
No había sucedido nada grave, cabría decir, pero hubo quienes no lo vieron de este modo. Thomas Jefferson, secretario de Estado y enemigo acérrimo de Hamilton, arguyó que aquella locura demostraba que el banco era una fuerza destructora. Jefferson y sus seguidores republicanos opinaban que el verdadero centro del poder del nuevo país debía ser la agricultura. Para ellos, un banco nacional ayudaría a comerciantes y hombres de negocios a convertir América en una copia de Gran Bretaña; es decir, en un nido de corrupción. En este punto, yo me inclinaba por dar la razón a los jeffersonianos aunque, en realidad, no me había parado a pensar demasiado en el asunto. Simplemente, estaba dispuesto a oponerme a cualquier cosa que Hamilton apoyase.
El centro de aquel nuevo complot americano de engaños y codicia era el Departamento del Tesoro, ubicado en aquel momento en un complejo de casas privadas contiguas, más o menos remodeladas para albergar el mayor de los ministerios del gobierno. Cruzamos la puerta principal y, en lugar de un vestíbulo austero e imponente, nos recibió un frenesí de actividad, apenas menos alborotado que el bullicio de los comerciantes en el exterior. Varios hombres escribían furiosamente tras sus mesas, o se apresuraban a llevar un montón absurdo de documentos hasta un lugar donde lo cambiaban por otro montón igualmente absurdo. Por todas partes había oficinistas ocupados en contar y anotar y, según creían muchos, urdir la derrota de la libertad. Me presenté a un hombre apostado en la puerta, quien me lanzó una mirada muy inamistosa pero no tardó en dirigirnos a la oficina de Hamilton.
Hasta aquel momento, no había reflexionado lo que iba a suceder a continuación. Hamilton me había expulsado del ejército y había denigrado mi nombre, difundiendo al mundo la falsedad de que era un traidor. Sus acciones me habían llevado directamente a la muerte de mi gran amigo. Ahora, diez años después, me disponía a presentarme ante él, macilento y con los ojos enrojecidos, vestido con un traje arrugado y lleno de manchas, para suplicarle que me pusiera al corriente de lo que él parecía considerar secretos de Estado. Sentí cólera y humillación y deseé escapar de allí pero, por el contrario, continué caminando como avanza un hombre hacia la soga de la que va a colgar.
Respiré profundamente e intenté imaginar por anticipado la escena que encontraría. Desde mi regreso a Filadelfia, había visto varias veces a Hamilton por la calle, pero me había mantenido a distancia, sin querer ningún trato con él. No había tenido ocasión de verlo cara a cara desde el final de la guerra y me alegró observar que no lucía su mejor aspecto. Aunque solo me llevaba un par de años, parecía casi diez mayor que yo. Con el cargo se había puesto orondo y lucía una papada considerable y unas marcadas bolsas debajo de los ojos. Su nariz era larga, como siempre, pero parecía estar creciéndole, como sucede con las narices de los viejos, y había empezado a perder pelo, lo cual debía de haber disgustado a su natural vanidoso y libertino. Claramente, los deberes y dificultades de ser uno de los hombres más odiados de la nación habían empezado a cobrarse un precio. También habían afectado a su indumentaria, pues llevaba unas prendas descoloridas y lustrosas en algunas partes de tanto usarlas. Un secretario del Tesoro quizá debería presentarse en público con un poco más de prestancia, pero incluso yo sabía que los rumores que corrían respecto a que se había enriquecido con fondos públicos eran falsos. La verdad, menos popular, era que Hamilton se había dedicado tanto a promover sus políticas que había permitido que se resintieran sus propias finanzas.
Pero, aunque su aspecto no fuese el mejor, seguía manteniendo las formas y se puso en pie cuando entramos en su despacho, de aire espartano y escaso de toques decorativos, pero abundante en archivos, volúmenes financieros de aspecto imponente y mesas llenas de libros de contabilidad y de gráficas. En cuanto a su propio escritorio, estaba totalmente despejado, como si no se utilizara. Recordé, de sus tiempos de jefe del Estado Mayor de Washington, que Hamilton detestaba el desorden en sus cosas.
Se levantó de su asiento, revelando así su corta estatura, y se acercó a nosotros. Me tendió la mano efusivamente y fue tal mi sorpresa que no pude sino corresponder a su gesto.
– Capitán Saunders, cuántos años…
Parecía complacido de verme, lo cual me dejó perplejo. Lo normal es que un hombre odie por encima de todos a aquel al que ha ofendido, pero allí estaba Hamilton, sonriente, entrecerrando los ojos de satisfacción y ruborizado de placer. Tal vez mi presencia le traía agradables recuerdos de su vida de joven oficial en una guerra trascendental. O quizá, simplemente, se alegraba de verme con un aspecto tan menesteroso.
Solté su mano enseguida, pues no me gustó el contacto.
– Sí, muchos años, en efecto.
– Tanto tiempo… -repitió, sin saber qué más decir. Miró a Leónidas y se le iluminó el rostro, sin duda con la esperanza de aliviar la tensión-. Por favor, presénteme a su acompañante.
Lo dijo sin ninguna inflexión en la voz, pero yo sabía que solo lo movía la malicia. Hamilton desaprobaba el maltrato a los negros y se oponía a toda forma de esclavitud.
– Es mi esclavo, Leónidas.
Hamilton, entonces, meneó la cabeza y recurrió a su encanto, con justicia legendario.
– Tome asiento, se lo ruego -dijo, señalando un juego de sillas colocado delante de su escritorio-. Estoy terriblemente ocupado. No se imagina lo escaso que ando de tiempo, pero puedo dedicar unos minutos a un antiguo camarada. Debería decir que espero que se encuentre bien, capitán, pero presumo, si me disculpa por comentar lo que es obvio, que se halla usted en algún apuro. Si ha venido a pedir ayuda, veremos cómo podemos prestársela.
Me asombró su presuntuosidad, haciendo corteses observaciones sobre mi aspecto y sugiriendo que, en efecto, estaba dispuesto a ayudarme. ¿Acaso olvidaba que era él quien me había arruinado la vida, quien me había expulsado del ejército y se había asegurado de que corriera la voz de mi supuesta traición? ¿Tan intrascendente era aquello para él, que se le había borrado de la cabeza? ¿A tantos había causado el mal a lo largo de aquellos años, que ya no recordaba siquiera las circunstancias particulares de su perfidia? ¿O solo disfrutaba haciéndose el déspota munificente?
Leónidas y yo ocupamos dos sillas delante del escritorio. Hamilton volvió a su asiento, pero antes dio un rodeo hasta un bufete. Pensé que se disponía a ofrecernos una copa, pero me miró y cambió de idea. Se sentó y adoptó una expresión de importante expectación.
Esperé un momento, con el fin de ponerlo ligeramente incómodo, de hacerlo sentirse un poco menos seguro de sí.
– He tenido unos últimos días difíciles -comenté por fin-, como atestigua mi aspecto, y creo que ello guarda una pequeña relación con cierta investigación que lleva usted a cabo en su departamento. Se interesa por los asuntos del señor Jacob Pearson, ¿me equivoco?
Hamilton titubeó un momento y asintió:
– No es de conocimiento público, ni quisiera que lo fuese; sin embargo, como parece usted familiarizado con algunos hechos generales, le diré que está en lo cierto, aunque le ruego su silencio.
La petición resultaba irónica, pensé, viniendo de él.
– Si se trata de eso, descuide. No obstante, resulta que mi camino se ha cruzado con el de su pariente, el señor Lavien.
– No es pariente mío -replicó Hamilton con cierta energía. Bastante duro le resultaba ya que el mundo supiera que había nacido bastardo en las Antillas, pero si ahora habían de considerarlo medio judío, se moriría de vergüenza-. No obstante, es un hombre notable.
– Me gustaría ayudarlo en el caso. En pocas palabras, me gustaría que el gobierno me empleara para poner a su servicio, en este y en otros asuntos, las habilidades que demostré durante la guerra.
Hamilton mantuvo su rostro considerablemente inexpresivo.
– Ya entiendo.
– El capitán Saunders ya está materialmente implicado -intervino Leónidas-. Ha sufrido una agresión física y la pérdida de su domicilio. Está involucrado personalmente en el asunto y también está en posesión de ciertas habilidades no muy corrientes, según tengo entendido.
– Y usted es, sin duda, un abogado convincente, Leónidas -dijo Hamilton, que parecía encantado de poder hablar con alguien que no fuera yo-. Pero no puede ser.
– ¿Por qué no? -inquirí.
– No ignoro el pasado. En una época, usted tuvo relación con la señora Pearson, ¿no es verdad?
– Es la hija de Fleet -respondí. «¿Recuerda a Fleet, a quien usted condujo a la muerte?», estuve a punto de añadir.
No llegué a decirlo. No soy tan estúpido.
– Lo sé muy bien y eso solo ya haría delicado el asunto. Pero se comenta también que usted y ella estuvieron comprometidos para casarse.
– Nunca llegamos a algo tan formal, aunque quién sabe cómo habrían podido ir las cosas si usted no nos hubiera expulsado del ejército y, después, no hubiera arruinado mi reputación. Desde luego, si no hubiera actuado así, Fleet quizá seguiría vivo.
– Capitán -respondió Hamilton-, mal servicio se hace usted al lanzar estas acusaciones.
– ¿Hay algo que pueda decir que me preste buen servicio?
– No, ya he tomado una decisión firme en este asunto.
– Entonces, me siento en total libertad de calificarlo a usted como el villano que es.
Leónidas posó la mano en mi brazo y se volvió a Hamilton.
– El capitán Saunders no pretende ser tan bronco, pero su necesidad es grande.
– Oh, claro que lo pretende. Con los años, me he convertido en objetivo conveniente de su rencor y de sus acusaciones. No crea que no he oído que cuenta por ahí cosas de mí que lesionan, y no poco, mi propia reputación, pero debo aclarar un par de puntos. Bien sabe, capitán, que licenciarse del ejército fue la única manera de salvar la vida. Estaba bajo mi mando cuando se presentaron las acusaciones contra usted y el capitán Fleet. Si no hubiera accedido a expulsarlos, lo habrían sometido a un consejo de guerra y, probablemente, lo habrían ejecutado.
– No debería haber permitido que me convenciera de destruir mi propia buena fama.
– Las pruebas contra usted eran firmes -dijo él-. Quizá fue un truco de los británicos. Tal vez se cansaron de sus jugarretas y decidieron que nosotros mismos nos encargáramos de usted, llevándonos a descubrir pruebas falsas, pero recuerde el estado de ánimo del ejército en esos días, el agotamiento y las demoras que habíamos sufrido. Los hombres todavía estaban muy sensibles a la traición del general Arnold y, en aquel momento, el descubrimiento de otro par de oficiales conchabados con los británicos habría sido muy mal recibido.
Tal vez era injusto culparlo de la muerte de Fleet -según todos los testimonios, mi amigo había iniciado una pelea y había salido malparado-, pero yo lo acusaba de ella de todos modos. Y, por supuesto, había más.
– ¿Qué hay de mi reputación? Entonces me prometió que nadie se enteraría de lo sucedido, pero cuando volví a Filadelfia ya era de dominio público.
– Lo sé -respondió Hamilton blandamente-. Sin embargo, no fue cosa mía. Juro que mantuve el secreto, pero en un ejército no hay secreto que dure mucho tiempo. Pasé casi una semana intentando averiguar quién se había ido de la lengua, pero no descubrí nada. Si quiere, capitán, puedo hacer que comparezca ante usted una decena de oficiales que recordarán, diez años después, el miedo que les metí con este asunto.
– Entonces, ¿no fue usted quien arruinó la reputación del capitán Saunders? -preguntó Leónidas.
– Claro que no -dijo él-. ¿Por qué habría de hacerlo? Ha desperdiciado el tiempo odiando a quien no debía. Dios mío, Saunders, ¿por qué no se limitó a preguntarme? Usted siempre fue capaz de olerse una falsedad. Si yo hubiera intentado engañarlo, seguro que lo habría sabido.
Sí, yo era capaz de oler una mentira, tenía razón. Por eso me quedé allí sentado, mudo de perplejidad, y di crédito a lo que estaba oyendo en aquel momento. Hamilton hablaba con una voz tan franca, tan relajada, tan vacía de culpa, que no tuve más remedio que creerle. Durante diez años había maldecido su nombre, lo había considerado un villano y enemigo, y ahora parecía que no lo era. Me sentí mareado, estúpido y borracho. E, igual que la noche anterior con la señora Lavien, me sentí avergonzado.
Guardé silencio, intentando pensar en todo y borrar cualquier recuerdo… y ambas cosas a la vez. Mientras le daba vueltas en la cabeza a aquella revelación, tan desconcertado y furioso que era incapaz de articular palabra, Leónidas se ocupó de mantener la conversación. Yo observé a Hamilton, sin saber apenas qué pensar de aquella larga cara patricia que tenía ante mí. Durante diez años, había odiado a aquel hombre como causante de mi ruina y, cuando todo el país -por lo menos la parte jeffersoniana- había empezado a detestarlo también y a acusarlo de ser el agente central de la corrupción de nuestro gobierno, yo no había podido por menos de sentir que, por fin, el universo venía a darme la razón. Pero ahora resultaba que, al parecer, yo apenas sabía nada de aquel hombre.
Cuando presté atención al diálogo que Hamilton mantenía con mi ex esclavo, me dio la impresión de que estaban hablando de mis problemas con la casera.
– ¿Y eso sucedió la misma noche que la señora Pearson se puso en contacto con él? -preguntaba Hamilton-. Suena sospechoso, en efecto. Capitán, no puedo costear sus gastos, pero puedo enviar un representante para que hable con su casera y le pida, en nombre del gobierno, que le conceda tres meses para poner en orden sus asuntos. ¿Bastará con eso?
– Es muy amable… -reconocí a regañadientes, aunque intenté no parecer hosco. A nadie le gusta ver que un hombre al que se ha odiado tanto se muestra magnánimo-. Se lo agradezco, pero debo insistir en que me ponga usted a trabajar, que haga uso de mis habilidades.
– Sus habilidades son formidables y no me iría mal contar con alguien como usted -respondió-, pero no puedo permitir que investigue un asunto que implica a unas personas con las que tiene una vinculación tan estrecha. No solo no contrataré sus servicios, sino que debo pedirle además que no intervenga en absoluto en el asunto. No se entrometa en el camino de Lavien.
– No puede esperar que me desentienda de la zozobra de la señora Pearson -protesté.
– Se mantendrá usted alejado de ella -replicó Hamilton. Su voz se había hecho áspera.
– Tengo entendido que dentro de unos días se celebra una reunión en la casa Bingham -dije, sin hacerle caso-. Estoy seguro de que la señora asistirá, pues ella y la señora Bingham son buenas amigas. Tal vez pueda abordarla en algún momento.
– Maldita sea, Saunders, se mantendrá usted a distancia de la señora Pearson en esta investigación. No se trata de ningún juego. Hay espías por todas partes y arriesgamos en esto más de lo que imagina.
– ¿Espías? ¿De quién? ¿De los británicos? ¿De los españoles?
Hamilton exhaló un profundo suspiro.
– De los jeffersonianos.
Al oír aquello, solté una carcajada.
– ¿Teme usted a un miembro de su propia administración?
– Ríase si quiere, pero la ambición de Jefferson no conoce límites y haría cualquier cosa, destruirme a mí, la economía americana o incluso la reputación de Washington, si ello contribuyera a sus propios fines. ¿Ha echado alguna vez un vistazo a su vil periódico, el National Gazette, que escribe esa sabandija, Philip Freneau? Está plagado de las mentiras más groseras. ¿Tanto ha olvidado usted el pasado que no le parece mal que se calumnie a Washington?
– Por supuesto que no tolero los insultos a Washington -respondí-. Lo venero como debe hacerlo todo patriota, pero no se trata de eso. Por lo que estoy viendo, usted no quiere que ayude a la hija de Fleet porque teme a Jefferson. Tal vez debería ir a hablar con él…
– ¡Ni se le acerque! -soltó Hamilton. Ahora, su voz era casi un susurro-. Manténgase a distancia de Jefferson, de la señora Pearson y de esta investigación. No permitiré que su curiosidad ponga en peligro todo lo que he intentado llevar a cabo.
¿Todo lo que había intentado llevar a cabo? Allí, era evidente, sucedía mucho más que lo que Hamilton quería reconocer, pero no me hice ilusiones de poder convencerlo para que me pusiera al tanto. Más bien, intenté mostrarme razonable.
– Entonces, póngame a trabajar en otro asunto -le propuse. Si aceptaba, me pagaría, lo cual me sería de gran provecho, y después me pondría a investigar lo que me apeteciera.
Hamilton dijo que no con la cabeza. Mi prontitud en cambiar de tema pareció relajarlo considerablemente; el sonrojo de sus mejillas se moderó y su postura se relajó un poco.
– Ojalá pudiera, capitán, pero mírese. No son las diez de la mañana y ya está usted obnubilado por la bebida. Vive usted en un desorden terrible. Déme unas horas para arreglar el asunto de su casera y luego váyase a casa, descanse y piense en su futuro. Dentro de unos meses, venga a verme. Si ha mejorado en el asunto del orden, hablaremos entonces de ocupar un puesto.
– No debo de ser el único hombre de Filadelfia que se toma un trago por la mañana -dije yo.
Hamilton se inclinó hacia delante.
– No soy tonto, capitán. Conozco la diferencia entre un bebedor y un borracho.
Estuve tentado de ponerme en pie y proclamar mi indignación, pero no tuve coraje. Incluso obnubilado por la bebida, seguía siendo mejor que Lavien o que nadie que Hamilton prefiriese contratar antes que a mí. No tuve la menor duda de que, muy pronto, los hechos lo demostrarían.