Ethan Saunders
Consideré que había sido un día afortunado y regresé a la taberna de Fraunces, donde encontré a Lavien en el bar, tomando una taza de té y escribiendo una carta en un papel de oficio. Sus manos se movían despacio y deliberadamente, y las letras eran claras y precisas. Casi no necesitaba utilizar el secante. Dejó la pluma en la mesa y me miró.
– Le pedí que no interfiriera en el lanzamiento del Banco del Millón.
– Sí, me parece recordarlo. -Llamé al tabernero y le pedí una botella de vino-. Dijo: «No obstaculice los asuntos del gobierno», o algo así, ¿verdad? -le dije a Lavien.
– Ha desobedecido las órdenes del Departamento del Tesoro.
– Bueno, sí -convine-, pero yo no trabajo para el Departamento del Tesoro. Considero sus sugerencias, pero estas no dirigen mis acciones más que las mías dirigen las suyas. No estoy obligado con nadie ni con nada que no sea el honor, el amor y la venganza, y he intentado cumplir con esas tres cosas lo mejor que he sabido.
Llegó el vino, junto con dos vasos. Le puse uno delante a Lavien, esperando que lo rechazase, pero él llenó los dos.
– Supongo que así es -dijo-. No sé qué caos ha conseguido que cayera sobre nosotros, pero lo hizo muy bien. -Levantó el vaso en señal de brindis.
– Caramba, muchas gracias.
– Creo que ahora ya sabe dónde estaba Pearson durante su ausencia y las acciones de hoy indican que también ha descubierto qué se llevaba entre manos.
– Estaba aquí, en Nueva York -dijo-. Eso, usted ya lo sabía también. Con respecto a lo que se llevaba entre manos, tenía negocios con Duer que debía mantener en secreto debido a las tremendas deudas que tiene en Filadelfia. Vendía con pérdidas los bonos al seis por ciento y hacía subir el precio de los al cuatro por ciento, de modo que los otros agentes de Duer, sus verdaderos agentes, pudiesen comprar barato. Y, al mismo tiempo, hacía planes para invertir en el Banco del Millón. El dinero invertido en los bonos al seis por ciento se ha esfumado, pero he librado a Cynthia de la ruina final de Pearson, que le habría sobrevenido si él hubiese invertido en el Banco del Millón.
– No cabe ninguna duda de que la ha salvado de la ruina. Aun cuando el Banco del Millón sea un éxito, sus acciones ya se han devaluado. Hoy ha habido una sobresuscripción en la emisión, debido en no poca medida a los rumores que usted ha divulgado. Se ha suscrito diez veces más, por lo que su valor es ahora de una décima parte. El Banco del Millón tendrá que hacerlo muy bien o hasta el último inversor saldrá perdiendo.
– Entonces, quizá Duer tenga que darme las gracias.
– No lo hará. No le importaba que los títulos de los que era propietario conservaran su valor, sino controlar el propio Banco del Millón. No buscaba operar con esas acciones y sacarles beneficio: quería la riqueza del Banco del Millón al completo. Si acaso, la devaluación lo habría ayudado a comprar títulos a los inversores decepcionados, pero, para hacerlo, tendría que haber poseído primero una parte importante de ellos, lo cual, gracias a usted, no es así. -Lavien dio un sorbo al vino-. Sin embargo, para usted debe de ser difícil. Ha dicho que se sentía obligado con el honor, el amor y la venganza y hoy, ciertamente, ha contentado a dos de ellos. Ha demostrado su honor y su amor por la señora Pearson defendiendo la fortuna que le queda. Pero ¿y la venganza? Para protegerla a ella, tendrá que salvarlo a él.
No supe si me mortificaba, me tomaba el pelo o me animaba a actuar.
– A Pearson le llegará su hora, no me cabe ninguna duda.
– A mí, tampoco. -Lavien sonrió y me invadió una suerte de frialdad-. Leónidas ha venido a verme -añadió al cabo de un momento-. Quería despedirse.
– Ha sido una pequeña debacle -dije tras beber un sorbo-, no tan bien manejada como me habría gustado.
La expresión de Lavien se ablandó y, por unos instantes, pareció solo un hombre, lleno de bondad y preocupación.
– Siento que lo haya perdido. Comprendo la ira de Leónidas, pero se me antoja desproporcionada con la falta que usted cometió. Hizo mal no revelándole antes que se había comportado con él de una manera justa, pero lo cierto es que lo hizo, que se comportó con justicia. Él tendría que verlo. Al final, lo verá.
– Muchas gracias. Muy amable por su parte.
Contempló mi vaso de vino y sonrió.
– En líneas generales, diría que se está reformando bien. Tengo que acordarme de decirle a mi esposa que obró un efecto maravilloso sobre usted.
Para aquello no había respuesta.
– Bueno, supongo que empezará a hacer planes para volver a Filadelfia -prosiguió-. Aquí, nuestro trabajo ha terminado. Viajaremos juntos, mañana de madrugada en el coche exprés, y sus gastos correrán por cuenta del Tesoro. Y hasta entonces, tenemos cosas que hacer.
Si se hubiera levantado en aquel momento, creo que yo lo habría hecho con él, o al menos habría empezado a hacerlo antes de contenerme. Sin embargo, a mí aquel hombre no me daba órdenes, nunca me las había dado. No estaba tan cansado de la falta de sueño, ni tan abotargado por el vino, como para que se me hubiera olvidado que yo era mi propio jefe.
– Sé que no somos exactamente contrincantes, pero yo no trabajo para usted ni para el Tesoro. Tengo asuntos propios de los que ocuparme y estos empiezan con Pearson.
– Si quiere -dijo-, puedo cortarle el cuello antes de que nos marchemos.
Sus palabras eran tan serenas y calmadas que creo que, si se lo hubiera pedido, lo habría hecho. Y qué fácil habría sido… Tal vez por eso reaccioné con tanta fuerza. No quería que volviera a ofrecérmelo.
– No voy a asesinarlo.
– Entonces, ¿qué hará? -Se inclinó hacia delante-. ¿Se burlará de él? ¿Lo señalará y se reirá? Hay cosas en marcha, Saunders, y usted no se ha quedado al margen. Ahora ya no se trata de descubrir qué trama un funcionario británico de poca monta para que, dentro de seis meses, los retacitos de información que usted haya reunido puedan juntarse con otros cien a fin de llegar a una conclusión a partir de la cual se pueda actuar seis meses después.
– ¿Se atreve a despreciar el trabajo que hice?
– Eso, nunca -respondió-. Pero fue una guerra larga y los acontecimientos tuvieron lugar a gran escala. Ahora el tiempo no nos sobra. Le guste o no, está usted metido en esto hasta las orejas y esperar a ver con quién se pondrá en contacto Pearson dentro de dos semanas no es una alternativa. Tiene que afrontarlo ahora mismo.
– ¿Y por qué le preocupa eso? A Duer ya lo he frenado. La amenaza contra el banco ha terminado.
– No sabemos cuál era la amenaza real -replicó Lavien, sacudiendo la cabeza-, pero le aseguro que no eran las maquinaciones de Duer para hacerse con el Banco del Millón. En el mejor de los casos, eso solo era una parte. La amenaza sigue existiendo y no podemos perder ni un día en descubrirla.
– Yo no trabajo para usted -aseguré- y tampoco para Hamilton.
– Sí, sí que trabaja para Hamilton. Él todavía no lo sabe, pero así es y, cuando todo esto termine, verá lo que usted ha hecho y usted tendrá lo que quiera porque no solo se habrá reformado, sino que además se habrá redimido. Cuando lo conocí, creí que no era más que un borracho inútil.
No tendría que haberme dolido. Aquel era realmente mi aspecto y, no obstante, no me gustaba oírlo.
– ¿Y ahora?
– Ahora, creo que es un borracho útil.
Aparté la botella, pero no el vaso. Entonces, lo miré a la cara.
– Quiero ayudarlo. Que el diablo me lleve, quiero ayudar a Hamilton, aunque no habría pensado nunca que pronunciaría estas palabras. Pero antes debo ayudar a Cynthia. Es mi obligación y mi deseo. Es el aire de mis pulmones y no puedo respirar si prescindo de ello, ha de comprenderlo.
– Lo comprendo, pero veo algo que usted no ve. Puede librarse del marido de Cynthia de un plumazo y que solo lo sepamos nosotros y, sin embargo, no quiere hacerlo. Comprendo por qué, pero si no quiere hacerlo de un plumazo, tendremos que hacerlo estratégicamente. Pearson se ha vinculado a proyectos más grandes y también ha vinculado a ellos su fortuna. Si quiere librarse de él, tendrá que vérselas con Duer y la amenaza contra el banco. Tenemos que descubrir la trama y detener a los conspiradores y, en algún momento de todo este caso, creo que habrá que tratar con Pearson. Me parece que usted también lo cree y sé que anhela formar parte de esto y hundir a Duer conmigo. Simplemente, no soporta la tortura de dejar sin vigilancia a Pearson, pero puede alejarse de él y no le creará ningún problema, se lo prometo. Ese hombre ya no puede pisar Filadelfia. Está en el exilio. Ya no puede maltratar a Cynthia y, si resolvemos bien esto, no la maltratará nunca más.
Vi que tenía razón y no me importó que hubiese dicho unas cuantas palabras amables sobre mí. Allí estaba Kyler Lavien, tal vez el hombre más poderoso -aunque fuese en secreto- a las órdenes del hombre más poderoso de la administración en Washington, suplicándome que lo ayudase. No me habría gustado rechazar su petición, pero quizá no tuviera que hacerlo. Tal vez Lavien estuviera en lo cierto. Yo no tenía idea de qué hacer con Pearson. Me uniría, pues, a Lavien y vería qué conseguía con sus métodos.
– ¿Y qué vamos a hacer?
– Solo tenemos unas horas antes de tomar el coche a Filadelfia. -Esbozó de nuevo aquella sonrisa malvada-. Entretanto, iremos a ver a Duer. Descubriremos qué pretende hacer a continuación y luego informaremos de ello a Hamilton. Al impedir que Pearson se arruinara del todo, tal vez haya completado su trabajo en Nueva York como ciudadano privado. Ahora tendrá que trabajar para el Departamento del Tesoro.
Hacia las siete, Duer nos recibió en la sala de su mansión de Greenwich. Parecía tan imperturbable como siempre, simpático y amigable, un hombre que se sentía a gusto en la comodidad de su propia casa, y estaba solo. No había rastro de Isaac Whippo, ni de Reynolds. Nos enseñó un cuadro que había comprado y nos señaló, tras el cristal de la ventana, dos perros de caza que acababa de adquirir. No parecía tener ninguna inquietud ni dedicar un solo pensamiento a ese engorroso asunto del Banco del Millón.
Al final, tomamos asiento pero, a diferencia de lo ocurrido en nuestra última visita, no nos ofreció ningún refrigerio.
– Y ahora, díganme, caballeros, ¿en qué puedo ayudarlos? Estoy siempre al servicio del secretario del Tesoro y de sus hombres.
Lavien no dejó escapar la oportunidad.
– He oído -dijo- que su interés en adquirir una participación que le permitiera controlar el Banco del Millón se ha quedado en nada.
Duer esbozó su sonrisa de especulador. Aunque el edificio se derrumbara a su alrededor, no se inmutaría.
– Nunca contemplé tal posibilidad. Me parecía un proyecto muy torpe.
– Y ahora me han contado que sus agentes se disponen a adquirir títulos del Banco de Nueva York y que usted continuará con su plan de controlar los bonos al seis por ciento del gobierno.
– Tal vez crea que desde su asiento privilegiado en el Café de los Mercaderes observa muchas cosas -dijo Duer-, pero es usted nuevo en el mundo de las finanzas y quizá no comprenda todo lo que ve. Le suplico que no se meta en mis negocios. He soportado con toda cortesía sus interferencias, pero ha de entender que el coronel Hamilton no le agradecerá que me haya molestado.
– Pues yo creo que ha llegado el momento de que se sincere con nosotros -replicó Lavien-. Basta de falsedades, por favor.
– Debo presentar mis protestas, señor -dijo Duer con una risa nerviosa-. Me habla como si yo fuera un don nadie. -Se volvió hacia mí y añadió-: ¿No cree que lo correcto sería utilizar un tono más civilizado?
– Yo le diré qué es lo correcto -le espetó Lavien con sorprendente dureza-. La sinceridad, señor. Tengo que conocer sus planes. Quiero saber todo lo que trama en relación con los bancos y los bonos del gobierno. Quiero saberlo todo y quiero saberlo ahora mismo; entonces, el Tesoro decidirá si se le permite continuar adelante.
Duer enrojeció, pero intentó reírse de Lavien.
– ¡Oh! Un hombre de negocios no revela jamás esas cosas. Estoy seguro de que lo comprende.
– Me importan muy poco sus planes -dijo Lavien-. Y será mejor que no se interponga en mi camino, señor.
– Espere un momento…
– No -replicó Lavien con voz seria, pero tranquila-. No hay negociación posible. No le propongo ningún trato: le estoy diciendo lo que ocurrirá. El tiempo de las sutilezas ya ha pasado. Me dirá lo que deseo saber o lo descubriré por mi cuenta y a usted no le gustará.
La expresión de Duer, que ahora había palidecido, indicaba que no dudaba de ello. Nadie que mirase a Lavien a la cara lo habría hecho. Parecía el de siempre en todos los sentidos y, sin embargo, se había transformado en una suerte de diablo. En sus ojos había dureza y el ceño fruncido denotaba concentración.
– Con gusto haré indagaciones abiertamente -continuó Lavien-, divulgaré todo lo que sé y recabaré de otros la información que necesito, revelando a todo el mundo los planes de usted, tal como los entiendo. Supongo que no desea que haga eso.
Duer siguió mirando a Lavien, pero no dijo nada. Creo que aquel hombre, que se había abierto paso en la vida mediante mentiras y manipulaciones, no encontraba palabras ante el rostro imperturbable de Lavien, un individuo que bajo ningún concepto se dejaría convencer, engañar o manipular.
– Ahora iremos al Café de los Mercaderes. -Lavien se volvió hacia mí-. Anunciaremos todo cuanto sabemos sobre el señor Duer y ofreceremos una recompensa a quien nos cuente más. Si juntamos a un número suficiente de personas que diga lo que ha oído sobre nuestro hombre y cada una contradice a la otra, ya lo sabremos todo.
– No, no, esperen -intervino Duer, sin que me diera tiempo a ponerme en pie-. Se lo diré, pero tienen que prometer que guardarán el secreto de todo lo que les cuente.
– Yo no prometo nada -replicó Lavien-. No soy un chismoso que vaya de acá para allá hablando ociosamente de sus asuntos, pero hablaré de ellos cuando sea necesario.
Duer sacudió la cabeza como si la estupidez de Lavien lo exasperase.
– Creo que subirá el valor de los bonos al seis por ciento y el de las acciones del banco, también. Soy un patriota y por eso invierto en mi país. Si quiere acusarme de ello, adelante. Sí, he intentado convencer al mundo de que hago todo lo contrario, pero esa es la maldición de mi éxito. Me vigilan muy de cerca y, si mis planes se supieran, quedarían abortados.
– ¿Eso es todo? -inquirió Lavien-. ¿Y qué es eso de que el señor Whippo ande comprando dinero de una forma tan costosa, negociando préstamos tan ridículamente caros de los tenderos y buhoneros?
– Necesito efectivo. -Duer se encogió de hombros-. El interés es muy alto, pero se pagará hasta el último céntimo. Hamilton se ha asegurado de ello, ampliando el crédito a través del banco con toda celeridad. Esto es todo, Lavien. Un hombre que intenta tantas cosas a la vez en una economía pequeña como la nuestra ha de tener dinero en efectivo, por eso me dedico a conseguirlo. ¿Va a destruirme por eso?
– Si hubiese contado antes todo eso -sonrió Lavien-, nos habríamos ahorrado el altercado.
– Ha de comprender que un inversor tiene que guardar sus secretos.
– Y, a veces, un empleado del gobierno tiene que descubrirlos. -Lavien se levantó de la silla y yo hice lo propio. Al llegar al vestíbulo, vi que Whippo salía de una habitación llevando un par de libros gruesos bajo el brazo. Se detuvo, me miró y pensé que me acusaría de algo. En lugar de ello, sacudió la cabeza, como si recordara algo divertido y rió en voz baja.
– «Tocacojones» -dijo-. Muy ingenioso.
Mientras nos dirigíamos en coche a la taberna, Lavien estuvo callado y su ánimo era contemplativo. No pensé que estuviese ocultándome nada. Cuando cruzamos los oscuros campos que separaban Greenwich Village de la ciudad de Nueva York, clavó la vista en las sombras y creo que olvidó que me hallaba a su lado. Tal vez olvidó incluso que él mismo estaba allí. Quizá había regresado a una selva húmeda de Surinam.
– ¿Sigue en pie el plan de regresar a Filadelfia? -me aventuré a decir por fin.
– Sí -dijo, con la voz gruesa.
– Así que nuestro trabajo aquí ha terminado…
Pensé que pronto vería de nuevo a Cynthia Pearson.
– Eso parece. Duer está adquiriendo acciones del banco y bonos del gobierno. Le interesa acumular, no vender lo que tiene y obtener beneficios rápidos. Precisamente por eso está dispuesto a asumir préstamos a un interés tan elevado.
– Pero tendrá que pagar ese interés y, aunque consiga amasar una fortuna en este negocio, le costará mucho ganar lo suficiente para responder de los créditos.
– Es más complicado que eso. Los títulos bancarios en circulación todavía no están pagados del todo. Se compran en varios pagos y estos aún no han vencido. El banco aceptará efectivo para algunos pagos, pero solo aceptará bonos del gobierno al seis por ciento para otros. ¿Lo entiende ahora?
– Duer controlará los bonos del gobierno, que los poseedores de los cupones bancarios necesitan para hacer sus pagos. Y, como estarán fuera del mercado, el precio de los bonos subirá mientras que el valor de los cupones se desplomará. Entonces, Duer venderá una pequeña parte de los bonos para adquirir una participación de control en los cupones bancarios, que en esos momentos estarán baratos porque quienes los poseen no pueden conseguir bonos para emplearlos como pago. Y de esa manera, pretende hacerse con el control del Banco de Estados Unidos.
– Sí -asintió Lavien-. Por eso regresamos a Filadelfia. Creo que hemos descubierto la naturaleza de la amenaza contra el Banco de Estados Unidos. Sabemos quién es el autor y con qué medios cuenta. Ahora, solo nos queda descubrir cómo detenerlo.