Capítulo 24

Joan Maycott


Primavera de 1791


La señora Brackenridge insistió en que me quedara en su casa aquella noche y, por la mañana, emprendí el camino de regreso, pero no a la cabaña de caza sino a mi casa. No le había contado a nadie lo que me proponía porque sabía que, si lo hacía, intentarían convencerme de que era una imprudencia. En primer lugar, estaba la cuestión práctica de las condiciones de mi casa. Gran parte de ella había quedado destruida por el fuego, según me había contado Skye. En efecto, encontré las paredes chamuscadas y los muebles que no se habían quemado estaban ennegrecidos. Las cortinas, los manteles, nuestra ropa y los papeles -incluida mi novela, aunque Skye ya me había preparado para ello- ya no existían. El lugar apestaba a fuego y a humedad, pero era donde Andrew y yo habíamos vivido y no me marcharía de allí hasta que me viera obligada a hacerlo.

La otra objeción principal a regresar allí era que yo ya no tenía ningún derecho sobre la casa, si bien su propietario, el señor Brackenridge, me había dado permiso para quedarme cuanto quisiera. No sería por mucho tiempo. No quería quedarme y hacerlo era una insensatez. Tan pronto pude comprender algo, caí en la cuenta de que Tindall nos había perseguido porque quería privar a Andrew, a Skye y a Dalton de los medios de elaborar el whisky. También sabía que había unos cuantos granjeros ricos de la región dispuestos a adquirir nuestros arriendos, con el equipamiento y las instrucciones de aquel método nuevo de destilación. De momento, Hugh Henry Brackenridge administraría nuestras fincas y me había dicho que haría todo lo posible por venderlas al mejor postor, quedándose solo un cinco por ciento de comisión aunque, si deseaba engañarnos, no podríamos hacer nada por evitarlo. Era un riesgo, pero yo no había nunca dudado de que fuese un hombre honrado y el tiempo me dio la razón.

De este modo, las cosas volvieron a una relativa calma. De momento, Tindall no se arriesgaría a perjudicarnos. Sus esfuerzos por conseguir que me encarcelaran y su cobarde retirada harían que cualquier atentado contra mi integridad física o la de mis amigos resultase demasiado sospechoso. Aunque tuviese la esperanza de evadir la ley, el coronel no se arriesgaría a una rebelión abierta de los colonos. Cuando el señor Brackenridge negociara nuestros derechos de arrendamiento y recibiese mi parte de los ingresos del whisky, quizá volvería al Este, a mi casa de la infancia. Se me antojaba una manera respetable de afrontar la viudedad.

Sin embargo, no podría hacer aquello. Jericho había dicho que, cuando matas a un hombre, cambias y, en parte, se trataba de eso. Había matado. Me había enfrentado a Tindall con la fuerza física y en una batalla legal, y lo había vencido las dos veces. ¿Qué más era capaz de hacer, si me lo proponía? Me tenía por una mujer recatada y, según decían los hombres, bonita. Mi apariencia llevaba a los varones civilizados a confiar en mí, a tomar en cuenta mis opiniones y, a menudo, a ser tolerantes conmigo. Si asimilaba tales verdades, si sabía utilizarlas, podría conseguir muchas cosas. Lo que deseaba alcanzar era la venganza. No una venganza inútil, vacía y sanguinaria, sino un desquite que destruyera a los que habían convertido mi vida en tragedia y, al mismo tiempo, me redimiera a mí y a mis amigos.

El esbozo del plan estaba claro pero, para llevarlo a cabo, necesitaría la ayuda de hombres como Dalton y Skye y, tal vez, la de algunos chicos del whisky del primero. Si los reunía, deberían confiar en mí, profesarme incluso un temor reverencial, el que los soldados y los oficiales le profesaban al general Washington. Si lo lograba, tendría que hacer algo audaz.


Cuando entró en el establo a ordeñar la media docena de vacas, yo la estaba esperando. Acababa de romper el alba de un día claro y despejado que llenaba los campos con dulces posibilidades. Había tenido que caminar por el bosque de noche para reunirme con ella pero iba provista de un rifle y calzada con unos mocasines blandos que no hacían ruido. Las piernas no se me cansaban nunca y, aunque siempre miraba dónde pisaba, mi mente divagaba sobre lo que iba a hacer.

La puerta se abría hacia el este. Cuando entró, no vi más que una amplia silueta y las faldas de su sencillo vestido revoloteando en la brisa. Ella, sin embargo, no reparó en mi presencia; cerró la puerta y cogió el taburete de ordeñar. Sus heridas se habían curado bien desde la última vez que la viera, pero aún tenía contusiones rojas en la cara y costras endurecidas y, en algunos lugares, la piel se había fruncido ligeramente en una pálida cicatriz.

Acababa de dejar el taburete en el suelo y había empezado a hablar con la primera vaca cuando me vio.

– Por Dios, señora Maycott, ¿qué hace usted en el establo? -Las palabras le salieron de un tirón.

Yo no me había escondido, exactamente, pero me había quedado en un rincón entre las sombras. Ahora, avancé hacia ella y se me antojó que cruzaba una puerta. Estaba a punto de convertirme en otra persona. Allí, en aquel momento, en aquellas circunstancias. Tenía que ser una mujer a la que los otros siguieran. Tenía que ponerme al mando y hacer que los acontecimientos se desarrollasen como yo quisiera.

– ¿Cómo te llamas? -pregunté a la mujer.

– Oh, Señor, el dolor le ha hecho perder la memoria. ¿No se acuerda de la vieja Lactilla?

– Pues claro que me acuerdo. -Le tomé la mano-. Quiero saber cómo te llamas de verdad.

Me pareció que, en un abrir y cerrar de ojos, aquella mujer a la que habían convertido en una propiedad, en el juguete de un amo cruel, lo comprendía todo. No solo lo que yo le preguntaba, sino también lo que estaba haciendo y por qué. Dos mujeres moldeadas y maltratadas por un mundo que solo las consideraba muñecas para su diversión acababan de entenderse.

– Me llamo Ruth -dijo en voz baja.

– ¿Sabes lo que más odio de la esclavitud, Ruth? -le pregunté.

– ¿Solo puedo decir una cosa?

– Lo que más odio es que permitamos que la esclavitud no cuente. Nos decimos que hemos creado este gran experimento de gobierno republicano, que hemos inaugurado una nueva era de libertades humanas, la culminación de dos mil años de sueño republicano y de siglos de consideraciones filosóficas. Todo nos ha llevado a este glorioso momento, a esta gloriosa nación, un ejemplo del mayor potencial del alma humana. Sin embargo, no nos preocupamos de esos africanos esclavizados. Ellos no cuentan. Esto es lo que más odio.

– Sí, es despreciable, pero yo pondría eso más abajo en la lista. Para mí, lo peor fue que me quitaran a mi hijo. Y también, que me hayan disparado en la cara con una escopeta. -Sonrió y vi una pequeña cicatriz donde un perdigón le había rozado el labio.

– Estas cosas, las filosóficas y las prácticas, tienen que unirse en algún momento -dije.

– ¿Y ese momento es ahora? -Ruth estudió mi rostro con una mezcla de horror y complicidad.

– Esta noche -asentí.

La mujer suspiró y se sacudió la falda como si mis palabras hubiesen sido una polvareda de desobediencia y no quisiera mancharse.

– ¿Y qué pretende hacer?

– No estoy segura, pero algo hay que hacer, ¿no? Todo empieza siempre con alguien que hace o deja de hacer algo. Y yo no voy a ser quien deje de hacer.

– No va a matarlo, ¿verdad? -preguntó, sacudiendo la cabeza.

La intensidad de su preocupación me sorprendió.

– ¿Te perturbaría eso? -le dije.

Se puso en pie, se encaminó a la puerta del establo y luego regresó.

– Para usted es sencillo. Tindall es un demonio, eso es cierto. Usted quiere matarlo porque merece morir, eso también es cierto. Pero si lo mata, lo más probable es que sus esclavos seamos vendidos.

Comprendí el temor al cambio, pero se me antojó una locura.

– Ruth, ¿tan bien te van aquí las cosas que te da miedo ir a otro lugar?

– Aquí las cosas van mal -respondió-, pero en otros sitios aún van peor.

Asentí a su comentario.

– No es mi intención cometer un asesinato -dije, aunque no era del todo cierto. En realidad, no sabía qué quería hacer con Tindall, exactamente, y matarlo era una posibilidad, desde luego.

– Muy bien. ¿Qué necesita?

– Quiero que esta noche todo el mundo se vaya de la casa, que no queden en ella sirvientes ni esclavos.

– De acuerdo. Lo haré por usted.


Esperé en el establo el resto del día. Ruth, a la que habían escarnecido durante décadas con el nombre de Lactilla, me trajo el almuerzo y la cena de la noche. Luego dormí unas horas pero, cuando desperté, era de noche cerrada y en el edificio principal de Empire Hill no había ninguna luz encendida.

Había acordado con Ruth que dejaría abierta la puerta delantera. No me resultó difícil cruzar la finca, entrar en la casa y dirigirme a la alcoba de Tindall, sobre cuya ubicación también me había informado Ruth. Le había dicho que solo quería asustarlo, robarle y hacerlo sentir tan impotente como él me había hecho sentir a mí, pero no le contaba la verdad. Sentí compasión por ella, que temía que la vendiesen si Tindall moría, pero Tindall ya no era joven y un día u otro tenía que morir.

No se trataba tanto de que quisiera verlo muerto como de que quería matarlo. O, para ser más exacta, de que deseaba ver que podía darle muerte. Había acabado con Hendry, pero lo había hecho en el fragor de la pelea y se había tratado de una decisión inmediata, tomada en el momento. Por lo que fuera a ocurrir en los meses venideros, deseaba saber que era capaz de matar, que si se me pedía que lo hiciese, estaría preparada. Ojalá todo pudiera llevarse a cabo sin más derramamiento de sangre, pero sabía que, si llevaba a cabo mi plan, tal vez llegaría un momento en el que tendría que tomar esa decisión y creía que sería más fácil si ya lo había hecho antes. Y no se me ocurría nadie mejor para el experimento que el hombre que merecía morir y que merecía hallar la muerte a mis manos.

Subí la escalera, apoyando delicadamente los mocasines en la madera para que no crujiera. Al llegar al descansillo, doblé a la derecha y me dirigí a la segunda puerta, tal como me habían indicado. Dentro había luz, pero no oí nada, ninguna respiración ni ruido de sábanas ni a nadie que pasara páginas. Abrí un poco la puerta para ver mejor.

La estancia estaba toscamente amueblada, como si la delicadeza de las salas para las visitas de Tindall no fuera más que una postura y en la alcoba fuese él mismo. Un gran armario de roble, una mesa auxiliar ordinaria, una cama sencilla y una alfombra de piel de oso en el suelo. Las vigas del techo, construidas en forma de arco, quedaban a la vista y la estancia parecía más la bodega de un barco que un dormitorio. Las paredes estaban adornadas con unas cuantas pinturas que representaban escenas de caza. En la pared opuesta, un fuego agonizante ardía en la chimenea.

De las vigas, cerca del centro de la habitación, colgaba el cuerpo del coronel Tindall de una cuerda monstruosamente gruesa, totalmente inmóvil y sin balancearse siquiera. Su cara muerta se veía casi negra, la lengua le sobresalía y tenía los ojos abultados y muy cerrados a la vez. Estaba muerto y llevaba muerto varias horas, como mínimo.

Lo miré, asombrada y decepcionada, aunque también aliviada. ¿Cómo había sido que la misma noche en que yo iba a enfrentarme a él y a matarlo, probablemente, había decidido quitarse la vida? No creía que fuese de la clase de hombre tan atormentado por su conciencia que prefiriese la muerte a la culpa. Y, sin embargo, tenía la prueba de ello delante de mí.

Se me había arrebatado la posibilidad de poner a prueba mi temple, pero no ganaría nada quedándome allí a mirar, por lo que decidí registrar la casa en busca de cualquier cosa de valor que pudiese llevarme.

Había entrado dos pasos en la habitación cuando oí una voz juvenil.

– La he seguido.

Era Phineas. Estaba sentado en una silla de respaldo alto, de cara al fuego y, desde la puerta, no se le veía. Se puso en pie y se volvió hacia mí, con el rifle en la mano. No me apuntó con él, pero no tardaría en hacerlo. Yo llevaba un par de pistolas cargadas en los bolsillos de la falda, pero me pareció demasiado pronto para sacarlas.

– ¿Por qué? -pregunté. No sabía qué otra cosa decir.

– La he visto caminar por el bosque y he sabido que venía hacia aquí. Enseguida he supuesto para qué. Luego la he visto esconderse con esos negros de mierda y ya lo he sabido seguro, por lo que he venido antes y he golpeado a Tindall en la cabeza con la culata de la pistola y luego lo he colgado como el cerdo que es.

– ¿Por qué? -repetí.

– Para que usted no tuviera que hacerlo -respondió-. Ha venido a matarlo, yo lo he adivinado y he pensado que sería mejor que no lo hiciese. -El muchacho se echó a reír.

Experimenté una extraña sensación. Era como si no estuviese allí y contemplara el desarrollo de los acontecimientos desde un lugar lejano. Y se me revolvieron las entrañas de alivio, asco y terror.

– ¿Qué es lo que te parece tan divertido?

– La recuerdo cuando se unió al grupo que iba al Oeste. Solo era una muchacha inmadura del Este. Y mírese ahora, asesina de hombres, ladrona de casas y quién sabe qué más… Le dije la verdad, señora, que el Oeste la cambiaría. ¡Y vaya si la ha cambiado! Pero no voy a permitir que la cambie más.

No iba a matarme. Lo noté y mis músculos se relajaron. Respiré hondo.

– ¿Qué quieres decir?

– Mató a Hendry porque no tenía otra opción y ahora se cree que puede matar cada vez que le apetezca. Piensa que no es tan distinto. Yo también lo hice una vez, cuando iba con un grupo de exploradores. Maté a unos indios porque nos tendieron una emboscada y estuvo bien. Mientras disparaba a aquellos pieles rojas en el pecho con el rifle, me acordé de mi familia. No me importó en absoluto matarlos. Luego, al cabo de un año, una noche en que caminaba por el bosque me encontré con un indio solo, que había acampado y dormía junto al fuego. Pensé, ya he matado a un indio, ¿por qué no matar a otro? No sabía si había otros cerca, así que no utilicé la pistola. Me abalancé en silencio sobre él y le clavé el tomahawk en la cara. Primero en la boca, para que no gritara, y luego en toda la cara hasta que estuvo muerto. Luego, le corté la cabellera. Al final, quedé todo manchado de sangre, pero no me importó. Lo que importaba era que, cuando lo hube hecho, supe que matar porque puedes es distinto que matar porque no te queda otro remedio.

– No te gustó -dije.

– Sí, sí me gustó. Me gusta matar indios. Y matar a Tindall también ha estado muy bien. Pero yo no me gusto, señora. Esa es la cuestión.

– ¿Y cómo es que has hecho esto para salvarme? Creía que me odiabas.

– Porque me odio a mí mismo, no a usted. A veces me confundo.

Miré a Tindall y me fijé en la parte posterior de la cabeza. Tenía el pelo grumoso de sangre.

– Verán que no se ha colgado por voluntad propia -dije.

– No importa -replicó-. Ya he escrito una nota, que haré llegar a Brackenridge, ese abogado de la ciudad. Y luego me marcharé.

– Pero te perseguirán.

– Me perseguirán, pero no me encontrarán. Seré un proscrito y creo que eso me gustará. -Señaló con el rifle una mesa auxiliar que había junto a la puerta y añadió-: Ahí hay unos cuantos billetes, una buena cifra. Tres o cuatro mil dólares. Yo no sé qué hacer con el papel, así que puede quedárselos usted. Yo me llevaré las monedas, unos seis o siete dólares. Creerán que me lo he llevado yo todo. Pero será mejor que se marche.

– Gracias, Phineas.

– Lo siento mucho, señora. -El chico se encogió de hombros-. Siento mucho haberle dicho todas esas cosas, pero no me quedaba otro remedio, compréndalo. Pero lo lamento de todos modos.

– Lo comprendo -dije, aunque no era así. Tal vez no quería comprenderlo.

– Lo que dije no significaba nada, y esa es la verdad. Y ahora, váyase. Luego me tocará a mí. He de llegar a Pittsburgh, entregar el mensaje y después, iré a matar indios. -Movió la pistola ante mí-. Váyase, no siempre controlo lo que hago.

Recogí los billetes que el chico había reunido y bajé la escalera a toda prisa, pensando en cuál sería la mejor manera de presentar aquellos acontecimientos a Dalton y a Skye. No había sido la mujer de acción que deseaba ser, pero no me pareció necesario que lo supiesen.

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