Joan Maycott
Enero de 1792
Hay señales, indicios irrefutables de que un momento de la historia está llegando a su desenlace. Yo no era consciente de que sabía captar esas señales y sin embargo, cuando se manifestó una de ellas, me resultó inconfundible. Así, cuando la criada de mi casera, muy agitada, me despertó en lo más oscuro de la noche diciendo que abajo había un hombre que venía a visitarme, supe que los acontecimientos se habían acelerado. Había cruzado el umbral que separaba una época de otra.
Me vestí a toda prisa y dejé que la criada me acompañara por la oscura escalera hasta el salón, en el que había encendido las velas precipitadamente y aún ardían sin llama los rescoldos del fuego de la noche anterior. A pesar de la apresurada atención de la muchacha, la sala seguía sumida en la penumbra y no era en absoluto la clase de lugar donde una viuda debiera sentarse sola con un visitante a altas horas de la madrugada. La joven pareció notarlo y, después de que yo entrara en la estancia, se quedó detrás de mí, reacia a marcharse a menos que se lo pidiera. Yo tampoco estaba muy segura de querer quedarme sola con la visita, pero no tuve otra alternativa que despachar a la muchacha.
Con aspecto desaseado y ebrio, el señor Pearson deambulaba de un lado a otro delante del hogar. Llevaba la corbata de lazo aflojada, la camisa rota y manchada de vino, y la manga derecha del gabán destrozada, como si se le hubiera quedado enganchada en una máquina brutal que, misteriosamente, no le había cortado la mano.
No pude fingir que me sorprendía verlo. Aquel día había tenido lugar la salida al mercado del Banco del Millón y todo había ido mucho mejor de lo que yo hubiese podido imaginar. Al enterarme de los planes de Ethan Saunders para sabotear los esfuerzos de Duer por conseguir el control del banco, había hecho todo cuanto estaba en mi mano con el fin de que lo lograse. Pearson, con sus celos y su crueldad, casi había destruido esos planes, pero el destino y la buena fortuna habían convertido al animal de Reynolds en mi aliado.
Me acerqué a Pearson y pensé en tenderle la mano, pero no pude fingir que lo apreciaba y, en el estado en que se hallaba, dudé que lo notase.
– Esta visita es de lo más inesperada, señor. Espero que no haya sucedido nada terrible.
– El Banco del Millón ha sido un desastre -dijo Pearson.
– Yo no podía saberlo -le dije-. Lo propuse porque pensé que habría demanda. Nadie habría pensado que se daría tal sobredemanda.
– No he invertido en él.
No pude contenerme y di palmadas de alegría.
– ¡Oh, gracias a Dios! -exclamé.
Sus ojos brillaron de emoción porque confundió mi preocupación por su esposa con algún sentimiento hacia él.
– Hemos sido unos estúpidos. Con toda arrogancia, hemos creído que nuestro ingenio nos elevaba por encima de la locura de los mercados, los cuales ningún intelecto puede predecir.
– He intentado aconsejarle lo mejor que sé, pero me alivia que haya tenido la prudencia de evitar el Banco del Millón, aun cuando los demás no lo hiciéramos.
– No fue prudencia -replicó con algo de amargura-. Fue Ethan Saunders. El me convenció de que no lo hiciera, por desagradable que me hubiese mostrado con él. Me dio buenos consejos y lo hizo por mi esposa.
– Espero que recuerde mi consejo respecto a los bonos al cuatro por ciento -dije.
Sonrió con cierta timidez, como si le avergonzara hablar del asunto.
– El precio ya ha empezado a subir. Estaba usted en lo cierto pero, por lo que a Duer se refiere, me parece que todos lo hemos juzgado mal. Creo que usted también lo ve. Está a punto de venirse abajo. Nadie ha querido abarcar tanto como él, porque contaba con apoderarse del Banco del Millón. Ahora, no sé cómo sobrevivirá.
– No sabría decirle. -Elegí mis palabras cuidadosamente porque no quería que denotasen más conocimiento de los acontecimientos futuros del debido, ni quería revelar mi falta de lealtad a Duer-. Tiene abundantes recursos y es listo. Sin embargo, el fracaso de su plan en el Banco del Millón es un serio golpe y creo que ahora las cosas han entrado en la esfera de la incertidumbre.
– La única razón de que no me acosen los acreedores es que Duer me avala. Cuando Duer caiga, yo no tardaré demasiado en seguirlo. Habida cuenta de su fracaso de hoy, tal vez ya sea tarde para mí. Debo retirarme.
– ¿Adonde?
– Tengo una casa en una calle que da a King's Highway, entre aquí y Filadelfia. En Brighton.
– Me han dicho que la ha vendido.
– Es lo que quería que la gente dijese.
– ¿Y cuánto tiempo tiene previsto quedarse allí?
– Hasta que Duer caiga -respondió-, o hasta que se recupere inequívocamente y pueda avalarme. O, mejor aún, me pague lo que me adeuda.
Le dediqué una sonrisa -radiante, espero- porque pensé en cómo iban a desarrollarse los acontecimientos y lo conveniente que me resultaría tener un refugio seguro en la carretera de Filadelfia.
– ¿Pondrá alguna objeción a que vaya a visitarlo?
– No pondré nunca objeciones a su compañía -dijo con una leve reverencia.
Decidí no decirle que me gustaría que me acompañasen mis amigos, ni que mis amigos eran hombres duros de la frontera. De momento, sería mejor que me lo callara. Cuando Pearson se encontrara ante el señor Dalton, seguro que se guardaría cualquier objeción que tuviera.