Capítulo 31

Joan Maycott


Otoño de 1791


Al cabo de pocos meses de nuestra llegada a Filadelfia, incluso Jericho Richmond, el más cínico de nuestro grupo, empezó a creer que el éxito era posible, si bien no estaba del todo asegurado. Aunque a William Duer le hubiera intrigado al principio la mera novedad de la presencia de una mujer especuladora, pronto empezó a considerarme también una sabia consejera. Me habría gustado poder ofrecerle consejos sobre cómo invertir y que esos consejos dieran frutos, pero soy tan presciente como el resto de los mortales y no tenía otras facultades que las que proporcionaban el sentido común y la observación atenta. Por ello, hice lo que más se parecía a eso. Como ya tenía a uno de los chicos del whisky de Dalton muy cerca de Duer, recibía información sobre los planes del especulador y entonces le aconsejaba lo que ya sabía que él se proponía hacer. Aunque no pudiera pronosticar el mercado, al menos podía pronosticar al inversor y él, al escuchar sus propias ideas repetidas como un loro por otra persona, me creía brillante porque era como un espejo en el que veía reflejada su propia sagacidad.

También era importante que yo conociera la historia de aquel especulador. Cuando me encontraba con Duer, lo interrogaba lo más minuciosamente que podía. Lo que anhelaba era conocer los detalles del libro de contabilidad y, sin embargo, mi interés tenía que ser siempre el de una admiradora, no el de una contable. De hecho, Duer dejó caer unas cuantas insinuaciones sobre algunos éxitos pasados que pensé que podían resultarme útiles, por lo que visité la Library Company, esa maravillosa institución fundada por Benjamín Franklin, y allí me dediqué a rastrear documentos antiguos.

Al examinar las cuentas del antiguo Consejo del Tesoro, que había funcionado entre el final de la guerra y el establecimiento de la Constitución, me enteré de que Duer había tomado prestados 236.000 dólares mientras había sido director del Consejo y que solo una atenta y cuidadosa revisión de los registros, realizada con conocimiento previo del fraude, dejó claro que el dinero no se había devuelto nunca. Duer había robado al país y, al parecer, nadie lo sabía.

Había encontrado lo que más buscaba, una clave para arruinar a Duer. Era una pistola cargada que yo tenía preparada para dispararla cuando llegase el momento oportuno.


Por lo que yo sabía, Duer era un hombre entregado a su esposa, lady Kitty, hija de William Alexander, el famoso lord Stirling, héroe de la Revolución. Sin embargo, después de nuestro primer encuentro, me pidió que nos reuniéramos de nuevo al día siguiente en la taberna de la City, donde podríamos discutir más a fondo mis ideas para las inversiones. Me importó poco la reputación del local o que con ello hiriera los sentimientos de lady Kitty y accedí de inmediato. No obstante, cuando salimos a la calle, se nos unió nuevamente Reynolds, que seguía mirándome con suspicacia.

– Estoy seguro de que la conozco, pero no sé de dónde -me dijo.

– Esas no son maneras de dirigirse a una dama, Reynolds -dijo Duer.

– No pretendo ser impertinente -replicó-, pero tengo el deber de cuidar de usted y le estoy diciendo que la conozco.

Tuve que tomar una decisión porque, si negaba conocerlo, aquella mentira podría descubrirse después. Así pues, me volví hacia Duer y, con una sonrisa, le dije:

– Hace unos años, usted vendió a mi esposo el derecho de arriendo de unas tierras en el Oeste.

– ¡Dios, es eso! -Reynolds se ruborizó-. Usted es Maynard, o Mayweather o algo por el estilo.

– Es la señora Maycott -intervino Duer-. Y ahora, si ha terminado…

– ¡Es ella! ¡La que mató a su propio marido, según contó Tindall! -gritó Reynolds.

La expresión de Duer revelaba que lo había entendido. No sé si estaba muy al día del incidente, pero si trataba con Tindall debía de tener una idea de su perfidia.

– No he sabido nunca la historia completa -dijo, mirándome con rostro contrito-, pero creo que Tindall trató muy mal a su familia e intentó cargarle las culpas a usted.

Me encrespé al oír el uso de un eufemismo tan diáfano para referirse a un asesinato, pero aquel no era el momento de resolver aquellos asuntos. En vez de eso, dije:

– Supongo que a ninguno nos extrañará que Tindall se quitase la vida de esa forma tan cruel, habida cuenta de los crímenes que pesaban sobre su conciencia.

Por lo que yo sabía, en el caso de Tindall no habían salido nunca a la luz acusaciones de asesinato. Quizá Phineas no había tenido coraje de entregar su confesión y el sheriff había decidido que una herida en la parte trasera de la cabeza encajaba con un ahorcamiento. Después de que Brackenridge humillase a Tindall delante del sheriff (un hombre que no tenía escrúpulos en contar sus conversaciones supuestamente privadas), se había rumoreado ampliamente que Tindall había matado a Andrew y a su propio hombre y que, al no conseguir que yo cargara con las culpas, había preferido quitarse la vida antes que afrontar la humillación de un juicio.

– Esos acontecimientos son cosas del pasado -le dije, sosteniéndole la mirada.

– Por mi parte, en ese triste suceso… -Duer me tomó la mano con suavidad.

Sacudí la cabeza. No quería escuchar unas disculpas absurdas de sus labios.

– Usted lo único que hizo fue vendernos un arriendo. No es responsable del comportamiento de Tindall.

– Pues claro que no -dijo-. Sin embargo, una pequeña parte del asunto fue culpa mía.

– No -repliqué-. Decir tal cosa lo ennoblece, pero no es cierto.

– Espere un momento… -Reynolds se acercó a mí, agobiándome con su corpulencia. Noté el calor que emanaba de él y su olor, como el de un toro, me llenó las fosas nasales-. Esto no me gusta nada.

– Ocúpese de sus cosas, Reynolds -le dijo Duer al tiempo que le daba un empujón.

– Creo que me ocuparé de las de ella y de las de usted. Esta dama siempre fue muy astuta. ¿Ha olvidado que viajé con ella hasta Pittsburgh? Es una de esas mujeres que siempre tiene que salirse con la suya.

– ¿Es que las hay distintas? Ja, ja… Me perdonará usted, señora.

Sonreí con condescendencia.

– ¿No le parece un poco extraño -apuntó Reynolds-, que ella haya aparecido aquí y que intime con usted después de todo lo que ha hecho…?

– ¡Ya basta, Reynolds! -gritó Duer-. ¡Cállese ahora mismo!

Reynolds retrocedió un paso como si lo hubieran golpeado, aunque su rostro no denotaba dolor, sino asombro. Deseaba saber qué hacía yo con Duer y vi que no se creía que nuestro encuentro hubiese sido casual, ni que yo estuviera dispuesta a olvidar tan deprisa el daño que me había hecho el especulador. En aquel momento vi, detrás de sus ojos negros tan claramente sumidos en cavilaciones, que no buscaba una forma de proteger a Duer, sino de aprovecharse de mi inesperada presencia para sacar ventajas.


Empecé a reunirme con el señor Duer en la taberna de la City cada vez que hacía negocios en Filadelfia, lo que equivalía a una prolongada visita cada dos semanas, como mínimo. Aunque los hombres se preguntaban la naturaleza de nuestra amistad, nadie lo hizo en voz alta cuando nosotros estábamos presentes.

Como yo le repetía a Duer sus propias ideas, de las que era convenientemente informada por un hombre que trabajaba a su servicio, el especulador empezó a confiar cada vez más en mis opiniones. Así, después de haberme reunido con él durante dos meses, decidí que había llegado el momento de encaminarlo en la dirección que yo tanto deseaba. Duer insistió en presentarme a algunos de sus socios -quizá quería hacerles creer que nuestra relación era de una naturaleza íntima o tal vez deseaba impresionarlos con su maravillosa mascota, una mujer que pensaba-, y así llegue a conocer a un buen número de hombres de su círculo.

Este círculo era curioso de por sí. El proyecto más importante de Duer para aquel otoño era una indefinida confederación de corredores de bolsa a la que llamaba el Club del Seis por Ciento. Como todos sus miembros sabían, su principal objetivo era establecer un control sobre los bonos del gobierno al seis por ciento de interés. El monopolio, en sí mismo, ya era un valor, pero el plan de Duer tenía un alcance mucho mayor. Cuando se creó el Banco de Estados Unidos, los inversores solo podían comprar cupones bancarios, cuya propiedad les permitía hacer los cuatro pagos subsiguientes necesarios para poseer las acciones bancarias reales. El poseedor de los cupones bancarios no se convertía en accionista hasta que se realizaran estos cuatro pagos. Dos de esos pagos se hacían en metálico, pero los otros dos debían hacerse en bonos del gobierno al seis por ciento.

La intención de Hamilton al establecer aquello había sido muy astuta: crear demanda de bonos del Estado a fin de aumentar el volumen de negocio y, en consecuencia, el valor. El plan de Duer era igualmente astuto, pero mucho más diabólico: controlar el flujo de los bonos al seis por ciento hasta que fueran imposibles de obtener y los inversores bancarios originales perdieran cualquier esperanza de convertir sus cupones en acciones reales. Los cupones se desvalorizarían y tendrían que venderlos… a los miembros de Club del Seis por Ciento. Duer se había propuesto que, a final del año entrante, su cártel controlase tanto los cupones bancarios como los bonos al seis por ciento necesarios para rescatarlos.

Sin embargo, el asunto tenía una dimensión añadida. El Club del Seis por Ciento constaba de agentes a los que Duer reconocía públicamente y de otros a los que no. Había hombres que compraban y vendían con el dinero de Duer y otros que compraban y vendían con dinero propio. De la segunda categoría, no todos, pero sí muchos de ellos, eran solo marionetas, individuos a los que Duer sacrificaba a fin de manipular el mercado. Si quería que los precios bajasen, enviaba a los inadvertidos agentes para que vendieran. Si quería que los precios subieran, los hacía salir a comprar. Que sus inversiones los arruinasen no le importaba en absoluto. No consideraba que estuviese dirigiendo una escaramuza, sino más bien la batalla final de una larga guerra. Cuando terminara, tal vez habría arruinado los mercados, pero serían suyos. Quizá habría arruinado su reputación pero, para entonces, eso tampoco importaría.

Casi todo esto lo supe gracias a nuestro hombre, empleado de Duer en Nueva York. A Duer le gustaba tenerme a mano, como una suerte de signo externo de poder, una mujer encantadora que conocía considerablemente bien el mundo de las finanzas. Nunca, ni una sola vez, sugirió que quisiera una mayor familiaridad conmigo, aunque a veces me tocaba el brazo cuando hablaba, o me ponía una mano en la espalda. Aquello indicaba cierta intimidad, por supuesto, y necesité de toda mi voluntad para no echarme atrás, pero era mucho menos de lo que yo había temido que me exigiera.

Además, él descubrió que mi presencia desarmaba a posibles víctimas. Yo era una dama refinada y ¿quién se atrevería a cometer engaños delante de mí? Solo una vez me pidió que participara en una de sus artimañas. A finales de 1791, un hombre empezó a aparecer con regularidad por la taberna de la City, un terrateniente local de cierta importancia llamado Jacob Pearson.

Pearson permanecía callado durante las transacciones y luego conversaba con otros corredores, explicando a gritos los terribles errores que habían cometido. Decía que había observado los mercados de la nueva nación desde su creación y que, cuando veía un error, lo reconocía enseguida, lo mismo que cuando veía una transacción ventajosa. Sin embargo, él no intervenía directamente en las operaciones.

– ¿Por qué cree que se comporta de ese modo? -me preguntó Duer.

– Porque, en realidad, no distingue entre una buena y una mala operación. Desea beneficiarse de los mercados pero es tan orgulloso que no quiere admitir que lo ignora todo.

– Precisamente -asintió Duer-. Es perfecto para nuestros objetivos.

Duer mandó una nota al individuo, en la que decía que deseaba hablar con él, pero que la conversación tendría que mantenerse en privado para que la gente no supiera que trataban de negocios. Así, convinimos en encontrarnos en la trastienda de otra taberna, donde pudiéramos discutir aquellos asuntos en privado.

– Y mi presencia, ¿no lo desconcertará? -le pregunté a Duer.

– Eso solo puede beneficiarnos -respondió.

De lejos, el señor Pearson me había parecido una persona detestable, ruidosa y vana, pagada de sí misma hasta un grado irrazonable. De cerca y hablando con él, todavía me pareció más desagradable, y no a pesar de la suerte de encanto innato que poseía, sino precisamente debido a ella. Era un hombre de cierta belleza en decadencia que trataba a Duer de una manera expansiva y llena de confianza en sí mismo pero que, conmigo, utilizaba una seducción predadora. Tenía la mirada hechizadora de un depredador y enseguida noté que Pearson era una criatura peligrosa, no para nosotros, quizá, pero sí para los que estaban bajo su poder. En cuanto a mí, no sentí miedo, pero lo desprecié de inmediato.

Duer expuso a aquel hombre que necesitaba que alguien le ayudase a alterar el mercado, alguien que comprase y vendiese con su propio dinero. Cuando ganara dinero, se quedaría los beneficios, menos una pequeña comisión. Cuando perdiera, se le reembolsarían las pérdidas.

Algunos hombres, me había contado Duer, reaccionaban ásperamente a aquella propuesta, pues no les gustaba la idea de comportarse de una manera deshonrosa con los otros inversores, pero eso era lo que hacía a Pearson tan perfecto. Era un desconocido en la comunidad de los especuladores y no le importaba traicionar a sus colegas. Más concretamente, deseaba aprender los secretos del oficio, pero no sentía otra cosa que desprecio por los que los habían aprendido por los medios habituales, que eran lentos y para los que se necesitaba persistencia. Duer le ofrecía una oportunidad de demostrar su inherente superioridad, envuelta en la capa protectora, o eso creería él, de un maestro indiscutible.

Empezó despacio. Duer le mandó hacer unas transacciones que sabía que serían sensatas y estas despertaron el apetito de Pearson. Aunque obtenía beneficios, Duer también lo encaminó a perder unos cuantos miles de dólares en una sola operación, pero no dudó en restituirle los fondos enseguida y sin poner mala cara, demostrando que cumplía su palabra y que Pearson no tenía nada que temer con respecto a las pérdidas. Al cabo de seis semanas, Pearson ya estaba haciéndose un nombre como inversor sagaz en el parqué de Filadelfia. Nadie sabía que era una marioneta de Duer y nadie sabía que estaba condenado al fracaso.


Parte de la dificultad de monopolizar un mercado reside en el hecho de que los compradores no tardan en darse cuenta de que alguien, aunque no sepan quién es, siempre compra con avidez un valor cuando aparece en el mercado. Así, los precios de los bonos del seis por ciento empezaron a subir y fueron más caros y difíciles de obtener. Los hombres que ya los poseían percibieron que había en marcha un intento de monopolización y, comprensiblemente, se mostraron reacios a vender.

La mejor manera de atraer más bonos al mercado era convencer a los accionistas de que no lo sabían todo y de que había alguien que sabía más. Así, Duer y Pearson perpetraron un engaño muy simple, pero efectivo. Duer llegó a la taberna de la City y anunció que deseba vender bonos al seis por ciento y comprar bonos al cuatro, cuyo valor era menor por la simple razón de que rendían menos interés. Sin embargo, el precio de los bonos al seis era alto y los otros especuladores llegaban a la obvia conclusión de que Duer preveía que los bonos al seis habían llegado a su valor más alto y que los bonos al cuatro estaban subvalorados y posiblemente subirían de una manera repentina.

Como habían acordado de antemano, Pearson aceptó la oferta de venta de Duer. Era un negocio perfecto porque Pearson solo tendría que devolverle a Duer los bonos al seis al cabo de unas horas. Pearson, que había empezado a atraer la atención, anunció entonces que compraría bonos al cuatro a todo el que quisiera vendérselos y que ya no deseaba comprar bonos al seis. A los pocos días, el valor de los bonos al cuatro aumentó considerablemente mientras que el de los bonos al seis bajó. Los otros agentes de Duer, aquellos que actuaban con el dinero de él, se hicieron con los bonos al seis por ciento que había en aquellos momentos en el mercado. Pearson continuó comprando bonos al cuatro a aquel precio recientemente hinchado, un precio que probablemente no volverían a ver, pero ese precio mantuvo altos los bonos al cuatro y bajos los al seis. Fue precisamente por esa razón y no otra por lo que Duer siguió induciendo a Pearson, y a todo el que lo siguiera, a continuar comprando. Cuando todo terminó, Pearson poseía más de sesenta mil dólares en bonos al cuatro por ciento, unos títulos cuyo valor estaba absurdamente inflado y que se desplomaría sin previo aviso.

– Dudo de que todo el paquete valga más de cuarenta mil -me dijo Duer-, y eso en las circunstancias más optimistas. Si Pearson intenta venderlas, como no lo haga con un mínimo incrementó, no conseguirá sino que el precio baje todavía más. Claro que buena parte de esto dependerá de cómo actúe el otro comprador.

– ¿Qué otro comprador? -inquirí.

– Todavía no he podido determinar su identidad, pero hay otro comprador que quiere bonos al cuatro, pero eso apenas importa. Me trae completamente al pairo si el precio baja un poco, o un mucho, o incluso si se mantiene alto.

– Pero ¿y Pearson? Lo ha dejado arruinado y no podrá hacer más operaciones, ¿no?

– No, en absoluto. Es como un borracho que necesita más vino. Ha saboreado la victoria y no permitirá que una pequeña pérdida lo afecte. En realidad, aún no sabe siquiera que ha perdido. Creo que puedo sacarle unas pérdidas de cincuenta mil o sesenta mil dólares más antes de que empiece a sospechar. Y, para entonces, será demasiado tarde.

Mientras Duer se regodeaba de su estafa, yo planeaba la mía. Duer confiaba en mí por completo y pronto llegaría el momento de conducirlo a su propia destrucción.

Después del éxito fenomenal de la inauguración del Banco de Estados Unidos y del enorme volumen de negocios en cupones, se empezó a preparar la apertura de otros bancos y, aunque carecían de medios para mantenerse, esperaban que el entusiasmo del público por los bancos nuevos aupara lo que de otro modo serían especulaciones vacías y sostuviera las operaciones hasta que los bancos fueran autosuficientes.

Vi que Pearson era el vehículo ideal para llevar a Duer al Banco del Millón, pero no estaba del todo segura de cómo lo convencería de mi idea sin despertar sus sospechas o quizá su desdén. Decidí, por lo tanto, que necesitaba intimar más con su familia y en diversas ocasiones intenté que me presentara a la señora Pearson. Había imaginado que sería una criatura hosca, una persona fría y de una crueldad compatible con la de su marido, o débil y condenada a sufrirla, pero resultó que la señora Pearson era una mujer bonita, con el cabello rubio y los ojos azules, alegre y llena de ingenio y buen humor. Y sí, había un inconfundible halo de tristeza en ella aunque, dado el carácter de su marido, aquello apenas me sorprendió.

La señora Pearson y yo nos hicimos amigas enseguida y disfrutaba los ratos que pasaba con ella. Hacía mucho tiempo que no mantenía una amistad íntima con una mujer y Cynthia resultó ser la perfecta compañera: inteligente y cariñosa, pero con una vena de cinismo y melancolía que la llevaba a impacientarse con las trivialidades vacías que pasaban por conversación en la sociedad educada. No había conocido nunca las penalidades del Oeste, pero había sufrido las suyas y era como una hermana para mí. Sin embargo, lamenté aquella coincidencia porque, si bien nos sentíamos más unidas cada vez, yo intentaba destruir a su marido, una acción que también la destruiría a ella.

Una tarde, mientras tomábamos el té en su salón, advertí que el señor Pearson estaba en casa y experimenté la inconfundible sensación de que escuchaba nuestra charla. Yo había llevado la conversación hacia asuntos privados, en concreto a la felicidad que había conocido con mi difunto esposo.

– ¿No es maravilloso -comenté- tener un marido con el que disfrutar de tanta compenetración mental? Por encima de todo, es necesario que el cónyuge sea una persona compatible.

La expresión de Cynthia se volvió sombría al momento y oí un crujido en las tablas del suelo de la habitación contigua. Pearson se acercaba, con la esperanza de oír su respuesta.

– Lamento que perdiera a su esposo -dijo la señora Pearson-. Por lo que cuenta, creo que no ha habido nunca dos personas más compatibles.

Yo había notado hacía tiempo que su marido y ella distaban mucho de tener una relación de compañerismo y por ello no la presioné. Ya tenía lo que quería, la atención secreta de Pearson, y mi intención era pasar al ataque.

– Ojalá pudiera entender a otros hombres tan bien como entendía a mi esposo -le dije a la señora Pearson-. Es sobre esta cuestión que quería pedirle consejo. ¿Sabe que soy amiga del señor Duer?

– Todo el mundo lo sabe -dijo. Sus palabras contenían más de lo que había dicho, pero no supe qué. Me halagué pensando que era pura curiosidad.

– Espero que nadie comente nada indecoroso -dije, llevándome la mano a la boca.

– Pero si solo hay que verlos. -La señora Pearson sacudió la cabeza-. El la trata como una hija, más que como otra cosa, creo.

– Me alegro de que lo diga. Es un hombre sagaz y he aprendido mucho con él, pero me temo que no se toma en serio alguna de mis ideas. Dice que me trata como si fuera su hija, pero a veces me trata como a una niña. Deseo presentarle una propuesta, una idea que creo que le hará ganar una cuantiosa suma de dinero, pero debo insinuárselo de la manera correcta, no vaya a ser que la rechace de entrada.

La señora Pearson empezó a darme sabios consejos sobre cómo aplacar el orgullo masculino, pero yo solo fingía escuchar. El corazón me latía con fuerza en el pecho. Solo esperaba que aquel plan funcionase porque, si no, tendría que actuar de una forma más directa y cuando más creyera Pearson que aquella idea era suya y no mía, mayores serían mis posibilidades de éxito.

Me había preocupado en balde. Al salir de la casa, Pearson lo hizo detrás de mí, pero no exactamente corriendo, sino caminando con sus pasos lentos y metódicos y su pose estirada. Levantaba la barbilla y tenía los ojos pesados y algo dormidos. Era evidente que quería mostrarse seductor y, en aquel momento, lo odié más de lo que odiaba a Duer o a Hamilton.

– Tendrá que perdonarme, señora -dijo-, pero sin querer he oído lo que le ha dicho a mi esposa. Es posible que Duer no tome en serio su propuesta, pero le aseguro que si se la hago llegar yo, le prestará atención. Ha aprendido a confiar en mí.

– Desde luego que sí -repliqué.

Me puso una de sus manazas en el codo, quizá porque había visto a Duer tocarme de aquel modo. Yo no soportaba que Duer lo hiciera y, sin embargo, no lo temía de la manera que temía a Pearson. Duer no era más que un villano egocéntrico. Pearson, empezaba a comprender, era una bestia.

– Cuénteme lo que tiene en mente y, si me gusta la idea, se la presentaré a Duer. Si este decide ponerla en práctica, ya le diremos de quién es.

– Vaya, qué generoso por su parte -dije, dedicándole mi sonrisa más gentil-. ¿Volvemos a la casa para discutirlo?

– Por supuesto.

Levanté la mirada y allí, desde la ventana, la señora Pearson nos observaba con cara de preocupación. Primero pensé que sospechaba que yo albergaba sentimientos deshonestos hacia su marido pero, cuando nuestros ojos se encontraron, advertí que estaba preocupada por mí.

En mi locura por destruir a Duer y a Hamilton, en mi odio por Pearson, me había negado a pensar en la señora Pearson, aquella criatura bonita, inteligente y oprimida. Me había negado a tener en cuenta a los niños. Ellos también serían destruidos con Pearson; cuando Duer, Hamilton y los demás cayeran en desgracia, los inocentes caerían con ellos.

Sin embargo, ya había llegado muy lejos y aquello no me haría volverme atrás. No podía negarme a librar una batalla solo porque los inocentes también resultasen dañados. Durante la Revolución, los inocentes sufrieron daños, pero nadie argumentaría que no mereció la pena librar aquella guerra. Aun así, en aquel momento, hice una promesa callada: destruiría a Hamilton y a Duer, sí. Ahora sabía que, como consecuencia inevitable de ello, Pearson también sería arrojado contra las rocas, pero yo protegería a la señora Pearson y a los niños de lo peor de la situación. Con la ayuda de Dios, no me convertiría en lo que despreciaba.

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